Presentación

PRESENTACIÓN

Tránsitos Intrusos se propone compartir una mirada que tiene la pretensión de traspasar las barreras que las instituciones, las organizaciones, los poderes y las personas constituyen para conservar su estatuto de invisibilidad, así como los sistemas conceptuales convencionales que dificultan la comprensión de la diversidad, l a complejidad y las transformaciones propias de las sociedades actuales.
En un tiempo en el que predomina la desestructuración, en el que coexisten distintos mundos sociales nacientes y declinantes, así como varios procesos de estructuración de distinto signo, este blog se entiende como un ámbito de reflexión sobre las sociedades del presente y su intersección con mi propia vida personal.
Los tránsitos entre las distintas realidades tienen la pretensión de constituir miradas intrusas que permitan el acceso a las dimensiones ocultas e invisibilizadas, para ser expuestas en el nuevo espacio desterritorializado que representa internet, definido como el sexto continente superpuesto a los convencionales.

Juan Irigoyen es hijo de Pedro y María Josefa. Ha sido activista en el movimiento estudiantil y militante político en los años de la transición, sociólogo profesional en los años ochenta y profesor de Sociología en la Universidad de Granada desde 1990.Desde el verano de 2017 se encuentra liberado del trabajo automatizado y evaluado, viviendo la vida pausadamente. Es observador permanente de los efectos del nuevo poder sobre las vidas de las personas. También es evaluador acreditado del poder en sus distintas facetas. Para facilitar estas actividades junta letras en este blog.

martes, 6 de septiembre de 2022

LA CONTRAMODERNIDAD MADRILEÑA Y EL ESPÍRITU DE LOS BARES

 

El hombre de las calles es un actor que parece conformarse con papeles mediocres, a la espera de su gran oportunidad. Es cierto que los seres del universo urbano no son `auténticos`, pero en cambio pueden presumir de vivir un estado parecido al de la libertad, puesto que su `no ser nada` les constituye en pura potencia, disposición permanentemente activada a convertirse en cualquier cosa

Manuel Delgado. El animal público


El mes de agosto se muestra como tiempo prodigioso, en tanto que las mayorías involucradas en el gigantesco mecanismo de la rotación laboral y sus recolecciones de méritos, abandonan la ciudad para diseminarse por todos los territorios imaginables. La ciudad queda vacía, descubriendo inexorablemente, al modo de los grandes pantanos, los fondos sobrevivientes a la gran inundación que se ha denominado modernización. Los paisajes urbanos muestran  las realidades inundadas que sobreviven a la explosión de los nuevos edificios, de las zonas rehabilitadas,  las infraestructuras totales y las estéticas monumentales de la nueva ciudad, sustentadas por el mercado inmenso que impone su ley sobre todos los suelos. Este mes evidencia que la vetusta ciudad y sus espíritus se encuentran sumergidos por la ola moderna, que no fallecidos.

Agosto es especial para mí, que me autodefino como un minero en busca subterránea de la vieja ciudad perdida de mi memoria, que no ha desaparecido, sino que se encuentra por debajo de la ciudad del presente. La modernización es presentada por la sociología mercenaria como un proceso triunfal que solo puede entenderse como una escala de niveles de progreso, en la que cada nuevo peldaño cancela definitivamente al anterior. Por el contrario, los procesos de cambio acaecidos en varios tiempos sucesivos, no afectan a la totalidad de la sociedad superada, sino que sobreviven múltiples elementos, contingentes de personas, prácticas sociales y los múltiples viejos espíritus del pasado. La modernización actúa instaurando una nueva realidad, pero esta es compatible con la vieja realidad, que conforma un conjunto de reservas del pasado que sobreviven subrepticiamente, en el exterior de los focos de los medios de comunicación. Se trata de varias ciudades sumergidas, pero muy vivas.

Estas realidades de la vieja y nueva ciudad se manifiestan en distintos planos y realidades. Una de ellas es la de los bares. Estos establecimientos muestran un coeficiente de historicidad encomiable, siendo un indicador elocuente de la tendencia dominante en cada tiempo. Los viejos bares de mis años jóvenes eran la sede de los espíritus de la ciudad industrial. En todos los barrios se multiplicaban los bares-taberna, que amparaban las efervescencias de la vida industrial. La pausa laboral del mediodía, pero, sobre todo, al caer la tarde, una multitud de trabajadores se hacía presente en las barras para consumar un receso laboral y familiar. El local albergaba múltiples conversaciones cruzadas, que coexistían con el televisor encendido, que cuando emitía una noticia susceptible de interesar a los parroquianos, encendía las conversaciones subiendo su tono. El bar era el lugar convivencial por excelencia, en el que las reglas de amistad, el arte menor de convidar, y las concurrencias afables con personas no conocidas, alcanzaban un nivel sublime.

Recuerdo el viejo bar existente en Francisco Silvela, junto a mi vieja casa familiar, que era una freiduría que ofrecía el producto estrella del bocata de calamares. La última hora de la tarde congregaba a múltiples personas de distintas categorías del entramado industrial, que generaban variadas conversaciones, bromas, ceremonias e intercambios diversos. Muchos de los parroquianos mostraban su generosidad, propia de poblaciones anteriores a la gran  la hipotecación y endeudamiento general. Yo era estudiante y era frecuente ser invitado a la “jañita” por personas desconocidas. Allí me curtí en la tarea imposible de explicar a un paisano el misterio acerca de qué fuera la misteriosa sociología. La profusión de bebidas alcohólicas leves, cerveza y vino, se acompañaba de la degustación de fritangas que se elaboraban en una freidora alimentada por mezclas de aceites de distintos orígenes. El tabaco desempeñaba un papel dominante. Se fumaba conpulsivamente, predominando el tabaco negro. Recuerdo los Ducados, los Rex o los Celtas.

Años después, llegó el desmantelamiento pausado, pero inexorable, de la industria, para generar una nueva industrialización radicalmente diferente. Junto a ella llegó la nueva empresa, la institución gestión que produce el milagro de transformar a los antiguos trabajadores -compañeros en lo laboral y camaradas en los bares- en la nueva condición de recursos humanos, destinados a la rotación y a la condena de la renovación sin fin del paquete de competencias personales. Además, cada cual es transformado en un consumidor que cultiva el culto a la diferencia y la gestión de su propia vida personal. Esta mutación implica la multiplicación portentosa de hipotecados y endeudados. De la combinación de estos procesos resulta el novedoso modelo de yo que puebla los bares actuales.

La gran transformación asociada al término modernización, disuelve los viejos bares y tabernas convivenciales , dando lugar a una nueva generación de bares, coherentes con el sustrato de la sociedad “postindustrial”. Aún a pesar de su diversidad, la mayoría de ellos son funcionales, en el sentido de que sus públicos los usan para funciones específicas asociadas a la vida. Los bares de desayuno, de tentempié, de comidas… Todos ellos declinan al caer la tarde, momento en el que emergen los bares de copas, donde se congregan los condenados a construir un currículum personal imponente, que les brinde la oportunidad de acampar en la empresa postfordista. En tanto que lugar de fuga, los bares de copas albergan algunos elementos de convivencialidad de los viejos bares de la era industrial. Pero con una diferencia esencial, ahora son lugares de concentración de yoes, que instrumentan su relación con sus amigos fluctuantes, y ajenos a los demás. Así resplandecen los espíritus de la nueva época, que se pueden sintetizar en la fórmula de fortificación del yo versus declive de lo común. La pandemia, que ha propiciado la escalada del estado epidemiológico y su remodelación del espacio público,  ha consagrado las terrazas como islas en las que convergen los fugados de la vida encerrada en los domicilios y lugares de trabajo.

Me gusta desayunar con mi perra Totas en una terraza frente al Retiro. Pero estos establecimientos se encuentran sobredeterminados por la modernización ubicua. Esta les confiere la naturaleza ineludible de un lugar de paso, en el que se converge momentáneamente con otros yoes. De este modo, el desayuno adquiere el perfil de un impertinente taylorismo, gobernado por las finalidades, el reloj , las certezas y la pretensión de calidad. Este agosto he rescatado un viejo bar cercano a mi casa en el que puedo revivir la contramodernidad, tan excelsa y generalizada en Granada, y que tanta nostalgia me suscita. El propietario de este local es un sudamericano que permanece fiel al espíritu de la contramodernidad. Se trata de una verdadera isla, en la que la lentitud que impera en la terraza, contrasta con un entorno poblado por múltiples equipos de trabajo que se afanan en materializar el precepto fundamental de la nueva ciudad: realizar obras continuamente que se inscriben en la cadena interminable que define al progreso.

La parsimonia de los empleados del bar genera un extrañamiento delicioso, en comparación con los ritmos acelerados de los hacedores de obras. Así se conforma un residuo del pasado extraño a la lógica imperante. En este pequeño paraíso reina la calma, se encuentra excluida lo que los granaínos llaman sabiamente “la bulla”, y el negocio no está  en los objetivos, en la rotación mesas y la fidelización de los clientes. En este extraño remanso las finalidades comerciales se subordinan a la magia del estar y saborear, a concebir la estancia en el bar en una excepción de la agitada vida cotidiana.

En tanto que el dueño muestra su hosquedad inequívocamente, confirmando que la idea de servicio es ajena a las culturas tradicionales, los camareros son encantadores. Atentos, simpáticos y cordiales con cada persona que se aposenta en sus mesas. La paradoja y la contradicción se hacen presentes en el bar. Tiene una carta amplia de cuidados y sofisticados desayunos, en los que el aguacate y el hummus se combinan con otros vegetales. Los panes son excelentes, y, en coherencia, los precios están por encima de la media de la zona en la que se encuentra, que es cara.

Entonces, se hace patente la calidad del producto en detrimento de un ingrediente esencial de cualquier servicio: el tiempo. La lentitud alcanza dimensiones apoteósicas en los viajes de los camareros desde la barra a las mesas, que son siete u ocho metros. Asimismo, pedir la cuenta y cobrar significa interrumpir el tempus del servicio. Pero el aspecto más contramoderno, al estilo de los bares de barrio granaínos, es que el espacio interior del bar, muy pequeño, alberga a clientes-amigos que celebran sus encuentros cotidianos con conversaciones semejantes al de la vieja freiduría que he comentado. El servicio de mesas queda aplazado cuando en el interior tiene lugar una efervescencia conversacional.

De este modo, lo comercial pasa a segundo plano, relegado por la apoteosis de la cotidianeidad gozosa escrita en menor. Otro aspecto paradójico, radica en el papel de la tecnología. En un bar tan chiquito, los camareros están dotados de una Tablet con un programa que anota los pedidos en cada mesa. El tradicional cuaderno y boli para registrar el pedido, es superado por tan hipermoderno sistema de control. En alguna terraza cutrilla de la zona ocurre lo mismo. La modernidad se hace ostentosa en contraste con la sobriedad del servicio. Los menús están escritos sobre una pizarra al estilo de los viejos y denostados  maestros.

En esta misteriosa terraza, en la que convergen los espíritus de varias épocas, pero que es dominada por la cordialidad lenta, en donde el cliente adquiere la condición excelsa de don nadie, al estilo de frase de Delgado que abre este texto, nos hemos asentado muchas mañanas de este tórrido agosto. Saboreando sus panes integrales excelsos, hemos estimulado nuestra nostalgia del sur, activada con el aceite de oliva combinado ccon el tomate. A veces no podía evitar la sonrisa, evocando el sentido que atribuía a mi preferencia por este bar. Se trataba, ni más ni menos, que una fuga provisional del neotaylorismo que invade la hostelería en la insólita era de la calidad del servicio y de la excelencia, que se implementa simultáneamente al low cost, sobre los modernizados sujetos aspirantes a gestionar su propia vida rigurosamente separados de los demás. Por eso, cada mañana, al sentarme en la terraza, le susurraba a Totas “esto no es igual que los viejos bares convivenciales, pero aquí, el distanciamiento gélido que rige en los espacios públicos de tan modernizadas sociedades, es manifiestamente menor. Media hora deliciosa de contramodernidad.

 

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