Presentación

PRESENTACIÓN

Tránsitos Intrusos se propone compartir una mirada que tiene la pretensión de traspasar las barreras que las instituciones, las organizaciones, los poderes y las personas constituyen para conservar su estatuto de invisibilidad, así como los sistemas conceptuales convencionales que dificultan la comprensión de la diversidad, l a complejidad y las transformaciones propias de las sociedades actuales.
En un tiempo en el que predomina la desestructuración, en el que coexisten distintos mundos sociales nacientes y declinantes, así como varios procesos de estructuración de distinto signo, este blog se entiende como un ámbito de reflexión sobre las sociedades del presente y su intersección con mi propia vida personal.
Los tránsitos entre las distintas realidades tienen la pretensión de constituir miradas intrusas que permitan el acceso a las dimensiones ocultas e invisibilizadas, para ser expuestas en el nuevo espacio desterritorializado que representa internet, definido como el sexto continente superpuesto a los convencionales.

Juan Irigoyen es hijo de Pedro y María Josefa. Ha sido activista en el movimiento estudiantil y militante político en los años de la transición, sociólogo profesional en los años ochenta y profesor de Sociología en la Universidad de Granada desde 1990.Desde el verano de 2017 se encuentra liberado del trabajo automatizado y evaluado, viviendo la vida pausadamente. Es observador permanente de los efectos del nuevo poder sobre las vidas de las personas. También es evaluador acreditado del poder en sus distintas facetas. Para facilitar estas actividades junta letras en este blog.

miércoles, 30 de junio de 2021

LA REAPARICIÓN DE FIDO DIDO EN MALLORCA

 

El rebrote de estos días en Mallorca desvela un acontecimiento sumergido, en el sentido de que, en tanto que se expande intensamente, no se encuentra presente en términos discursivos en los imaginarios del sistema político. Se trata de la explosión festiva que sucede al final de los exámenes. Esta adquiere múltiples formas, entre las cuales irrumpen los viajes de los escolarizados a las catedrales de las industrias del ocio. La Covid ha actuado como agente alfabetizador de este acontecimiento que ha suscitado un interés inusitado, en tanto que el dispositivo epidemiológico se aferra a él como símbolo de la presencia del virus.

Acabo de retuitear un mensaje que alude al gran espacio que la prensa atribuye a este evento, en contraposición al nulo espacio dedicado a las muertes de inmigrantes en las aguas del Mediterráneo. La Covid ha resucitado la idea de lo nacional-estatal, especificado en la contabilidad de la evolución de los contagiados, hospitalizados, ubicados en las UVI o fallecidos. La comunidad médica-epidemiológica es manifiestamente nacional, focalizada a mantener la salud de los cuerpos nacidos en el interior de las fronteras. Los cuerpos flotantes procedentes de los flujos de la inmigración son denegados, en tanto que ajenos a las cifras que conforman la contabilidad estrictamente nacional.

Las imágenes que suscitan las cuarentenas de los escolarizados de larga duración me parecen patéticas. También su tratamiento político como argumento para erosionar al rival. El dispositivo epidemiológico reclama su autoridad para clausurar la movilidad de los involucrados en tan relevante acontecimiento epidemiológico. Por eso me he decidido a volver a publicar un texto de Fernando Castelló que considero una joya. Se trata de “La fe de Fido Dido”, en el que analiza los arquetipos personales nacidos en la convergencia del capitalismo desorganizado y la posmodernidad tecnológica. El artículo tiene mucha miga y denota una lucidez poco común en este estado de confusión general.

Por mi parte, reafirmo que el problema de fondo estriba en la incorporación tardía a la sagrada institución del mercado de trabajo, lo que produce un alargamiento inusitado de un tiempo de congelación. Este hecho dispara múltiples efectos no deseados y no pocas perversiones. La decadencia de la época se encuentra representada en este estado de congelación de los jóvenes en espera eterna. Las instituciones educativas se muestran incapaces de contener la energía de los confinados allí, aunque este sea un encierro con formas amables y cordiales. La perpetuación de esta situación se puede entender como semejante a un volcán dotado de una potencialidad inquietante.

Un fuerte abrazo a Fernando Castelló

 

 

 

 

El texto que presento fue un clásico de mi clase de Cambio Social en los primeros años noventa. Es un artículo de Fernando Castelló, un periodista lúcido que mostró su capacidad de comprender y comunicar en un contexto de cambio de épocas, en el que coexisten varios mundos.  En este escrito desvela la naturaleza del nuevo sujeto que resulta de la combinación de varios procesos de cambio combinados. Me parece clarividente y altamente recomendable. Es un texto de choque en el que es imposible no posicionarse.

Recuerdo que en la clase le proporcionaba una copia a cada estudiante y se procedía a una lectura. Después se procedía a comentarlo y discutirlo. La participación era muy escasa y se generaba un clima de tensión, en tanto que se percibía que eran juzgados. Tras tres años de experiencia decidí retirarlo, en tanto que los efectos adversos superaban a los beneficios.  Cada generación se encierra en su mundo de significaciones y rechaza otras miradas externas. Este hecho es fatal para la formación de eso que convencionalmente se denomina como “sociólogos”.

El artículo fue publicado en El País el 16 de septiembre de 1991, pero puede leerse hoy como una pequeña joya que presenta el nuevo arquetipo individual prevalente en la posmodernidad. Ciertamente esta versión ha generado nuevas versiones que conservan sus rasgos esenciales. Me encuentro rodeados de fido didos por todas las partes en un contexto de confusión.  Altamente recomendable y susceptible de comentar y discutir.

 

Fido está a favor de Fido. Fido no está contra nadie. Fido es joven. Fido no tiene edad. Fido lo mira todo. Fido no juzga nada.  Fido es inocente. Fido es poderoso. Fido viene del pasado. Fido es el futuro.Éste es el decálogo de Fido Dido. Éstas son sus tablas de la ley. La ley de Fido Dido, sus tablas de salvación personal en el naufragio general de las ideas que vivimos.

¿Quién es Fido Dido? Se trata de un personaje de historieta creado en 1985 por dos publicitarias de Manhattan y con proyección internacional, que pretende representar a buena parte de la juventud acomodada occidental. En España se le conoce sobre todo por los spots publicitarios de un refresco. Con su moral light y su aspecto cool (como la bebida gaseosa que anuncia) encarna al antihéroe del momento, heredero universal de su antecesor, el también antiheróico pasota posmoderno de comienzo de los años ochenta, que passaba de todo con su toque vestimental de monstruito del doctor Punkenstein (de negro por fuera y en blanco por dentro), su cabeza de chorlito y su cuerpo de jota.

Así como su antecesor sólo creía que no creía en nada, desencantado como estaba al ver que sólo algo cambiaba para que todo siguiera igual, Fido Dido va por la vida con un credo consolidado. Ha positivado la antigua decepción y su escepticismo heredado se ha convertido en un optimismo integrado ("Llega el momento en el que el escéptico, tras haber dudado de todo o cuestionado todo, no tiene ya de qué dudar; y entonces suspende totalmente su juicio crítico. ¿Qué le queda? Divertirse o embrutecerse, la frivolidad o la animalidad". Cioran). Su pensamiento ya no es nihilista pasivo, sino conformista activo, aunque débil, como diría Vattimo; su comportamiento ya no es pasablemente frío, sino tibiamente cool, como dicen Bruckner y Filkienkraut; su autonomía, como quiere Lipovestky, ha devenido egoísmo puro y simple, siempre "al acecho de su ser y su bienestar" en esta era del vacío y este imperio de lo efimero. Antihéroe acomodaticio a diferencia de los antiheroicos Ulrich, K, Roquentin, Bloom, conscientes del vacío, el absurdo, la náusea, la nada de sus existencias.

Fido está a favor de Fido. Sólo cree en sí mismo. Se apagaron en él las últimas ascuas de aquella fe de carbonero que nos hacía ver todo negro a los actores sociales de los sesenta en búsqueda de la claridad. Ni en dioses, reyes ni tribunos está el supremo redentor, porque Fido no necesita redención. No rinde culto más que al auto complacido Narciso (no al es forzado Prometeo, ni al dubitativo Hamlet, ni al sonambulista Segismundo, ni al atormentado Fausto), sólo atento a su propio Eco, y las aguas en que se mira buscándose son las del éxito, dinero y fama por encima de Belleza, Bien y Verdad, como querían los moralistas clásicos. Si acaso, las siglas de esos tres valores (BBV) coinciden con las de su talonario de cheques.

Su actitud vital es relajada (pone los pies sobre las mesas) como corresponde a su je m`enfoutisme. Su comportamiento existencial es cool, o sea, ni frío ni caliente, sino entre tibio y fresco, y padece / goza una fatiga a priori, como dicen Bruckner y Filkienkraut del sujeto posmoderno, que confisca al entorno el poder de extenuarlo; un alelamiento de la voluntad (alelado del mundanal ruido); un no tanto don't worry, be happy cuanto take it easy; un preferir la huida al enfrentamiento; una deserción con apariencia de integración; un entibiamiento de las pasiones, una languidez como dimisión del deseo, un sálvese quien pueda y yo el primero en el naufragio de los antiguos credos, aferrándome a mis tablas de salvación personales e intransferibles.

Fido ya no quiere cambiar el mundo como Marx ni cambiar la vida como Rimbaud (a los que no conoce, ni falta), sino quedarse como estaba en este panglosiano mejor de los mundos, y reivindica, sin apasionamiento, su derecho a pasar de la militancia a la desmovilización, del inconformismo al hiperconformismo, a aislarse en medio del rebaño social gregario. Hay quien ve en esta fuga fáustica hacia sí mismo á través de la insolidaridad una nueva forma de insumisión con apariencia de conformismo, una especie de rebelión por defecto de pasión. Y que así se convierte en un pilar del sistema democrático, cuya crítica internaliza a la vez que escapa a todo influjo carismático de líderes, chamanes, trujamanes y charlatanes, y programas más o menos demagógicos. "Descrispado, cool, profundamente alérgico a todos los proyectos totalitarios", señala Filkienkraut, "el sujeto posmoderno no está tampoco dispuesto a combatirlo". Fido no es otra cosa que un posmoderno de última hornada que, como dice de sí, sólo está consigo mismo y no está contra nadie ni nada. Ni siquiera contra la injusticia, la desigualdad, la intolerancia, la dictadura, el racismo, la opresión. Todo y todo el mundo es bueno. Ha hecho un pacto con sus mayores por el cual "yo os dejo hacer, vosotros me dejáis pasar".

Zapatero, a tus zapatos, se dice y, literalmente, para él, un par de zapatos vale más que todo Shakespeare. Camper diem sería su lema poshoraciano, reformulando al gusto actual el Carpe diem que hicieron suyo los cortadores hippies de la flor del día.

Fido es joven. O sea, puro y bueno por naturaleza transitiva, por clase social biológica, frente a la decadente clase adulta. E impone su dictadura del jovenariado en los gustos actuales. Dice Huizinga al estudiar al homo ludens (el lema de Fido podría ser mens prudens in corpore ludens) que "grandes ámbitos de la formación de la opinión pública están siendo dominados por el temperamento de los adolescentes y la sabiduría de los clubes juveniles", con su "infantilismo lúdico". Y Federico Fellini replica: "Sólo un delirio colectivo puede habernos hecho considerar como depositarios de todas las verdades a chicos de 15 años". Chicos cuya juventud, a diferencia de la de Baudelaire, no es un tenebreux orage, ni como la del suicida Jacopo Ortis de Foscolo pasa lenta "entre los temores, las esperanzas, los deseos, los engaños, el tedio...", sino "puta madre, da buti, que te cagas".

Su cultura es la cultura destellar de que habla Toffler. Encerrado en su campana aislante de los demás, de la que es badajo, recibe la información y la formación cultural a golpes ensordecedores que le hacen vibrar un instante y no le dejan huella aparente. El rock, el pop, el spot, el single, el fingle, el comic, el video, el clip, el slogan, el pub, el jeans... son los distintos formatos reducidos de esa transmisión cultural, acordes con su corto fuelle intelectual y su floja tensión estética. Fido es un arco distendido entre el animal y el superhombre, como diría Nietzsche desolado.

Su marco cultural es el rock (no duro), ese canto lleno de ruido y de furia cantado por un necio, y para él las guitarras son más expresivas que las palabras, las notas más que los conceptos, el contoneo rítmico más que la conversación. Como dice Paul Yonnet, el pueblo joven ha movilizado áreas cervicales hasta ahora mudas, el hemisferio cerebral no parlante sino sensitivo: "El hemisferio no verbal ha terminado por triunfar, el clip ha vencido a la conversación, la sociedad, por fin, se ha hecho adolescente".

Y, sin embargo, Fido no tiene edad. Sus atributos se expanden y panteízan en todos nosotros, en todas las clases biológicas, una vez que ha sabido imponerlos hegemónicamente. Su fe es la nuestra. Todos somos Fido de los ocho a los ochenta años. Fido ha penetrado en nosotros como un alien tentacular que nos posee.

Fido lo mira todo. Fido no juzga nada. Todo vale. Fido es un objetivo discreto que pasea su mirada en derredor sin tomar partido. Nada le es ajeno, aunque nada le merece un juicio. Es como un avefría posada en el campanario, una vaca paseando su mirada por el prado, un carnero degollado de ojos abiertos a la nada.

Y, además, Fido es inocente. Mientras todos, al igual que para Hegel los héroes de la tragedia griega, somos a la vez inocentes y culpables, pues nos movemos entre el sino trazado por los dioses y el libre albedrío prometeico, Fido sólo es inocente. No se corresponsabiliza con crimen de lesa humanidad alguno; como Segismundo, se pregunta qué delito cometí y se responde que ni siquiera el de nacer. Su tranquilidad de conciencia le da la fuerza de la razón, o de la sinrazón, no importa, a la vez que la fortaleza, porque Fido, aunque parezca lo contrario, es poderoso. Poderoso en solitario, pero también en conjunto, pues hay muchos, millones, Fidos Didos que influyen en las cosas a través de su voto y de sus actitudes aparentemente conformistas, aunque realmente contestatarias. Una contestación poderosa, por inhibición, a todo intento no ya revolucionario, sino de cambio en el statu quo y, sobre todo, en su modus vivendi particular.

Fido no es de hoy. Fido viene del pasado. Pero, al contrario de lo que decía Marx (¿recuerdan?), "la tradición de todas las generaciones muertas (no) gravita como una pesadilla sobre su cerebro vivo", ni más poéticamente se dice como Borges que "sobre la sombra que ya soy gravita la carga del pasado: es infinita". Viene del pasado, si' pero ligero de equipaje, y sólo es un fruto inocente, un hijo no deseado de una conjunción copulativa histórica inmediata. Su pasado reconocido es reciente, casi actual, pues no tiene memoria ni asume responsabilidad anterior alguna de sus desconocidos ancestros (la Historia es una de sus asignaturas pendientes).

Pero, sobre todo, Fido es el futuro. Un día todos seremos Fido Dido. Fido nos penetrará todas las almas con su fe acomodaticia actitud vital posfreudiana y sin complejos ni traumas, su individualismo gregario (todos los Fidos se juntan) y su hedonismo.

Ícaro, con miedo a volar ("lejos, pues, del sol poneos en tanto hayáis de cera los conceptos", advertía Epicteto); Aquiles, el de los pies para qué os quiero; incumplido Prometeo sin más fuego que el mechero; Edipo sin enigma ni complejos; Hércules flojo sin olor a cuadra; Teseo sin polvo en las sandalias; Orestes sin furia. y con sangre de horchata; Sísifo sin piedra ni montaña; Ulises paralítico sin Odisea ni Ilíada... Electra electrodomesticada; Pandora sin caja ni esperanza; Diana con las flechas despuntadas; Antígona sin lágrimas...

Corra a comprar su Fido Dido (o Fida Dida) en las rebajas.

Fernando Castelló es periodista.

 

viernes, 25 de junio de 2021

LA PANDEMIA, LA MASCARILLA Y EL TERRITORIO ÍNTIMO DE LOS BOLSILLOS

 

Los bolsillos son el último reducto de la intimidad. Se trata de recipientes que guardan distintos objetos personales, cuyo valor de uso alcanza su máxima cotización. Las carteras contenedoras de los documentos personales; las tarjetas canonizadas; las llaves; las monedas y los billetes sacrosantos; el dios de la conectividad: el móvil; los más inesperados objetos personales; los papeles de las transacciones del día, y una suerte de residuos de distintas actividades que cada cual mueve a su papelera de reciclaje tras unas horas aparcados allí. Se puede afirmar que una de las dimensiones de la especificidad de una persona se manifiesta en el uso y contenido de sus bolsillos.

Recuerdo mis tiempos de activismo antifranquista, en el que, en cada detención, al llegar a la Dirección General de Seguridad, la primera orden era “Saca todo lo que tengas de los bolsillos”. Tras poner todos los objetos encima de una mesa, la policía se tomaba la licencia de hurgar en ellos para buscar cualquier tesoro en forma de papel en el que pudiera constar nombres, citas, teléfonos o direcciones. Desde el momento de la detención hasta la llegada a ese palacio de la seguridad, la puja por recopilar y destruir los papeles era épica. Puedo acreditar que me he tragado un volumen de papeles considerable. Esta ceremonia del vaciado de bolsillos tenía lugar también al llegar a los juzgados o la prisión. Esta locución ha quedado grabada en mi memoria y comparece cuando me encuentro forzado a buscar a cualquier papel u objeto huésped provisional de estas misteriosas bolsas fronterizas con mi piel.

La licencia de la autoridad para inspeccionar los bolsillos denota el estatuto de ciudadanía rebajada y restringida. Pues bien, tras tantos años de postfranquismo, la epidemiología punitiva adopta la decisión de regular el uso de las mascarillas, de modo tal que obliga al sujeto vigilado a ponérsela en determinados espacios y quitársela en los lugares abiertos. En los intervalos entre ambas situaciones, es obligatorio llevarla consigo. El lugar de alojamiento recomendado por los predicadores mediáticos es, precisamente, el bolsillo. Imagino un trayecto diario en el que la mascarilla experimenta varias localizaciones sucesivas. Pienso que puede calificarse de muchas formas. La mía es que se trata de una guarrería en la que distintos gérmenes se acumulan en capas sobre la tela de tan enigmático objeto protector. Así se constituye una iatrogenia epidemiológica añadida.

Pero la cuestión fundamental radica en que la nueva reglamentación, permite a la policía requerir a las personas a mostrar tan ajetreado objeto. Así, se constituye una vía de acceso a los bolsillos, lo cual representa una minimización de la condición de ciudadano. La nueva reglamentación tiene la pretensión de pacificar a los contingentes ávidos de desarrollar prácticas de vida en los espacios públicos de tan prometedor verano. La derrota de la izquierda y su conglomerado experto ha propiciado un giro brusco, en el que las autoridades tratan de comparecer con un rostro pospandemia. Así, precipitadamente, se suaviza el uso de la mascarilla, se abren los campos de fútbol y se realizan concesiones para despojarse de la imagen negativa prohibicionista, detentada en el último año y que ha representado la dilapidación de una parte sustantiva del capital electoral inicial.

Pero esta medida genera una colisión civil entre los contingentes prestos a vivir y aquellos que continúan atemorizados por la pandemia y su manejo mediante la producción de los miedos. Los espacios públicos van a ser un escenario de la puja entre estas gentes, en tanto que las situaciones presentan un grado de complejidad que supera a la rigidez de las normas. El aparato salubrista coercitivo persiste en su torpeza para definir las situaciones y estandarizar la vida. La condición del metro y medio de distancia se puede cumplir en pocas ocasiones, pero, dado que el sujeto fluye por el espacio, se encontrará en distintas situaciones de densidad, en las que las distancias se acortan o se alargan. En su presentación se alude a la llegada a un semáforo, en la que el paciente sufridor tendrá que ponérsela, para quitársela segundos después cuando recupere la distancia de seguridad.

Me fascinan las intervenciones de la ministra de Sanidad Carolina Darias. Es de esas personas en las que se suscita la duda acerca de su condición humana. Sus intervenciones parecen diseñadas por una megamáquina de la videopolítica. Se atiene estrictamente a las pautas de la comunicación política en vigor. Sus gestos y tonos están programados por los magos de la comunicación no verbal, así como sus cuidadas imágenes. De este modo, encarna el guion de la perfecta ministra robotizada, de la que no cabe esperar nada humano. Es como un dibujo animado o un personaje de guiñol manejado por los operadores mediáticos. En esta situación, la inteligencia queda severamente menguada en la apoteosis del guion que impide la espontaneidad. La ministra representa las perversiones de la comunicación política.

La normativización del uso de la mascarilla está sobrecargada de absurdos y las situaciones son difícilmente reductibles a los moldes normativos. Pero el factor más problemático es el efecto de lo que me gusta denominar como “la convergencia de las revanchas”. La pandemia ha acrecentado los sentimientos negativos de distintos sectores. Los atemorizados que exigen un orden estricto y la supresión de los excesos festivos se encuentran llenos de furia contra los irresponsables que son presentados en las pantallas. Claman mano dura contra los incumplidores. Los apegados a la vida, que han sido sujetados durante tanto tiempo manifiestan inequívocamente su deseo de revancha, que se manifiesta en la proliferación e intensificación de sus énfasis en las prácticas de vida. Los epidemiólogos y los sanitarios, sobrecargados de trabajo en la pandemia y testigos de muchas tragedias personales, han generado sentimientos de hostilidad hacia los incumplidores.

La convergencia de revanchas se va a manifestar en los espacios públicos en las próximas semanas. La insurgencia festiva va a colisionar con los portadores de los temores auspiciados por los medios, los sanitarios y los salubristas, posicionados a favor de la pandemia permanente, en espera de la próxima edición, que consolide su función de agente regulador de las vidas y vigilantes de los estados de la salud colectiva. La regulación de las mascarillas abre una guerra civil de baja intensidad e intermitente entre los distintos contendientes. El vigor de los “irresponsables”, así como su potencialidad electoral manifestada en el castigo a los reguladores de la vida, los harán vencedores en la mayoría de las situaciones y espacios.

Pero la nueva situación agiganta el papel de la policía, que confirma y reafirma el espacio público como territorio vigilado objeto de intervención, otorgando a los agentes la facultad de aproximarse al territorio sagrado de los bolsillos de los viandantes. La pandemia ha instituido una sociedad de control de intensidad variable, fundada en la categorización de la salud como nueva religión civil, en la que el cuerpo sacerdotal dirime acerca de los comportamientos permitidos y los agentes de las fuerzas de seguridad aseguran su cumplimiento. La sociedad epidemiológica avanzada es una sociedad policial, en la que esta institución adquiere la condición de la ubicuidad suprema.

Me inquieta pensar en la existencia de regulaciones absurdas, en tanto que confieren a la policía unas atribuciones excesivas. Por poner un ejemplo que remite a la inteligencia del gran Forges, cuando se dice que se puede ir sin mascarilla en espacios abiertos siempre que se asegure el metro y medio de distancia, y de que las personas que nos acompañen sean convivientes. Este es un disparate mayúsculo que confiere atribuciones supremas a la policía para discernir sobre su aplicación. La sociedad epidemiológica-policial manifiesta una crisis de racionalidad inquietante. De momento, preparo mis bolsillos para ser aptos para la inspección a partir de mañana mismo.

 

 

 

 

 

 

 

viernes, 18 de junio de 2021

LA SIGILOSA DESTITUCIÓN DE LA INCIDENCIA ACUMULADA

 

La incidencia acumulada no tiene quien la consuele. Ha reinado esplendorosamente durante un largo año y medio y en su imperio no se ha puesto el sol. En su nombre sagrado se han tomado múltiples decisiones que restringen las libertades y la vida de tan amenazados candidatos a la infección. Su invocación ha catapultado a varias clases de expertos al olimpo de los dioses electrónicos, compareciendo diariamente en las pantallas obligatorias para el pueblo confinado en sus domicilios blindados a la socialidad exterior. Ha detentado el estatuto de monarquía absoluta en el tiempo pandémico, configurando como súbditos temerosos a las unidades que componen a la población: las personas. Su apoteosis semiológica la ha ubicado en el centro simbólico de la sociedad resultante de la irrupción pandémica.

Pero, tras el dilatado tiempo de reinado, la incidencia acumulada comienza su devaluación inexorable por el renacimiento impetuoso de los dos colosos perjudicados por su centralidad: la economía y la vida. En las últimas semanas se acelera e intensifica su decadencia, prefigurando su incierto futuro. Tras su imperio luminoso, asentado en su fulgor catódico, inicia una vertiginosa decadencia, que tiene el signo inequívoco de la destitución. La incidencia acumulada, en su declive final,  es constituida como un espectro patológico equivalente a otras enfermedades fatales cronificadas como factores de mortalidad, y que cristalizan en estructuras asistenciales especializadas.

La destitución de la incidencia acumulada ha sido catapultada por la contundente victoria de Ayuso en las elecciones madrileñas. Esta ha actuado a la contra del conglomerado epidemiológico experto, forzando los límites de sus prohibiciones. El respaldo popular ha sido estruendoso y coloca a los expertos en una situación delicada. A partir de ese momento, se produce una secuencia acumulativa de su erosión punitiva. Cada día se modifica alguna de las restricciones y se abre un escenario hacia la vieja normalidad. Los expertos acusan el rotundo golpe asestado por el electorado madrileño. Sus discursos rebajan considerablemente su nivel prohibitivo. Así se produce el principio del final de su preponderancia estatal y mediática.

La desescalada de las medidas restrictivas es desbordada abrumadoramente por grandes masas ávidas de recuperar la euforia del vivir. Esta disminución del rigor de las medidas prohibitivas adquiere la forma de unas rebajas prodigiosas en las vísperas de la liquidación final. Las tertulias expertas pontifican acerca de las medidas necesarias para mantener el control sobre la situación, pero, tras la fachada de sus palabras expertas no se puede ocultar la aceptación de una honrosa derrota, que adquiere la forma de la evasión del entorno, que es reducido a las imágenes de unos cuantos irresponsables, que parecen ser la excepción de una población obediente a sus conminaciones. Al igual que en el milagro de los panes y los peces, lo que ahora se multiplican son los irresponsables.

Cualquier persona que no esté encerrada, puede constatar que en los últimos meses se derrumba el orden epidemiológico mediante una desobediencia activa que crece día a día. Las multitudes de la noche y de los espacios de ocio neutralizan las medidas epidemiológicas, bien ignorándolas, bien produciendo usos rituales ajenos a su sentido. Así, en una jornada de ocio, puede practicar una versión cutre de la práctica de la mascarilla especificada en un agitado póntelo, pónselo. También con la distancia personal, que puede ser respetada en unos momentos, para transformarse en un estado colectivo de fusión y efusión, en el que el tacto adquiere una riqueza y diversidad simbólica.

La decadencia de la incidencia acumulada adquiere formas de destitución. Las autoridades compiten en la carrera para terminar con las medidas prohibitivas en un proceso subrepticio de abandono y el posicionamiento en la carrera de la normalización. Así se produce un efecto Panurgo que crece por días. Todos se alinean con la des-epidemiologización forzosa, de una manera semejante a cuando se alinearon en la orgía punitiva de la Covid. Entonces todos corrieron tras el inquisidor mayor clamando por el castigo a los incumplidores. Ahora todos se conciertan en torno a la permisividad de las prácticas de vida calificadas por el complejo profesional médico con el término sagrado de “riesgo”.

Y digo destitución, porque esta no se proclama públicamente ni se sentencia, sino que se practica. El destituido es simplemente abandonado, aislado. Es inevitable recurrir a tan actual destitución de Sergio Ramos. Le han comunicado que la oferta había caducado. Esta es la palabra clave para los expertos salubristas y los profesionales sanitarios. La pandemia, articulada en torno a la incidencia acumulada alta, ha caducado. Ahora solo quedan palabras de ánimo a los atribulados sanitarios, creyentes en el milagro del refuerzo de sus dispositivos asistenciales. Pero lo que verdaderamente se va a reforzar son los dispositivos asistenciales que representen un volumen de negocio importante. Pfizer, Moderna y la constelación de las vacunas son los reforzados, abriéndose para ellos una edad de oro que se contrapone a la decadencia de las estructuras asistenciales sólidas y continuadas.

Lo que se representa en las televisiones son las alegres pompas fúnebres de la incidencia acumulada y su complejo profesional. Para los salubristas ascendidos a los púlpitos mediáticos, su propia incidencia va a ser inexorablemente menguante. Pero lo peor es que sí se les asigna un hueco que antes no ocupaban. Con la incidencia baja la producción de los temores colectivos toma otra deriva, en la que las amenazas adquieren otras formas. Los epidemiólogos pasan a la reserva mediática, como los psiquiatras, los policías o los tratantes de males, que siempre retornan a la pantalla cuando algún acontecimiento los requiere.

Así, el complejo experto Covid, será desmovilizado gradualmente, siendo desplazado a espacios más periféricos de la programación. Me imagino un programa en el que unos misteriosos expertos diserten sobre los ovnis y el ilustre César Carballo lo haga sobre espectros mórbidos. Algunos de sus miembros serán rescatados cuando sea menester actualizar los miedos de determinadas clases de población. En esta época, el declive profesional se representa cuando un grupo profesional es convertido en material de archivo, formando parte de la institución central de la hemeroteca, que está constituida por material altamente manipulable para cualquier operador con voluntad de generar un argumento.

Así, el complejo profesional COVID, sigue el sendero que instituyó el Plan Nacional de Drogas, que es la estructura en la que los resultados son asimétricos a sus recursos y dispositivos. Nacida en los años ochenta, no ha dejado de crecer ininterrumpidamente, al tiempo que los usuarios de drogas proliferan en una medida constante. De este modo, el PN Drogas termina por radicalizar su discurso, que se separa radicalmente de las sociedades consumidoras, que desarrollan sus prácticas de consumo de manera aproblemática e integrada en su vida cotidiana, en la que el finde representa la apoteosis.

Pero la tragedia del PN Drogas es que, como destitución perfecta, nadie discute sus supuestos y medidas, generando una forma terrible de aislamiento. Solo son expulsados de la normalidad vivida por grandes contingentes de gentes. El modelo generado por este dispositivo se extiende a otras muchas estructuras asistenciales, que desarrollan una comunicación y unas actividades radicalmente autorreferenciales, de modo que su eficacia es más que baja. Pero, paradójicamente, esta sirve de argumento para el incremento de los recursos asignados. Así se configura una perversión institucional y colectiva insólita.

El destino de los dispositivos salubristas estimulados por la pandemia parece seguir este camino. Así se convierte en una estructura semejante a una iglesia. Recuerdo que hace muchos años me invitaron a un Congreso de Promoción de la Salud de los jóvenes en Chiclana, organizado por la Junta de Andalucía. Mi intervención suscitó pasiones negativas. El Congreso se celebraba en un par de hoteles. Al caer la noche propuse a los colegas ir a tomar una cerveza. Resulta que la dirección del Congreso había proclamado una prohibición estricta de beber alcohol. Los ponentes y sus séquitos terminamos en un par de baretos contiguos en los que las cervezas nos supieron a gloria.

La incidencia acumulada alcanza el estatuto de las drogas, el alcohol, la nutrición, el sexo y otras áreas de la vida severamente patologizadas. En tanto que se asienta en la conciencia colectiva mediatizada, se divorcia radicalmente de las prácticas de vivir de las gentes. Así, se convierte en un espectro patológico que alimenta el género de sucesos de las teles, así como es convertido en pasta común que nutre múltiples grados, expertos, máster y doctorados. También de reuniones científicas, congresos y encuentros de tan relevante comunidad. En torno a la gestión de sus recursos se congregan distintos especialistas, que completan su ciclo de asentamiento mediante su conversión en profesores. Este es su inexorable destino final.

 

 

 

 

martes, 15 de junio de 2021

AGUSTÍN JERÓNIMO VALLE Y LA MEDIOSFERA EN LA PANDEMIA

 

He descubierto a un autor formidable. Es Agustín Jerónimo Valle, historiador argentino que trata de las mutaciones de la subjetividad. Ha sido colaborador de Ignacio Lewkowicz, uno de los autores más influyentes en mí en los últimos quince años. En el blog aparece en distintas entradas. Me he decidido a publicar el texto "Monitor mata pantalla", publicado en El Lobo Suelto el 22 del pasado mayo

Este es un texto sólido y brillante que analiza el confinamiento domiciliario como una prolongación de la mediosfera imperante en el capitalismo actual, que penaliza severamente los sentidos de los sujetos encadenados a las pantallas. La crítica a la virtualización de la vida es extremadamente lúcida. Recomiendo vivamente su lectura. A mí me ha hecho sentir nostalgia de la docencia y del aula. Este texto hubiera sido desmenuzado y analizado como una lectura imprescindible.

Espero que resulte para los lectores tan sugerente como lo ha sido para mí. En el contexto intelectual español, que se encuentra desorientado con respecto al proceso de digitalización, y en el que impera una aceptación acrítica de lo que se denomina como "las nuevas tecnologías", este resulta un texto imprescindible que restituye la complejidad a la mediosfera y problematiza la ingenua idea de modernidad y progreso asociada a la invasión de las pantallas.


Monitor mata pantalla // Agustín Jerónimo Valle

Publicada en 22 mayo 2021

 

Hablar me impiden mis ojos; y es que se anticipan ellos, viendo lo que he de decirte, a decírtelo primero. 

Juana Inés de la Cruz 

 

1- Suele condensarse mucha verdad en las paradojas, y a la pandemia se respondió con una interrupción que consagró un continuo: interrupción de movilidad física, bajo conectividad y productividad permanente. El régimen 24/7 del capitalismo mediático-financiero se catalizó hasta resultar en la distopía soft de millones de personas ubicadas cada cual en su cubículo, relacionándose social y productivamente por internet, pidiendo deliverys, con el aliento del pánico en la nuca. El “distanciamiento” consistió pues en un continuo conectivo asfixiante, donde no pudimos estar ni juntos, ni solos. La asfixia, ilustrada en varias obras de la bienal, no es solo un temor a los efectos del coronavirus en el cuerpo. Las pantallas conectadas tienden a un permanente estado activo y disponible, que pasa por alto los ritmos psicofísicos y orgánicos, como el de la respiración; ofrecen no apagarse jamás, entrar solo en suspensión. La mediósfera pretende cuerpos constantemente conectados, es decir, sujetados: sujetos de la pantalla. Sujetos conectivos, mediáticos: nada cualitativamente nuevo. 

 

2- Hacemos un encuentro virtual -parte de las actividades de la BIM-, y Rodrigo Noya exhibe una obra: en uno de los rectangulitos de mi pantalla -sin maximizarlo a pantalla completa-, veo lo que él muestra, una instalación en un ambiente oscuro con monitores apilados, encendidos y emitiendo imágenes. Me acerco a la pantalla y frunzo los ojos para enfocar mejor. La miopía me permite ver esas torres de monitores luminiscentes como edificios en la noche urbana. Después resulta que algo de lo emitido en esos monitores eran efectivamente filmaciones de edificios, vistos la ventana cuarentenial de Noya. Pero yo veo los monitores como edificios en sí mismos; torres al fin. Veo las personitas, brillantes píxeles en esas contenedoras pantallas… En una miopía moderada se ve borroso, no es que no se ve nada, y hay que decidir qué es lo que se ve. Para mí es tal cosa; yo veo tal cosa. Así, la miopía nos ayuda a evitar la pregunta por “qué es lo que [el artista] quiso decir”. El artista dijo o puso lo que puso, y nosotros vemos lo que vemos (“el arte está en la mirada”, decía Alberto Greco). Torres de monitores, con gente viviendo adentro. No siempre la transparencia conduce a la verdad; a veces lo verdadero es lo que puede verse justamente si desenfocamos lo obvio. ¿Cuánta vida contendrán esas torres-monitores, y cómo será vivir ahí? Flashear con torres de monitores y gente que los habita resulta pertinente cuando las pantallas son el progresivo hábitat de nuestra existencia. Pongamos que podemos distinguir tipos subjetivos históricos como el campesinado, producto del campo, o el ciudadano, producto de la ciudad: ¿cómo es el bicho humano habitante de la mediósfera? La centralidad de las pantallas es tan obvia que su propia omnipresencia puede esconder su magnitud (como los peces, que como cuenta un chiste clásico, ignorarían qué cosa es el agua…); pero “jamás pases por alto lo obvio”, dice Leonard Cohen. Quizá ver es volver a ver. Mirar es volver a ver. ¿Cómo es la configuración sensible de los sujetos conectivos? Desde lo básico, cómo vemos, cómo escuchamos, qué le pasa al tacto, qué al olfato, qué le acontece a la respiración, qué sucede con la relación con nuestro propio cuerpo, ¿y en qué lugar queda la ciudad? Preguntas presentes en las obras de la bienal. 

 

3- Hace rato que la ciudad muestra el paisaje propio de esta subjetividad mediatizada que vive en la nube. En casi todas partes se busca estar como en una autopista, pasando por los lugares sin estar en ellos; y si no se tiene el auto, bendito sea, si no queda otra que ir rodeado de docenas de personas, igual, se autopistea la escena, con auriculares que bloqueen el sonido del mundo, mientras la mirada se encapsula en la pantallita continua. Atravesar la ciudad sin verla ni oírla. Y los edificios metropolitanos con “amenities”, que ofrecen espacios y servicios para salir lo menos posible a la calle (al barrio, al barro), uno de los formatos de vivienda de mayor crecimiento en nuestro siglo, ¿fueron hechos a medida de la pandemia, o al revés? Como si nos preparáramos para poder mirar solo por la ventana, por la pantalla, o “hacia adentro”. 

 

4- Un capitalismo que opera por recombinación (cito a Bifo Berardi) requiere cuerpos disponibles para conexión instantánea. Las ligaduras orgánicas le son obstáculo al volátil regimen financiero. Se requieren seres sueltos; sujetos celulares. Lo que el Comité Invisible llama “liberalismo existencial”: cada cual tiene su vida. Distancia, ahorrarse roces… Antes del barbijo y el alcohol en gel ya era patente la tendencia a tocarse lo menos posible, olerse lo menos posible, aislarse en una cápsula privada donde sostener una muy definida vida propia. Una forma -de vida- dada por todo lo que definitivamente no la toca. ¿Para qué sentir la presencia del otro como cuerpo vivo?, siempre más impredecible y menos “bloqueable” que su virtualización… Recuerdo una manifestación en Plaza de Mayo en apoyo al Presidente Macri en 2016, donde una asistente festejaba así la concurrencia: “Acá no hay olor a chori, no hay olor a nada”. Olor a nada, gente sin olor, utopía de la sensibilidad neoliberal. El olor es signo de que hay alguien. Y el capital financiero tiene pretensión de soledad, de autonomía, ¡se valoriza solito, independiente de lo real, pura especulación!, y en todo caso si hay población, que se adapte a la fuerza. El capital financiero no quiere ataduras; así también la subjetividad especular basa su forma de ser en los higiénicos perfiles virtuales; la corporalidad tiene algo asqueroso…. 

 

5- De Emmanuel Levinas heredamos la idea de que “un rostro dice no matarás”. Algo de la cara funda umbrales básicos de empatía y semejanza. Pero debemos detallar que es un rostro en presencia, no una cara cancelable con una pasadita del dedo al celular. ¿Qué significa un rostro en presencia? Pues: alguien mirándote. Es en realidad mirarnos a los ojos los que nos dice no matarás. ¿Qué efectos tendrá la supresión de los rostros en la ciudad? Cuando la norma es el barbijo, los rostros permanecen allí donde no hay cuerpo, en las pantallas. Y en la ciudad, hay ojos puros; ojos sin rostro, un poco como son las cámaras, que también recubren la ciudad desde hace años. ¿Cómo se hacer arte con herramientas centrales del control y la alienación, cámaras y pantallas? 

 

6- El tacto y el olfato son, además de sentidos, metáforas. Los sentidos metaforizan modos más sofisticados de la sensibilidad del alma, la mente, el pensamiento. Tener tacto y tener olfato nombra potencias subjetivas. Tener tacto, por caso, designa el tener conciencia del impacto en los otros de nuestros movimientos e intervenciones. Tener tacto es responsabilizarte de que podés llegar a dañar. De los cinco sentidos, el tacto nos recuerda que no podemos percibir sin ser percibidos; no se puede tocar sin ser tocado. Que cuando algo es algo para nosotros, nosotros somos algo para ello. El tacto es el sentido de mayor fomento ético. Por eso podemos decir que vemos algo pero no lo sentimos hasta tocarlo. Y el gusto sería un megatacto, un tacto interno. Los bebés en general oyen algo, luego lo ven, después lo tocan, y finalmente, lo saborean: no se sabe bien qué es algo hasta que no lo sabe… Por cierto, otra acentuación cuarentenial fue un aumento masivo de los berretines culinarios hogareños. Sofisticación del saboreo privado y restricción del tacto afuera (menos saber experiencial del afuera, menos saber orgánico de la ciudad). ¿Y el olfato? Como potencia intelectual, designa a la capacidad de percibir lo no evidente, de intuir, de captar lo que no está. Percibir las huellas, percibir las expresiones involuntarias, las expresiones que no buscan ser signo. Adivinar la pista de lo que no está en acto. Los virtuales de lo viviente (no su virtualización), la presencia inactual pero real. Es entendible que el tacto y el olfato, sentidos ausentes para la vida digital, sean tan fácilmente anatemizados, aceptados como enemigos por el orden social: para el realismo capitalista, para el imperio de lo obvio, nada mejor que seres que no olfateen, que tengan oído para órdenes y ofertas, y vista para ver la Realidad dada, las cosas como son, sin más.

 

7- Al comienzo de la cuarentena, aprendimos a mutear micrófonos, para evitar ecos molestos (esto también “se veía venir”, ¿no?, al menos en los ya citados auriculares de “bloqueo” que cundían para andar por la ciudad). Pasados unos meses, ya más curtidos cuarentenials, nos encontramos con que el silencio de la pantalla llena de muteados es un tipo de silencio nuevo. Tan helado y absoluto que nuestras palabras parecen no tocar cuerpo alguno, no afectar a nadie. Funcionalidad pura. Como si no hubiera nadie; la presencia minimizada, trocada a pura operatividad aparata: más que alguien escuchando, hay puros receptores. En la vida orgánica el silencio no existe. Allí donde hay alguien, hay como mínimo un latido, una respiración, ruiditos de acomodarse, “u-hums” de una recepción que devuelve algo, etéctera. Si nos miramos a los ojos mutuamente, jamás habrá el silencio total del muteo. Decía Atahualpa que no podía conocer a alguien que nunca hacía silencio; conocer el silencio de alguien permite percibir las expresiones -involuntarias, no codificadas- de su más hondo carácter y modo de ser. O sea que la comunicación mediatizada, llevada al paroxismo entre les cuarentenials, al suprimir los ruidos inherentes a la presencia borra lo que hay de más subjetivo y singular de nosotrxs en tanto vivientes, reduciéndonos a sujetos funcionales de los dispositivos. Hablamos viendo caras muteadas, o incluso ni caras, cámaras apagadas (imágenes también muteadas). Lo dicho no tiene así ningún eco. Sin efectos corporales (ni tacto, ni ruido, ni olor…), la comunicación queda capturada en un terreno semiótico puro, puros signos sin cuerpo (pienso en los planteos de Henri Meschonnic). Porque cuando hay alguien, incluso las palabras y las imágenes pueden ser prolongaciones fonéticovisuales de la corporeidad. Cuando hay alguien. Pero como los dispositivos, bueno, disponen (McLuhan: damos forma a nuestras herramientas, y luego ellas nos dan forma a nosotros), el oído cuarentenial puede quedar habituado a poder mutear, y después capaz nos encontramos y vemos que alguien, aún en presencia, nos mutea (o se mutea, por ejemplo quedando colgado con el celular…) Varias obras de la bienal presentan ruidos ambiente, y de la respiración; hay incluso algunos que podrían escucharse como ruidos del pensamiento. Es necesario, dice Simone Weil, hacerse un ambiente de silencio para poder escuchar los hilos sordos obturados por el bullicio imperante del orden social. Ruidos de lo viviente aún no del todo sujetado, expresiones no cerradas en un código: desde sonidos de erotización, hasta los murmullos de lxs pibxs en las aulas, o los gritos/aullidos multitudinales de las mareas verdes; pero también acaso el ruido de una ciudad, el ruido de un barrio… 

 

8- ¿Y qué aconteció con la vista del humano conectivo, de esos bipeditos que habitan las torres de monitores? La vista encuadrada en las pantallas, que siempre reclaman, siempre ofrecen más, siempre te estás perdiendo algo que está ahí pasando allí en el ultramundo divino, superior y mandamás. Y el escroleo. Es una operación del dispositivo del continuo, realizada por nuestro cuerpo. El escroleo nos muestra -y sujeta a- un flujo permanente, cascada de “cúspides”, y así, ante esa brillante sucesión de eventos presentados como perfectos y plenos en su efímero instante, se nos va la vida en buena parte. Es efímero lo escroleado, precisamente, porque lo supremo, esa esfera celestial de la nube, no se deja agarrar; nos es dado entrever, nomás, esas imágenes celestiales, tersas y sin dolor. La vista se habitúa a que todo esté siempre yéndose. Todo pasa. Algo que no se va, resulta pues pesadísimo; algo que permanece, que dura, carece de valor para ojos adiestrados en escrolear. El escroleo es matriz patrón de nuestros esquemas perceptivos, de nuestro ordenamiento del mundo. Línea imparable del continuo, cinta que transporta la realidad eximiéndonos de transportarnos nosotrs; línea no de montaje de lo en proceso, sino de promoción de lo ya hecho, que exige, para aportarnos como imagen escroleable, la conversión de lo que vivimos en micro resultados (ya hechos). ¿Cuántos micro resultados cosechaste hoy, para invertir en la bolsa de la subjetiviad virtual? ¿Mirarnos a los ojos? ¿Mirar al cielo? Requieren un combate contra esta matriz perceptiva tan poderosa y masivamente formateada. ¿Qué alcance tiene la vista cuarentenial? El escroleo es el horizonte de nuestra cabizbaja época. O tenemos escroleo en vez de horizonte; el escroleo sirve para que no haya horizonte… Acaso en respuesta -consciente o no- a esto algunas obras de la bienal muestran planos fijos, quedarse, detenerse, demorarse (por ejemplo los de Noya, Rodrigo). 

 

9- El continuo conectivo convierte a lo real en obvia Realidad. O, de otra manera, en Actualidad. La Actualidad es la conversión del presente, algo abierto, en un regimen de cosas ya-hechas, ya en-acto. “Presente”, etimológicamente, es que haya algo ante alguien. Lo decisivo del presente es la presencia, no lo dado. En el presente tenemos potestad existencial soberana; en cambio, a la Actualidad debemos perseguirla, la corremos de atrás. Actualizarse es un imperativo metido dentro de los cuerpos, los sistemas nerviosos. De allí la pandemia de ansiedad. Siempre algo tiene que estar pasando. Al no haber horizonte, necesitamos micro-estímulos ya, y ya. Y ya. Estado psicofísico de sujeción a la mediósfera, la ansiedad nos dis-trae de la ciudad, y de nuestro viviente cuerpo. Pero quien vuelve a ver, quien mira y vuelve a ver, puede reinventar la curiosidad. Es precisa una insistencia. Algunas obras de la bienal –la de Noya entre ellas- se dedican a encontrar la riqueza de lo cercano. Restringida la experiencia extensa, limitada al encierro hogareño, se encontró con el infinito pantallil. Pero si lo eludió, la restricción extensa pudo encontrar la ampliación intensa. La maravilla de una araña. Dibujos de la sombra y la luz ahí en el piso. Flasheos con lo próximo. Genética minimalista de las cosas. Incluso lo obvio se vuelve perplejidad si nos detenemos con un tiempo no obvio. Ahí hay una vecina, por ejemplo; una señora, una anciana. Vive al lado. Vemos un pedacito de su vivir. ¿Qué es, una vecina? ¿Qué distancia tengo con ella? ¿O ni distancia, sino crasa separación? La distancia es algo que nos separa pero también nos une; la distancia puede medir nuestra cercanía. La mediatización, en cambio, es la separación radical, sin siquiera experiencia de distancia -la enajenación de los y las semejantes-.Es así, por supresión de la distancia, que la dominación de clave pantallil reproduce el regimen de obviedad (tomo el concepto de obviedad de la obra de Santiago López Petit). Porque, ¿qué hace el continuo conectivo, qué hace la virtualización de la experiencia? Suprime los entres de las cosas. Fenomenología digital: una cosa pegada a la otra sin solución de continuidad; encimadas, superpuestas, pegoteadas. Todo el tiempo sin parar: eso prefigura el dispositivo. Disponibilidad continua y multitasking, atención sacralizante de la luminiscencia pantallil. “Estuve todo el día haciendo cosas y sin embargo llega la noche y siento que no hice nada”, fue frase común en 2020; pero también “no hice nada y sin embargo quedo agotadx como si hubiera estado activx sin parar”. Porque la conectividad prepara un activismo inerte. Y porque el continuo -sin entresindistingue las diversas cualidades: no sentimos bien la cosa en la que estuvimos porque lo que sentimos más bien es la frecuencia y patrón temporal, antencional, productivista. Que se impone por sobre lo sensible de la cualidad diferencial y única. Así la percepción mediatizada es una atrofia sensible respecto de la diversa naturaleza de las cosas. Se liquida la experiencia de las cosas, se liquida a las cosas como entes experienciables, en la dominancia plana del patrón. Así se produce obviedad: por descualificación. ¿Pueden los aparatos reunir sujetos (individuales, colectivos) que no sean adherencias al viento dado sino remansos, pliegues donde lo dado adopta una velocidad diferencial, unas intensidades y una forma singular? Mediar sujetos que no estén puramente dispuestos por los aparatos. Quizá, incluso, con los aparatos podamos organizarle moradas a lo que late en los entres. Hacer viajar en las pantallas elementos que vienen de y nutren autonomías diversas. Autonomía de sentido. 

 

10- Dice Paul Virilio que cuando se inventa el telégrafo sin hilos, y nace la prensa moderna, en el siglo diecinueve, el periódico es el primer objeto que llega prácticamente en simultáneo a cualquier lugar. Una metrópolis (la ciudad luz), un pueblo campesino, una villa alpina, hasta entonces eran lugares que en cierto sentido vivían en distinto tiempo. Aparece el periódico, fechado, y los hombres y las mujeres dejan de ser personas de su lugar, de su terruño, para ser personas de su tiempo. Contemporáneos. Un tiempo externo a su experiencia, un tiempo abstracto, objetivo, universal, donde no hay nadie, pero que tracciona a todos… Vivimos, nosotrxs, en la profundización de esa temporalidad mandamás, en su desarrollo ampliado: la Actualidad. Que se presenta en una interfaz brillante, omnisciente, que no descansa jamás. El rol de las pantallas en la normalidad es el de portales de esa esfera superior, plena, incorpórea, celestial pero sin piedad, que siempre es más importante que el presente donde estamos (y al que el presente le rinde tributo convirtiéndose en imagen escroleable). Por eso las pantallas son acariciadas, son el vehículo en que se deja entrever el divino más allá; las acariciamos como queriendo contactar esa abstracción superior. Interfaz: son y no son de este mundo terreno, doliente, jugoso, oloroso, cansador, en que nuestros cuerpos acatan la supremacía de lo mediato abstracto…. 

 

11- Si las pantallas son artefacto del regimen de obviedad dominante, el arte de la imagen en movimiento convierte la obviedad en pregunta. No tanto por el contenido de su exhibición sino por el trato y el tiempo dado. Una imagen que permanece, o que retorna; un ángulo que escapa a las automatizaciones del instinto perceptivo. No importa tanto el contenido como la experiencia a que se da lugar; o, de otro modo, encontramos arte allí donde una materia resulta sustraída de la codificación normal (del ya saber qué es), y deviene materia de una experiencia, escapando a la codificación binaria (donde ya se sabe y gusta/no gusta, a favor/en contra, etc). No hay una imagen que nos salvará, que en sí misma produzca una diferencia, porque es un problema del tipo de experiencia al que el trato de la imagen da lugar. ¿Qué nos dice la obviedad? Pues: que las cosas son como son. Puede haber mil novedades pero siempre bajo el mismo patrón de circulación -mismo patrón experiencial-. Realismo del capital (tomo la expresión de Mark Fisher). Nuestra época es incapaz de sorprenderse – hasta que se sorprende-. ¿Y si las cosas no sabemos del todo cómo son? Se reabre su intensidad. Acaso el uso de la propia máquina estandarte de la alienación contemporánea, la pantalla, para recuperar la capacidad de extrañarnos respecto de lo real, sea una profanación especialmente potente -porque nos extraña en relación a lo que vemos y oímos, pero, también, en relación a la propia máquina por donde dominan las formas más actuales del Deber. Y al extrañarnos respecto de lo real, se lo vuelve a convertir en una circunstancia donde podemos intervenir, donde podemos usar nuestras manos -manos como símbolo de que nuestro cuerpo tiene una potencia herramental, de que podemos no dejar el mundo tal como estaba. 

 

12- Como agentes del la obviedad y el realismo capitalista, las pantallas todo lo codifican y así fluidifican su circulación (heredando ahí una función histórica del dinero); en otros términos: el régimen de comunicación conectivo se basa en una comunicación de inteligibilidad inmediata. Inteligibilidad inmediata y reacción binaria: a favor o en contra, me gusta o no me gusta. Todas las cosas, definidas. Todas las cosas, ya son lo que son. Lo que se pierde, en este imperio de la Actualidad y su continuo, son las potencias de la presencia: el hecho de que además de estar las cosas como están dadas, estamos nosotrxs como presencia que des-termina o indetermina las cosas. Si todo es inmediatamente inteligible, si todo es ya algo definido -ensamblable, recombinable, pero definido-, se deprecia nuestra naturaleza creadora y el mundo deja de ser un lugar nuestro. Extrañar lo real es volverlo pregunta; que no sea tan, pero tan claro qué son las cosas, qué sentido tienen, antes de hacer experiencia con ellas, de ellas. Noya por ejemplo pone dos monitores en la vereda, uno con una imagen de lo que parece ser una pared con ventanita; el otro, imagen fallida, monitor medio roto. Están en la vereda de una avenida, es de noche, y a su lado pasan autos sin cesar: pero los bólidos van al revés, hacia atrás, monocordes. Autos en continuo retroceso lineal, los monitores al lado, fijos, medio vibrátiles (eléctricos) pero quietos, impertérritos, totémicos, con algo del monolito kubrickiano de 2001. ¿Cómo entender su presencia, qué hacen? Hay que pensar, intuir, sentir, adivinar. 

 

13- Des-obviar es des-especular. Porque el Realismo de lo obvio, que castra lo posible, opera vía especulación, multiplicando los espejos para que el presente, replicado tal como está dado al infinito, se convierta en pura e imperiosa Actualidad. Las pantallas resultan operadoras de la ecología del capital financiero -de su bioma- en tanto funcionan como espejos omnipresentes que, a la vez que saturan de signos, achatan lo posible a lo dado. Si la percepción de lo real queda consagrada a la pantalla, somos básicamente espectadores -debordianamente-, por más activos posteadores que seamos; porque ahí tbn consentimos que participamos de la Realidad en tanto nos apantallamos, espectadores de nuestra propia performance. Hasta nuestras mutaciones posibles quedan en jurisdicción de las pantallas más que de la experiencia del cuerpo; los aparatos nos ofrecen mostrarnos envejecidos, o transgénero, u ornamentados (con “filtros”), o simples “retoques de imagen”. Saben nuestros posibles; saben más de nosotres que nosotres mismes… Detentan el saber. 

 

14- La chatura especular de estas interfaces de lo ultraterreno ocupa nuestros ojos, pero también nuestras manos. No es casual que la pantalla como artefacto haya evolucionado hasta darse una forma para ocupar la palma de la mano. El atávico y ancestral vínculo con la palma de la mano, ahora tomado por el portal de nuestro nuevo cielo mandamás. El rezo junta las manos porque junta las muñecas, en gesto de entregarnos a un guardia. Ahora ya no se reza tanto como antes, pero las manos son agarradas por los portales de la mediósfera, y nos sujeta lo abstracto y brillante también. Como mencionábamos antes, la mano no es cualquier parte del cuerpo; la hominización consistió en ponernos de pie y liberar nuestras manos al hacer múltiple. Nuestras hermanas y hermanos del pasado, cavernícolas, nuestros iguales primitivos, cuando hacían arte, cuando hacían imágenes, pintaban paredes y techos con formas de animales, y con la huella de sus manos. Están los animales y estamos nosotros, los que tenemos manos. La mano que los caza y que también los pinta. La mano como anatomía de nuestra versatilidad creadora. A diferencia del resto de los animales, señala el filósofo Paolo Virno, nuestra especie no tiene un ambiente natural. Somos la especie sin hábitat natural. Pero somos también la especie capaz de crear habitats. No hay vida humana sin creación de modo de vida. Somos el animal modal. Modo de vida, es decir, técnica para vivir. La técnica puede pensarse como la invención de modos de vivir. Por tanto los artefactos técnicos, las herramientas, las máquinas, los aparatos, condensan, resumen cada técnica/modo de vida. En los objetos técnicos se condensa la capacidad humana de creación de modos; capacidad que es potencia inherente a nuestra fisiología. (Por ejemplo, ¿habilitamos el latifundio? ¿Qué hacemos con las montañas? Modos). Ahora bien, los artefactos pueden venir a atrofiar, e inhibir, la propia potencia natural de creación de modos de vida que ellos resumen. Como dice César Aira -en línea con los trabajos de Gilbert Simondon-, en las últimas generaciones, la humanidad dejó de saber comunmente cómo funcionan las máquinas que usa. Apretamos algo y sucede tal cosa. (Y los “nerds” de la informática son una figura histórica que vino justamente a mostrar que el conocimiento del “interior” de los artefactos no es de los comunes, sino de humanos freaks). “Crece el abismo entre causa y efecto. Dios avanza”, dice Aira. Al relacionarnos con lo técnico como objetos cerrados, cuyo modo de funcionar ignoramos, más bien nos olvidan de nuestra potencia natural de creación modal. Nos olvidan de que somos naturalmente capaces de crear modos, técnicas para vivir. Es decir, inoculan el realismo y la obviedad del capital. 

 

15- Ante esto hay mil retobes, muy diversos. Por ejemplo, mostrar imágenes en movimiento subrayando la masa del artefacto que apantalla, su corporeidad. Noya arma torres de monitores, o una estructura de madera de más de dos metros -desprolija, ruda- donde coloca varios monitores (y les dice así, monitores, acaso resaltando que la pantalla es una parte del aparato monitor; acaso citando a Laiseca, “Tecnocracia, Monitor, Triunfo”). O nos muestra un celular que reproduce un video; visibiliza el sopore (el medio es el mensaje…). O arma otra estructura para colgar monitores, suspendidos en el aire, vaiveneando: se hamacan. Los ludifica; pasan a ser no sólo vehículo o soporte de jueguitos, sino objetos de juego en su objetualidad misma. Ya no son solo medio para mostrar otra cosa, son cosa-cosa, cosa de experiencia, cosa entre nosotros y más cosas. Uno se ve que se le cayó porque no anda, o anda mal; emite una imagen gris atravesada por rayas de otro gris. Le pasó algo. Y Noya le pegó todo alrededor una cinta que dice “FRAGIL”. Una cinta común, de ferretería. No es pantalla, es monitor; no existe la pura pantalla: su chatura y presunta bidimensionalidad esconde un montón de cosas, esconde su rol social. Apilar monitores, mostrar -filmándolos- cómo viajan en ascensor, com-pararlos con autos y semáforos, los des-sacraliza, los profana (pienso en los términos que Giorgio Agamben despliega por ejemplo en Infancia e historia). Vuelve a traer a la tierra el vehículo a través del cual reina el cielo paradisíaco y la luz brillante de nuestro tiempo. 

 

16- El espejo, el espejo moderno, de la era humanista, siempre tuvo un lado oscuro; siempre tuvo una posible deriva de monstruosidad y misterio, acaso porque en el espejo podemos mirarnos a los ojos a nosotros mismos -a diferencia de en las pantallas-. Más allá de esto, jamás en la humanidad, la gente vivió viendo tanto su propia imagen, como les cuarentenials. Hablamos con otrxs y nos vemos a nosotrxs; esos gestitos extra de acomodarse el pelo… ¿En qué lugar del alma quedan las demás partes del cuerpo cuando vemos tanto nuestra cara? Spinoza define al alma como la imagen actual del cuerpo. Un alma, un ánimo, profundamente rostrificado, tendríamos. Inflación róstrica digital y barbijo en la ciudad. Las pantallas normalmente vehiculizan la canonización y modelización de determinadas formas corporales. Incluso, la modelización de formas no estrictamente corporales, sino imaginales, aplicadas sobre los cuerpos -después los cuerpos quedan sometidos a la presión de perseguir esos modelos de sonrisa, de tersura cutánea, de pelo, de postura, de bíceps, abdos, toda la compartimentación del cuerpo diseñado. No es un culto al cuerpo lo que cunde en vastas zonas de la superficie social; es un culto a la imagen. Pero no son nuevos los despreciadores del cuerpo que ya atacaba Zarathustra. Lo abstracto domina a los cuerpos desde hace centurias: Dios, el Espíritu, el Capital, el número (acá pienso en los planteos de León Rozitchner)… La alienación, en occidente, tiene como eje esta subordinación del cuerpo ante lo incorpóreo. Y los dispositivos precisamente disponen, dan forma esa subordinación. 

 

17- Recuperar el cuerpo no se opone a usar las máquinas; más bien consiste en recuperar el cuerpo como punto de vista, como núcleo sensible. En uno de los pasajes de su ensayo, Noya muestra una instalación donde una estructura de madera, casera, desprolija, sostiene cuatro monitores: en cada uno, una parte de su cuerpo. Desnudo, fragmentado en las pantallas: observar qué nos hacemos con las pantallas ya es tomar distancia de lo que nos hacemos con las pantallas. Hay un dato interesante: Noya subió la filmación de esa instalación a Youtube, pero la empresa -llamemos por su nombre las cosas- se lo censuró. También hay censura en la era de la hiperexpresión. ¿Con qué argumento? Pues que ahí había un cuerpo. Es interesante, porque la exhibición de cuerpos, la exhibición lasciva, es moneda corriente si las hay en la web, incluyendo youtube. Quizá lo censurado ahí no es que haya un cuerpo sino una corporalidad, una apertura en el estatuto del cuerpo; un cuestionamiento al régimen de consistencia dominante de los cuerpos, a su tratamiento hegemónico. Allí donde algo es censurado, es porque perturba el orden. Se supone que “en iutub está todo”. ¿Qué es lo que trata como negativo, esa máquina de voracidad infinita? Algo de lo orgánico descodificado. Quizá lo que se desnuda, en esa obra, además del cuerpo del artista, sea la sujeción atomizante que padece el cuerpo en los dispositivos conectivos, y un cuerpo así, con sus heridas post-orgánicas, un cuerpo así silvestre (tomo el término del colectivo Juguetes perdidos), no in-vestido con los códigos de la circulación imaginal, es rechazado por la máquina. Algo de ese cuerpo nos devuelve una mirada incompatible con nuestra funcionalización virtual. 

 

18- Si algo no pueden los habitantes de las pantallas es mirarse a los ojos, mutuamente. En una videollamada o videoconferencia, o le miramos los ojos a la otra persona (así sentimos que nos mira, digamos), o miramos la cámara para que ella se sienta mirada. El encuentro de las pupilas no existe. No se puede, los órganos de ver no pueden encontrarse. Y es verdad intuitiva que donde más está alguien, es en sus ojos: si queremos intimar, o si queremos intimidar, miramos -con nuestros ojos- a los ojos. Mirarnos a los ojos es el lazo de mayor cercanía y conjunción (aunque si el amor es mirarse a los ojos, el éxtasis es cerrarlos). Es más: la mirada a los ojos es lo que instaura nuestra subjetividad más primigenia. Cuando el humano se puso de pie no sólo liberó las manos; también permitió que la mujer mire la cría al amamantar. El bebé se prende al pecho y sorbe la leche mientras mira los ojos de su madre: mira unos ojos que lo ven mirarlos. Acto mutuo por excelencia; como si mirarnos a los ojos fuera tocarnos el alma. No se puede hacer de a uno, pero a la vez es piedra basal del sujeto: porque nuestra base fundamental es la ligadura mutua. Una ligadura que no encierra. Una ligadura que mantiene apertura (como un abrazo igualitario y fraterno); porque lo que se ve en esa conjunción de intimidades es que el núcleo del otro, la presencia viva del otro, está allí, justo en esa parte que es un vacío, dos vacíos, agujeros negros -iguales en ojos de cualquier color-, huecos oscuros de misterio en medio del imperio de lo visible. Lo más verdadero no es obvio ni evidente y es preciso sentirlo y adivinar. Acaso practicar el entendimiento orgánico, el extrañamiento deseante, el misterio curioso, ejercite -en formas culturales- esa potencia basal de la conjunción. 

*Ensayo escrito en diálogo con el artista audiovisual Rodrigo Noya, en el marco de la edición 2020 de la Bienal de la Imagen en Movimiento, “Mirarnos a los ojos (volver a)