Presentación

PRESENTACIÓN

Tránsitos Intrusos se propone compartir una mirada que tiene la pretensión de traspasar las barreras que las instituciones, las organizaciones, los poderes y las personas constituyen para conservar su estatuto de invisibilidad, así como los sistemas conceptuales convencionales que dificultan la comprensión de la diversidad, l a complejidad y las transformaciones propias de las sociedades actuales.
En un tiempo en el que predomina la desestructuración, en el que coexisten distintos mundos sociales nacientes y declinantes, así como varios procesos de estructuración de distinto signo, este blog se entiende como un ámbito de reflexión sobre las sociedades del presente y su intersección con mi propia vida personal.
Los tránsitos entre las distintas realidades tienen la pretensión de constituir miradas intrusas que permitan el acceso a las dimensiones ocultas e invisibilizadas, para ser expuestas en el nuevo espacio desterritorializado que representa internet, definido como el sexto continente superpuesto a los convencionales.

Juan Irigoyen es hijo de Pedro y María Josefa. Ha sido activista en el movimiento estudiantil y militante político en los años de la transición, sociólogo profesional en los años ochenta y profesor de Sociología en la Universidad de Granada desde 1990.Desde el verano de 2017 se encuentra liberado del trabajo automatizado y evaluado, viviendo la vida pausadamente. Es observador permanente de los efectos del nuevo poder sobre las vidas de las personas. También es evaluador acreditado del poder en sus distintas facetas. Para facilitar estas actividades junta letras en este blog.

viernes, 13 de agosto de 2021

EL SEMÁFORO COMO FRONTERA COVID ENTRE LOS ROSTROS PÁLIDOS Y LOS PIELES ROJAS

 

El semáforo es un artilugio ubicado en un espacio de concurrencia de dos mundos en los que habitan arquetipos personales diferenciados: los peatones y los contingentes de automovilistas y deslizantes en motos, bicis y patines. Este artefacto está precisamente para regular el tránsito de ambas poblaciones. En su misma concepción está presente la idea de conflicto o colisión entre los caminantes lentos y los deslizantes rápidos. La Covid ha complejizado este espacio, de modo que abre una nueva división entre los peatones: por un lado los enmascarados, que se pueden denominar como los “rostros pálidos”,  en cuanto que sus rostros registran la abstinencia del aire y del sol, y “los pieles rojas”, que son aquellos que llevan el rostro al descubierto, siendo esculpidos por la acción de estos.

La nueva sociedad de control epidemiológico se funda sobre la mística selectiva de la distancia personal. Pero mientras que sus contingentes expertos y los comunicadores claman por la misma y denuncian algunos de los casos en los que se incumple, ocultan los múltiples lugares cotidianos en los que es imposible mantenerla, tales como el transporte público, de trabajo, de supermercados, las colas para cualquier gestión o para acceder precisamente a servicios sanitarios. La percepción hiperselectiva de los ínclitos operadores de esta extraña sociedad medicalizada, se hace patente sin tapujos en todas las pantallas de tan sustancioso poder asentado sobre una industria biomédica colosal que se hace presente en todas las pantallas, que en una sociedad postmediática invade todos los rincones de la vida.

El semáforo es señalado ahora como espacio de convergencia de los disciplinados súbditos que se adhieren incondicionalmente a la mascarilla, que adquiere así la naturaleza de objeto sagrado, con aquellos que liberan sus rostros al aire libre. Estos son percibidos como sospechosos de difundir el mal vírico, pero además, de ser portadores de una desobediencia escrita en minúsculas al formidable poder pastoral experto. La tensión latente frente a un paso de cebra reglamentado se hace perceptible. Así se reproducen las hostilidades entre los rostros pálidos y los pieles rojas. Esta metáfora se produce en términos análogos al conflicto histórico en el que los primeros terminaron por expulsar y exterminar a los segundos.

Existe un antecedente fatal en la que los rostros pálidos ingleses propagaron intencionalmente una epidemia entre los indios lenape en 1763. Estos se habían rebelado, cercando un fuerte británico en el que tenía lugar una epidemia de viruela que afectaba a unos pocos colonos. En las negociaciones de una tregua regalaron mantas infectadas a los indios que tuvieron un efecto demoledor. En estos días se pone de manifiesto la crueldad de no pocos rostros pálidos con respecto a la última versión de los indios irredentos, que son acumulados y empaquetados con la etiqueta común de negacionistas. Voces crecientes proponen la construcción de un régimen de apartheid territorial. Cuando caminando llego a un semáforo poblado, y percibo la desaprobación de los rostros pálidos aterrorizados, me pienso como un heredero de los lenape, lo que no deja de producirme un orgullo crepuscular.

El semáforo representa en su diseño originario a una frontera. Se encuentra en el límite de los dos mundos escindidos de la acera y la carretera. Cuando se señala el verde para los caminantes lentos, estos pueden invadir durante unos segundos el territorio prohibido de la carretera. Pero este confín entre las dos formas de circular por el espacio público, remiten a dos subjetividades diferenciadas. El automóvil, así como las demás formas de deslizarse, significan una hiperindividualización radical. Cada cual, encerrado en su cabina en marcha, o sobre las ruedas de su vehículo, experimenta el espacio de modo fugaz, de forma que los demás son un obstáculo a su marcha rápida. El territorio carretera reduce la importancia de las normas. Todos desarrollan argucias para burlarlas en su beneficio. Así se origina la intervención del estado, que origina una insurgencia civil permanente, que adopta distintas formas.

La subjetividad peatonal también es hiperindividual en este tiempo, pero más amable. El viandante está se encuentra en la calle de paso, ejecutando una trayectoria que tiene un final asignado. En su deriva, los otros próximos le son ajenos. Esta individuación en los usos de las vías públicas han experimentado un salto monumental, en tanto que cada cual se encuentra en relación permanente con su espacio privado mediante la pantalla de su sagrado Smartphone. La calle se ha vaciado y casi nadie está en ella, solo de cuerpo presente. El declive del espacio público es patente, solo es un lugar en el que se circula.

Pero la pandemia ha introducido modificaciones sustanciales. Los rostros pálidos han intensificado su vigilancia con respecto a los pieles rojas, tomando medidas que aseguren la distancia. El semáforo es el espacio de la colisión inevitable. Allí concurren los cuerpos de los responsables y de los irresponsables. La coexistencia pacífica, común en el pasado inmediato, ha sido dinamitada por los altavoces epidemiológicos del nuevo poder pastoral. La coerción sobre los pieles rojas se encuentra presente de forma subrepticia. Los átomos aislados enmascarados que se concentran frente a estos, comparten los sentimientos de repulsa y recelo frente a aquellos que desafían la norma de enmascararse, que ha trascendido y se ha emancipado del mismo poder que la promulgó. Las condiciones para un comportamiento colectivo del modelo turba se encuentran fijadas.

No obstante, la gran mayoría de enmascarados tiene un comportamiento determinado por la ley de la mayoría. Muchos jóvenes van rigurosamente enmascarados por las calles en tiempos de actividades bajo el sol para liberar su rostro al caer la noche e inscribirse en los contingentes humanos festivos, que exhiben una socialidad de masa sin control experto alguno. También otras personas al cruzar la frontera entre las calles y las terrazas, territorio en el que se desenmascaran y sus cabezas se aproximan dinamitando la distancia personal. La sombra de Panurgo es alargada y modela los comportamientos de tan avanzados ciudadanos, que se muestran estrictamente disciplinados con respecto a las conminaciones expertas, y también a las poderosas fuerzas de la vida que gobiernan tanto las intimidades como los espacios colectivos de la fiesta.

En estos meses he podido presenciar un pequeño acontecimiento cotidiano que muestra la irracionalidad de las sociedades de control experto. En el parque del Retiro se puede contemplar la libertad de la gente hacinada en sus múltiples terrazas, en las que no se ve una mascarilla y tienen lugar prácticas de relación cara a cara que dinamitan la idea de distancia personal. Estos son los que pagan por estar asentados en esas mesas y sillas. Por el contrario, en el exterior, un grupo de jóvenes sentados en círculo sobre el césped son obligados a portar la mascarilla. He visto a la policía municipal de la era del capitalismo epidemiológico multar a los congregados sobre un suelo gratuito. La racionalidad no es precisamente el fuerte del gobierno epidemiológico de la vida.

El semáforo es un territorio de encuentro de socialidades y subjetividades diferenciadas que amenazan la coexistencia pacífica. Los malos resultados de la pandemia, manifestados en un peculiar movimiento que se asemeja al de las mareas, generan una furia incontenible en contra de los pueblos de los pieles rojas. Estos son vistos como gentes que tienen la desmesura de practicar la misma norma que permite descubrir el rostro en los espacios exteriores. Su comportamiento reta al de la mayoría mediatizada y asustada que desborda a los mismos expertos, fraguado en los largos meses vividos en este exótico estado de excepción.

En estos tiempos, cuando arribo en un semáforo con mi rostro descubierto, siento cómo muchas personas me hacen imperativamente la pregunta que ha sido transversal en mi vida, en todos los regímenes políticos en los que he vivido, esta es ¿pero quién te has creído que eres? La respuesta es inequívoca, la consideración pétrea de que no soy nadie. Nadie frente a los jerarcas de la Iglesia Católica y el Régimen de Franco. Nadie frente a la clase política del régimen del 78, y nadie con respecto a los epidemiólogos y periodistas que gobiernan la sociedad de control epidemiológico.

Por eso, cuando llego a un semáforo, canturreo una vieja canción satírica de mi infancia que dice así:

Somos los tuberculosos

los que más, los que más escupimos

y en todas las reuniones

los que más, los que más nos divertimos

 

Y es que la vida es difícilmente gobernable desde afuera en su integridad. Cuando más aprieta el poder más crece el humor como forma minúscula y corrosiva de respuesta. Los pieles rojas tenemos la capacidad de mutar hacia formas que nos hagan invisibles a los ojos de los sucesivos poderes coloniales sobre la vida. Es nuestra revancha.

2 comentarios:

Roayzu dijo...

Jau! Echamos una pipa hermano?

Montse dijo...

Interesante reflexión. Lastima que los rostros pálidos prefieran el pobre consuelo de un dogma al aire fresco de la libertad personal respetuosa. Son impermeables a un pensamiento coherente. Así que, yo también ¡jau!