Presentación

PRESENTACIÓN

Tránsitos Intrusos se propone compartir una mirada que tiene la pretensión de traspasar las barreras que las instituciones, las organizaciones, los poderes y las personas constituyen para conservar su estatuto de invisibilidad, así como los sistemas conceptuales convencionales que dificultan la comprensión de la diversidad, l a complejidad y las transformaciones propias de las sociedades actuales.
En un tiempo en el que predomina la desestructuración, en el que coexisten distintos mundos sociales nacientes y declinantes, así como varios procesos de estructuración de distinto signo, este blog se entiende como un ámbito de reflexión sobre las sociedades del presente y su intersección con mi propia vida personal.
Los tránsitos entre las distintas realidades tienen la pretensión de constituir miradas intrusas que permitan el acceso a las dimensiones ocultas e invisibilizadas, para ser expuestas en el nuevo espacio desterritorializado que representa internet, definido como el sexto continente superpuesto a los convencionales.

Juan Irigoyen es hijo de Pedro y María Josefa. Ha sido activista en el movimiento estudiantil y militante político en los años de la transición, sociólogo profesional en los años ochenta y profesor de Sociología en la Universidad de Granada desde 1990.Desde el verano de 2017 se encuentra liberado del trabajo automatizado y evaluado, viviendo la vida pausadamente. Es observador permanente de los efectos del nuevo poder sobre las vidas de las personas. También es evaluador acreditado del poder en sus distintas facetas. Para facilitar estas actividades junta letras en este blog.

miércoles, 3 de marzo de 2021

LA DOMESTICACIÓN DE LAS IMÁGENES

 


Hoy las imágenes no son solo copias, sino también modelos. Huimos hacia las imágenes para ser mejores, más bellos, más vivos […] El medio digital consuma aquella inversión icónica que hace aparecer las imágenes más vivas, más bellas, mejores que la realidad, percibida como defectuosa

Byung-Chul Han

La explosión de la imagen es el aspecto central de nuestro tiempo. En mi propia biografía he podido experimentar esta mutación esencial. El viejo álbum familiar, portador de las fotografías hechas en grandes ocasiones, deviene en una multiplicación prodigiosa que irrumpe la cotidianeidad y la transforma integralmente. Cada cual es ahora una realidad asociada a las múltiples fotos que alimentan los distintos perfiles requeridos por las redes, que es menester cambiar para manifestar su existencia a los demás.

Me impresiona muchísimo contemplar a las personas fotografiándose en lugares bellos, que solo son considerados como fondo para sus propias imágenes. La centralidad de la televisión ha propiciado la explosión de las redes sociales, conformando una nueva sociedad postmediática. Me asombraba, ya en mi tiempo de profesor, la pasión por la imagen de mis alumnos. Algunos me decían que preferían escuchar y ver largas conferencias de autores que leer sus textos. Instagram y Youtube se asientan en el centro simbólico de la sociedad y reorganizan todas las estructuras y las instituciones.

He leído un texto magnífico de Baudrillard sobre la fotografía. Es un artículo publicado en 2004 en el nº 9 de Cuadernos de la Información y Comunicación. Su título es “Porqué la ilusión no se opone a la realidad”, y está traducido por Eva Aladro. Me ha parecido tan sugerente que he extrañado mi antiguo oficio de profesor. Este texto hubiese sido un material excelso para alguna clase que hubiera facilitado penetrar en el presente, consumando así un milagro tratándose de la venerable sociología. Es por esta razón por la que he decidido publicarlo aquí. Si algún lector experimenta algo semejante a lo que ha impactado en mí mismo, será suficiente estímulo.

El texto es un prodigio de temporalidad, en tanto que su trama argumental anticipa el tiempo presente. Se encuentra extraordinariamente vivo y puede generar múltiples vínculos con realidades vividas hoy. Me ocurre ahora al leer a este autor desde la perspectiva del tiempo transcurrido. La lectura me ha generado múltiples dilemas, preguntas, dudas y reafirmaciones. La explosión de la imagen reconvierte la privacidad y la libera de su oscuridad. En todas las partes las cámaras son las protagonistas incuestionables de lo vivido por los sujetos tentados por la reconfiguración de sus realidades mediante el Photoshop. En este sentido, parafraseando a Byung-Chul Han, vivir el presente es producir y domesticar las imágenes de uno mismo.

 

PORQUÉ LA ILUSIÓN NO SE OPONE A LA REALIDAD

JEAN BAUDRILLARD

 

La fotografía es nuestro exorcismo. La sociedad primitiva tenía sus máscaras, la sociedad burguesa, sus espejos, y nosotros tenemos nuestras imágenes. Con la técnica creemos constreñir al mundo. Pero a través de la técnica es el mundo quien se impone a nosotros, y el efecto sorpresa de ese vuelco es verdaderamente considerable.

Creemos fotografiar una determinada escena por puro placer, pero en realidad es ella la que quiere ser fotografiada. No somos más que comparsas de su puesta en escena. El sujeto no es sino el agente de la irónica aparición de las cosas. La imagen es el médium por excelencia de esa enorme publicidad que se hace el mundo, que se hacen los objetos —obligando a nuestra imaginación a borrarse, a nuestras pasiones a travestirse, rompiendo el espejo que les tendíamos, por lo demás con hipocresía, para captarlos—.

El milagro, hoy, es que las apariencias —desde hace mucho tiempo reducidas a una esclavitud voluntaria— se revuelven hacia nosotros y contra nosotros, soberanas, a través de la misma técnica que usábamos para expelirlas. Llegan por lo demás hasta el aquí y ahora de su lugar, del corazón de su banalidad, e irrumpen por todas partes, multiplicándose solas con alegría.

La alegría de fotografiar es una alegría objetiva. Quien no ha probado jamás el gozo objetivo de las imágenes —por la mañana, en una ciudad, en un desierto —jamás comprenderá nada de la delicadeza patafísica del mundo—.

Si una cosa quiere ser fotografiada, significa que no quiere consignar susentido, que no quiere reflejarse. Solo quiere ser captada directamente, violada en el sitio, iluminada en su detalle. Si una cosa quiere convertirse en imagen no es para durar, sino más bien para desaparecer. Y el sujeto no es un buen médium si no entra en este juego, si no exorciza su propia mirada y su propio juicio, si no goza con su propia ausencia.

Es la trama misma de los detalles del objeto, de las líneas, de la luz, la que

debe significar esta interrupción del sujeto, y por tanto la irrupción del mundo, lo que crea el suspense de la foto. A través de las imágenes el mundo impone su discontinuidad, su fraccionamiento, su instantaneidad artificial. En este sentido, la imagen fotográfica es la más pura, porque no simula ni el tiempo ni el movimiento y se atiene al irrealismo más riguroso. Todas las otras formas de imagen (cine, vídeo, síntesis, etc...) son sólo formas atenuadas de la imagen pura y de su ruptura con lo real.

La intensidad de la imagen se mide por su negación de lo real, por su invención de otra escena diferente. Tomar una imagen de un objeto es quitarle una por una todas sus dimensiones: el peso, el relieve, el perfume, la profundidad, el tiempo, la continuidad, y obviamente el sentido. Es al precio de esta desencarnación como la imagen adquiere ese poder de fascinación, como se convierte en  médium de la objetualidad pura, como se hace trasparente a una forma de seducción más sutil.

Reagregar una por una todas las dimensiones —el relieve, el movimiento, la emoción, la idea, el sentido y el deseo— para volver mejor, para volver más real el conjunto, es decir mejor simulado, es un contrasentido total en términos de imagen. Y la técnica misma se ve atrapada en su propia trampa.

El deseo de fotografiar viene quizás de esta constatación: visto en una perspectiva de conjunto, desde el punto de vista del sentido, el mundo es muy desilusionante. Visto en  detalle, y por sorpresa, es siempre de una evidencia perfecta. Vértigo del detalle perpetuo del objeto. Excentricidad mágica del detalle. En la foto, las cosas se vertebran a través de una operación técnica que corresponde a la concatenación de su banalidad. Así es una imagen por otra imagen, una foto por otra foto: una contigüidad de fragmentos. No de «visiones del mundo», no de mirada: la refracción del mundo, en su detalle, con las mismas armas.

La ausencia del mundo en todo detalle, como la ausencia del sujeto dibujada en cada rasgo de un rostro. Esta iluminación del detalle se puede obtener también con una gimnasia mental, o a través de la sutileza de los sentidos. Pero aquí la técnica los pone en funcionamiento sin herir cuerpo alguno. Es una trampa, quizás.

Los objetos son de tal forma que, en su interior, cambian con su propia desaparición. En este sentido es como nos engañan y determinan la ilusión. Pero también en este sentido son fieles a sí mismos y por lo que nosotros debemos ser fieles a ellos: en su detalle minucioso, en su representación exacta, en la ilusión sensual de su apariencia y de su concatenación. De ahí por qué la ilusión no se opone a la realidad, sino que constituye otra realidad más sutil que surge inmediata del signo de su desaparición. Todo objeto fotografiado no es otra cosa que la huella dejada por la desaparición de todo el resto. Es un crimen casi perfecto, una solución casi total del mundo que no deja resplandecer otra cosa que la ilusión de tal o tal otro objeto, del cual la imagen crea entonces un enigma inaferrable. A partir de esta excepción radical, se tiene sobre el mundo una vista inexpugnable.

No se trata de producir. Todo queda encerrado en el arte de la desaparición. Solo lo que sucede en el modo de desaparecer es verdaderamente diferente. Más: sucede que esta desaparición deja huellas, que es el lugar de aparición del Otro, del mundo, del objeto. Además es el único modo que posee el Otro para existir: nuestra propia desaparición. «We shall be your favorite disappearing act!» (¡Seremos tu acto favorito de la desaparición!). El único deseo profundo es el deseo de objeto (incluido el sexual). Es decir, no de aquello que nos falta, ni de aquello (aquel, aquella) que nos echa de menos —esto ya es más sutil—sino de aquel o aquella que no nos echan de menos, de aquello que puede existir tranquilamente sin nosotros. Aquello que no nos echa en falta: ése es el Otro, la alteridad radical.

El deseo lo es siempre de esta perfección extraña, y al mismo tiempo incluye en sí el romperla y destruirla. No nos apasiona nada ni nadie a quien no queramos al mismo tiempo dividir y romper su perfección y su impunidad. Fotografiar no es captar al mundo como objeto, sino convertirlo en objeto, reasumir su alteridad escondida bajo su supuesta realidad, hacerlo despuntar como atractor extraño y fijar esta atracción extraña en una imagen. Volver a ser en el fondo «una cosa entre las cosas», todas ellas extrañas entre sí pero cómplices, todas ellas opacas pero familiares —más que un universo de sujetos opuestos y trasparentes unos a los otros—.

Es la foto la que nos acerca más a un universo sin imágenes, es decir a la apariencia pura. La imagen fotográfica es dramática a causa de la lucha entre la voluntad del sujeto de imponer un orden, una visión, y la del objeto de imponerse en su discontinuidad y su inmediatez. En el mejor de los casos es el objeto quien gana, y la imagen-foto es la de un mundo fractal del cual no hay ecuación ni salida en ningún lugar. Es muy diferente al arte y al mismo cine, a cuyo través la idea, la visión o el movimiento bosquejan siempre la figura de una totalidad.

Contra la filosofía del sujeto, la de la mirada, la de la distancia del mundo para captarlo mejor, se halla la antisofía del objeto, la desconexión de los objetos entre sí, la sucesión aleatoria de los objetos parciales y de los detalles. Como una síncopa musical o el movimiento de las partículas. La foto es lo que más nos acerca a la mosca, a su ojo fasciculado y a su fragmentario vuelo lineal. Para que el objeto sea captado, es necesario que el sujeto se reprima. Pero precisamente es así como éste encuentra su última aventura, su última fortuna, la de la desposesión de sí mismo en el reverberar del mundo, en el que ocupa ya el lugar ciego de la representación. El objeto tiene un valor para el juego mucho más grande, pues, no habiendo atravesado la fase del espejo, no tiene nada que ver consu propia imagen, con su identidad o con su semejanza —despojado del deseo y no teniendo nada que decir, escapa al comentario y a la interpretación—.

Si se llega a captar algo de esta desemejanza y de esta singularidad, cambia algo del punto de vista del mundo «real« y del principio mismo de realidad. Lo que está en juego es hacer de tal modo que el objeto, en lugar de que se le impongan la presencia y la representación del sujeto, se convierta en el lugar de su ausencia y de su desaparición. El objeto puede ser por otra parte una situación, una luz, un ser vivo. Lo esencial es que haya una ruptura de aquella maquinaria demasiado bien concebida de la representación (y de la dialéctica moral y filosófica que va unida a ella), y que por efecto de un puro advenimiento de la imagen el mundo surja como evidencia insoluble.

Es una inversión del espejo. Hasta ahora el sujeto era el espejo de la representación. El objeto no era más que el contenido. Esta vez es el objeto quien dice: «I shall be your mirror¡ (¡Yo seré tu espejo!)».

La foto tiene un carácter obsesivo, caracterial, estático y narcisista. Es una actividad solitaria. La imagen fotográfica es discontinua, puntual, imprevisible e irreparable, como el estado de cosas en un momento dado. Cada retoque, cada pentimento», cada puesta en escena adquiere un carácter abominablemente estético. La soledad del sujeto fotográfico, en el espacio y el tiempo, está correlacionada con la soledad del objeto y con su silencio caracterial.

El objeto debe ser fijado, mirado intensamente e inmovilizado por la mirada. No es él el que debe posar, es el operador quien debe retener su propia respiración para hacer el vacío en el tiempo y en el cuerpo. Pero debe retener la respiración también mentalmente y no pensar en nada, a fin de que la superficie mental esté tan virgen como la película. No se debe considerar ya un ser representativo, sino un objeto que trabaja en el interior de su propio ciclo, sin tener para nada en cuenta la puesta en escena, en una especie de circunscripción delirante de sí y del objeto. Aquí hay un encantamiento que se puede también encontrar en el juego —el de superar la propia imagen y consignarnos a una especie de feliz fatalidad—. Jugando somos nosotros pero al mismo tiempo no somos nosotros. Así se crea el vacío dentro y en torno a sí mismo, en una especie de clausura iniciática. No nos proyectamos ya en una imagen —se produce el mundo como suceso singular, sin comentarios—.

La foto no es una imagen en tiempo real. Conserva el momento del negativo, el suspense del negativo. Es este ligero desplazamiento el que permite a la imagen existir en cuanto tal, como ilusión diferente al mundo real. Es este ligero desplazamiento el que le da la fascinación discreta de una vida anterior, cosa que no tienen las imágenes numéricas o vídeos que se desarrollan en tiempo real. En las imágenes de síntesis lo real ha desaparecido ya. Y, por este motivo, no son ya imágenes en sentido propio.

Hay una forma de estar de la foto, de suspense, de inmovilidad fenomenal que interrumpe la precipitación de los sucesos. Detenerse en una imagen es detenerse en el mundo. Este suspense no es nunca definitivo, sin embargo, porque las fotos reenvían las unas a las otras y no hay otro destino para la imagen que la imagen. Y sin embargo cada una de ellas es distinta a todas las demás.

Es a través de este tipo de distinción y de complicidad secreta como la fot ha reencontrado el aura que había perdido con el cine. Pero también el mismo cine puede reencontrar esta cualidad propia de la imagen —cómplice, pero casi extraña a la narración— que tiene su propia intensidad estática, si bien animada con toda la energía del movimiento —cristalizando todo el despliegue en una imagen fija—, según un principio de condensación que va contra el principio de alta disolución y de dispersión de todas nuestras imágenes actuales. Como en GODARD, por ejemplo.

Es raro que un texto se ofrezca con la misma evidencia, la misma instantaneidad, la misma magia que una sombra, una luz, una materia. Sin embargo en NABOKOV o en GOMBROWIC, por ejemplo, la escritura reencuentra a veces algo de la autonomía material, objetiva, de las cosas sin cualidad, del poder erótico y del desorden sobrenatural de un mundo nulo.

La verdadera inmovilidad no es aquella de un cuerpo estático, sino la de un peso en el ápice de un péndulo, cuyas oscilaciones apenas se han detenido y que todavía vibra imperceptiblemente. Es la del tiempo en el instante —la de la «instantaneidad» fotográfica tras de la cual circula siempre la idea del movimiento, pero sólo la idea— en que la imagen es el testimonio presente del movimiento sin hacerlo ver jamás, lo que le quitaría la ilusión. Es con esta inmovilidad con la que sueñan las cosas, con la que soñamos nosotros. Y es bajo ella donde siempre se detiene más el cine, en su nostalgia del ralentí y de la imagen fija como ápice de la dramaticidad.

Lo mismo puede decirse del silencio. Y la paradoja de la televisión habrá sido probablemente la de restituir toda su fascinación al silencio de la imagen. Silencio de la foto. Una de sus cualidades más preciosas, a diferencia del cine o de la televisión, a quien es preciso siempre imponerle el silencio, sin conseguirlo. Silencio de la imagen, que vence (¡o debería vencer!) a todo comentario. Pero silencio también del objeto, que ella arrebata al contexto ensombrecedor y ensordecedor del mundo real. Sea cual sea el rumor y la violencia que la rodeen, la foto restituye el objeto a la inmovilidad y al silencio. En plena confusión urbana, ella recrea el equivalente del desierto, un aislamiento fenomenal. La foto es el único modo de recorrer la ciudad en silencio, de atravesar el mundo en silencio.

La fotografía da cuenta del estado del mundo cuando nosotros estamos ausentes. El objetivo explora esta ausencia. También en los rostros o en los cuerpos cargados de emoción está aún esa ausencia que ella explora. Se fotografían así mejor aquellos para los que lo otro no existe o no existe ya —los primitivos,  los miserables, los objetos-. Sólo lo inhumano es fotogénico. Es a este precio como funciona una estupefacción recíproca, y por tanto una complicidad nuestra con el mundo y del mundo con nosotros.

Los seres humanos son demasiado sentimentales. También los animales, los vegetales, son demasiado sentimentales. Sólo los objetos no tienen aura sexual o sentimental. No hay por tanto otra solución que violentarlos a sangre fría para fotografiarlos. No habiendo problemas de semejanza, son maravillosamente idénticos a sí mismos. A través de la técnica no se puede añadir otra cosa que la evidencia mágica de su indiferencia, la inocencia de su puesta en escena y evidenciar lo que encarnan: la ilusión objetiva y la desilusión subjetiva del mundo.

Es muy difícil fotografiar individuos o rostros. El hecho es que la puesta apunto fotográfica es imposible ante alguien cuya puesta a punto psicológica deja tanto que desear. Cualquier ser humano es el lugar de una puesta en escena similar, el lugar de una (de)construcción tan compleja que el objetivo la estropea a pesar de su carácter. Está de tal manera cargado de sentido, que es casi imposible quitarle la envoltura para encontrar la forma secreta de su ausencia.

Se dice que hay siempre un instante que captar, en el cual el ser más banal, o más enmascarado, muestra su identidad secreta. Pero lo que es interesante es su alteridad secreta. Y más bien que buscar la identidad tras la máscara, hay que buscar la máscara tras la identidad, —la figura que nos posee y nos desvía de nuestra identidad— la divinidad enmascarada que efectivamente habita a cada uno de nosotros por un instante, por un día, o a uno por otro.

Para los objetos, los salvajes, las bestias, los primitivos, la alteridad es segura, la singularidad es segura. Una bestia no tiene identidad y sin embargo no está alienada —es extraña a sí misma y a sus propias miras—. De improviso adquiere la fascinación de los seres extraños a su propia imagen, que gozan a través de ella de una familiaridad orgánica con el propio cuerpo y con todos los demás. Si se reencuentra esta connivencia y esta extrañeza al mismo tiempo, entonces nos acercamos a la cualidad poética de la alteridad —la del sueño y del sueño paradójico, la identidad que se confunde con el sueño profundo—.

Los objetos, como los primitivos, tienen una grandeza fotogénica anticipa-da respecto a nosotros. Liberados de golpe de la psicología y de la introspección conservan toda su seducción frente al objetivo. Liberados de la representación, conservan toda su presencia. Para el sujeto es mucho menos cierto. Por eso—¿es el precio de su inteligencia, o el signo de su estupidez?— el sujeto a menudo consigue, a costa de esfuerzos inauditos, renegar de su alteridad y existir sólo en los límites de su identidad. Lo que necesitamos, por tanto, es volverlo un poco más enigmático a sí mismo, y volver a los seres humanos en general un poco más extraños (o extranjeros) los unos a los otros. No se trata de tomarlos por sujetos, sino de hacerlos ser objetos, hacerlos ser otros —es decir, tomarlos por lo que son.

«Es preciso captar a las personas en su relación consigo mismas, es decir en su silencio» (H. CARTIER-BRESSON).

Vivimos en general sobre el aparato constituido por la voluntad y la representación, pero la palabra «fin» de la historia está en otra parte. Cada uno está probablemente ahí con su voluntad y su deseo pero, en secreto, las decisiones y los pensamientos le provienen de otra parte —y es en esta interferencia muy extraña donde reside nuestra originalidad—. No reside en los espejos en que nos reconocemos, ni en el objetivo que quiere reconocernos. La trampa está siempre en la semejanza, y la grandeza de una imagen es que sepa desafiar a toda semejanza, que vaya a buscar a otra parte lo que viene de otra parte.

Hubo un tiempo en el que enfrentarse con el objetivo era dramático, en el que la imagen misma era todavía un riesgo, una realidad mágica y peligrosa. Todo entonces expresaba la ausencia de complacencia hacia la imagen —miedo, desconfianza, ira— lo que daba a cualquier campesino o burgués de comienzos de siglo rodeado de su familia la misma seriedad mortal y selvática de un primitivo. Su ser se inmovilizaba, sus ojos se dilataban ante la imagen, tomando espontáneamente la expresión del muerto. De improviso hasta el mismo objetivo se vuelve salvaje. Se excluía toda promiscuidad entre el fotógrafo y su objeto (contrariamente a las prácticas actuales). La distancia es insuperable y la foto es el equivalente técnico del exotismo radical del que habla SEGALEN. Ello confería al suceso fotográfico una verdadera nobleza —como un lejano eco del shock primitivo de las culturas—.

En el período heroico, la relación fotográfica era propiamente aquella del duelo y se trataba verdaderamente de una cuestión a muerte. La inmovilidad cadavérica del objeto, su ausencia de expresión (pero no de carácter) es tan potente como la movilidad del objetivo, la cual mantiene el equilibrio. El destino que tiene en mente, su universo mental, impresionan directamente la película —efecto sensible hoy como hace un siglo, cuando se tomó la foto—. Somos nosotros los que captamos al salvaje o al primitivo en su rostro objetivo, pero él es quien nos imagina.

Esta muerte, esta desaparición que corresponde a aquella, virtual, del objeto en la época heroica, está siempre presente en el corazón antropológico de la imagen, según BARTHES. El «punctum»: aquella figura de la nada, de la ausencia y de la irrealidad, opuesta al «studium», que es todo el contexto de sentido y de referencia. Es esta nada en el corazón de la imagen la que constituye su magia y su poder, una magia y un poder que expelemos en la mayoría de los casos a fuerza de significaciones.

En los festivales, en las galerías, en los museos, en las exposiciones, las imágenes hacen que fluyan mensajes, testimonios, sentimentalidad estética, estereotipos de reconocimiento. Es una prostitución de la imagen frente a aquello que ella significa, aquello que quiere comunicar —una toma de rehén, sea a través del operador o a través de la actualidad mediática—. En la profusión de nuestras imágenes la muerte y la violencia están por todas partes, pero son sin embargo patéticas, ideológicas, espectaculares: nada que ver con el «punctum», con ese trato y esa disposición fatal interior a la imagen que ha sido expulsada de ella.

En el lugar de la imagen que encierra simbólicamente la muerte, está la muerte que se cierne sobre la imagen (bajo la forma exterior de la exposición, del museo o de las necrópolis culturales que exaltan el arte fotográfico).La imagen está fuera de campo, fuera de escena. La puesta en escena fotográfica, sea la interna a la imagen o la de la institución, es un contrasentido. Sepultada bajo los comentarios, emparedada en la celebración estética, destinada a la cirugía estética y museística, la alucinación interna a la imagen está acabada. No es ya ni siquiera el «studium» opuesto al «punctum», es simplemente el médium que circula. Y la forma fundamentalmente peligrosa de la imagen se resuelve en la circulación cultural de las obras maestras.

Lo que me desagrada es la estetización de la fotografía —que se haya convertido en una de las bellas artes y haya entrado en el ámbito de la cultura—. La imagen fotográfica, gracias a su base técnica, ha venido de más allá o de más acá de la estética y constituye por ello una revolución considerable en nuestro modo de representar. Su irrupción ha puesto en duda el mismo arte en su monopolio estético de las imágenes. Ahora, en nuestros días, el movimiento se ha invertido: es el arte el que devora la foto más que al contrario.

La foto se inserta profundamente en otra dimensión, una dimensión no estética en sentido propio —algo como la dimensión del trompe l’ oeil que acompaña a toda la historia del arte, pero que queda casi indiferente a las peripecias de ésta. El trompe l’ oeil es sólo aparentemente realista, de hecho está ligado a la evidencia del mundo y a una semejanza tan escrupulosa que se convierte en mágica. El trompe l’ oeil, como la foto, conserva algo del estatuto mágico de la imagen, y por tanto de la ilusión radical del mundo. Forma salvaje, irreductible, más cercana al origen y a los tormentos de la representación —ligada a la apariencia y a la evidencia del mundo, pero a una evidencia engañosa— y por tanto opuesta a toda visión realista y menos válida en términos de juicio y de gusto que en términos de pura fascinación todavía hoy.

Es a fuerza del juego irreal con la técnica, a través de su découpage, de su inmovilidad, de su silencio, de su reducción fenomenológica del movimiento, y eventualmente del color, como la foto se impone como imagen más pura y más artificial. No es bella, es peor, y es en cuanto tal como adquiere la fuerza de objeto en un mundo que ve precisamente extenuarse el principio estético.

Es la técnica la que da a la foto su carácter original. Es a través del tecnicismo como nuestro mundo se revela radicalmente no objetivo. Es el objetivo fotográfico el que, paradójicamente, revela la no-objetividad del mundo —ese algo que no se resolverá en el análisis ni en la semejanza—.Es la técnica la que nos lleva más allá de la semejanza, al corazón de la apariencia de la realidad. De repente también la misma visión de la técnica se transforma: se convierte en el lugar de un doble juego, en cuanto espejo de aumento de la ilusión y de las formas. Hay una complicidad entre el aparato técnico y el mundo, una convergencia entre una técnica objetiva y el mismo poder del objeto. Y la foto constituiría el arte de infiltrarse en el interior de esa complicidad no para dominar su proceso, sino para jugar en él y hacer evidente la idea de que la apuesta no está aún cerrada.

El mundo en sí mismo no se parece a nada. En cuanto concepto y discurso tiene un parecido con muchas otras cosas —como objeto puro, no es identificable—.

La operación fotográfica es una especie de escritura refleja, de escritura automática de la evidencia del mundo, y sólo hay una.

En la ilusión genérica de la imagen el problema de lo real no se plantea ya. Está borrado por su mismo movimiento, que pasa repentina y espontáneamente más allá de la verdad y la falsedad, más allá de lo real y lo irreal, más allá del bien y del mal.

La imagen no es un médium del cual haya que encontrar el mejor uso. Es aquello que escapa a todas nuestras consideraciones morales. Es por su esencia inmoral, y el devenir-imagen del mundo es un devenir-inmoral. A nosotros nos toca huir de nuestra representación y convertirnos en el vector inmoral de la imagen. Somos nosotros los que volvemos a ser objeto o volvemos a ser otro en una relación de seducción con el mundo. Dejar jugar la complicidad silenciosa entre el objeto y los objetivos, entre las apariencias y la técnica, entre la cualidad física de la luz y la complejidad metafísica del instrumento técnico, sin hacer intervenir ni la visión ni el sentido. Pues es el objeto quien nos ve, es el objeto quien nos sueña. Es el mundo quien nos refleja, es el mundo quien nos piensa. Esta es la regla fundamental.

La magia de la foto reside en el hecho de que el objeto es quien hace todo el trabajo. Los fotógrafos no lo admitirían nunca, y sostendrán que toda la originalidad reside en su inspiración, en su interpretación fotográfica del mundo. El hecho es que ellos hacen fotos feas o fotos demasiado bellas, confundiendo su visión subjetiva con el milagro reflejado del acto fotográfico.

 

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