Presentación

PRESENTACIÓN

Tránsitos Intrusos se propone compartir una mirada que tiene la pretensión de traspasar las barreras que las instituciones, las organizaciones, los poderes y las personas constituyen para conservar su estatuto de invisibilidad, así como los sistemas conceptuales convencionales que dificultan la comprensión de la diversidad, l a complejidad y las transformaciones propias de las sociedades actuales.
En un tiempo en el que predomina la desestructuración, en el que coexisten distintos mundos sociales nacientes y declinantes, así como varios procesos de estructuración de distinto signo, este blog se entiende como un ámbito de reflexión sobre las sociedades del presente y su intersección con mi propia vida personal.
Los tránsitos entre las distintas realidades tienen la pretensión de constituir miradas intrusas que permitan el acceso a las dimensiones ocultas e invisibilizadas, para ser expuestas en el nuevo espacio desterritorializado que representa internet, definido como el sexto continente superpuesto a los convencionales.

Juan Irigoyen es hijo de Pedro y María Josefa. Ha sido activista en el movimiento estudiantil y militante político en los años de la transición, sociólogo profesional en los años ochenta y profesor de Sociología en la Universidad de Granada desde 1990.Desde el verano de 2017 se encuentra liberado del trabajo automatizado y evaluado, viviendo la vida pausadamente. Es observador permanente de los efectos del nuevo poder sobre las vidas de las personas. También es evaluador acreditado del poder en sus distintas facetas. Para facilitar estas actividades junta letras en este blog.

martes, 3 de noviembre de 2020

ANDRÉ GORZ Y DORINE KEIR: UN AMOR DE LARGO RECORRIDO Y UNA EXPERIENCIA DE DESMEDICALIZACIÓN

 



André Gorz es un pensador crítico muy influyente desde los años sesenta. Forma parte de una generación formidable, cuyos autores hicieron aportaciones fecundas que agrietaron el pétreo capitalismo fordista de la jaula de hierro. La gran mayoría de estos no se encuadran estrictamente en las disciplinas resultantes de la división del trabajo en la producción del conocimiento,  que conforman el modo de conocimiento disciplinar. Sus obras desbordan estos marcos teóricos rígidamente encuadrados, para adquirir un mestizaje disciplinar que resulta más profundo en sus análisis sobre la sociedad y la vida. Como profesor de sociología he utilizado textos de Gorz en mi actividad docente.

En 2006, publicó un libro en el que narra su amor con su compañera, Dorine Keir, enferma de cáncer y en muy mal estado de salud. En el texto se presagia el final, que ocurrió el 22 de septiembre de 2007. En esta fecha consumaron su deseo de morir juntos, tal y como habían vivido, cumpliendo una de las pautas que había presidido sus vidas, como es la autodeterminación con respecto a las normas, los poderes instituidos y las instituciones.

En la carta a D., Gorz recorre sus vidas desde su encuentro, los inicios de su amor, su desarrollo y su culminación en la vejez y la muerte. Es un testimonio hermoso y lúcido. Los amores de largo recorrido, utilizando la expresión de Juan Gérvas para los perdedores, tienen un vínculo con la época en la que tienen lugar. En este vigoroso texto se puede reconocer la experiencia de parejas de aquella generación. Con el paso de los años se han producido varias mutaciones que recombinadas mutuamente generan los nuevos amores de la época. A no pocos lectores jóvenes les puede parecer extraño un amor de esta clase. Pero los amores son inevitablemente plurales. Algunas partes del libro resultan esclarecedoras de las razones que tejen esta fantástica relación amorosa.

La primera enfermedad de Dorine se encuentra admirablemente narrada. El azar siempre representa un papel inesperado. Ellos tenían una fecunda amistad con Ivan Illich y participaban en los seminarios en torno a su libro “Némesis Médica”. El propio Gorz publicó un trabajo en esos años en la revista española “El Viejo Topo”, cuyo título era “La medicina contra la salud”, que glosaba la posición de Illich. Pues bien, Dorine enfermó víctima de un error médico grave. Así sus posicionamientos se entrecruzaron con sus vidas. El amor de larga duración termina inevitablemente en una intersección con la salud.

He seleccionado distintos párrafos del libro, referidos a su amor revivido en distintas etapas. También su respuesta a la enfermedad, que constituye un ejemplo fértil de la desmedicalización. He omitido las cuestiones referidas a la producción intelectual y periodística de André, compañero de fatigas de Sartre, Illich y otros portavoces de esta época fecunda. Así, el texto se puede leer desde ambas perspectivas. No he podido menos que reconocer algunas analogías con mi amor con Carmen. En este sentido, algunos pasajes me han conmovido y he decidido presentarlo en Tránsitos, aún a sabiendas de que un amor de esta naturaleza se encuentra en el exterior de la época que vivimos.

He renunciado a comentar pues el texto de Gorz tiene un vigor indudable. Pero no me resisto a decir que en sus páginas finales, cuando narra su relación amorosa de amantes viejos y enfermos, sus palabras representan una réplica a los discursos sociales, médicos y psicológicos, que construyen la vejez en unos términos en los que la relación amorosa aparece desdibujada en el cuadro de necesidades. Es el precio de lo que André denominaba como sociedad productivista.

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Acabas de cumplir ochenta y dos años. Has encogido seis centímetros, no pesas más de cuarenta y cinco kilos y sigues siendo bella, elegante y deseable. Hace cincuenta y ocho años que vivimos juntos y te amo más que nunca. De nuevo siento en mi pecho un vacío devorador que sólo colma el calor de tu cuerpo abrazado al mío.

El comienzo de nuestra historia fue maravilloso, casi como un flechazo. El día de nuestro encuentro estabas rodeada por tres hombres que pretendían hacerte jugar al póquer. Tenías una abundante melena rojiza, la piel nacarada y la voz aguda de las inglesas…Destacabas sobre todos, intraduciblemente witty, hermosa como un sueño. Cuando se cruzaron nuestras miradas pensé: “No tengo nada que hacer con ella”…Más tarde, me crucé contigo en la calle. Me fascinaron tus andares de bailarina. Después, una noche, por casualidad, te vi de lejos cuando salías del trabajo y bajabas a la calle. Corrí para alcanzarte. Ibas de prisa. Había nevado. La llovizna hacía que tus cabellos se ensortijaran. Con poca convicción, te propuse ir a bailar. Simplemente contestaste sí, why not. Fue el 23 de octubre de 1947.

Durante nuestra primera salida, pude darme cuenta de que habías leído mucho, entretanto y después de la guerra: Virginia Woolf, George Elliot, Tolstói, Platón…Sabías distinguir desde el principio lo esencial de lo accidental…Tenías una confianza inquebrantable en la certeza de tus juicios… Ignoraba qué vínculos invisibles se tejían entre nosotros. No te gustaba hablar de tu pasado. Poco a poco comprendería cuál era la experiencia fundadora que nos había vuelto de inmediato tan cercanos uno del otro.

Nos volvimos a ver. Seguimos yendo a bailar. Vimos juntos el diablo en el cuerpo…Me admiró tu sangre fría y tu desparpajo. Me dije: “Estamos hechos para entendernos”. Al final de la tercera o cuarta salida, por fin te besé. No teníamos prisa. Te desnudé con cuidado. Y descubrí, maravillosa coincidencia de lo real con lo imaginario, la Afrodita de Milos encarnada. El fulgor nacarado de tus pechos iluminaba tu rostro. Durante mucho rato contemplé, mudo, ese milagro de vigor y suavidad. Tú me enseñaste que el placer no es algo que se tome o se dé, sino una forma de darse y demandar la propia donación del otro. Nos entregamos mutuamente por completo.

Durante las semanas que siguieron, nos vimos casi todas las noches. Compartiste conmigo el viejo catre desfondado que me servía de cama. No tenía más de sesenta centímetros de ancho y dormíamos aprtetados uno contra el otro. Además del catre, mi habitación no contaba más que con una biblioteca hecha con tablas y ladrillos, una mesa inmensa atestada de papeles, una silla y una estufa eléctrica. Mi austeridad no te sorprendió. Tampoco me extrañó a mí que lo aceptaras.

Lo que me cautivaba de ti era que me hacías acceder a otro mundo… Contigo me encontraba en otra parte, en un lugar extranjero, extraño a mí mismo. Me ofrecías el acceso a una dimensión de alteridad suplementaria, a mí que siempre rechacé cualquier identidad y fui acumulando identidades que no me pertenecían… Pero todo esto no puede explicar el vínculo invisible que hizo que nos sintiéramos unidos desde el comienzo. Por más que fuéramos profundamente diferentes, no dejaba de sentir que algo fundamental nos era común, una especie de herida originaria.  Hece poco hablaba de experiencia fundadora: la experiencia de la inseguridad. Su naturaleza no era la misma en ti y en mí. Poco importa: tanto para ti como para mí significaba que nuestro lugar en el mundo no estaba garantizado. Que sólo tendríamos lo que lográramos hacer. Que teníamos que asumir nuestra autonomía. Luego descubriría que tú estabas para ello mejor preparada que yo… Necesitábamos crear juntos, uno por el otro, el lugar en el mundo que nos había sido originariamente negado. Sin embargo, para lograrlo, era necesario que nuestro amor fuera también un pacto para toda la vida. Nunca formulé todo esto de un modo tan explícito. Lo sabía en lo más hondo de mí mismo. Sentía que tú lo sabías. Pero el camino ha sido largo y estas evidencias vividas se fueron abriendo paso en mi manera de pensar y actuar.

Durante los tres meses que siguieron, pensamos en casarnos. Mis objeciones eran por principios, ideológicas. Consideraba el matrimonio una institución burguesa; que codificaba jurídicamente y socializaba una relación que, en la medida que respondía al amor, ligaba a dos personas en su aspecto menos social. La relación jurídica tenía por tendencia, incluso como misión, hacerse autónoma con respecto a la experiencia y los sentimientos de los integrantes de la pareja. También decía: Qué nos asegura que, dentro de diez años, nuestro pacto para toda la vida se corresponderá con el deseo de aquellos en quienes nos habremos convertido.

Tu respuesta era insoslayable: Si te unes con alguien para toda la vida, ambos ponéis vuestra vida en común y evitáis hacer lo que pueda dividir o contrariar vuestra unión.  La construcción de tu pareja es tu proyecto común, nunca acabarás de confirmarlo, de adaptarlo, de reorientarlo en función de las situaciones cambiantes. Nosotros seremos lo que hagamos juntos. Era casi Sartre.

En teoría, era capaz de mostrar –invocando a Hero y Leandro, Tristán e Isolda, Romeo y Julieta- que el amor es la fascinación recíproca de dos personas en su aspecto más inefable, menos socializable y más reacio a los papeles y las imágenes de sí mismos que la sociedad les impone, y a cualquier pertenencia cultural. Casi podíamos poner todo en común porque era casi nada lo que teníamos al comienzo. Me bastaba con aceptar vivir lo que vivía, con amar por encima de todo tu mirada, tu voz, tu olor, tus finos dedos y tu modo de habitar tu cuerpo, para que todo el futuro se abriera ante nosotros.

Únicamente esto: tú me habías suministrado la posibilidad de evadirme de mí mismo y de instalarme en un lugar distinto cuya mensajera eras tú. Contigo, podía dar vacaciones a mi realidad. Eras el complemento de la irrealización de lo real, incluido yo mismo, algo en lo que me empleaba desde siete u ocho años atrás mediante la actividad de escribir. Para mí, eras la portadora de la puesta entre paréntesis del mundo amenazante donde yo era un refugiado de ilegítima existencia, cuyo porvenir nunca se prolongaba más allá de tres meses. No tenía ganas de volver a poner los pies en el suelo. Me cobijaba en una experiencia maravillosa y repudiaba que lo real la recuperase. En lo más hondo de mí, rechazaba lo que, en la idea y la realidad del matrimonio, lleva consigo este retorno a lo real. Hasta donde puede llegar mi memoria, siempre había intentado no existir. Tuviste que trabajar durante años para hacerme asumir mi existencia. Y me parece que este trabajo sigue inconcluso.

Te resultaría más fácil llevar adelante tu vida sin mí que conmigo. No necesitabas a nadie para hacerte un lugar en el mundo. Contabas con una autoridad natural, el sentido de las relaciones y la organización; tenías humor; en cualquier situación te encontrabas cómoda y hacías que los demás también se sintieran de ese modo; te convertías rápidamente en la confidente y la consejera de las personas con que tratabas. Captabas intuitivamente, con una asombrosa rapidez, los problemas de los otros y los ayudabas a ver claro en sí mismos.

Aún no había descubierto, como lo acabo de hacer aquí, cuál era el fundamento de nuestro amor. Ni que el hecho de estar obsesionado, a la vez dolorosa y deliciosamente, por la coincidencia siempre prometida, y siempre evanescente, del gusto que tenemos por nuestros cuerpos –y cuando digo cuerpos no olvido que el alma es el cuerpo, tanto para Merleau-Ponty como para Sartre-, remite a experiencias fundadoras que hunden sus raíces en la infancia: el descubrimiento primordial, originario, de las emociones que una voz, un olor, un tono de piel, una forma de moverese y de ser, que para siempre constituirán la norma ideal, pueden hacer resonar en mí. Se trata de eso: la pasión amorosa es una forma de entrar en resonancia con el otro, en cuerpo y alma, y únicamente con él o con ella.

Hasta ese momento habíamos vivido en la pobreza, nunca en la fealdad… Me pregunté cómo podías soportar el fracaso de un trabajo al que lo había subordinado todo desde que me conocías. Y resulta que, para desembarazarme de él, me entregué cabizbajo a una nueva empresa que iba a absorberme Dios sabe cuánto tiempo. Pero no mostrarte preocupación ni impaciencia “Si tu vida es escribir, entonces escribe”, me repetías. Como si tu vocación fuera confortarme en la mía.

El fundamento sobre el que se alzaba nuestra pareja cambió con el curso de estos años. Nuestra relación se convirtió en el filtro por el que pasaba mi relación con la realidad. Se produjo una inflexión entre nosotros. A lo largo de mucho tiempo te dejaste intimidar por mi rasgo tajante; en él presentías la expresión de conocimientos que no dominabas. Poco a poco, fuiste negándote a dejarte influir. O mejor; te rebelabas contra las construcciones teóricas y, muy especialmente, contra las estadísticas. Estas son tanto menos concluyentes, decías, cuanto que sólo adquieren en sentido por su interpretación…En el fondo, esas discusiones eran un juego. Pero en ese juego tenías la sartén por el mango. No necesitabas las ciencias cognitivas para saber que, sin intuiciones ni afectos, no puede haber inteligencia ni sentido. Tus juicios reivindicaban imperturbablemente el fundamento de su certeza vivida, comunicable pero no demostrable…Nuestro período “rue du Bac” duró diez años. No pretendo describirlos, sino extraer su sentido: el de una puesta en común creciente de nuestras actividades al mismo tiempo que una diferenciación cada vez mayor de nuestras imágenes respectivas de nosotros mismos. Esta tendencia seguiría afirmándose luego. Siempre habías sido más adulta que yo y cada vez lo eras más. En mi mirada descifrabas inocencia de niño, y habrías podido decir ingenuidad. Te desenvolvías sin esas prótesis psíquicas que son las doctrinas, teorías y sistemas de pensamiento. Yo las necesitaba para orientarme en el mundo intelectual, aunque pudiera cuestionarlas.

El envejecimiento sería mi adiós a la adolescencia, mi renuncia a lo que Deleuze y Guattari llamarían “la ilimitación del deseo” y Georges Bataille llamaba “la omnitudo de lo posible” a la que sólo se acerca uno mediante el rechazo indefinido de cualquier determinación: la voluntad de no ser Nada se confunde con la de ser Todo. Al final, el envejecimiento se encuentra esta exhortación: “Hay que aceptar ser finito: estar aquí y en ninguna otra parte, hacer esto y no otra cosa, ahora y no nunca o siempre….. tener únicamente esta vida”.

Adquirimos la costumbre de pasar nuestros fines de semana en el campo. Luego, para no tener que alojarnos en un albergue, compramos una casita a cincuenta kilómetros de París.  En cualquier época, hacíamos paseos de dos horas. Tenías una contagiosa connivencia con todo lo viviente y me enseñaste a apreciar y amar los campos, los bosques y los animales… Me descubriste la riquezade la vida y la amaba a través de ti, si no era al revés (aunque viene a ser lo mismo).

La estancia en Estados Unidos contribuyó a que evolucionaran nuestros centros de interés… El siguiente verano acogimos con el mayor interés un texto preparatorio de un seminario que una veintena de personas tenían que participar en Cuernavaca, México. …Comenzaba afirmando que la carrera del crecimiento económico iba a implicar múltiples catástrofes que pondrían en peligro la vida humana de ocho maneras. Se podía encontrar en él una suerte de eco del pensamiento de Jacques Ellul y de Günher Anders: la expansión de las industrias transforma la sociedad en una máquina gigantesca que, en lugar de liberar a los seres humanos, restringe su espacio de autonomía y determina cuáles son los fines que deben perseguirse y cómo. Nos convertimos en los esclavos de esta megamáquina.  La producción ya no está a nuestro servicio, sino que nosotros estamos al servicio de la producción. Y, a causa de la profesionalización simultánea de cualquier tipo de servicios, nos volvemos incapaces de hacernos cargo de nosotros mismos, de autodeterminar nuestras necesidades y satisfacerlas por nuestra cuenta: somos en todo dependientes de profesionales incapacitantes. Discutimos este texto durante las vacaciones de verano. Estaba firmado por Ivan Illich… Nos encontramos por primera vez a Illich en 1973. Quería invitarnos al seminario sobre medicina, programado para el año siguiente. No podíamos imaginar que la crítica de la tecnomedicina coincidiría pronto con nuestras preocupaciones personales.

Cuando tu estado de salud se agravó dramáticamente, fui a ver a ese médico. Ya no podías acostarte de tanto que te hacía sufrir tu cabeza. Pasabas la noche en pie en el balcón o sentada en un sillón. Había querido creer que lo compartíamos todo, pero tú estabas sola en tu desamparo. En la radiografía de toda la columna vertebral, incluida la cabeza, que te prescribió el doctor… comprobó la presencia de bolitas de productos de contraste, diseminados en el canal raquídeo, desde las lumbares a la cabeza. Ocho días antes, te habían inyectado este producto, el lipiodol, antes de operarte de una hernia discal paralizante. Oí cómo te tranquilizaba el radiólogo: “En diez días eliminará este producto”. Al cabo de ocho años, una parte del líquido había ascendido a tus fosas craneales y otra parte se había enquistado a la altura de las cervicales. Fue a mí a quien el doctor Court-Payen comunicó el diagnóstico: tenías una aracnoiditis y no existía ningún tratamiento para esa afección progresiva.

Me procuré una treintena de artículos publicados sobre        las mielografías en revistas médicas. Escribí a los autores de algunos de esos artículos. Uno de ellos, -un noruego, Skalpe- que había realizado autopsias en humanos y animales de laboratorio, había demostrado que el lipiodol nunca se elimina y provoca patologías que se agravan progresivamente… La carta de un profesor de neurología del Baylor College of Medicine (Texas) no era más alentadora: “La aracnoiditis es una afección en la que los filamentos que recubren el cordón medular propiamente dicho, y, a veces, el cerebro, forman un tejido cicatricial y comprimen tanto el cordón medular como las raíces nerviosas que salen de él o entran en él. Como consecuencia pueden generarse diversas formas de parálisis y (o) dolores. La inhibición de algunos nervios o un tratamiento farmacológico quizá podrían servir de ayuda.

Ya no tenías nada que esperar de la medicina. Te negaste a habituarte a la toma de analgésicos y a depender de ellos. Decidiste hacerte cargo por ti misma de tu cuerpo, tu enfermedad, tu salud; apoderarte de tu vida en lugar de dejar que la tecnociencia médica tomase el poder sobre tu relación con tu cuerpo y contigo misma. Conectaste con una red internacional de enfermos que se ayudaban mutuamente intercambiando informaciones y consejos, tras haber chocado como tú con la ignorancia, y a veces con la mala voluntad del estamento médico. Te iniciaste en el yoga. Tomabas posesión de ti misma al administrar los dolores mediante antiguas autodisciplinas. La capacidad de entender tu mal y de hacerte cargo de ti misma te parecía el único medio para evitar ser dominada por él y por los especialistas que te transformarían en una consumidora pasiva de fármacos.

Dos años más tarde, fuimos invitados por segunda vez a Cuernavaca. Teníamos que ir a continuación a Berkeley, y luego a La Jolla, cerca de San Diego, a la casa de Marcuse. Sin que te dieras cuenta te saqué una foto de espaldas: caminas con los pies dentro del agua por la gran playa de La Jolla. Tienes cincuenta y dos años. Eres maravillosa. Es una de las imágenes tuyas que prefiero.

A nuestro regreso, contemplé detenidamente esta foto cuando me decías si no tendrías un cáncer, ya me lo preguntabas antes de nuestra partida a Estados Unidos, pero no habías querido decírmelo. ¿Por qué? “Si tengo que morir, quería ver antes California” me dijiste tranquilamente. Tu cáncer de endometrio no había sido detectado durante los exámenes anuales. Una vez establecido el diagnóstico y fijada la fecha de la operación, nos fuimos ocho días a la casa que tú habías concebido. Con un buril grabé tu nombre en la piedra. Esta casa era mágica… La primera noche no dormimos. Cada uno escuchaba el aliento del otro. Luego un ruiseñor comenzó a cantar y un segundo más lejos, le respondió. Nos hablamos muy poco. Dediqué el día a labrar y, de tanto en tanto, levantaba la vista hacia la ventana de tu habitación. Allí permanecías tú, inmóvil, mirando fijamente a lo lejos. Estoy seguro de que te esforzabas en acostumbrarte a la muerte para combatirla sin temor. Estabas tan hermosa y resuelta en tu silencio que no podía imaginar que pudieras renunciar a vivir.

Quise conocer las posibilidades de sobrevivencia en el plazo de cinco años que te concedía el oncólogo. Pierre me trajo la respuesta: “Fifty fifty”. Me dije que, después de todo, teníamos que vivir nuestro presente en lugar de proyectarnos siempre hacia el futuro. Leí dos libros de Ursula Le-Guin traídos de los Estados Unidos, que me ratificaron en mi decisión.

Cuando saliste de la clínica, volvimos a nuestra casa. Tu animación me encantaba y me tranquilizaba. Habías escapado a la muerte y la vida adquiría un nuevo sentidop y un nuevo valor. Illich lo entendió inmediatamente cuando lo volviste a ver algunos meses más tarde, en el curso de una velada. Te miró detenidamente a los ojos y te dijo: “Has visto el otro lado”. No sé qué le contestaste ni otras cosas que hablasteis. Pero me dirigió estas palabras inmediatamente después: “¡Esa mirada¡ Ahora entiendo lo que ella representa para ti”. Nos invitó una vez más a su casa en Cuernavaca, añadiendo que podíamos quedarnos el tiempo que quisiéramos.

Había llegado a la edad  en que uno se pregunta qué es lo que ha hecho de su vida y lo que habría querido hacer de ella. Tenía la impresión de no haber vivido mi vida, de haber desarrollado una sola parte de mí mismo y de ser pobre como persona. Tú eras, y siempre habías sido, más rica que yo. Te desarrollaste en todas tus dimensiones. Estabas bien asentada en tu vida, mientras que yo siempre me había apresurado a pasar a la tarea siguiente, como si nuestra vida sólo fuera a comenzar realmente más tarde… Recuerdo haber escrito a E. que, a fin de cuentas, sólo me importaba una cosa: estar contigo. Me resulta inimaginable seguir escribiendo si tú ya no estás. Tú eres lo esencial sin lo cual todo lo demás, por importante que me parezca mientras estás ahí, pierde su sentido y su importancia. Esto decía en la dedicatoria de mi último escrito.

Veintitrés años han pasado desde que nos fuimos a vivir al campo… Allí habrías podido ser feliz. Donde no había más que un prado, creaste un jardín de setos y arbustos. Yo planté doscientos árboles. Durante algunos años viajamos un poco, pero las vibraciones y las sacudidas de los medios de transporte, cualesquiera que fueren, te producían dolores de cabeza y en todo el cuerpo. La aracnoiditis te obligó a ir abandonando poco a poco la mayoría de tus actividades favoritas. Lograste ocultar tus sufrimientos. Nuestros amigos te encontraban en plena forma. No dejaste de animarme a escribir...Seguramente no estuve a la altura de la resolución tomada hace treinta años: de vivir plenamente en el presente, atento sobre todo a la riqueza en que consiste nuestra vida en común.

Ahora vuelvo a vivir los momentos en que tomé esta resolución con un sentimiento de urgencia. No tengo mayor obra en mi taller. Ya no quiero –según la fórmula de Georges Bataille, “posponer la existencia para más tarde”. Estoy atento a tui presencia como en nuestros comienzos y me gustaría hacértelo sentir. Me entregaste toda tu vida y todo lo tuyo. A mí me gustaría poder darte todo lo mío durante el tiempo que nos quede.

Recién acabas de cumplir ochenta y dos años. Y sigues siendo bella, elegante y deseable. Hace cincuenta y ocho años que vivimos juntos y te amo más que nunca. Hace poco volví a enamorarme de ti una vez más y llevo de nuevo en mí un vacío devorador que solo sacia tu cuerpo apretado contra el mío. Por la noche veo a veces la silueta de un hombre que, en una carretera vacía y en un paisaje desierto, camina detrás de un coche fúnebre. Es a ti a quien lleva esa carroza. No quiero asistir a tu incineración; no quiero recibir un frasco con tus cenizas. Oigo la voz de Kathleen Ferrier que canta “ Die Welt ist leer, Ich will nicht leben mehr” ( El mundo está vacío, no quiero vivir más) y me despierto. Espío tu respiración, mi mano te acaricia. A ninguno de los dos nos gustaría tener que sobrevivir la muerte del otro. A menudo hemos dicho que, en caso de tener una segunda vida, nos gustaría pasarla juntos.

 

 

 

 


4 comentarios:

Unknown dijo...

Gracias por compartir esta maravilla.

Proída dijo...

❤️

Envejecer activos dijo...

Es una historia conmovedora; un testimonio contracorriente que rebosa amor por todos lados. Gracias por publicarlo.

Cecilia dijo...

Muchas, muchisimas gracias Juan por este texto