Presentación

PRESENTACIÓN

Tránsitos Intrusos se propone compartir una mirada que tiene la pretensión de traspasar las barreras que las instituciones, las organizaciones, los poderes y las personas constituyen para conservar su estatuto de invisibilidad, así como los sistemas conceptuales convencionales que dificultan la comprensión de la diversidad, l a complejidad y las transformaciones propias de las sociedades actuales.
En un tiempo en el que predomina la desestructuración, en el que coexisten distintos mundos sociales nacientes y declinantes, así como varios procesos de estructuración de distinto signo, este blog se entiende como un ámbito de reflexión sobre las sociedades del presente y su intersección con mi propia vida personal.
Los tránsitos entre las distintas realidades tienen la pretensión de constituir miradas intrusas que permitan el acceso a las dimensiones ocultas e invisibilizadas, para ser expuestas en el nuevo espacio desterritorializado que representa internet, definido como el sexto continente superpuesto a los convencionales.

Juan Irigoyen es hijo de Pedro y María Josefa. Ha sido activista en el movimiento estudiantil y militante político en los años de la transición, sociólogo profesional en los años ochenta y profesor de Sociología en la Universidad de Granada desde 1990.Desde el verano de 2017 se encuentra liberado del trabajo automatizado y evaluado, viviendo la vida pausadamente. Es observador permanente de los efectos del nuevo poder sobre las vidas de las personas. También es evaluador acreditado del poder en sus distintas facetas. Para facilitar estas actividades junta letras en este blog.

jueves, 2 de julio de 2020

SOCIOLOGÍA CRÍTICA DE LA NUEVA NORMALIDAD. LA DUALIZACIÓN DE LOS ESPACIOS PÚBLICOS




 El posconfinamiento abre el camino a la nueva normalidad. Los largos meses de encierro han tenido un efecto demoledor sobre los sujetos clausurados en sus domicilios. Estos comparecen en el espacio público como si nada hubiera ocurrido, pero sus mismas prácticas desvelan los terremotos interiores que han propiciado el miedo y la perplejidad. La gente se desplaza mostrando signos que denotan un estado que se puede definir mediante la palabra noquear. Las calles registran comportamientos extraños a las lógicas sociales que prevalecían antes de la gran reclusión. Las relaciones sociales entre los transeúntes revelan una gran mutación, en la que cada cual es un extraño a los demás, así como a la inversa. Las distancias personales se tornan en abismos presididos por la desconfianza superlativa. También la agresividad se encuentra latente en espera de un chivo expiatorio en quien proyectarla.

La primera cuestión que cabe reseñar es la despenalización de las manos. El pueblo encerrado es un colectivo dependiente de la autoridad mediática. Así, Simón representa un equivalente a un sumo pontífice dotado de la virtud de la infalibilidad. Sus recomendaciones, son convertidas en certezas y pautas inviolables por los amedrentados ciudadanos-espectadores. Las manos fueron el objeto de las conminaciones del dispositivo somatocrático en el comienzo del confinamiento. Los guantes adquirieron la condición de objeto sagrado. En la calle, en el transporte público, en los establecimientos.  Entrar a un súper implicaba una supervisión de las manos, la obligatoriedad de los guantes y los rituales de su deshecho una vez concluida la sagrada compra. El pueblo confinado cubrió sus manos como señal de alerta a los otros.

Los más influenciados por la epidemiología teologal de las manos, seguían rigurosas instrucciones para limpiar en la casa las cajas, envoltorios u otros objetos procedentes del súper, cuyas superficies podrían ser el locus del temible virus. La lejía devino en un líquido sagrado y los geles hidroalcohólicos presidían todas las transiciones cotidianas. Las manos fueron tratadas como depositarias de la pureza ante el virus, el espacio en el que se erigía una barrera que tenía que ser infranqueable para este. Los animadores médicos se presentaban en la tele como pedagogos en el arte de lavarse las manos, operación que requería ayuda experta para limpiar cavidades minúsculas en las que el Covid pudiera asentarse para liberarse del jabón y de los geles, en la perspectiva de esperar a la ocasión para ser transportado al rostro, proporcionándole la oportunidad de instalarse en alguno de los orificios.

El primer cambio de gran alcance de la nueva normalidad es la despenalización de las manos. En las homilías médicas televisadas, la cuestión de las manos  es remitida al paquete  general de la prevención, sustrayéndole el estatuto de privilegio que había detentado. El resultado es que en los supermercados ha disminuido el control sobre las mismas, que va perdiendo la condición de obligatoriedad. La sospecha de las manos impuras se disuelve, desplazando la vigilancia al rostro, que adquiere un protagonismo indiscutible. Durante todo el confinamiento he hecho compras en distintos supermercados, sometiendo mis manos al escrutinio de la seguridad y a rostro descubierto. Ahora se invierte la cuestión, predominando tolerancia para las manos y rigor para el rostro. El virus adquiere la condición de objeto volador transportado por minúsculas partículas de saliva, salidas de la boca de los infectados.

La mascarilla adquiere la consideración de objeto mágico, en tanto que es la barrera más eficaz para detener la expansión del virus, haciendo inútiles sus vuelos. El uso de la mascarilla se generaliza en todos los espacios públicos. En los días de desescalada comienzan a proliferar los rebrotes en distintos lugares, principalmente en los espacios de trabajo de los empleados precarizados y desprotegidos vitalmente, así como en los lugares de internamiento de ancianos, inmigrantes u otros sujetos marginalizados. La reiteración en  los rebrotes activa el imaginario del miedo y los sentimientos negativos incubados en los días de encierro y televisión. Las advertencias mediáticas, acompañadas de premoniciones catastróficas que remiten a un nuevo encierro doméstico, se acompañan de imágenes de fiestas, celebraciones deportivas, playas y otros espacios en los que los cuerpos se concentran y se disuelven las distancias. 

El resultado es la expansión de los temores colectivos, arraigados en el inconsciente derivado del encierro y el estado de excepción comunicacional. De este modo, se forja un sector de la población que transita por el espacio público en modo de patrulla, para sorprender y apercibir a los incumplidores. En la mayor parte de contextos, se hace difícil la transgresión del uso de la mascarilla. Los vigilantes de los balcones del encierro se encuentran ahora en las calles atentos para clamar contra los incumplidores devenidos en sujetos peligrosos. Así se constituye un fenómeno que en sociología se denomina comportamiento colectivo. Un contingente de personas altamente sugestionadas, que es el requisito para una actividad social que clama por el castigo a los desenmascarados. He vivido varios episodios antológicos en estos días al respecto, en el que los tonos y las adjetivaciones remiten al imaginario de mi infancia, caracterizada por el imperio cotidiano del nacionalcatolicismo respaldado por ingentes masas de fervorosos adeptos.

Pero el uso de la mascarilla es manifiestamente dual. En tanto que su uso es obligatorio en múltiples espacios públicos, en los que patrullan las huestes punitivas en estado de cacería, en otros espacios, las gentes se liberan de las mascarillas, disuelven las distancias sociales y se entregan a prácticas dionisíacas en distintos grados. La euforia preside estas concentraciones que liberan tiempos y espacios de la tiranía de los rostros ocultos. El verano fomenta su multiplicación y ubicación en el tiempo en el que el sol declina. Los peligros del contagio se hacen patentes, pero en un ambiente de euforia es problemático  suscitar la cuestión del peligro del virus volador. En estos mundos no se dialoga con los riesgos, ni tampoco con las pasiones vividas colectivamente. Cuando se hace patente que son observados desde miradas punitivas, se repliegan a otro espacio haciendo manifiesto el dicho de “irse con la música a otra parte”.

La movilización de la mayoría higienista, encuadrada mediáticamente y referenciada en la exaltación de los temores colectivos suscita comportamientos rigoristas en el la prevención del contagio. Me fascina ver sentados en un banco a un matrimonio convencional entrado en años, en el que ambos están con mascarilla y sentados en los extremos del banco, de modo que la distancia entre ellos es reglamentaria. Su conversación se reduce a frases sueltas que pronuncian sin mirarse. Parece obligatorio imaginar que al llegar a su domicilio liberarán sus rostros, y que su vida en la casa registrará distintas distancias entre sus cuerpos, que en alguna ocasión llegarán a la distancia cero.

Me asombran las personas que permanecen enmascaradas en contextos en los que no transita nadie. Ver en el Retiro a paseantes solitarios que priorizan sus defensas antiaéreas activadas sobre sus rostros,  sobreponiéndose  a los placeres del entorno natural inmediato.  El ritualismo se sobrepone a todo. Podría escribir todo un catálogo de comportamientos ritualistas que alcanzan lo patético. Esta mañana he sido increpado en el Retiro por una familia que pasaba a unos veinte metros del lugar solitario en el que me encontraba haciendo gimnasia y siendo acariciado por el sol. La imaginería del peligro deviene en cómica. En tanto que en el púlpito mediático la autoridad litúrgica-epidemiológica recomienda la mascarilla en contextos en los que no es posible mantener la distancia personal, muchos de los contingentes del pueblo-audiencia inventan comportamientos fundamentalistas, convirtiéndola en norma inviolable y candidata a ingresar en el código penal, restituyéndola como fuente de castigo drástico a los díscolos.

Pero el miedo es muy poderoso. En el escenario vigente es altamente probable que se desate otra fase activa de la pandemia, multiplicándose las cadenas de infección. Los temores se proyectan en los contingentes dionisíacos de los bares, las fiestas, las playas y las celebraciones eufóricas, deportivas principalmente. Sin embargo, los dispositivos mediáticos liberan de cualquier responsabilidad a las empresas, el transporte público, los recintos sanitarios y las instituciones de internamiento, que son hasta ahora, los responsables de los brotes. Limpiar y desinfectar tiene costes económicos inasumibles para estas instituciones. Vivir la orgía cotidiana de la proximidad de los cuerpos en el metro de Madrid es elocuente. Ayer contemplé en un autobús a un señor de edad avanzada limpiar con pañuelos de papel las barras donde iba a sujetarse. Su rostro era un compendio de pánico.

La factibilidad de incremento de infectados y las subsiguientes medidas de confinamiento abren una situación volcánica en la que los patrulleros de los balcones se diseminan por los espacios públicos conformando comportamientos propios de una horda higienista, respaldada mediáticamente. El cumplimiento estricto de la norma de la mascarilla va a suscitar la proliferación de conflictos, en tanto que muchas de las situaciones sociales y espaciales en las que se exige, son abiertas, y por consiguiente, susceptibles de distintas interpretaciones y usos. Pero la virulencia de muchas actuaciones de los que se sienten amenazados, contrasta con la inevitable corrosión de una norma, que se desgasta con el paso del tiempo, debilitándose el consenso social que la respalda.

La dualidad de los contextos en los que se aplica la mascarilla, corroe inevitablemente los rigores de su uso. Una de las cuestiones que oculta el dispositivo epidemiológico-mediático, es la ventaja esencial que tienen aquellos que disponen de amplios espacios privados para su vida cotidiana. Los asentados en casas amplias, o con jardines, piscinas privadas, clubs privados  y otras estancias no accesibles al gran público, pueden realizar una parte de su vida minimizando el uso de la mascarilla y recuperando su rostro. Al igual en el caso de los automóviles. Por el contrario, aquellos contingentes sociales obligados a vivir en los espacios públicos compartidos, así como desplazarse en el transporte público, se encuentran en la tesitura de intensificar el uso de la mascarilla. En este tiempo se han multiplicado las fiestas privadas liberadas de la impertinente presencia de las cámaras.

La dualización de los espacios en los que tienen lugar las prácticas de la vida, escapa a la percepción de los epidemiólogos, que toman decisiones drásticas para las personas definidas por privaciones sociales. Este es uno de los aspectos más crueles de la naciente somatocracia y sus televisiones. En tanto que las gentes de clases medias-altas pueden desarrollar prácticas de vida gratificantes en sus espacios privados, liberándose de las rigideces y las tiranías de las normas, la mayoría sometida a restricciones de renta y obligada a recurrir a los espacios públicos, tiene que cumplir estrictamente con las limitaciones. Me impresiona la saña de las televisiones persiguiendo botellones en los que un grupo de personas tratan de reapropiarse de un espacio público para una fiesta. Este es un privilegio de los que pueden detentar la propiedad de un espacio.  Con el paso del tiempo los rostros van a delatar la dualización social potenciada por el Covid-19.                                                          




3 comentarios:

José Luis dijo...

Otra vez disfrutando de sus textos, Juan. Me permito adjuntar los enlaces a dos artículos que abundan en nuestra visión crítica y llena de dudas sobre la "realidad" de esta pandemia y, sobre todo, de las medidas coercitivas que se han aplicado en gran parte de nuestro mundo. Los escriben un médico prestigioso y un filósofo que increíblemente, no se ha desplegado del mundo real. Quizá puedan tener algún interés; al menos, ayudan a no sentirse tan aislado al enfrentar la oscura situación actual.

https://www.fronterad.com/como-dormiste-anoche-cronificar-el-miedo-una-pandemia-de-confusion/

https://rebelion.org/contra-la-arrogancia-y-la-omnipotencia-sanitaria/

Un abrazo (por cierto, es posible que nos hayamos cruzado en algún paseo por el Retiro y aledaños: sin máscara, por supuesto)

Federico R. dijo...

He llegado a su blog por casualidad, Juan, y debo decir, aunque parezca adulatorio, que es un oasis, unos de los poquísimos oasis que pueden encontrarse en este camino hacia la barbarie que el covid-19 ha acelerado, mejor, ha permitido acelerar. El miedo, la más triste de las pasiones tristes spinozianas, se ha hecho con casi todo: el miedo a la muerte, el miedo al Estado (que no es, ni siquiera, miedo a la represión, es miedo a decepcionar al Gran Padre), el miedo a los demás, a sus juicios, a acabar como un paria. Ya no ciudadanos, 'súbditos' se queda pequeño para definir a los miembros individuales, a esos sujetos cada vez más sujetos, de la población. En fin, de nuevo agradecerle por darme la rara ocasión de comprobar que una actitud crítica es aún posible. Un saludo. Federico Ruiz

juan irigoyen dijo...

Gracias José Luis. Las dos referencias son extraordinarias, nada menos que una entrevista a Juan Gérvas e Ignacio Castro. Los dos son personas que estimo mucho y leo atentamente. Ambos son excepciones en la inteligencia española, subordinada al complejo del crecimiento. Es elocuente que con una obra de esta envergadura, ambos hayan renunciado a integrarse en esa extraña organización que es la universidad.

Gracias Federico. Sí, el Covid es un acelerador hacia una sociedad neoliberal avanzada que disuelve los lazos sociales horizontales entre las personas y transforma a cada uno en un sujeto de evaluación, convirtiendo su vida en una carrera perenne para alcanzar y mantener un puesto en un ranking ficcional. Me ha encantado lo de decepcionar al Gran Padre, que entiendo que es el estado evaluador y sus agencias.También estoy de acuerdo que decir Súbditos es mucho. En realidad, en este teatro somos mucho menos que eso. Saludos.