Presentación

PRESENTACIÓN

Tránsitos Intrusos se propone compartir una mirada que tiene la pretensión de traspasar las barreras que las instituciones, las organizaciones, los poderes y las personas constituyen para conservar su estatuto de invisibilidad, así como los sistemas conceptuales convencionales que dificultan la comprensión de la diversidad, l a complejidad y las transformaciones propias de las sociedades actuales.
En un tiempo en el que predomina la desestructuración, en el que coexisten distintos mundos sociales nacientes y declinantes, así como varios procesos de estructuración de distinto signo, este blog se entiende como un ámbito de reflexión sobre las sociedades del presente y su intersección con mi propia vida personal.
Los tránsitos entre las distintas realidades tienen la pretensión de constituir miradas intrusas que permitan el acceso a las dimensiones ocultas e invisibilizadas, para ser expuestas en el nuevo espacio desterritorializado que representa internet, definido como el sexto continente superpuesto a los convencionales.

Juan Irigoyen es hijo de Pedro y María Josefa. Ha sido activista en el movimiento estudiantil y militante político en los años de la transición, sociólogo profesional en los años ochenta y profesor de Sociología en la Universidad de Granada desde 1990.Desde el verano de 2017 se encuentra liberado del trabajo automatizado y evaluado, viviendo la vida pausadamente. Es observador permanente de los efectos del nuevo poder sobre las vidas de las personas. También es evaluador acreditado del poder en sus distintas facetas. Para facilitar estas actividades junta letras en este blog.

martes, 19 de mayo de 2020

SOCIOLOGÍA CRÍTICA DEL (POS)CONFINAMIENTO. NO A LA GUERRA


El domingo por la mañana planeé mi paseo, como es habitual, con un itinerario de contraste. Primero recorrí desde la Puerta de Alcalá la acera que linda con el Retiro. Los jardines estaban muy bien cuidados, la luz era prodigiosa, apenas nos encontramos con algún peatón y no pasaban máquinas de movilidad por la carretera. Fueron treinta minutos fantásticos, llenos de sensaciones gratificantes. Frente a la puerta del paseo de coches, en la calle Alcalá, mi perra se obstinaba en querer entrar. No entendía que no era posible. No comprendió mis explicaciones de que estaba cerrado por la crueldad resultante de las sinergias entre los epidemiólogos, administradores de la vida en este tiempo, y las autoridades municipales, convertidas en una casta patética  y hermética, que impone la no-vida determinada por la pandemia.

Al llegar a Menéndez Pelayo el panorama cambió radicalmente. Esta calle ha sido peatonalizada los fines de semana, y era la hora de los mayores. El contraste brutal entre los árboles y los jardines en espera de visitantes y los cientos de paseantes entrados en años, estimuló mis sentidos. Los viejos están aterrorizados. Este terror ha llegado a niveles inimaginables. Todos iban enmascarados, separados entre sí, expresando la hostilidad latente hacia los demás. Era un extraño circuito donde la pretensión de los participantes no era explayarse, gozar del sol y del ambiente, que incluye la presencia del otro. No, las manifestaciones de mal genio eran continuas. Mucha gente se separaba de nosotros mirando a mi perra como un foco de infección. La ausencia de la cordialidad y el humor era patente.

El triunfo médico-epidemiológico es completo en este grupo de edad. El paseo es lo que propone Simón. Una actividad física rigurosamente individual, que puede ser medida en tiempo, ritmo, pasos, consumo de calorías y cronometración estricta. La imposición de la distancia de dos metros significa la abolición de lo social y la hiperreglamentación del espacio. El resultado de este disparate es inquietante. Un espacio en el que deambulan seres extraños preocupados por alejarse de los demás. Es una procesión de fantasmas, un espacio en el que está abolida la risa, la conversación, los gestos amables, y hasta las miradas. Pero el aspecto más preocupante era la manifiesta violencia latente entre los paseantes.

Me impresiona muchísimo que los epidemiólogos hayan decretado la prohibición de pararse y estar quieto disfrutando de las caricias del sol, de los árboles –en ese paseo-tanatorio confinados tras las rejas que cierran el Retiro- . Los mayores lo cumplen a rajatabla y devienen autoridad si alguien osa pararse. Esta pauta denota una condena a la vida vivida como una cadena de momentos y actos gratificantes. Me gusta decir que la vida tiene momentos que pueden ser calificados como sublime menor. Me encanta pasear por lugares que albergan sistemas sociales vivos, que propician usos múltiples y simultáneos del espacio. Imaginé lo que hubiera sido una mañana así con el Retiro abierto. Gentes de todas clases realizando distintas actividades y vivencias. Entre ellos los enclavados en un lugar donde estar, mirar y sentir.

En este paseo premortuorio destaca un aspecto relevante, este es la forma de pasear de las parejas. Nadie iba cogido de la mano, ni del brazo, ni emitiendo señales amorosas. Todo eso ha desaparecido en esta generación, tomada por la casta de expertos que la convierten en una competición para maximizar la longevidad sacrificando los pequeños placeres de la vida. En este sentido, se puede afirmar que el progreso se ha consumado, consiguiéndose resultados mucho mejores que los que logró la Iglesia, en su esfuerzo por persuadir a la gente, y a los mayores, que la vida era un valle de lágrimas, un tiempo de transición hacia otra vida sublimada. 

Este espacio espectral que alberga a esta penalizada clase de edad, testimonia una individuación extrema y un estado psicológico exasperado, que deviene en una desconfianza hacia los otros que es la antesala de la violencia. El confinamiento ha hecho estragos. Separados de sus descendientes, aislados y bombardeados por los operadores de los mercados audiovisuales del dolor mediante la televisión, los mayores acusan los terribles impactos de la reclusión extrema. Todos los días son convocados como espectadores a presenciar la evolución de lo que se define como una guerra. Los generales hacen acto de presencia para actualizar el catálogo de los horrores, los muertos, las amenazas y las contingencias de la batalla. Después son presentados los enemigos internos, los traidores, los incumplidores del estado de excepción. Estos adquieren el estatuto de penalizados.

Además, los mayores son específicamente penalizados por la supresión de las apuestas y el fútbol. En ambos casos, son actividades que otorgan sentido a sus vidas, dotándolas de dimensiones imaginarias que compensan las rutinas. Estas actividades organizan la temporalidad de manera estricta. Cada sorteo concluye con una renovación hasta el siguiente intervalo, en el que se activa la fantasía, que imagina al sujeto jugador como premiado, de modo que tiene que administrar el patrimonio llovido del cielo. Al igual los partidos de fútbol. Tras el penúltimo se abre la ilusión por el siguiente. Esta es la cadena de ficciones que otorga sentido a la cotidianeidad. Sin estas, el carácter se agria inevitablemente y la ilusión se difumina. La vida se localiza frente al televisor, donde cada uno es seducido por puestas en escena ficcionales. Se nota mucho la disipación de estas actividades vinculada a la fantasía para este atormentado grupo de edad.

Este acoso mediático por tierra, mar y aire, concertado por las instituciones rectoras del estado en esta guerra, tiene un impacto demoledor sobre los aislados. En este grupo de edad activa temores que escapan del control de cualquier racionalidad. El imaginario revivido de guerra implica la presencia de infiltrados. El virus se encarna en cuerpos de subversivos que pueden estar en todas las partes generando cadenas de contagio. Así se sientan las bases del confinamiento en sí mismo, que representa una forma acumulada de encierro. Las salidas al espacio público adquieren la naturaleza de peligro de afectación por los demás. Es menester preservarse a salvo de los agentes del mal.

El resultado es el espíritu de la guerra, que se suscita mediante la construcción de un enemigo. En este caso, el otro es invisible o ubicuo, puede ser cualquiera. Así se constituye el imperio del recelo y de la agresividad. Ayer experimenté en este paseo-tanatorio a la sagrada hora de los mayores. Fui solo con una mascarilla en la mano, que en condiciones de terror colectivo es percibido como la mayor forma de transgresión y amenaza. Caminé despacio, rompiendo la ley del carril continuo y haciendo pausados movimientos horizontales. Es una lástima que no hubiera nadie con talento que lo pudiera haber grabado. Las reacciones fueron equivalentes a las de un negro en los años cincuenta que se sienta en el autobús entre blancos. Pude revivir la condición de apestado entre los temerosos y violentados transeúntes. 

Desde estas experiencias puedo afirmar que, una vez que un acontecimiento es definido y declarado como una guerra, adquiere la naturaleza de guerra imaginaria, y termina teniendo algunos efectos de una guerra verdadera. La peor es la activación de los sentimientos de conservación, que se sobreponen a cualquier otra consideración. La factura del confinamiento y de la gestión de poblaciones subsiguiente, irá apareciendo en los próximos meses. Algunos acontecimientos como las caceroladas y otros de comportamiento colectivo, pueden ser releídos desde estas coordenadas. Los daños psicológicos son inmensos, y en este grupo de edad destructivos. El confinamiento doméstico y la restricción horaria subsiguiente es una etapa anterior de preparación para su confinamiento definitivo en internados de ancianos. 

Esta asunción de mentalidad de guerra frecuente en esta clase de edad, tiende a reforzarse en el futuro inmediato, en tanto que la razón epidemiológica se encuentra con dos obstáculos insalvables: el procedente de lo económico y aquél que se referencia en la vida. Ambos comienzan a imponer sus exigencias mediante presiones, desborde de reglamentaciones y reconquista del espacio público. En estos días, miles de pequeños actos lo atestiguan. De esta contradicción ineludible resulta una sensación de desorden que ampara la conciencia de guerra y peligro prevalente en este grupo de edad. En las próximas semanas tendrán lugar tensiones que acrecientan el confinamiento perceptivo de los ancianos. 

La única respuesta posible es rescatar el viejo grito pronunciado colectivamente en las calles en la guerra de Irak: No a la guerra. Esto no es una guerra, no debe ser una guerra. Es una catástrofe que es preciso superar rescatando pequeños fragmentos de vida, que siempre es social, espontánea y desreglamentada. El paseo no es un acto mecánico e individual, sino una práctica social dotada de la grandeza de lo sensorial. Apela a los sentidos, a sentirse bien por unos momentos liberándose de las constricciones del trabajo y de la posición social. También a la vista, el oído, el tacto y la piel. Es una posibilidad de lo apoteósico cotidiano en la relación con el entorno físico y social.


2 comentarios:

Cecilia dijo...

Hola Juan: te agradezco esta crónica tan vivida. La diferencia de continentes me permite percibir no más que muchos días despues de que vos las vas sintiendo, pensando
contando las escenas que van teniendo lugar en el aislamiento y su vigilada salida. Me he sentido acompañada por tus textos de este tiempo y por las lecturas que invitaste a hacer desde tu blog. He necesitado compartirlas con amigos y estudiantes. Te agradezco profundamente. Me gustaría hacerte llegar un material que quizás pueda interesarte pero pero mí condición analógica no me permite ver un mail al que escribirte
Si me lo facilitas lo podré intentar

juan irigoyen dijo...

Gracias Cecilia
El programa de este blog solo me permite responderte por este medio.
Mi correo es juanirigoyen222@gmail.com
Ahí espero tu material y además podemos conversar