Presentación

PRESENTACIÓN

Tránsitos Intrusos se propone compartir una mirada que tiene la pretensión de traspasar las barreras que las instituciones, las organizaciones, los poderes y las personas constituyen para conservar su estatuto de invisibilidad, así como los sistemas conceptuales convencionales que dificultan la comprensión de la diversidad, l a complejidad y las transformaciones propias de las sociedades actuales.
En un tiempo en el que predomina la desestructuración, en el que coexisten distintos mundos sociales nacientes y declinantes, así como varios procesos de estructuración de distinto signo, este blog se entiende como un ámbito de reflexión sobre las sociedades del presente y su intersección con mi propia vida personal.
Los tránsitos entre las distintas realidades tienen la pretensión de constituir miradas intrusas que permitan el acceso a las dimensiones ocultas e invisibilizadas, para ser expuestas en el nuevo espacio desterritorializado que representa internet, definido como el sexto continente superpuesto a los convencionales.

Juan Irigoyen es hijo de Pedro y María Josefa. Ha sido activista en el movimiento estudiantil y militante político en los años de la transición, sociólogo profesional en los años ochenta y profesor de Sociología en la Universidad de Granada desde 1990.Desde el verano de 2017 se encuentra liberado del trabajo automatizado y evaluado, viviendo la vida pausadamente. Es observador permanente de los efectos del nuevo poder sobre las vidas de las personas. También es evaluador acreditado del poder en sus distintas facetas. Para facilitar estas actividades junta letras en este blog.

lunes, 13 de febrero de 2023

TODOS CASTIGADOS MIRANDO A LA PARED

 


La ley no ha sido establecida por el ingenio de los hombres ni por el mandamiento de los pueblos, sino que es algo eterno que rige el universo con la sabiduría del imperar y del prohibir

Cicerón

Los que tienen a su cargo el gobierno cuiden de no aprobar indirectamente lo que directamente prohíben

Thomas Hobbes

 

La prohibición y el castigo presidió mi infancia irremediablemente. Mi familia frecuentaba las terrazas en los días festivos, en donde los niños podíamos esparcirnos y practicar distintos juegos, que tenían como consecuencia el deterioro de la ropa que llevábamos. Nos vestían impolutamente para nuestra comparecencia en el espacio público. La aparición de manchas comportaba un castigo por parte de mi severo padre. Este consistía en ponerme cara a la pared con la advertencia de que tenía que mantener la postura y no mirar hacia atrás. Recuerdo los comentarios jocosos a mi espalda de muchos transeúntes, así como el tono imperativo de mi padre cuando me comunicaba el castigo: ¡Ponte de cara a la pared! Esta sanción implicaba ser convertido en un réprobo sometido a la visibilidad pública.

La vida consistía en un amplísimo catálogo de prohibiciones y castigos que se diseminaban por toda la vida cotidiana. Recuerdo escarmientos desmesurados por jugar al fútbol bajo la lluvia; por reír en casa en la Semana Santa, por besarme con mi novia de entonces en una cafetería de San Sebastián, en la que nos conminaron a marcharnos de allí calificados públicamente como indecentes. Más adelante la cosa no mejoró mucho. No puedo olvidar los controles en las pensiones que ejercían los conserjes ante una pareja joven. En más de una ocasión requerían el libro de familia. Recuerdo una noche en Foz (Lugo) en la que nos amenazaron con llamar a la policía tras calificarnos como guarros.

Por eso celebré vehementemente la llegada de la democracia, en la convicción de que una de sus dimensiones sería la de neutralizar la espesa de red de reglamentaciones y prohibiciones que había tejido el nacionalcatolicismo. Fueron años optimistas en lo que se refiere a las libertades individuales, aunque todavía no había percibido la acción molecular de los poderes plurales instituyentes de la prohibición y del castigo. Se pueden sintetizar esos años como la división de la vida en áreas o espacios sociales en los que se encontraban abolidas de facto las viejas prohibiciones, y otros en las que estos resistían al cambio con una tenacidad encomiable. Este pluralismo en las formas de vivir me conformó como persona, pudiendo resarcirme de mi infancia y adolescencia forjadas en un medio social caracterizado por el punitivismo integral.

La lectura de Lipovetsky me alertó acerca de lo que denominaba como democracias disciplinarias, ayudándome a racionalizar mis encuentros con los mundos regidos por las prohibiciones y las amenazas. Después pude leer a varios autores de la criminología crítica, entre los que Baratta me fascinó. También algunos textos de Fernando Álvarez Uría y Julia Varela, que me remitieron a Foucault. Wacquant y César Manzano enriquecieron mi perspectiva, haciéndome comprender que mi vida se desarrollaba en contextos de prohibiciones blandas, pero que me encontraba rodeado de zonas sociales en las que imperaban privaciones y sanciones duras.

En los años siguientes pude comprender en su integralidad el concepto de gubernamentalidad, enunciado por Foucault y desarrollado por los denominados autofoucaultianos, que significaron una fértil tormenta que modificó mi esquema referencial, Nikolas Rose principalmente. Desde esta perspectiva modelé mi mirada sobre la acción de gobierno. Así pude resolver el dilema de la sociedad en la que me encontraba. La atenuación aparente de los castigos generaba una idea de libertad que era contradicha por una intensísima reglamentación que afecta a toda la vida. La gubernamentalidad neoliberal dominante situaba a cada cual en un campo estrictamente programado, dejando a su albedrío las acciones para ajustarse a tan sofisticado sistema de recompensas y sanciones. En esas he vivido hasta que recientemente el nuevo gobierno, el más progresista de la historia y tan integralmente globalista,  ha devuelto la perplejidad a mi vida mediante el retorno al imperio de la prohibición y el castigo.

Todo estuvo sumergido hasta que llegó la pandemia. Esta descubrió la nueva gubernamentalidad que portaba el salubrismo autoritario que se fusionó con el nuevo poder modelado por el encadenamiento de sucesivos estados de excepción. Este acontecimiento me regeneró desde el comienzo mismo del primer confinamiento como sujeto crítico. En este tiempo publiqué en este blog muchos textos de resistencia, consciente de que el estado de excepción sanitario sólo era la avanzadilla de un nuevo autoritarismo. Tras el huracán Covid se destapó un catálogo insólito de métodos autoritarios que anuncian el final de la era del gobierno con rostro amable. La experiencia de ser gobernado imperativamente, reglamentando mi cotidianeidad y reclamando mi obediencia bajo la coacción de ser declarado negacionista, que es un término que sintetiza certeramente la imponente homogeneización que se deriva de la nueva gubernamentalidad. Los salubristas, fusionados con los policías y expertos en seguridad, nos habían convertido en cifras, recuperando las peores premoniciones de Zamiatin.

El final de la pandemia ha revelado la naturaleza de los proyectos y los actores políticos de este tiempo. Las últimas leyes aprobadas en España multiplican las reglamentaciones, suponen una escalada brutal de la prohibición, así como la divinización el castigo, en una apoteosis autoritaria del novísimo estado/mercado. Me impresiona en particular, visto desde una perspectiva histórica, la confluencia entre el feminismo de estado y el derecho penal. Los discursos de las autoridades se enuncian en tonos agresivos y amenazantes, desplegando sus catálogos de sanciones y castigos. Estos discursos, que coexisten con la persistencia inexorable de la violencia de género, fomentan el egocentrismo de las miradas desde el interior de las instituciones políticas, reforzando la quimera que desde las instancias gubernamentales se puede controlar toda la sociedad. Las informaciones emitidas por personas en actitud amenazadora, exponiendo su imaginario de cárceles, condenas a perpetuidad, pulseras electrónicas y otros dispositivos de vigilancia, culto a la policía como instancia fundamental en la resolución del problema…

El abrazo de la izquierda y el derecho penal es inquietante. La ausencia de cualquier reflexión sólida acerca de la expansión de comportamientos reprobables, deviene en un déficit crónico. Así se reproduce la deriva fatal del Plan Nacional de Drogas, que desde los años ochenta experimenta una secuencia de fracasos de una magnitud macroscópica. El divorcio entre sus propuestas y la forma de conocer y de vivir de las distintas generaciones que van desfilando hasta la actualidad crece a saltos. Así se alimenta un fundamentalismo que cercena la eficacia de las intervenciones. El descalabro del ese dispositivo termina por bloquear sus resultados y se extiende inexorablemente al sistema educativo y los sistemas de bienestar de los estados.

No puedo ocultar mi decepción ante el enfoque basado en el derecho penal que practica el gobierno. Cuando escucho algunas propuestas, -tales como que es preciso acelerar la asignación del Ingreso Mínimo Vital a las mujeres maltratadas que no dispongan de recursos propios para facilitar el abandono de sus domicilios-, entiendo que la crisis de conocimiento ha adquirido un volumen desmesurado. Se puede hablar en rigor de burbuja autorreferencial del feminismo de estado. En esas condiciones, la operatividad de sus propuestas, fundadas en la multiplicación de policías y dispositivos de vigilancia, parece imposible. Pero lo peor radica en la creencia de que la perspectiva de género puede trasmitirse desde cursos patrocinados por el estado o como nueva asignatura en la institución mortuoria de la escuela y los centros educativos.

Estas propuestas destapan un concepto de deificación del estado, en este tiempo destituido eficazmente por la red de poderes globales. Para ser eficaces las políticas punitivas, es menester la existencia de un estado total, al estilo de la vieja URSS o las ínclitas democracias populares. Estos estaban caracterizados por un sistema de coherencias entre el gobierno, los sistemas educativos y los sistemas policiales y penales. En estos contextos se maximizaba la vigilancia protagonizada por una inmensa policía, que contaba con millones de confidentes, además del control de los severos tribunales.

Las leyes feministas, y también la del bienestar animal y otras basadas en la multiplicación de castigos, multas y encarcelamientos, carecen de realismo, en tanto que la policía y el sistema penal carecen de la extensión, así como de la coherencia con los legisladores, necesarios frente a la proliferación de comportamientos punibles. Por eso corren el riesgo de seguir la senda del Plan Nacional de Las Drogas, que se puede sintetizar en la fórmula de furor prohibitivo, impotencia de la vigilancia, incremento de la población encarcelada y, paradójicamente, expansión de los públicos consumidores, de modo que se conforma un abismo entre los fundamentalistas del estado y los microcontextos cotidianos, en los que se reproducen y reinventan los consumos y los modos de consumir. En mis años de profe participé en distintas mesas y jornadas sobre este impertinente asunto, constatando la crisis de los prohibidores, entre los que los policías detentaban récords de desorientación. Me gustaba decirles que ellos mismos eran unos marginados de los mundos de la vida.

En estos días he soñado que retornaba mi mismísimo padre, transformado en alguna ministra dotada de un grado de santidad que le permitía afirmar con contundencia que iba a transformar la realidad mediante la ley, la vigilancia y el castigo. Tiene gracia que en el final de mi vida vuelvan a castigarme mirando a la pared, tal y como hacía mi padre. Me imagino en un edificio oficial mirando a la pared varias horas rodeado de otros indeseables por transgredir algún precepto de la nueva ley de animales. Si algo he aprendido es justamente la baja eficacia del castigo. La ventaja de la generalización de ese castigo es que habría que habilitar muchos metros de pared para tanto réprobo, y esa sí que es una competencia realista que tiene este flamante estado/mercado.

 

 

 

 

 

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