Presentación

PRESENTACIÓN

Tránsitos Intrusos se propone compartir una mirada que tiene la pretensión de traspasar las barreras que las instituciones, las organizaciones, los poderes y las personas constituyen para conservar su estatuto de invisibilidad, así como los sistemas conceptuales convencionales que dificultan la comprensión de la diversidad, l a complejidad y las transformaciones propias de las sociedades actuales.
En un tiempo en el que predomina la desestructuración, en el que coexisten distintos mundos sociales nacientes y declinantes, así como varios procesos de estructuración de distinto signo, este blog se entiende como un ámbito de reflexión sobre las sociedades del presente y su intersección con mi propia vida personal.
Los tránsitos entre las distintas realidades tienen la pretensión de constituir miradas intrusas que permitan el acceso a las dimensiones ocultas e invisibilizadas, para ser expuestas en el nuevo espacio desterritorializado que representa internet, definido como el sexto continente superpuesto a los convencionales.

Juan Irigoyen es hijo de Pedro y María Josefa. Ha sido activista en el movimiento estudiantil y militante político en los años de la transición, sociólogo profesional en los años ochenta y profesor de Sociología en la Universidad de Granada desde 1990.Desde el verano de 2017 se encuentra liberado del trabajo automatizado y evaluado, viviendo la vida pausadamente. Es observador permanente de los efectos del nuevo poder sobre las vidas de las personas. También es evaluador acreditado del poder en sus distintas facetas. Para facilitar estas actividades junta letras en este blog.

martes, 31 de agosto de 2021

AFGANISTÁN: ENCUENTROS EN LA TERCERA FASE

 

En estos días he de esquivar el torrente mediático que presenta la situación de Afganistán de modo justamente inverso al que es en realidad. Una invasión realizada en 2003 inscrita en las coordenadas de la Guerra contra el terrorismo y el eje del Mal, cuya naturaleza es estrictamente militar, es presentada como intervención humanitaria para apoyar a la población, y a las mujeres en particular, y para organizar un estado democrático. El estado español envía para tan insigne misión tropas bien equipadas y capacitadas. La realidad oculta termina por reflotar, con el desplome del estado títere en el que se conciertan distintas gentes, entre ellas no pocos señores de distintos tráficos, ultradotados en el arte de reapropiarse de la cuantiosa ayuda y sus generosos dólares.

El resultado final es el precipitado derrumbe de esa estructura falaz que solo tiene como soporte el respaldo de tropas cualificadas. El castillo de naipes se ha desmoronado dramáticamente cuando se ha esfumado la protección, militar, por supuesto. Los medios occidentales realizan una metamorfosis prodigiosa. Pero, insisto, nadie ha mandado en los veinte años de presencia occidental, a maestros, médicos, enfermeras, trabajadores sociales y otros profesionales para la ayuda, sino soldados. Eso sí, estos son presentados en las televisiones como gentes que se dedican a tareas de ayuda humanitaria. Las imágenes emitidas en este tiempo ocultan la verdadera situación. Esta implica la presencia de múltiples gentes de negocios que practican el business administrando con pingües beneficios todas las empresas de la ayuda civil y militar, así como el formidable negocio de la seguridad.

Un autor fundamental para comprender el fondo de las sociedades del presente y sus múltiples relaciones con los conflictos armados es Günther Anders. Este se interroga acerca de la significación de la existencia de arsenales atómicos con una capacidad de devastación suprema. Desde hace muchos años, coincido con él acerca de la no aceptación del término democracia cuando este es compatible con la tenencia y almacenamiento de armas nucleares. La gestión de estas, que implican una potencia destructiva que disuelve cualquier minúscula porción de ética, se realiza por una superestructura secreta que se sobrepone a cualquier poder político emanado de las elecciones.

Pero el aspecto fundamental que aporta Anders radica en que ese poder destructivo apocalíptico que han alcanzado los ejércitos en esta era, tiene la doble necesidad de ocultarse y legitimarse. El requisito para estos es una sociedad adormecida, de modo que los medios de comunicación adquieren inevitablemente en su conjunto, la condición de fabricantes de esa conciencia social neutralizada. Así, el crecimiento del poder destructivo corre paralelo al crecimiento de la capacidad de los medios para producirla. El arte de la guerra se ha expandido prodigiosamente al ecosistema de la comunicación de masas. Los saltos incrementales producidos por estas en los últimos treinta años solo pueden encontrar un campo en el que puede competir: la industria militar. Así, el complejo militar-industrial, junto al complejo de la comunicación, conforman un más allá de las instituciones de gobierno. Estos últimos ocultan eficazmente el dilema de la capacidad destructiva de los primeros.

La guerra y las prósperas industrias que la abastecen, ha crecido paralelamente a los medios de comunicación. Se puede establecer un cronograma de recorridos comunes. La segunda guerra mundial significó la apoteosis de la radio, medio vivo capaz de movilizar a las poblaciones de la retaguardia, operando selectivamente con respecto a la realidad en el frente. El ensayo de la capacidad de ocultación llegó a su cima imposible tras las bombas de Hirosima y Nagasaki. ¿Cómo es posible que no hubiera movilizaciones ciudadanas y posicionamientos críticos frente a tal crueldad con la población civil japonesa? El éxito de los físicos en obtener esa arma formidable se articula con el éxito del entramado de medios e industrias culturales, que muestran ostensiblemente su competencia de anestesiar a las poblaciones y eliminar a la inteligencia.

El crecimiento del complejo militar-industrial, así como el dispositivo de medios e industrias del imaginario, se acrecientan intensamente en los años setenta y ochenta, y culminan con la consolidación de la tercera revolución tecnológica. La derrota de los Estados Unidos en Vietnam genera un salto adelante mediante una nueva generación de armas mucho mejor dotadas y un ecosistema de medios de comunicación que se derivan de la fusión explosiva de la televisión y la informática. Los reporteros de guerra en el campo de batalla transmiten informaciones críticas que alimentan a los movimientos pacifistas. Esta derrota constituye el advenimiento de una nueva era en ambos campos.

La primera guerra del Golfo, tras la invasión de Kuwait por parte de las tropas de Sadam Husein, representa un salto cuántico de la eficacia de los nuevos ejércitos así como de los renovados medios. Eduardo Subirats, en un libro clarificador “La linterna mágica”, define esta guerra con estas palabras  “La Guerra del Golfo Pérsico es la primera guerra integralmente performatizada como evento mediático. Es una guerra de simulacros: Ha significado una doble violencia, primero como sistema de destrucción y, en segundo lugar, como violencia simuladora de su propia realidad. Se trata ciertamente de una guerra concebida como un fenómeno estético […] La estetización de la guerra tiene aquel sentido radical de la política como <<estilo>>, como expresión de una cosmovisión artística a gran escala, formulado por los pioneros mediáticos del nacionalsocialismo. La destrucción es lo que ha sido definido en sus mismos aspectos técnicos como un fenómeno estético a escala masiva[…] Esta guerra no ha supuesto una movilización de las masas en el sentido de las estrategias políticas tradicionales, mediante una propaganda política o una manipulación informativa. Constituye más bien un nuevo modelo de activ, íntima y sostenida participación colectiva de una nueva masa electrónica y virtual en la peformatización de la guerra como espectáculo […] El vídeo de rayos láser se acopla a los misiles, dirige su evolución hacia el objetivo letal y la reproduce electrónicamente. El mismo dispositivo técnico filma por un lado lo que por el otro destruye […] lasa imágenes de las máquinas de destrucción partiendo hacia sus objetivos y las visiones de ruinas y citas aisladas de la desolación. La descontextualización mediática como principio de destrucción de la experiencia. […] la guerra como un videojuego…que apela a una gratificación motriz repetitiva altamente automatizada y perfectamente animalizada. Ella configura un sistema de estímulos dotado de un último efecto fisiológicamente gratificante, psicológicamente hipnótico y aletargador”.

Esta guerra genera una información cero sobre la situación militar, instaurando juegos de imágenes y luces de las explosiones. No aparece ninguna imagen de víctimas humanas. Los fotógrafos de guerra son sustituidos por las imágenes tomadas desde las máquinas de destrucción. La desinformación alcanza cotas macroscópicas. La opinión informada es sustituida por la excitación catódica del espectáculo de los aviones y los misiles, que alimenta una masa de espectadores desprovista de referencias. Es la primera vez que la comunión entre el aparato destructivo militar y el aparato propagandístico mediático es total. Representa una regresión de la información y de la inteligencia.

En 2003 tiene lugar la invasión definitiva de Irak. En esta guerra se ensaya otra forma diferente de propaganda, que trata de soslayar las críticas que algunos intelectuales habían realizado de la guerra del 91. En esta ocasión se redescubre el grupo, al estilo del viejo Elton Mayo. Los reporteros son asignados a unidades militares que avanzan hacia Bagdag con la incertidumbre de la resistencia militar que esperan encontrar. En una situación así se produce una identificación emocional entre los periodistas y los soldados, que impulsa un torrente de crónicas con rostro humano sobre las vivencias de estos. Se llegan a producir narrativas heroicas sobre casos personales. Así se nutre a la masa de espectadores que sigue los avatares de la guerra, pero se oculta cuidadosamente la situación militar. Nadie sabe qué está ocurriendo. Solo se tienen noticias a partir de acontecimientos aislados. La muerte de José Couto en el hotel Palestina de Bagdag ilustra esta opacidad suprema. La metamorfosis mediática de la realidad se regenera y se renueva.

La guerra de Afganistán que ahora concluye culmina este proceso de creación mediática de una realidad que oculta la verdadera situación. La crisis intelectual y moral de eso que se llama convencionalmente Occidente alcanza proporciones cósmicas. Esta civilización comparece según la imago de la apoteosis de las máquinas omnipotentes versus raquitismo de las inteligencias. Tantos años de metamorfosis mediática han cristalizado en una idea rotundamente falsa acerca de la naturaleza del mundo. Esta es cocinada en las organizaciones globales y sus séquitos de profesionales brujos que consiguen imponer una piadosa imagen del mundo, que oculta integralmente los medios sociales en los que se producen múltiples situaciones de carencias materiales e inmateriales, que amparan desigualdades y una utilización de la fuerza bruta por parte de los poderosos locales.

La opinión pública resultante de la consolidación del complejo mediático audiovisual, refrendado por el silencio estruendoso de la inteligencia, se encuentra en estado de éxtasis de estulticia, determinada por la desaparición de referentes imprescindibles para comprender la situación. Así, las poblaciones que protagonizan los terribles éxodos de las guerras, como Irak, Siria y ahora Afganistán, son difuminadas en el flujo mediático, siendo sustituidas por las alegres multitudes de la abundancia del consumo. En este contexto comunicativo es posible la multiplicación de disparates derivados de la inversión mediática de la realidad. Para el grueso de los afganos que huyan de este desastre, el pronóstico es más que sombrío.

Mientras tanto, la guerra de Afganistán nunca existió. Esta es negada y sustituida por la acción asistencial de los soldados que se han desplazado allí para conformar un estado de bienestar fantasmático. La consumación histórica del complejo mediático de la ocultación de la guerra ha alcanzado sus últimos objetivos. La diáspora de la población afgana que tendrá lugar en los próximos meses confirmará el milagro de su propia difuminación, como la de los sirios y tantos otros. Será sustituida por algún caso, como el de la jugadora de baloncesto, arraigada ahora en Bilbao, y un pequeño grupo de gentes privilegiadas que prestan su historia y su cuerpo fotografiado a la gran tarea de la ocultación.

Concluyo reafirmando que el grito “No a la guerra” tiene que estar acompañado de un “No a la manipulación mediática audiovisual”. El complejo militar industrial cede su preponderancia al dispositivo de grabación de imágenes que tiene como finalidad la distorsión y la ocultación de las realidades incómodas. En el presente, no se puede ser pacifista sin apelar críticamente a la industria de la conciencia anestesiada. De ahí el título de este texto. En términos históricos esta es la tercera fase de la era de la manipulación, compañera inseparable del próspero complejo militar-industrial.

 

jueves, 26 de agosto de 2021

LA GUERRA IMAGINARIA DE LA COVID Y LA MILITARIZACIÓN

 

La pandemia de la Covid ha tenido como consecuencia la proliferación de actuaciones de las autoridades y gobiernos múltiples que han generado perplejidad en no pocas personas. Estas han sido entendidas aludiendo al concepto de autoritarismo. Pero estas decisiones y acciones tienen una conexión entre sí, componiendo en su conjunto un escenario que remite a una militarización de la sociedad. La profecía autocumplida de la metáfora de la guerra se ha consumado. Así, todas las tensiones de estos meses remiten a las dificultades y obstáculos que encuentra la idea de “la guerra contra el virus”, devenida en guerra permanente, que tiene como consecuencia una relación entre gobierno y sociedad que tiene como referente a la institución del ejército o a las situaciones bélicas. Pienso que esta es una clave esencial para comprender la evolución de la situación.

La Covid ha propiciado varios procesos políticos y sociales que se ubican más allá de lo estrictamente sanitario. El efecto principal de la pandemia ha sido el reforzamiento del estado como entidad suprasecuritaria, que le confiere atribuciones extraordinarias que materializan el precepto del estado de excepción. La amenaza del virus ha configurado una guerra imaginaria para la que todos hemos sido movilizados. Se entiende el virus como una amenaza a la que solo es posible responder monolíticamente mediante el refuerzo de la cohesión. Así, esta adquiere un valor que se sobrepone al pluralismo o las libertades. El estado de guerra imaginaria refuerza extraordinariamente la mediatización, instituyendo una comunicación unidireccional que adquiere la forma de los viejos “partes” de guerra del franquismo. Los contenidos hablados y televisados de este tiempo adquieren la dimensión de ese género de los partes de guerra, ahora actualizados en su formato audiovisual.

Uno de los efectos de esta extraña conflagración radica en la asiduidad de las comparecencias de los miembros del ejecutivo, que explotan en régimen de monopolio los atriles, asentándose en los espacios mediáticos de los partes  modernizados de modo persistente, confiriendo a sus comunicaciones una grandeur gestual acorde con tan trascendente misión. La consecuencia de esta apoteosis audiovisual es el encarnizamiento de la guerra sucia por obtener esa posición privilegiada de los gobiernos. El clima en los parlamentos llega a niveles de putrefacción intelectual y moral derivada de la lucha cuerpo a cuerpo. Porque el presidente Sánchez, que la refinada y sutil inteligencia de Gregorio Morán define como “Yo, el Supremo”, adquiere la naturaleza de un comandante supremo con derecho a habitar las pantallas con una frecuencia inusitada ante el pueblo que espera la victoria. Así se forja una condición equivalente a la que en regímenes de excepción se ha denominado como “el generalísimo”, “el caudillo” o “el comandante”. Todos ellos líderes absolutos cuya legitimidad se deriva de la condición de representar a la insigne milicia que simboliza al pueblo radical e inequívocamente unitario.

En los largos meses de la pandemia se han producido numerosas intervenciones cuya supervisión corresponde a las fuerzas de seguridad. La presencia activa de la policía en las calles ha desembocado en una verdadera apoteosis policial. Las restricciones de movilidad y para la vida se han multiplicado de modo asombroso, y estas limitaciones son incorporadas a las rutinas mentales de modo aproblemático. Una dictadura es justamente eso, la institucionalización de restricciones a los derechos. Me asombra la normalidad con que se acepta sin rechistar la limitación de las libertades. Esta política, considerada en su conjunto, remite inexorablemente al concepto de militarización de la sociedad securitaria, ahora en nombre de la salud.

La militarización implica, primordialmente, dos elementos esenciales: una relación del gobierno con el territorio y la población, y la asunción del modelo del ejército como institución y su extensión a toda la sociedad. El modo de gobierno militarizado implica la prioridad absoluta del control, tanto de los espacios como de la población. Así se intensifican las operaciones de control esparcidas por el territorio, así como su organización funcional para facilitar estos. La intensificación de los puntos de control antecede a la partición del espacio/población en zonas que faciliten su vigilancia y control.

El mayor dislate de toda la pandemia resulta de la aplicación de medidas diferenciales a unidades como las zonas básicas de salud, que en su inmensa mayoría carecen de existencia social autónoma. En mis tiempos de profe de sociología las definía como una creación artificial y arbitraria, denominándolas como un sistema de rayas inicuas trazadas por el operador rigurosamente autorreferencial ebrio de dígitos. Lo de rayas tenía un doble sentido. He vivido disparates monumentales tales como hacer diagnósticos de salud de zona básica en ciudades donde el límite era una calle en la que los residentes de los pares o impares se habían situado sobre la frontera entre dos zonas. Los de la acera de enfrente no pertenecían a esa unidad artificiosa que se asemeja en la dimensión micro a las nociones metafísicas falangistas con respecto a la nación España.

Pero trocear el territorio implica la generación de múltiples barreras territoriales, cuya validación corresponde a las fuerzas de seguridad. Así, se constituyen rankings epidemiológicos que justifican los puntos de control y la vigilancia infinita de las calles. La pandemia ha obsequiado con múltiples juegos de indicadores diferenciales de poblaciones homogéneas, que en zonas urbanas no pueden ser definidas por su domicilio físico. Pero esta propiciaba el férreo control policial y la restricción de movimientos. Supongo que entrevistar a un azorado policía ubicado en un punto de control de zona básica en Madrid, que tiene que supervisar miles de desplazamientos forzados a los trabajos y actividades formalizadas, así como, en algunos casos, a la farmacia o el supermercado que estaba situado una calle más allá, pero en otra zona básica. El dispositivo del gobierno epidemiológico ha multiplicado las fronteras interiores a efectos de control de la población y de su legitimación mediante las exóticas ensaladas de cifras.

El salubrismo sustenta un concepto de la población que tiene algunas semejanzas con el ejército. Se trata de un conglomerado humano que el operador puede desplazar, partir, reagrupar o filtrar a efectos de incrementar su control. Se sobreentiende esta como un cuerpo muerto que puede ser reconvertido según las necesidades del operador externo. Los paradigmas autorreferenciales que amparan estas acciones mantienen los mismos supuestos básicos compartidos. El principal radica en la superioridad absoluta de la estructura que ejecuta el control. En una entrada publicada en este blog el 4 de marzo de 2020 advertía que “Las amenazas del virus suscitan respuestas de escalada de actividades  de rastrear, peinar, limpiar, sanear, purgar o extirpar. Así se genera un estado de movilización colectiva similar al estado de guerra, en el que cada uno queda integralmente subordinado a las acciones de las autoridades”. El resultado de la pandemia es la configuración de un estado de militarización que no puede ser consumado en su integridad. Se puede definir el mismo como una militarización incompleta.

La militarización implica no solo la conversión del territorio en un campo de ensayo para maniobras, sino la explosión de la información controlada y la propaganda. El tsunami informativo ha sido, y es, apabullante, correspondiendo a un verdadero estado de guerra. Esta se libra en el territorio mediático en el que se construye la versión oficial de la realidad. Los métodos empleados hasta ahora han sido elocuentes. Las primeras medidas en el confinamiento, eran anunciadas conjuntamente por salubristas y generales en ruedas de prensa con formato distópico, en las que la figura de Simón se reafirmaba como un verdadero comandante en jefe.  La cohesión pétrea derivada de la guerra imaginaria ha tenido como consecuencia la reafirmación del monolitismo y la unanimidad, así como la conversión de los discrepantes en enemigos, siendo eliminados del espacio mediático sin vacilación alguna. Estos han sido tratados como agentes del enemigo emboscado portadores del pecado capital de la traición.

El salubrismo ha generado una militarización de la sociedad para controlar la pandemia. Esta se funda en la sobrevaloración del valor salud, que adquiere una preponderancia macroscópica. Pero la asunción del modelo militar presenta dificultades en el campo de la salud pública. La lógica que rige a los ejércitos en este ciclo histórico es la de ganar, que deviene en un imperativo absoluto. Esta finalidad implica una subordinación de los medios para alcanzarla altamente problemática. El poder destructivo asociado a los ejércitos ha crecido exponencialmente y en los conflictos bélicos se manifiestan las consecuencias en términos de víctimas civiles y destrucción de espacios. Esta ética no puede ser trasladada sin más al campo de la salud, en el que sí importan los medios y los sacrificios para alcanzar objetivos. Volveré sobre esta cuestión.

La definición de guerra contra el virus implica la adopción del modelo institucional del ejército. Este descansa sobre el principio axial del enemigo externo al que es menester vencer. Ser soldado implica asumir internamente el precepto del enemigo exterior. Así, este justifica la obediencia a las órdenes sin participar en su elaboración. El principio de jerarquía resulta esencial en la institución. La disciplina, la jerarquía y el acatamiento a las reglas conforman la trama cultural de la institución. Se ejecutan órdenes provenientes de instancias jerárquicas superiores que implican sacrificios personales, en cuya escala superior se encuentra entregar la propia vida. El enemigo resulta la piedra angular de todo el edificio institucional.

Se pueden reconocer múltiples elementos de este modelo institucional en los discursos y las actuaciones de la constelación de gobiernos, instituciones y su complejo experto. Así, el enemigo ha sido sacralizado, de modo que los discursos adquieren la forma de conminaciones moralistas y rígidas que impiden cualquier puntualización, observación, crítica o alternativa. Esta militarización ha alcanzado a la comunidad científica, así como a la profesión médica, que han procedido a una limpieza de discrepantes. Aquellos que han persistido en sus posicionamientos alternativos han entrado en el agujero negro de la traición, siendo objeto de descalificación y condena moral. En este ambiente tiene lugar una actividad que se asemeja a una caza de brujas. Los discrepantes son  silenciados y etiquetados en términos medievales y simplificadores, expulsándolos al infierno externo en el que habitan los negacionistas. Todos los “malos” son enviados a ese campo de concentración simbólico en el que se encuentra la encarnación del mal, el enemigo, que adquiere la forma de negacionismo diabólico.

La militarización se expresa simbólicamente en la adopción del ritual institucional del desfile. Ayuso ha concentrado a las jerarquías médicas en formación militar, pasándoles revista ella misma. Recuerdo dos ocasiones que me impresionaron mucho: una en la inauguración del Hospital Zendal y otra en la Puerta del Sol. La formación es la expresión de la gloria y el honor de los combatientes colocados en filas y columnas con sus uniformes de gala listos para ser supervisados por el comandante supremo. Soy un devoto de Elias Canetti y sus interpretaciones de las geometrías adoptadas por las gentes en los desfiles religiosos. Mi recomendación para los antiguos amigos que ocupan altas posiciones en el dispositivo experto del gobierno epidemiológico es que se compren traje oscuro, elegantes zapatos negros y una bata muy blanca, para estar en estado de presentación ante la autoridad suprema en el eventual desfile de la victoria final sobre la Covid. Aunque ellos ya han practicado la venerable institución del cortejo en las visitas solemnes de las autoridades.  Lo que todavía no alcanzo a imaginar es un desfile de científicos. Eso es una muestra patente de que todavía  me encuentro relacionado con la ingenuidad.

 

 

jueves, 19 de agosto de 2021

UN TEXTO CENSURADO: "COVID-19: UNA VACUNACIÓN CONTROVERTIDA". LOAYSSA Y PETRUCCELLI

 


Hoy es un día importante para este blog porque aparece un texto despublicado en El Salto. Sus autores, José Ramón Loayssa y Ariel Petruccelli son los que, junto a Paz Francés, han publicado el fértil libro “Covid-19. La respuesta autoritaria y la estrategia del miedo”. Es la segunda vez que ocurre esto recientemente en este medio. Pero ya han sido objeto de censuras y prohibiciones en actos de presentación de su libro. La ínclita institución de la censura y todas las prácticas que lleva consigo, se reactualizan adaptándose al capitalismo desorganizado, mediático y posmoderno.

El contenido del texto interpela a la vacunación, que como acontecimiento singular se manifiesta mediante la paradoja de representar simultáneamente el formidable salto científico e industrial, junto con la regresión intelectual que elimina la pluralidad y la deliberación, además de instituir un modo de marginación y persecución de las voces externas al complejo de poder que la impulsa. El hermetismo informativo, la bunkerización de la comunidad científica, la intensificación de una comunicación fundada en la propaganda dura, el mutismo del mundo del arte y de la cultura, el monolitismo de la profesión médica y el endurecimiento de las instituciones políticas, convergen y se retroalimentan, generando una situación y una evolución preocupante.

Los malos resultados con respecto al control de la pandemia, así como el progresivo derrumbe de la idea central del final dorado, con la imago de la alegre población vacunada, generan una situación de desfondamiento en todos los niveles. Por un lado los jóvenes protagonizan una rebelión sin discurso, desafiando el orden epidemiológico al caer la tarde. Por otro, grandes sectores de la población han adquirido competencia en burlar las normativas y moverse entre las grietas de las actuaciones oficiales. También los segmentos de población vinculados a los intereses de más penalizados por la respuesta a la pandemia. Esta desobediencia latente refuerza las mentalidades y prácticas autoritarias del complejo de gobierno del nuevo capitalismo epidemiológico.

El resultado de esta situación es el refuerzo de la tentación macartista. El estado epidemiológico y la constelación de medios que lo sustenta, tiende a imponer una unanimidad pétrea y silenciar las voces disconformes. La suspensión de la cuenta de Juan Gérvas en twitter es un indicio de un proceso en el que se acrecienta la construcción de un enemigo público, que como en el macartismo originario, siempre es difuso y subrepticio y se puede ubicar en cualquier lugar. Las condiciones para generar un acontecimiento vinculado a la imagen de la traición. Esta posibilidad se encuentra respaldada por los intereses de las industrias de las vacunas, que, ahora claramente sí, materializan la vieja idea de complejo médico-industrial.

Desde estas coordenadas se puede comprender la lógica de los actores en este evento. Entiendo que lo peor de esta historia es la suspensión y congelación de la inteligencia, que solo puede desarrollarse mediante una multiplicación de las interacciones y las conversaciones en un clima de libertad sin constricciones. Prohibir y castigar a los sospechosos de traición es un delirio que tiene consecuencias demoledoras para toda la sociedad. Esta es la razón por la que acojo cálidamente este texto y a sus autores.

Este texto se puede leer aquí en el formato en que fue publicado originalmente. Yo lo recomiendo, pero para quien lo prefiera este es el artículo


COVID-19: UNA VACUNACIÓN CONTROVERTIDA

 

La discusión no es si vacunas sí o no en general —ni siquiera en la Covid-19—. El debate científico es qué tipo de vacunas emplear.

Pensamos que la vacunación es recomendable en la población con alto riesgo de cuadros graves, pero no en poblaciones con menor riesgo, dado el balance costo-beneficio. Las vacunas no son inocuas. La idea de que es posible erradicar el virus con las vacunas actuales no está justificada. Es probable que en un período no muy lejano contemos con vacunas más seguras y efectivas. En todo caso, no estamos ante una campaña de vacunación basada en una decisión libre e informada. Se está utilizando la intimidación contra la más elemental ética sanitaria.

A pesar de que sigue adelante la campaña de vacunación masiva, puede apreciarse un descenso del entusiasmo que mostraban nuestros gobernantes y su corte de expertos, cuando hablaban del avance imparable del número de vacunados y, por lo tanto, de la proximidad de la inmunidad de rebaño. En España se cifraba en el 70% de la población vacunada. En torno a dicha inmunidad de rebaño ha existido un malentendido: se ha dado a entender que es un umbral de todo o nada cuando, en realidad, la inmunidad es gradual y es muy improbable que sea completa. Si se equipara inmunidad colectiva a la erradicación del virus, probablemente sea inalcanzable. Y las promesas de su pronta consecución solo pueden entenderse en boca de personajes habituados a realizar promesas electorales que no necesariamente deben cumplir. La expectativa de que la vacuna iba a ser la “solución” a la pandemia es temeraria e imprudente.

En torno a dicha inmunidad de rebaño ha existido un malentendido: se ha dado a entender que es un umbral de todo o nada cuando, en realidad, la inmunidad es gradual y es muy improbable que sea completa.

Las restricciones se imponen de nuevo a consecuencia del esperable rebrote veraniego. Un rebrote que cada día que pasa incluye a más personas con la vacunación completa: ya está claro que no sólo se contagian sino que pueden ser contagiadoras. A pesar de ello, se arbitran “privilegios” para los vacunados como formula para “animar” a los renuentes. Las perspectivas de reflotar la economía se enturbian, sobre todo para los países en los que el turismo es un sector económico clave. Por lo tanto, es necesario un debate que permita entender por qué con porcentajes considerables de la población vacunada (en España sobre el 50%) la situación de este verano no es mejor que la del año anterior. Culpabilizar de nuevo a los jóvenes del incipiente fracaso es intolerable: después de todo, durante el verano pasado la vida social fue más amplia e intensa que ahora, sin grandes consecuencias en términos de hospitalizaciones y mortalidad.

La aparición de casos, hospitalizaciones e, incluso, de muertes entre las personas vacunadas es preocupante, entre otras razones por el escaso tiempo transcurrido desde la vacunación. Se trata, por lo tanto, de un problema que tiene muchas posibilidades de agravarse. Con ello no queremos decir que las vacunas que se están aplicando no tengan ningún grado de protección. Pero la duración y el alcance de ésta puede ser mucho menor de lo que se daba a entender cuando se inició la vacunación. De hecho, se difundieron previsiones optimistas en términos de efectividad y seguridad, hechas solo con estudios limitados y a corto plazo, que ahora no se confirman. En consecuencia, algunas farmacéuticas proponen administrar una tercera dosis. Es una propuesta que llama la atención, dado que la menguante efectividad de las vacunas podría deberse, entre otras razones, a que son menos útiles contra las variantes.

Ante este preocupante panorama es necesario repasar los preparados y la estrategia vacunal adoptada, y evaluar si lo que está sucediendo era realmente tan impredecible. Las vacunas recibieron la autorización (condicional) bajo tres premisas: que estábamos ante una emergencia sanitaria catastrófica; que presentaban una altísima efectividad; y que los estudios proporcionaban una estimación de la seguridad aceptable.

Con ello no queremos decir que las vacunas que se están aplicando no tengan ningún grado de protección. Pero la duración y el alcance de ésta puede ser mucho menor de lo que se daba a entender cuando se inició la vacunación.

 

 

 

¿Una efectividad deslumbrante pero engañosa?

Como hemos dicho, la segunda premisa es que las vacunas muestran una alta eficacia. Entre las revistas medidas, solamente el BMJ se permitió incluir artículos que ponían en cuestión los análisis oficiales de los datos proporcionados por las empresas farmacéuticas que han desarrollado y comercializado las vacunas. Uno de sus editores, Peter Doshi, ha publicado dos análisis, uno de ellos como contenido revisado por pares, en los que expuso las razones que lo llevaban a cuestionar las cifras de eficacia que permitieron la autorización. También manifestó sus reservas con el diseño de los ensayos clínicos en los que se basó la autorización.

Pero hay otra cuestión sobre la eficacia de las vacunas: se utiliza exclusivamente la variación del riesgo relativo, obviando la reducción del riesgo absoluto o el Numero Necesario a Tratar (NNT). Como ha señalado Juan Gérvas, lo único que los ensayos clínicos utilizados para su autorización demostraban es que por cada 10.000 vacunados se evitaría 124 casos de Covid (la mayoría son leves), y no ofrecerían ningún beneficio a las otras 9.876 personas que, además, se verían expuestas a los posibles efectos secundarios de la vacuna. En esos ensayos se demostraba una reducción del riesgo absoluto del 1,1%, en el caso de Moderna y del 0,7 % en el caso de Pfizer. La disminución del riesgo absoluto —es decir, la probabilidad de presentar un Covid-19 con síntomas (una vez más no necesariamente grave)— en otro análisis publicado por Lancet se establecía en 1,3% para AstraZeneca–Oxford, 1,2% para Moderna–NIH, 1,2% para Janssen & Janssen, 0,93% para Spunik for the Gamaleya, y 0,84% for the Pfizer–BioNTech. Un ejemplo podría ayudar a entender la diferencia entre el riesgo relativo y el riesgo absoluto. Si tomamos el ensayo de la vacuna Pfizer, entre los aproximadamente 18.000 vacunados se produjeron 8 casos, mientras que, entre los 18.000 que no lo estaban, se infectaron 162 personas. Es decir, el riesgo de infectarse de Covid-19 era del 0,0088 sin vacunación y del 0,0004 con vacunación. Karina Acevedo ha puesto un ejemplo muy gráfico de la diferencia entre ambas magnitudes. Si una medicina provoca que el riesgo de sufrir un infarto pase del 2% al 1%, la reducción del riesgo relativo es del 100% pero la del riesgo absoluto es solo del 1%. Deberían darse ambos datos al ofrecer la vacuna, porque si la medicina aumentara el riesgo de morir por otra causa en un 2%, sería una decisión con un 100% de error.

Al presentar solamente la reducción del riesgo relativo nuestros gobernantes y “sus” expertos están recurriendo a la propaganda y no a la información.

La eficacia prometida y la realidad

No solo los datos de los ensayos sirven para cuestionar la eficacia de la vacunas. También lo hace la evolución de las curvas epidémicas: hasta el momento, en casi ningún sitio se observa una caída clara asociada a las vacunas. Esta afirmación puede resultar sorprendente porque, después de todo, se repite día y noche que las vacunas son tremendamente efectivas y se elogia a los países que habrían mejorado su situación gracias a una vacunación masiva y temprana. Un caso paradigmático es Israel, promocionado como modelo de las bondades de la vacunación. Y, efectivamente, las curvas de casos y de decesos se desplomaron tras la inoculación masiva. Si sólo observáramos a Israel, sería razonable concluir que esa significativa caída es consecuencia del efecto vacunal. Pero esta conclusión optimista se desmorona como un castillo de naipes cuando comparamos sus curvas epidémicas con las de la vecina Palestina: son prácticamente idénticas, aunque la diferencia en la tasa de vacunación sea de 10 a 1. Lo mismo sucede si comparamos Uruguay con Paraguay. Ambos países habían evitado que el virus superara el umbral epidémico durante todo 2020, pero los casos se dispararon desde febrero de 2021. Uruguay ha vacunado seis veces más que Paraguay, pero la tasa de decesos por millón ha sido idéntica (Paraguay, al parecer, ha tenido la mitad de casos, pero como el dato depende del nivel de testeo, es incierto). Ejemplos semejantes se podrían ofrecer en cantidad, y de todos los continentes. Quien quiera puede cotejar la información en la página Our World in Data.

Las curvas epidémicas de Israel son prácticamente idénticas a las de la vecina Palestina, aunque la diferencia en la tasa de vacunación sea de 10 a 1.

Hasta el momento —acaso con la única excepción de algunos países europeos durante la llamada “primera ola”— el ascenso y descenso de las curvas epidémicas ha seguido en gran medida una evolución estacional. Y eso es lo que cabría esperar, por insoportable que les resulte a quienes creen que pueden tener a la naturaleza y a los virus bajo control. Si comparamos las mismas semanas de 2020 y de 2021, no se observa de manera clara y uniforme que la situación haya mejorado en 2021, exceptuando —en Europa— los meses de marzo/abril. En Sudamérica se observa una pauta semejante.

Unas vacunas controvertidas desde el minuto uno

Aunque se ha repetido machaconamente, la afirmación categórica de que las vacunas son eficaces y seguras no está justificada. La preparación apresurada —que entre otros protocolos habituales soslayados, no contempló una experimentación animal suficiente— hace que los efectos de las vacunas presenten muchas incógnitas. Muchas más, de hecho, que cualesquiera otras vacunas anteriores. Los ensayos que permitieron una autorización condicional por emergencia tenían muchas limitaciones, algunas ya señaladas más arriba, como la exclusión de sectores de la población (embarazadas, personas que habían pasado la Covid-19, individuos con patologías significativas, etcétera). Incluso la población anciana, que es la que tiene una mayor necesidad de protección, estaban infrarrepresentada en la mayoría de los estudios. A pesar de ello, las autoridades dieron seguridades casi absolutas y “animaron” a toda la población a ponerse en la cola de la inoculación. Esto contrastaba con que ya desde las primeras semanas se informaba a los vacunados que los efectos secundarios (leves, eso sí) eran esperables y que incluso era recomendable una medicación preventiva. A todos los que señalaban las incertidumbres que se planteaban se les atacó como anti-vacunas o negacionistas, sin abrir ningún espacio para debatir una cuestión tan seria. Se continuó con la lógica de la prepotencia en la acción, y con la negativa al debate iniciada con los confinamientos.

En esta ocasión, el negacionismo estuvo a cargo de los gobiernos y de los expertos oficiales. Primero afirmaron que las vacunas no tenían efectos secundarios considerables; cuando estos aparecieron dijeron que no estaban relacionados con la vacuna; cuando a cada día que pasaba era más claro que sí que lo estaban, dijeron que eran pocos y que el costo-beneficio era favorable. Pero se trata de costos-beneficios que no se basan en estudios sólidos. Los defensores de las vacunas se han preocupado más por censurar estudios costo-beneficio —discutibles, es verdad, como todo en ciencia— que por ofrecer análisis alternativos. Las limitaciones que los ensayos ofrecen hasta el momento hacen necesarias las comprobaciones durante su distribución y utilización. Ello requeriría un registro de los efectos secundarios de calidad y un análisis con datos de un periodo amplio. Tenemos dudas de que se este actuando de forma transparente porque se busca el éxito a cualquier precio.

Efectos secundarios ¿subregistro o sobrevaloración?

Nadie que trabaje en la práctica clínica puede negar que estas vacunas presentan efectos secundarios inmediatos con una frecuencia incomparablemente superior a cualquier vacuna previa. Los presenta además en sectores de población en los que la Covid-19 es asintomática o benigna en una enorme proporción. Nuestra impresión es que estos eventos son mucho más frecuentes de lo que queda registrado. Hemos visto decenas de historias con efectos secundarios que no han sido declarados por el profesional que los atendió. El hecho de que se trate de un medicamento nuevo obliga a considerar que todo síntoma o signo que se produce después de su inoculación es consecuencia de la vacuna hasta que se demuestre lo contrario. Así se ha actuado hasta ahora en el caso de nuevos productos farmacéuticos. Sin embargo, muchos profesionales parecen pensar que para declarar una sospecha de efecto secundario, éste debe estar asociado a la vacuna más allá de toda duda. La diferencia de eventos registrados en diversos países también apunta a que hay una cultura profesional variada respecto a la vigilancia de las reacciones adversas de los medicamentos. En todo caso, y por lo que conocemos, es muy probable que muchos efectos secundarios no queden registrados (incluso se habla que normalmente solamente un 5% lo son) ya sea porque el paciente no consulta, o porque el médico no tiene a bien considerar una posible relación con el medicamento o vacuna. Este hecho se explica porque no es fácil establecer la relación. Si un anciano frágil y vulnerable es vacunado y muere en los días siguientes, no se puede afirmar que sea a causa de la vacuna, pero tampoco excluirlo. Las autopsias serian imprescindibles pero se llevan a cabo con cuentagotas. En cualquier caso, podemos afirmar con seguridad que la vacunación puede desencadenar la muerte en algunas personas

En segundo lugar están los efectos secundarios diferidos, que aparecen a los días, semanas o meses de la administración del medicamento, y que precisamente son aquellos sobre los que los ensayos clínicos iniciales de las vacunas ofrecían menos información. En este caso, sin embargo, hemos tenido prontas evidencias de la relación entre (todas) las vacunas con material genético actual y los efectos secundarios no esperados. Ha sido gracias a que una de ellas dio lugar a fenómenos trombóticos muy inusuales (trombosis de los senos venosos craneales) y otra a un cuadro tan poco frecuente como la miocarditis en jóvenes. Indicios insoslayables. Pero, ¿que hubiera pasado si las vacunas solamente hubieran incrementado el riesgo de los cuadros vasculares más habituales? Hubiera sido mucho más difícil detectar estas reacciones adversas tan graves.

Nadie que trabaje en la práctica clínica puede negar que estas vacunas presentan efectos secundarios inmediatos con una frecuencia incomparablemente superior a cualquier vacuna previa.

En general, los efectos secundarios deben no solo cuantificarse sino que hay que encontrar una explicación fisiopatogénica: cómo y por qué se producen. Los efectos secundarios que aparecen tras la comercialización de un nuevo fármaco pueden ser la “punta del iceberg”, es decir, la señal de alarma de muchos daños que no se manifiestan en síntomas y signos con carácter inmediato, sino que son lesiones que quedan “latentes”. No puede descartarse que detrás de los miles de trombos que se han visto, existan lesiones más extendidas en vasos sobre las que el trombo pueda estar comenzando a establecerse y que solamente después de un largo periodo ocasionen, por ejemplo, la oclusión de una arteria o un fenómeno embólico. Por ello, merece la pena detenerse en las posibles causas de los efectos secundarios que vemos, aunque no pretendemos ser exhaustivos en un tema tan complejo.

Las vacunas COVID: algunas propiedades que demandan precaución

Ante la pandemia de un virus desconocido (del que cada vez sabemos más) y que está en permanente evolución, empleamos una tecnología vacunal también desconocida. A primera vista, aplicar un remedio poco conocido a una enfermedad con preguntas todavía sin responder no parece demasiado prudente.

La Covid-19 ha servido para poner en marcha un nuevo proceso de investigación, producción, testeo y distribución de vacunas. La urgencia creada llevó a Donald Trump a aprobar la “Operation Warp Speed (OWS)” —término de la “guerra de las galaxias” que significa velocidad mayor que la de la luz— en marzo del 2020. Para ello implicó al Ministerio de Defensa en la operación de comercializar una vacuna contra la Covid-19 cuanto antes. Se pusieron en marcha lazos de colaboración para desarrollar “vacunas sin precedentes” que lo permitieran, en concreto las basadas en la tecnología del ARN mensajero (ARN-m). Pero cualquier tecnología sin precedentes carece de una historia que permita evaluar de forma completa riesgos, seguridad y eficacia a largo plazo. Se intercambian estimaciones del costo-beneficio por estimaciones que en gran medida tienen en el numerador esperanzas-ilusiones, acortando temerariamente el proceso de desarrollo y testeo de las nuevas vacunas. Antes de la Covid-19 se había estimado que las nuevas vacunas de ARN-m precisarían de al menos 12 años para estar disponibles y solo con un 5% de probabilidades de éxito. De hecho, creemos que las compañías del “Big Pharma” se han lanzado a desarrollar este tipo de vacunas, no tanto por los beneficios económicos inmediatos, sino por la posibilidad “sin precedentes” de probar masivamente una nueva tecnología con un riesgo muy disminuido a la hora de asumir responsabilidades por circunstancias adversas.

Incluso se ha hablado de ruleta rusa, y se ha insistido que su utilización debería limitarse a aquellos con un riesgo alto de consecuencias graves por el SARS_COV-2. Sorprendentemente, se ha excluido una estrategia vacunal centrada en este grupo, optándose por una estrategia universal. Como si todas las personas corrieran el mismo grado de riesgo cuando los estudios al respecto son abundantes y concluyentes: el riesgo de la Covid-19 para menores de 30-50 años es similar e incluso inferior (si se trata de niños y adolescentes) al de la gripe estacional. Se ha implementado esta decisión política con un alto grado de incertidumbre, con riesgos elevados, y sin un debate abierto.

El riesgo de la Covid-19 para menores de 30-50 años es similar e incluso inferior (si se trata de niños y adolescentes) al de la gripe estacional.

Se trata de una tecnología nueva, y tenemos razones para estar preocupados. La primera es que en realidad no sabemos cuál es la dosis del inmunógeno que estamos dando. Como se ha divulgado, son vacunas cuyo producto inoculado no genera los anticuerpos (inmunidad sería más correcto), sino que emite una orden genética para que nuestras células produzcan la proteína S1, la destinada a estimular la respuesta inmunitaria. Pero no en todas las personas la orden genética va a producir la misma cantidad proteína S1, ya sea por la persistencia del preparado vacunal, ya sea por la capacidad de respuesta de las células del receptor. Quizás eso explique los mayores efectos secundarios inmediatos en los más jóvenes (sus células también lo son). ¿Se está produciendo en muchos casos un “exceso” de dosis? Es una hipótesis plausible, ya que el diseño de la vacuna tenía como objetivo central producir gran cantidad de la proteína Spike.

Pero hay más cuestiones preocupantes. Es difícil creer que la proteína S1 producida no circule por el torrente sanguíneo (los fenómenos trombocitos y la miocarditis postvacunal prácticamente lo aseguran) y se difunda por los tejidos del receptor. También hay dudas sobre qué células reciben y ejecutan la orden genética contenida en la vacuna. ¿Es seguro que una célula del SNC produzca una proteína con indicios de propiedades neuroinflamatorias en animales? Pero es que la propia proteína S1 esta implicada en los mecanismos por los que el SARS-COV 2 produce daño tisular (en los tejidos). Se ha demostrado que la proteína S1 causa daño endotelial. ¿No es peligroso someter a un organismo a una cantidad considerable de esa proteína, en un corto espacio de tiempo? El relativo contrasentido que implica utilizar una proteína tan tóxica como la S1 como único inmunógeno ha sido puesto de relieve incluso por uno de los desarrolladores de la tecnología ARN-m que inmediatamente a sido expulsado al infierno de los negacionistas.

Por otra parte, hay dudas sobre la recombinación del material genético de la vacuna con otros virus e, incluso, con el genoma humano, hecho de consecuencias impredecibles. Es improbable pero no puede descartarse, a pesar de que inicialmente se ridiculizó a quienes lo sugirieron.

Asimismo, algunos de los efectos detectados indican que la vacuna podría contribuir a desencadenar reacciones de autoinmunidad (anticuerpos monoclonales contra la proteína Spike mostraron reactividad cruzada con proteínas de nuestro organismo). No puede descartarse tampoco que, en un futuro, las vacunas basadas en material genético sean capaces de precipitar la denominada enfermedad aumentada por anticuerpos (ADE), que puede manifestarse como trastornos autoinmunes o inflamatorios crónicos.

Modificaciones y novedades peligrosas

Un artículo reciente ha hecho repaso de las características de las vacunas genéticas frente a la Covid-19 centrándose en aquellos preparados basados en la tecnología ARN-m  y su relación con los efectos secundarios que se están viendo. Plantea la hipótesis de que las reacciones alérgicas detectadas que incluyen casos de anafilaxia, que ocasionaron varias muertes, se relacionen con compuestos de las actuales vacunas vectorizadas en adenovirus o de ARN-m como el PEG (polyethyleno glycol), que es un alérgeno reconocido inyectado por primera vez en humanos. Las reacciones alérgicas severas se producen con otras vacunas, pero la Covid-19 las provoca con una frecuencia mucho mayor. Un estudio publicado en sanitarios vacunados reportó que un 2,1% de estos sufrió reacciones alérgicas agudas, que es un cifra mucho mayor que la reconocida por el CDC.

Otras modificaciones realizadas tenían como objetivo evitar que el ARN-m, que tiene en sí mismo capacidad de generar respuesta inmunitaria, fuera desactivado y degradado rápidamente. Una de las soluciones elegidas fue envolverlo con una cubierta lipídina que simulara los exosomas naturales. Pero esos lípidos ionizables pueden inducir una potente respuesta inflamatoria en ratones y estimular la secreción de citokinas como TNF-α, interleukina-6 e Interleukina-1β desde la células expuestas. Estos lípidos pueden encontrarse entre las causas de muchos de los síntomas inmediatos que experimentan los vacunados: dolor, inflamación local, fiebre e insomnio.

También se realizaron modificaciones genéticas en la secuencia original del virus destinadas a hacerlo más similar al ARN-m humano. Esto no solo retrasaría su inactivación, sino que podría hacerlo más eficiente en su tarea de ser traducido a la proteína antigénica. El ARN-m de la vacuna presenta características, en su contenido relativo, diferentes de la mayoría de los parásitos intracelulares —incluyendo los virus— y se parece en mayor medida al de nuestras células. Todo ello parece destinado a producir mayores cantidades de la proteína S1, y a que ésta tenga más similitudes con proteínas humanas (ya hemos mencionado sus consecuencias no deseadas). A estos peligros de la tecnología y de la composición de las vacunas génicas se podrían añadir otros como el surgimiento de priones, pero no pretendemos ser exhaustivos.

Variantes y ausencia de capacidad esterilizante

Otra característica de las vacunas que debería preocupar es que la inmunidad generada está focalizada en una única proteína de las 28 que contiene el virus. Ello hace más probables las mutaciones que sorteen la inmunidad. Si los anticuerpos vacunales reaccionan ante varias proteínas del virus, nuestro sistema inmune tendría más fácil reconocerlo.

De hecho, se ha señalado que la capacidad inmunógena de una formulación que contenga instrucciones de síntesis de tres proteínas es mayor en el propio estudio que describe el diseño de la vacuna de Pfizer o Moderna. Esas tres proteínas —S, H y E— son los requisitos mínimos para el ensamblaje de partículas que mimetizan el virus.

Ante un virus como éste, que está experimentado una difusión comunitaria no desdeñable, la vacunación indiscriminada va a constituir una presión evolutiva considerable hacia variantes más transmisibles.

Las variantes son y van a ser un problema central. Este virus ha mostrado una notable disposición a mutar (la cual era previsible). Ello debería condicionar la estrategia vacunal. Ante un virus como éste, que está experimentado una difusión comunitaria no desdeñable, la vacunación indiscriminada va a constituir una presión evolutiva considerable hacia variantes más transmisibles. Si a esto se le añade que las vacunas no son esterilizantes —es decir, que previenen más la enfermedad que la infección—, la replica del virus en los vacunados —de personas con anticuerpos— va a ayudar al virus a adaptarse, con toda probabilidad, y se producirá una selección de las variantes con menos susceptibilidad a ser neutralizadas. Esto puede estar sucediendo ya, y ser la causa del panorama que se está viviendo en parte de Europa en estos momentos. Es verdad que, hasta la fecha, el descenso de la capacidad neutralizante de los anticuerpos vacunales frente a nuevas variantes es modesto según algunos estudios. Pero, por otro lado, encontramos noticias que parecen sugerir que puede ser mayor en personas con inmunidad débil, como son muchas de las más vulnerables a la Covid-19. Todo ello en un periodo inmediatamente posterior a la vacunación: las variantes resistentes a la vacuna empiezan ya a aparecer —como la Delta— y podrían explicar el contagio de gran cantidad de personas con vacunación completa en países como Israel.

La cuestión decisiva: ¿qué vacuna para quién?

Contrariamente a lo que se intenta presentar, en una nueva maniobra de “embarrar la cancha”, la discusión no es si vacunas sí o no en general —ni siquiera en la Covid-19—. El debate científico es qué tipo de vacunas emplear, y respecto a las actuales, dado que son experimentales, tal y como indica su autorización condicional por emergencia, si deben restringirse a los perfiles de alto riesgo. Pero los gobiernos insisten en la vacunación general. Quieren vacunar, con preparados que presentan notables efectos secundarios, a población a la que el virus no causa daños significativos. También proponen la vacunación de los que ya han sufrido la enfermedad. No creemos que ninguna de estas medidas tenga base científica.

La discusión no es si vacunas sí o no en general —ni siquiera en la Covid-19—. El debate científico es qué tipo de vacunas emplear.

Vacunar a niños, niñas y jóvenes carece de justificación epidemiológica, por su perfil bajo de morbilidad y letalidad. Tampoco está justificado vacunar a los que ya han sufrido la infección y la enfermedad. Uno de los ejes de la campaña publicitaria orquestada con las vacunas ha sido subvalorar implícitamente (en algunos casos explícitamente) la potencia protectora de la inmunidad natural. Por el contrario, todos los indicios apuntan a que se trata de una protección más potente y duradera que la inmunidad vacunal. Las propias tasas relativas de reinfecciones tras la enfermedad natural (que existen, aunque sean de momento muy poco frecuentes), y las infecciones tras la vacunación, apuntan claramente hacia la superioridad de la inmunidad natural. El perfil de anticuerpos que produce la vacuna es diferente y posiblemente inferior al de la infección natural, y su actividad podría resistir peor el paso del tiempo.

Una campaña deshonesta y autoritaria: ¿ciencia o ideología?

Aunque las vacunas que se están administrando permitieran acabar con la pandemia sin daños colaterales altos, no estaría justificado que se haya recurrido a la desinformación, al miedo, a la manipulación e, incluso, a la coerción. Es discutible el costo-beneficio de las actuales vacunas, pero es difícil defender que estamos ante una vacunación basada en una decisión informada, autónoma y libre de la población. No hay un consentimiento informado que merezca tal nombre en unas vacunas que no tienen una autorización definitiva ni estudios que las avalen más allá de dudas razonables.

Aunque la pandemia ha sido percibida como un fenómeno “natural” y las medidas adoptadas como una operación “científica” sin supuestos o connotaciones políticas e ideológicas, lo cierto es todo lo contrario. La pandemia es al menos un fenómeno tan social como biológico o natural, y su abordaje no escapa en modo alguno a las representaciones sociales, las opciones políticas o las premisas ideológicas. La vacunación experimental ante la Covid-19 se apoya en el solucionismo tecnológico, un paradigma, o creencia, según el cual las relaciones sociales y los ciclos metabólicos naturales que la especie humana fractura pueden luego enmendarse con tecnología. Una de las premisas implícitas es: “pueden destruirse selvas y bosques, y acorralarse especias animales, porque cuando se produzcan saltos zoonóticos hallaremos soluciones experimentando con virus peligrosos en laboratorios, y si un virus se escapa ya lo solucionaremos también”.

En el caso de la medicina, la propaganda del fetichismo tecnológico asocia el aumento de la esperanza de vida al desarrollo de la tecnología. El mayor impacto, sin embargo, se debe a la mejora de las condiciones de vida, los cambios en los hábitos de higiene y el desarrollo de sistemas públicos de agua potable y cloacas. Se vende la imagen de que las vacunas son, a diferencia de otros medicamentos, prácticamente inocuas y “naturales”. Insistimos, sin negar su utilidad, la espectacular disminución de las enfermedades infecciosas en el siglo XX tiene mucho más que ver con la mejoras de las condiciones sociales e higiénicas.

La pandemia un fenómeno tan social como biológico o natural, y su abordaje no escapa en modo alguno a las representaciones sociales, las opciones políticas o las premisas ideológicas.

Que la percepción y representación de la pandemia no es ajena a la ideología es sencillo de observar. La Covid-19 estuvo muy lejos de ser la principal causa de muerte mundial en 2020, y al parecer no ha sido la principal causa de muerte en ningún país. La desnutrición, la polución ambiental, los infartos y el cáncer se cobraron un número de víctimas entre dos y cinco veces superior (y afectando a una población más joven). Sólo si asumimos, simultáneamente, que la mayor parte de esas “otras” muertes eran inevitables y que las muertes por Covid-19 deben (y pueden) ser evitadas, es posible conceder a esta epidemia la atención casi exclusiva (y no sólo a nivel sanitario, vale reparar en ello) que se le ha concedido por espacio de un año y medio, y subiendo. Pero ambas presunciones son mucho más ideológicas que científicas. Científicamente, de hecho, son más bien falsas. Evidentemente, un porcentaje enorme de esas “otras” muertes prematuras podrían ser evitadas con recursos menores (conocidos y disponibles) que los empleados para tratar de evitar de manera incierta las muertes por Covid-19. La displicencia mostrada ante esos “otros” problemas sanitarios verdaderamente graves contrasta obscenamente con la obsesión patológica con el nuevo virus. Ni una cosa ni la otra parecen en modo alguno razonables, y ello nos conduce al componente de irracionalidad que ha modelado la percepción, la representación y las respuestas dadas a la presente pandemia. Una irracionalidad determinada fundamentalmente por un temor desproporcionado ante un problema sanitario real, pero en modo alguno catastrófico.

Durante el siglo XX, todas las pandemias de virus respiratorios duraron aproximadamente dos años. Luego esos virus se convertían en endémicos, aunque de la mano de mutaciones podían, de forma transitoria, provocar un nuevo brote epidémico amplio. No hay razones para pensar que sería distinto con el Sars-CoV-2. La obsesión por erradicar (y hacerlo a la mayor brevedad) al nuevo coronavirus es una apuesta biológicamente incierta, sanitariamente imprudente y políticamente reaccionaria: conllevará de manera casi ineludible (ya lo estamos viendo) pasaportes sanitarios, restricciones, controles policiales y obligaciones absurdas.

Para abordar de manera sensata la nueva amenaza viral, evitando el riesgo de ser “aprendices de brujas” capaces de provocar daños mayores que los que se pretenden evitar, es indispensable abordar a la Covid-19 como un problema sanitario más, y dedicarle atención y recursos de manera proporcionada. Se debería también asumir lo más probable: que el virus sea endémico y que conviviremos con él de aquí en adelante. Es improbable que sea erradicado a nivel mundial, y si lo fuera, no será a corto plazo. El discutible impacto positivo demostrado hasta el momento por las vacunas es una razón de peso para pensarlo todo de nuevo y cambiar la perspectiva. Necesitamos más ciencia y menos ideología. Y ante todo, menos ideología burguesa.

La displicencia mostrada ante esos “otros” problemas sanitarios verdaderamente graves contrasta obscenamente con la obsesión patológica con el nuevo virus.

Medidas tan poco éticas para promover la vacunación —como los pasaportes sanitarios o los privilegios de las personas vacunadas—, no se justifican en modo alguno por la ausencia de capacidad de transmisión. Porque, precisamente, no se puede descartar que una de las causas de la onda que vivimos sea consecuencia de la capacidad para contagiar de las personas vacunadas (sumada a su muy relativa “protección”). Todavía no se sabe si las vacunadas contagian más, menos o igual que las no vacunadas. Y ya hay indicios de que serían más vulnerables ante algunas variantes nuevas.

Como decíamos en nuestro libro Covid-19: La respuesta autoritaria y la estrategia del miedo, los gobiernos, atrapados en su propio relato, tenían que encontrar una solución “milagrosa” para justificar las restricciones y para reiniciar la economía. La vacuna los convertía en los héroes de la película, en los protagonistas del final feliz. Las sorpresas, sin embargo, pueden ser muchas y variadas.

JOSÉ R. LOAYSSA Y ARIEL PETRUCCELLI