Presentación

PRESENTACIÓN

Tránsitos Intrusos se propone compartir una mirada que tiene la pretensión de traspasar las barreras que las instituciones, las organizaciones, los poderes y las personas constituyen para conservar su estatuto de invisibilidad, así como los sistemas conceptuales convencionales que dificultan la comprensión de la diversidad, l a complejidad y las transformaciones propias de las sociedades actuales.
En un tiempo en el que predomina la desestructuración, en el que coexisten distintos mundos sociales nacientes y declinantes, así como varios procesos de estructuración de distinto signo, este blog se entiende como un ámbito de reflexión sobre las sociedades del presente y su intersección con mi propia vida personal.
Los tránsitos entre las distintas realidades tienen la pretensión de constituir miradas intrusas que permitan el acceso a las dimensiones ocultas e invisibilizadas, para ser expuestas en el nuevo espacio desterritorializado que representa internet, definido como el sexto continente superpuesto a los convencionales.

Juan Irigoyen es hijo de Pedro y María Josefa. Ha sido activista en el movimiento estudiantil y militante político en los años de la transición, sociólogo profesional en los años ochenta y profesor de Sociología en la Universidad de Granada desde 1990.Desde el verano de 2017 se encuentra liberado del trabajo automatizado y evaluado, viviendo la vida pausadamente. Es observador permanente de los efectos del nuevo poder sobre las vidas de las personas. También es evaluador acreditado del poder en sus distintas facetas. Para facilitar estas actividades junta letras en este blog.

martes, 30 de marzo de 2021

GIORGIO AGAMBEN LA COVID Y LA MEDICALIZACIÓN OBLIGATORIA

 


En esta entrevista, Agamben alude al salto en la medicalización que la Covid está reforzando. Se trata de una medicalización obligatoria, en la que los comportamientos devienen en leyes y su incumplimiento camina hacia la penalización. Está publicada en https://artilleriainmanente.noblogs.org/?p=2147.

Por su gran interés, reforzado por la ausencia de deliberación sobre el devenir de la pandemia, en tanto que solo se producen discursos acerca de su control sanitario, excluyendo otras dimensiones, publico el texto, que no tiene desperdicio, en tanto que suscita varias cuestiones esenciales que permanecen en un silencio social estruendoso.

 

Esta entrevista fue realizada por Andrea Pensotti y publicada originalmente en la revista Organisms. Journal of Biological Sciences, vol. 4, núm. 2, 2020 (Universidad de la Sapienza de Roma); el sitio web L’Intellettuale Dissidente la reprodujo en italiano el 24 de febrero de 2021.

 

En medicina, los conceptos de personalización y predicción están ganando terreno: gracias a las nuevas herramientas de diagnóstico y al big data, es posible predecir, de forma individual, el riesgo de desarrollar determinadas enfermedades a lo largo de la vida. Una vez conocidos estos riesgos, se puede orientar a las personas hacia estilos de vida adecuados. Además de estos screening de predisposición genética, las nuevas tecnologías conocidas como wearables permiten la monitorización constante de ciertos parámetros vitales. Hoy en día son utilizados principalmente por los deportistas en busca de una mejora continua de su rendimiento, pero pronto se extenderán a todos los ciudadanos. Este enfoque de la medicina parece conducirnos hacia lo que usted ha definido como vida reducida a condición biológica, «nuda vida». Sin embargo, muchos científicos tienen fuertes dudas sobre la viabilidad —ética y técnica— de tal escenario. ¿Puede compartir con nosotros una reflexión sobre este argumento? Además, ¿qué cree que debería hacerse para invertir el rumbo?

 

En la perspectiva que usted esboza, es decisivo el umbral en el que la personalización, la predicción y el cribado no se traducen simplemente en consejos y sugerencias de estilos de vida, sino que se convierten en una obligación jurídica. Este umbral se ha traspasado, y lo que antes se consideraba un derecho a la salud se ha convertido en una obligación que hay que cumplir a cualquier precio. La causa más frecuente de mortalidad en nuestro país son las patologías cardiovasculares, y es bien sabido que tal vez podrían reducirse si practicáramos una forma de vida más saludable y siguiéramos una alimentación particular. Pero a ningún médico se le había ocurrido que las formas de vida y de alimentación que aconsejaban a sus pacientes pudieran ser objeto de una normativa jurídica, que decretara ex lege cómo se debe vivir y qué se debe comer, transformando toda la existencia en una obligación sanitaria. Además, esto quedaba excluido por el juramento profesional del médico, que menciona expresamente el «respeto a los derechos civiles relativos a la autonomía de la persona». Esto es lo que ha sucedido ahora con el Covid-19 y, al menos por el momento, la gente no sólo ha aceptado renunciar a sus libertades constitucionales, a las relaciones sociales y a sus convicciones políticas y religiosas, sino que ha dejado morir a sus seres queridos solos y sin funeral. En este sentido, se podría decir que la existencia humana ha sido reducida a un dato biológico, a una nuda vida que hay que salvar a toda costa, a pesar de que la IFR, la tasa real de mortalidad de la enfermedad es, según los estudios reseñados en su revista, inferior al 1 %. Lo que ha sucedido es que, a través de un proceso de creciente medicalización de la vida, la unidad de la experiencia vital de cada individuo, que siempre es inseparablemente tanto corporal como espiritual, se ha escindido en una entidad puramente biológica por un lado y una existencia social, cultural y afectiva por el otro. Esta fractura es, según todas las evidencias, una abstracción, pero una abstracción poderosa, a la que los hombres han sacrificado sus condiciones normales de vida. He dicho que la escisión de la vida es una abstracción, pero usted sabe que la medicina moderna, a mediados del siglo XX, logró esta abstracción gracias a los dispositivos de reanimación, que permitieron mantener durante mucho tiempo un cuerpo humano en estado de pura vida vegetativa. La cámara de reanimación, con sus mecanismos de respiración y circulación sanguínea artificiales y sus tecnologías de mantenimiento de la temperatura corporal, mediante las cuales se mantiene indefinidamente en suspenso un cuerpo humano entre la vida y la muerte, es una zona oscura, que no debe salir de sus confines estrictamente médicos. Lo que ha sucedido en cambio con la pandemia es que esta vida puramente vegetativa, este cuerpo artificialmente suspendido entre la vida y la muerte se ha convertido en el nuevo paradigma político, sobre el que los ciudadanos deben regular su comportamiento. El mantenimiento a cualquier precio de una nuda vida abstractamente separada de la vida intelectual y espiritual e impuesta como criterio no de vida, sino de mera supervivencia es el hecho más sorprendente de la situación que estamos viviendo.

 

En 2016 Nature publicó los resultados de una Investigación de la que se desprendía que más de 1500 científicos no habían sido capaces de reproducir los datos obtenidos por sus colegas. Un problema similar se encontró en 2011 el doctor Glenn Bagley, por entonces director del departamento de oncología de la multinacional Amgen, que antes de invertir varios millones de euros en un proyecto de investigación de un nuevo fármaco, había decidido replicar los 53 experimentos en los que se basaba su estrategia para el desarrollo de un nuevo medicamento: sólo consiguió replicar el 11 % de ellos. Paradójicamente, la ciencia nunca se había enfrentado a una profunda crisis de credibilidad en cuanto a la fiabilidad de los datos que produce y la veracidad de sus afirmaciones. A pesar de ello, parece casi imposible que surjan hipótesis y resultados diferentes a las reconocidos universalmente como «verdades científicas», tanto a nivel de la opinión pública como de las opiniones académicas. Verdades en las que se basan a menudo las decisiones políticas y económicas. Usted ha publicado recientemente un artículo titulado «Sobre lo verdadero y sobre lo falso». ¿Podría ayudarnos a investigar más a fondo esta cuestión?

 

Aquí se puede ver por sí mismo que el problema de la verdad no es un problema filosófico abstracto, sino algo extremadamente concreto, que determina consistentemente la vida de los seres humanos. En cuanto a la verdad científica, Thomas Kuhn, en un libro ahora famoso, ya había demostrado que el paradigma que siempre es dominante en una comunidad científica no es necesariamente el más verdadero, sino simplemente el que es capaz de procurar el mayor número de seguidores. Pero esto es cierto incluso fuera de las verdades científicas. La humanidad está entrando en una fase de su historia en la que la verdad se reduce a un momento en el movimiento de lo falso; o, más precisamente, en el despliegue omnipresente de un lenguaje que ya no contiene en sí mismo ningún criterio para distinguir lo verdadero de lo falso. Verdadero es aquel discurso que se declara como verdadero y que debe tenerse como tal aunque se demuestre su falsedad. Pero, en definitiva, lo esencial del sistema es que se pierda cualquier distinción entre lo verdadero y lo falso. De ahí la creciente confusión entre noticias contradictorias difundidas por los mismos órganos oficiales. De este modo, lo que se cuestiona es el propio lenguaje como lugar de manifestación de la verdad. Pero, ¿qué ocurre en una sociedad que ha renunciado a la verdad y en la que la gente sólo puede observar, muda, el movimiento multiforme y contradictorio de la mentira? Para detener este movimiento, cada uno debe tener el coraje de plantearse sin concesiones la única pregunta que cuenta: ¿qué es una palabra verdadera? Todo el mundo recuerda en el Evangelio la famosa pregunta de Pilatos a Jesús, que Nietzsche consideraba «la broma más sutil de todos los tiempos»: «¿qué es la verdad?». De hecho, Pilato estaba respondiendo a la declaración inmediatamente anterior de Jesús: «He venido al mundo para dar testimonio de la verdad». En efecto, no hay experiencia de la verdad sin testimonio: verdadera es aquella palabra por la que no podemos sino empeñarnos en dar testimonio personalmente. Y aquí vemos la diferencia entre una verdad científica y una verdad filosófica: mientras que una verdad científica es (o, al menos, debería ser) independiente del sujeto que la enuncia, la verdad de la que aquí se trata sólo lo es si el sujeto que la pronuncia se pone íntegramente en juego en ella, es decir, es una veridicción y no un teorema. Ante una no-verdad normativamente impuesta podemos y debemos dar testimonio.

 

En una de sus intervenciones ha señalado cómo muy a menudo el concepto de «noticia» ha anulado el de «idea», introduciendo así el término fake news como arma para silenciar lo que en realidad son ideas o hipótesis diferentes. ¿Por qué cree que, aunque ciertas falsedades estén bien documentadas, la gente sigue creyendo en ellas independientemente del nivel cultural del interlocutor? ¿Qué estrategias de comunicación debe adoptar un científico si tiene una documentación convincente para falsear las narraciones oficiales?

 

En una sociedad que ya no es capaz de distinguir lo verdadero de lo falso, las noticias tienden necesariamente a sustituir la realidad, y es en esta sustitución omnipresente de las noticias por la realidad donde operan los medios de comunicación. Los medios de comunicación son hoy en día un instrumento esencial de la política precisamente porque garantizan esta sustitución, tan esencial para el funcionamiento del sistema. En un mundo en el que sólo hay noticias, sólo las dominantes son verdaderas y, en el límite, ninguna noticia es más verdadera que otra; de ahí la necesidad de instituir, como no ha dejado de hacer nuestro gobierno, una comisión que decida qué noticias deben considerarse verdaderas y cuáles falsas. En unas notas tomadas durante la Segunda Guerra Mundial, Heidegger define la época que le tocó vivir como «una maquinación de lo in-sensato», en la que la ausencia absoluta de sentido se formula en un algoritmo y se calcula incesantemente. Es algo parecido lo que tenemos hoy ante nuestros ojos.

 

El primer punto de la versión italiana moderna del Juramento Hipocrático dice: juro ejercer la medicina con autonomía de juicio y responsabilidad de comportamiento, oponiéndome a cualquier condicionamiento indebido que limite la libertad e independencia de la profesión. ¿Cuánto espacio queda hoy para la autonomía de los médicos? ¿Se está transformando la figura del propio médico en algo nuevo? ¿Cómo ve la futura relación de confianza entre médico y paciente? ¿Cómo se relaciona personalmente con su médico y la gestión de su salud?

 

Lo que usted menciona es sólo uno de los puntos del juramento profesional que ahora se transgreden sistemáticamente. Además de los puntos 4 y 5 que he mencionado antes sobre el respeto a los derechos civiles y a la autonomía de la persona del paciente, también está en cuestión el punto 15, que exige «respetar el secreto profesional y proteger la confidencialidad de todo lo que me sea confiado, que observe o haya observado, entendido o intuido en mi profesión o por razón de mi condición o cargo». Mientras que en el pasado siempre se observaba este secreto, hoy en día cualquier persona que dé positivo (no sólo enfermo, sino simplemente positivo) es denunciada públicamente como tal y aislada. En consecuencia, también se transgrede el punto 6, que impone la obligación de «tratar a todo paciente con escrúpulo y compromiso, sin discriminación de ningún tipo». Hemos llegado a un punto en el que los enfermos positivos no son atendidos por sus médicos. Es difícil mantener una relación de confianza individual con un médico que también actúa como representante de un sistema de gobierno. Medicina y poder, terapia y normativa, deben permanecer separadas.

 

En varias intervenciones usted ha expuesto la idea de que hoy la medicina y la ciencia se han convertido en una religión. Sin embargo, a muchos médicos y científicos que lean esto les resultará difícil percibirse como representantes de esta religión. ¿Quizá estamos utilizando un término, el de medicina o el de ciencia, para nombrar dos conceptos diferentes? ¿Nos ayudaría a definir mejor esa medicina y esa ciencia que se han convertido en una religión?

 

La analogía que sugería no es sólo metafórica. Si llamamos religión a lo que los hombres creen que creen, la ciencia es ciertamente una religión hoy en día. Pero en toda religión hay que distinguir entre el aparato dogmático (las verdades en las que hay que creer) y el culto, es decir, los comportamientos y las prácticas que se derivan de él. Al igual que el creyente común podía ignorar los dogmas y las herejías que discutían apasionadamente los teólogos, hoy el hombre común puede ignorar completamente las teorías científicas que discuten los científicos. Pero desde el punto de vista del culto, es decir, de sus prácticas y sus comportamientos, en particular en lo que se refiere a la medicina, está determinado cada vez más por ellas. Y así como la religión cristiana pretendía la salvación a través del culto, la medicina pretende la salud a través de la terapia: en un caso del pecado y en el otro de la enfermedad, pero la analogía salta a la vista. En este sentido, la salud no es más que una secularización de esa «vida eterna» que el cristiano esperaba obtener mediante sus prácticas cultuales. Si la medicalización de la vida en las últimas décadas ya había crecido sin medida, en la situación que vivimos hoy se ha convertido en permanente y omnipresente. Ya no se trata de tomar medicamentos o de someterse a un examen médico o a una operación quirúrgica si es necesario: toda la vida de los seres humanos debe convertirse en cada momento en el lugar de una celebración cultual ininterrumpida. El enemigo, el virus, es invisible y está siempre presente y debe ser combatido sin tregua posible, en cada momento de la existencia.

 

Cada vez más fondos para la ciencia provienen del sector de la infotecnología. Están dirigiendo muchas investigaciones hacia la fusión hombre-máquina, que por un lado representa un nuevo mercado y por el otro una nueva promesa: potenciar las facultades humanas y prolongar la vida. ¿Qué piensa de esta progresiva digitalización y robotización de la vida?

 

Creo que es conveniente considerar el fenómeno del que habla desde la perspectiva del desarrollo de la especie humana. Ha pasado casi un siglo desde que un brillante científico holandés, Ludwik Bolk, a quien debemos la idea de la pedomorfosis o inmadurez constitutiva del homo sapiens, predijera que los aparatos técnicos a los que el hombre recurre cada vez más para sobrevivir como especie llegarían a un punto de extrema exasperación en el que se volcarían en su contrario y acabarían provocando el fin de la especie. Paul Alsberg demostró ya en la década de 1920 que, en la proyección tecnológica externa de las funciones de los órganos corporales, lo que ocurre en realidad es que estos órganos se desactivan gradualmente en favor de los instrumentos artificiales que los sustituyen. Mientras el animal adapta sus funciones corporales a las condiciones naturales, el hombre las desactiva y las confía a instrumentos artificiales. Así, con cada progreso técnico exosomático se produce la correspondiente regresión de las funciones endosomáticas. Pero si esta regresión va más allá de cierto límite, se pone en cuestión la propia supervivencia de la especie. Creo que hoy estamos en este umbral. Pero la experiencia enseña que lo que parece ineludible no siempre sucede. En palabras de Eurípides: «lo que esperábamos no se ha cumplido y los dioses encuentran un camino hacia lo inesperado».

 

Usted señaló cómo los mismos términos parecen ser elegidos para apoyar un paradigma de organización de la sociedad. Por ejemplo, el término «distanciamiento social» podría haber sido tan diferente como distanciamiento personal o físico. ¿Cree que hay una dirección del lenguaje o que ya estamos tan inmersos en un nuevo paradigma de gobierno que este lenguaje surge espontáneamente en todos los niveles de la sociedad? ¿Una especie de evolución natural? Muchos científicos llevan mucho tiempo luchando contra los términos equívocos e inadecuados y, sin embargo, a pesar de los numerosos argumentos de peso, no se interviene en el lenguaje universal. ¿Cuáles son los mecanismos que hacen que ciertos términos se adquieran y se consoliden?

 

La relación entre el hombre y el lenguaje, la experiencia que el hablante tiene de su lengua, no es algo simple y es quizá el primer problema que el pensamiento tiene que tratar. El lenguaje es algo que los hombres tratan de manejar y manipular y, al mismo tiempo, es algo por lo que ya están siempre dominados y determinados, es decir, algo con lo que necesariamente se deben hacer las cuentas. Ni que decir tiene que la gran transformación que han producido la tecnología y la ciencia moderna no habría sido posible sin un profundo cambio en la experiencia del lenguaje. El mundo antiguo no podía ni quería tener acceso a la ciencia y la tecnología en el sentido moderno porque —a pesar del desarrollo de las matemáticas (significativamente no en forma algebraica)— su experiencia del lenguaje no permitía referirse al mundo de una manera que pretendiera ser independiente de cómo se revelaba en la lengua. El lenguaje no era un instrumento neutro, que pudiera ser sustituido por cifras y algoritmos, sino el lugar donde las cosas se revelan y comunican en su verdad. Sólo la reducción de la lengua a un instrumento neutro, que se logra con Ockham y el nominalismo tardío, permite esa deslingüistización del conocimiento que culminará en la ciencia moderna. Y sólo cuando la verdad se desplaza del ámbito de las palabras y la lengua al de los números y las matemáticas, el lenguaje, que se ha convertido en un sistema de puros signos convencionales, parece ser, al menos en apariencia, dominable y manipulable, dejando de ser el lugar de una verdad posible. Pero precisamente un lenguaje que ya no tiene ninguna relación con la verdad puede convertirse en una prisión, una especie de máquina que parece funcionar por sí misma y de la que no parece posible salir. Tal vez los hombres nunca hayan estado tan indefensos y pasivos ante un lenguaje que los determina cada vez más.

 

En una época la ciencia se identificaba como «Filosofía de la Naturaleza» y personas como Goethe que se interesaban por la ciencia, la filosofía y la literatura eran consideradas como la máxima expresión de la inteligencia. En la actualidad, la ciencia ha avanzado hacia una especialización cada vez mayor, lo que sin duda ha propiciado enormes avances científicos y técnicos. Son dos caminos radicalmente divergentes. ¿Qué recomienda a los jóvenes estudiantes e investigadores que hoy dan sus primeros pasos en el mundo de la ciencia?

 

Un momento importante en la historia de Occidente es cuando la filosofía se da cuenta de que ya no puede ejercer control sobre la ciencia, porque ésta se ha vuelto completamente autónoma con respecto a ella. En Kant esto está perfectamente claro y su filosofía representa el último intento de mantener una relación con la ciencia, planteándose como una doctrina del conocimiento capaz de fijar límites a la experiencia posible. No creo que algo así esté entre las tareas de la filosofía actual. La relación entre pensamiento y ciencia no se juega en el plano del conocimiento. La filosofía no sólo no es una ciencia, sino que tampoco puede resolverse en una doctrina del conocimiento, de la que, además, la ciencia ha demostrado que no tiene necesidad. La filosofía siempre es ética, siempre implica una forma de vida. Pero esto es válido para todos los hombres y, por lo tanto, también para todos los científicos que no quieren renunciar a ser humanos. Ciertamente, los científicos han demostrado que están dispuestos a sacrificar la ética sin escrúpulos a los intereses de la ciencia; de lo contrario, no habríamos visto a ilustres científicos utilizar a deportados en los campos de concentración nazis para sus experimentos. Lo que le recordaría a un joven que da sus primeros pasos en la ciencia es que nunca debe sacrificar un principio ético a su voluntad de saber.

 

Ha hablado de la necesidad de desarrollar nuevas formas de resistencia. ¿Qué quiere decir con eso? ¿Puede darnos algunos ejemplos?

 

Yo soy un filósofo y no un estratega. Naturalmente, la conciencia lúcida de la propia situación es la primera condición para encontrar una salida. Sólo puedo añadir que no creo que la salida hoy pase necesariamente, como quizá se ha creído durante demasiado tiempo, por una lucha por la conquista del poder. No puede haber un poder bueno, y por lo tanto tampoco un Estado bueno. Sólo podemos, en una sociedad injusta y falsa, atestiguar la presencia de lo justo y lo verdadero, sólo podemos, en medio del infierno, dar testimonio del paraíso.

 


 

domingo, 28 de marzo de 2021

LOS SOLDADOS DESCONOCIDOS DE LA HOSTELERÍA EN LA GUERRA DE LA COVID

 

He conocido a una persona que ha suscitado un terremoto en mi esquema referencial. Se trata de un joven que ha trabajado durante el año de pandemia de camarero con un contrato de días, que se renovaba tras tiempos intermedios en los que lo hacía en negro. Pues bien, ha terminado infectado por la Covid. Cuando comunicó sus síntomas a la empresa fue cesado y sus contratos fugaces quedaron interrumpidos. Le recomendaron que se cuidase y le aseguraron que le tendrían en cuenta cuando se recuperase. Pero él es consciente de que existe una enorme bolsa de candidatos dispuestos a rotar y ocupar el lugar de los caídos en la insigne labor de servir a los huidos fugazmente de sus domicilios. Desde entonces espera pacientemente la oportunidad de que algún tripulante se infecte y sea llamado a cubrir su hueco. Esta persona es una víctima múltiple y multidimensional de la pandemia.

Tras recuperarse en tres días, se encuentra en la espera de ser llamado, teniendo que cumplir con sus gastos de la habitación en la que duerme, que es de unos parientes lejanos que lo acogen, pero a cambio de aportar ciento cincuenta euros al mes. También tiene que afrontar su deuda con una clínica odontológica, en la que ha sido tratado para construir una sonrisa que cumpla el requisito requerido en su trabajo. La cuantía de las cuotas que paga es de noventa euros al mes, y le quedan casi dos años de deuda. Para esta persona las deudas tienen un horizonte temporal que va mucho más allá que los contratos. Se trata de una figura contemporánea central, los endeudados. Según pasan los años, el riesgo radica en que una parte creciente de sus ingresos se destinan a pagar las deudas, aún a pesar de que estas no dejan de crecer.

Su posición social se encuentra determinada por la recombinación fatal de la precarización y la deuda personal. La vulnerabilidad que le reportan sus saldos negativos alcanza cotas inimaginables. Así se explica que acepte unas condiciones laborales pésimas sin rechistar. Pero, además, en una situación así, tiene que construirse una coraza subjetiva que le proteja de su propia realidad. Su posición social le impele a seguir la pauta proverbial que le recomiendan los psicólogos positivistas, que consiste en no tener malos pensamientos, que quiere decir que no piense sobre su realidad. Así ha adquirido la competencia de huir de sí mismo y de sus condiciones, de neutralizar el futuro y convertirse en un fervoroso adicto del azar. Solo este puede presentarse para liberarlo de sus condiciones de existencia, mediante un golpe de suerte inesperado y prodigioso.

El sistema sanitario trata las enfermedades, distanciándose de las condiciones sociales de sus pacientes. La asistencia se funda en un modelo equivalente a un taller de reparaciones. El problema de muchos pacientes radica en que tras la consulta u hospitalización, no tienen otra alternativa que regresar a su vida, que se encuentra determinada por sus condiciones sociales, las cuales influyen en buen grado en sus problemas de salud. Estas, en las que viven muchos pacientes, carecen de tratamiento. Así se configura un círculo vicioso que va erosionando lentamente al propio portador provisional de patologías. La pauta recomendada es no pensar en ellas y escapar ficticiamente de ese mundo vivido.

La Covid ha reforzado la ignorancia de las condiciones sociales. El paciente Covid se encuentra clasificado por su estado clínico, por las estigmáticas Patologías previas, así como por su edad. No hay más. Se trata de cuerpos en espera de ser tratados en el caso de una evolución negativa. Estos cuerpos son separados de sus condiciones, asignándoles un valor que escapa de su individualidad, referenciándose en los paquetes estadísticos en los que se encuentran inscritos. La persona que nos ocupa es un joven con síntomas leves, y que, tras algunos días, ha alcanzado el estatuto celebrativo de curado. Su caso es una cifra que se suma a los curados para ser exhibida en las televisiones de modo triunfalista.

Pero su evolución clínica contrasta con el impacto de la infección en su vida. Ha perdido su vínculo laboral y sus ingresos, y se encuentra alojado en una gran bolsa de personas en espera de tener una oportunidad para rotar, hasta ser reemplazado por el siguiente. La debilidad de su posición se refuerza por la amenaza que experimentan sus propios empleadores, que deben conservar la empresa hasta la llegada de la mitológica nueva normalidad. En esta situación se acentúa su autoritarismo, así como su legitimidad para decidir quién va a bordo y en qué condiciones. Las relaciones basadas en la fuerza, arraigadas en este sector,  adquieren todo su esplendor.

Así se configura el efecto del barco. Él acepta que viaja en una nave que transita entre tempestades con el riesgo de naufragar. Su identificación con el capitán es absoluta y acepta a regañadientes ser excluido. En su caso, se puede afirmar que es tirado al mar por la borda. Pero espera ser rescatado cuando la tormenta amaine y la incidencia acumulada se aminore. Su indefensión aprendida terminó por suscitar en nuestra conversación momentos de cólera contenida por mi parte. Desde mi confortable posición aparece como insólito su comportamiento. Tras despedirnos me alejé mascullando “estos jóvenes semiesclavos son la última versión de San Francisco de Asís”.

Pero, aún más, la hostelería se ha convertido en el espacio más controvertido de la pandemia. Es la válvula de escape a la prohibición epidemiológica de la vida, así como el sector en donde tiene lugar la intensa contienda política, de la que deviene en bandera de los que apuestan por minimizar las restricciones en favor de la economía, en oposición a los prohibicionistas, que persiguen secuencialmente el fantasma de los contagios, y que ahora ubican en los interiores de los bares y restaurantes. En esta contienda, se producen escaladas incesantes de argumentos referenciados, bien en la épica de la vida social que sustenta la economía, o bien en la salud, entendida como la encarnación de la mística de la incidencia acumulada, en tanto que cuando esta descienda se harán visibles los estragos causados en la salud en este tiempo de monopolio Covid.

Un efecto perverso de la historia de este muchacho, radica en que los camareros rotantes son desposeídos de su situación laboral para inscribirse en la narrativa gloriosa de la resistencia al poder epidemiológico. El sector es simbolizado en términos de gloria como símbolo de la defensa de la sociedad frente al poder epidemiológico intruso. En ese halo épico se disuelve su situación personal de vulnerabilidad laboral, pasando a detentar el papel ficticio de héroe por accidente. Así se asemeja al estatuto de la infantería sacrificados en las guerras, que son representados en estatuas nominadas “al soldado desconocido”. Es seguro que su figura va a ser elogiada en la próxima campaña electoral madrileña, arrancándolo de sus verdaderas condiciones para ser convertido en un ser mistificado.

Las personas que conforman las grandes bolsas de precarios rotantes de las empresas de hostelería y turismo, se alojan en un limbo múltiple que tiene varias caras que se recombinan entre sí. La epidemiología y la asistencia sanitaria  no los trata en su especificidad y los desagrega por patologías. La izquierda los diluye en categorías mucho más cuantiosas en cuanto que trabajadores. Los sindicatos se han emancipado de ellos desde muchos años atrás. Los medios los desplazan siempre al fondo de las imágenes. El estado es comprensivo y tolerante con los empresarios en tanto que motores de la sagrada economía. Los sociólogos y antropólogos minimizados se debaten en el dilema de investigarlos mediante métodos cuantis o cualis.

Así, este limbo termina siendo una tierra de nadie que los aloja para protegerlos de las miradas exteriores. En este territorio se prodiga la intimidad de su situación. Sus biografías, sus dramas personales, no son alfabetizados política y mediáticamente. Son un espectro que comparece como fondo de la imagen cuando se alude al fantasma de la precariedad. Esta tierra es un lugar de paso, porque, en tanto que inhóspita, todos tienden a escapar de ella. Los viejos camareros que han servido muchos años en restaurantes o se han empleado en hoteles, tienden a desaparecer para ser reemplazados por los contingentes que rotan por estas tierras. Es seguro que nadie se hace viejo como empleado de la hostelería. La referencia a las kellys, desaparecidas en la pandemia, es inevitable. ¿Qué será de ellas?

Estas gentes se sumergen en el anonimato y la fragilidad vital ahora congelada. Sus dramas biográficos generan un dolor mudo que contrasta con las risas y comportamientos celebrativos de la izquierda y de las élites salubristas, que comparecen en las televisiones ebrios de satisfacción por su nuevo lugar en el orden político. Cuando hablan de desigualdades se refieren a gentes muy pobres modeladas por el imaginario de los pobres de Viridiana. Pero no consideran a estas personas en situación de extrema indefensión, que esculpen sus sonrisas endeudándose en clínicas privadas, remodelan sus cuerpos en los gimnasios y en la proliferación de tatuajes, se liberan frente a los espejos mediante las metamorfosis estéticas de las peluquerías y las ropas de los mercados low cost, se esfuerzan en la constitución de un yo virtual sobrecargado de ficción, y apuran en su tiempo libre las ganas de vivir mediante distintas prácticas placenteras. Estos sectores sociales, el proletariado de servicios blanqueado del penúltimo capitalismo, no son comprendidos, siendo sus subjetividades menospreciadas por la izquierda profesional honorable. He habitado largos años estos mundos de las noblezas de estado.

La última amenaza que pesa sobre estas gentes es la de que sus malestares acumulados generen comportamientos que sean tratados por la psicología, que practica el noble arte de afrontar los problemas de los asistidos sin modificar sus condiciones de vida. Ya se solicita el aterrizaje de miles de psicólogos portadores de las recetas mágicas de tratar problemas económicos y sociales mediante la terapia. Este es el último estadio de la desdicha de las huestes invisibles de la hostelería: su reconstitución como objeto terapéutico. Los soldados desconocidos de esta guerra son desenterrados de sus cementerios colectivos. La medicina biológica estrena pareja con la flamante psicología incolora e inodora.

 

 

domingo, 21 de marzo de 2021

EL GORE TEX MÉDICO-EPIDEMIOLÓGICO

 


He sido frecuentador de consultas médicas debido a mi diabetes. He contado en este blog mi vivencia de estas relaciones en un capítulo específico “Derivas diabéticas”. He vivido la consulta como un espacio singular, que se encuentra blindado al exterior y en donde los sentidos de las prácticas que allí tienen lugar se corresponden con las representaciones profesionales, otorgando al paciente un papel relegado. Dice una persona tan inteligente como Juanjo Millás, que al médico hay que acudir para hablar. Conversar sobre la vida diaria del paciente, que siempre es singular y se produce mediante múltiples situaciones y comportamientos.  Sin embargo, en la operatoria clínica se reduce brutalmente la vida a varios estereotipos gruesos. Esta es subordinada imperativamente a las dimensiones que definen la práctica médica, focalizada al tratamiento del catálogo sagrado de las enfermedades. Una vez ubicado en una categoría diagnóstica, la relación es mecanizada.

Este sólido blindaje a la vida puede definirse recurriendo a un producto estrella del formidable yacimiento tecnológico del tiempo presente. Este es el Gore Tex, una membrana que, ubicada en la ropa o los zapatos, permite resguardarse frente a las contingencias climáticas. Este producto permite impermeabilizarse, además de ser transpirable y tener poco peso. Así contribuye a la protección en las actividades de montaña y al aire libre en condiciones climáticas adversas. Esta membrana es urdida con un material aislante formidable. Del mismo modo, en las Facultades de Medicina tiene lugar un proceso análogo, que cristaliza en una membrana infranqueable que protege al profesional frente a la complejidad, variabilidad y multiplicidad de la vida. Muy pocos consiguen reducir los efectos del Gore Tex profesional, instalado en las mentes de los novicios durante la socialización profesional.

La pandemia ha multiplicado la demanda al sistema sanitario convirtiendo a los profesionales en agentes de tráfico de pacientes. La prioridad es detectar y tratar a los pacientes Covid. La avalancha de pacientes encierra fatídicamente a los profesionales, fortaleciendo su membrana aislante. Esta se especifica en la reconversión del profesional en un epidemiólogo amateur, que trata a los pacientes como si fueran partes de colectivos definidos por su valor estadístico. Como diabético veterano, he experimentado muchas veces esta desviación fatal. En el encuentro, él entiende que está tratando con una aplicación de la diabetes, cuya significación es el control de la enfermedad. En este contexto, Juan, como persona singular, es reconvertido en un numerador, en una cifra, en una parte de un problema mayor.

En los primeros años salía de las consultas con la sensación de que formaba parte de un mundo lejano e inabarcable, de una realidad que me desbordaba y me convertía en infinitamente pequeño, y, sobre todo, insignificante, en tanto que la cuestión radicaba en el tratamiento de Doña Diabetes Mellitus, lo cual me reducía a una realidad infinitesimal. En estos días, los lenguajes no dejan lugar a dudas. Los epidemiólogos hablan de número de casos. Cada infectado entra en un mundo enorme que trasciende su propia vida, el de la incidencia acumulada. Después puede llegar a formar parte de los asintomáticos, los hospitalizados, los ingresados en la UCI, los fallecidos o los felizmente dados de alta. En ese tránsito la individualidad se difumina inexorablemente. De ahí la denominación de “casos”.

La versión epidemiológica del Gore Tex es mucho más consistente. En tanto que considerados como casos, el valor asignado a cada uno depende de la relación entre las magnitudes del problema: entre los infectados, hospitalizados, curados y fallecidos. En este proceso se produce el milagro de la insignificancia de cada persona. Su proceso singular se difumina y es ubicado en el exterior de los discursos públicos. La epidemiología, se atrinchera tras sus fortificaciones interiores protegidas por la membrana, por el impermeable científico. El resultado de esta inversión es la devaluación radical del paciente, un ser social que ahora es entendido como un cuerpo manipulable y salvable por el aparato asistencial.

En esta secuencia, el paciente adquiere el perfil de sospechoso de incumplir las prescripciones profesionales, y, por consiguiente, devenir en un agente infeccioso, en un peligro público. Así se reconstituye el ancestral autoritarismo profesional, erosionado principalmente por las lógicas imperantes en las sociedades de consumo de masas. El principio de la autonomía del paciente queda en suspensión y el consentimiento informado deviene en una quimera. La Covid instaura un principio de regresión en la asistencia sanitaria y en la relación médico-paciente. En estos meses, algunos logros históricos se han disipado y puede anunciarse su funeral grande.

Porque en esta situación parece pertinente interrogarse acerca de la mitológica humanización de la asistencia. En el estado de excepción sanitario, el paciente retorna al estatuto de la pasividad y la demanda se entiende en términos rigurosamente profesionales. La autonomía del paciente queda suspendida sine die. Este es entendido en función de las utilidades del sistema. Las guerras producen consecuencias que tienen una reversibilidad menguada. La guerra Covid está erosionando los sistemas sanitarios, que desbordados por el alud de infectados, se cierran sobre sí mismos. Algunos indicadores parecen perturbadores. En particular, la limitación del acceso mediante la decisión profesional. En los últimos meses he presenciado dos consultas telefónicas solicitando una cita para un problema relevante para el paciente, y la conversación se ha planteado en términos que desbordaban sus capacidades. Todo terminó en una solución aparentemente consensuada, pero no aceptada por el paciente una vez su lejano interlocutor se ausentó.

El sistema desbordado por el volumen fluctuante de la demanda, toma decisiones que es imposible consensuar, pero que afectan a importantes segmentos de población, que es privada de una parte esencial de sus derechos. Así se instala un estilo autoritario en las decisiones macro, que eliminan las dudas y también a los interlocutores. Por poner un ejemplo elocuente, las autoridades epidemiológicas no son sensibles a la aceptación de los costes del tiempo transcurrido, entendiendo los episodios de desobediencia como parte del concepto “fatiga pandémica”. Pero, en tanto que los epidemiólogos viven su edad de oro, decidiendo sobre las vidas de los infectados y candidatos a serlo, las gentes viven un drama con su vida suspendida y su futuro cuestionado.

Esta lógica de preponderancia sin contrapartidas de los decisores que prevalece en lo macro, desciende a todo el sistema, instalándose en lo micro y afectando a los encuentros cara a cara y uno a uno en las consultas. El paciente es desvalorizado y su cuerpo transformado en un objeto testeado por las pruebas y protegido mediante las medicaciones y vacunas. En este contexto decae la conversación y la relación se industrializa. El peligro de convertirse en un objeto es patente. Pero, el aspecto más negativo, radica en que la membrana Gore Tex, instalada en los primeros tiempos y puesta a prueba y reforzada con el paso de los años, se fortifica alcanzando niveles preocupantes.

El resultado es la generalización de condenas morales a los pacientes, así como una desconsideración de sus condiciones. Cuando a algún amigo médico le cuento que la Covid y sus respuestas me han arruinado ya dos primaveras, y que eso a mi edad es muy grave, sonríe y me dice que son cosas mías. Si sigo con la jodida glicosilada por debajo del 7.5 va todo bien, lo otro es superfluo. Cuando me despido me alejo mascullando ¡joder el Gore Tex de estos tipos¡

 

lunes, 15 de marzo de 2021

LA REACTUALIZACIÓN DE LA SERVIDUMBRE VOLUNTARIA

 

La servidumbre voluntaria es un concepto formulado por Étienne de la Boétie en el siglo XVI, en un libro “Discurso de la servidumbre voluntaria”, que parece resistir el paso del tiempo y la sucesión de distintas épocas.  Este autor distingue entre obediencia y servidumbre. Esta se produce cuando la sumisión al poder no se encuentra determinada solo por la fuerza o el carisma de quien lo detenta. La servidumbre es el resultado de un comportamiento mecánico en el que el sometimiento se internaliza y desproblematiza para integrarse en la subjetividad. En una relación de esta naturaleza, la aceptación de los súbditos tiene como contrapartida la acción del poder lesiva para sus mismos intereses.

La Boétie se muestra sorprendido por la inacción de las personas sometidas, haciendo énfasis en que el poder perverso se sostiene precisamente en la aceptación del sometimiento. El tirano funda su autoridad en la aceptación de los súbditos, obteniendo su fuerza en ellos mismos. En palabras del autor“[…]no querría sino entender cómo puede ser que tantos hombres, tantos burgos, tantas ciudades, tantas naciones aguanten alguna vez a  un tirano solo, el cual solo tiene el poder que aquellos le dan; el cual no tiene el poder de hacerles daño en tanto que aquéllos tienen la voluntad de soportarlo; el cual no podría hacerles mal alguno sino mientras prefieran sufrirle que contradecirle […] Este amo, sin embargo, no tiene más que dos ojos, dos manos, un cuerpo y nada más que no tenga el último de los habitantes de nuestro infinito número de ciudades. Lo que tiene más que vosotros son los medios que vosotros le proporcionáis para destruiros. ¿De dónde saca los innumerables argos (hombre fabuloso de cien ojos) que os espían, si no es de vuestras filas? ¿Cómo tiene tantas manos para golpearos si no las toma prestadas de vosotros? Los pies con los que pisa vuestras ciudades ¿acaso no son también los vuestros? ¿Acaso tiene poder sobre vosotros que no sea por vosotros mismos? ¿Cómo se atrevería a echarse sobre vosotros mismos si no hubiera inteligencia con vosotros? ¿Qué mal podría haceros, si no fueseis encubridores del ladrón que os roba, cómplice del asesino que os mata, y traidores a vosotros mismos? […] Decidíos, pues, a no servir más y seréis libres”

El tiempo presente es equívoco, en tanto que coexiste una memoria de las conquistas democráticas que fijan límites a los poderes establecidos, al tiempo que renace un variado repertorio de formas de dominación inquietantes, que se ubican en distintas esferas de la vida social. Los poderes que sustentan estos sometimientos han modificado su domiciliación. Las distintas formas de sujeción se ubican en el mercado reconstituido en los últimos cuarenta años. Esta estructura se configura como una nueva divinidad que tiene sus propias dimensiones, mostrándose como una configuración suprahumana, en el sentido de que sus actuaciones se sitúan por encima de sus fieles servidores.

Los discursos de la época devienen sacrificiales, en tanto que es menester salvar la empresa u otras entidades divinizadas, desentendiéndose de las personas específicas involucradas en esas relaciones. Estos son sacrificados en aras a la conservación del mercado politeísta, siendo reconsiderados como meros recursos humanos, cuyo valor reside en cifras.  La reconversión de los humanos en la dimensión crucial de esta galaxia de deidades que es el mercado, los datos, es el fenómeno más inquietante del opaco siglo XXI. Cada cual es transformado en un conjunto de datos que se reconstituye permanentemente, siendo tratados estos según los patrones cambiantes de las estructuras sistémicas. Cada persona es análoga a las acciones de la bolsa, que dependen siempre de equilibrios exteriores fluctuantes.

Sobre esa dependencia, los poderes del presente han desarrollado ricos y variados repertorios de formas de sujeción. Las democracias contemporáneas coexisten con múltiples sistemas de autoridad ubicados en distintas instituciones y espacios del sistema social. Estos tienen como efecto el mantenimiento y la reactualización de las desigualdades sociales. La abundancia, resultante del incremento de productividad de la era industrial, oculta la persistencia de múltiples formas de sometimiento. Así se produce una mutación de la obediencia, que parece reducir los aspectos explícitamente coercitivos en favor de un modelo en la que cada cual tiene que aceptar imperativamente el juego que se le propone. La no aceptación de las reglas desencadena la expulsión del sujeto del sistema parcial en el que se encuentra.

La nueva servidumbre se funda en un nuevo modelo, en el que las personas son desposeídas de una ubicación estable y permanente, para ser realojadas en un medio en el que impera una competición sin tregua con los demás. Los procesos de radical desregulación, reestructuración y desimbolización que operan en el nuevo capitalismo neoliberal reconfiguran el medio en el cual se encuentra cada uno, que carece de un suelo sólido, siendo rigurosamente dependiente de un juego exterior a él mismo. Así, en este medio incontrolable, tiene lugar el desamparo del sujeto gobernado, cuya única alternativa es maximizar su capacidad de adaptación. Este es el hábitat en el que impera la coacción permanente, cuyo resultado es el modelo de la servidumbre voluntaria reactualizada.

Cada uno, reconstituido como recurso humano, debe adaptarse a la situación requerida, que lo reconfigura primero como estudiante de largo recorrido, tiempo que debe ser reconocido en el largo tránsito por las selvas de las titulaciones, los niveles, las prácticas y las pasarelas. Tras esta etapa debe recorrer el largo camino representado por la precariedad, en la que debe desempeñarse como eterno interino en espera de destino, en el largo período del postbecariado. La integración en la sociedad se realiza en tanto que el sujeto alcance la condición de endeudado. Este es el acontecimiento vital que culmina el proceso de dependencia. En este largo proceso se cuece a fuego lento una subjetividad adaptativa que contribuye a la nueva servidumbre voluntaria. Cada cual debe comparecer todos los años ante las agencias de la evaluación para presentar su cesta de méritos y aceptar su tratamiento en el sistema de pesos y medidas que estas imponen.

En un proceso temporal tan dilatado, el sujeto comparece desamparado. El objetivo de las mediciones de sus méritos tiene como propósito, precisamente, compararlo con los demás para estimular la competencia. Así se fragua una subjetividad domesticada que no tiene otra alternativa que aceptar la situación y jugar el juego que se les propone. Este reconvierte los vínculos laterales con los otros individualizándolo severamente. Así se constituye la pasividad, la dependencia y la aceptación de un destino mutilado para la mayoría de no ganadores. El resultado es la constitución de un consentimiento sin límites a los operadores de la competición. La indefensión termina por arraigarse en las mentes de los jugadores. Se otorga el respaldo a un juego que prescinde de él mismo.

La cuestión más relevante de este juego radica en que el nuevo poder auditor representa un intervencionismo en la vida muy superior al de cualquier otra época. Cada cual vive sometido a sus inspecciones y reglas que moldean la vida en todas las esferas. El estado basado en la auditoría permanente de sus súbditos gobierna según el modelo de gobierno a distancia. Cuadricula el espacio en el que vive cada cual, diseñando las alternativas para cada sujeto y espera que este decida y ejecute sus acciones constreñido a ese campo. Nunca ha existido un poder tan productivo y arraigado en la vida privada de sus súbditos. Sus normas requieren una movilización total para cumplir con las auditorías personales anuales. Las vidas se encuentran modeladas por las cestas de méritos y las valoraciones de las que son objeto.

En este estado general de movilización, las autoridades auditoras inventan una figura esencial, que son los directores de la vida de sus activos súbditos. Una legión de gerentes, expertos, directores de la vida, entrenadores, peritos de la intimidad y conductores del yo acompañan a cada uno en el largo proceso de integración social. Estos ejecutan mediante los encuentros cara a cara, el moldeado de las personas, para que maximicen sus resultados en la siguiente edición de la auditoría. Así se labora la lenta aceptación de la realidad, en la que cada cual acepta la máxima de “esto es lo que hay”. Esta significa una renuncia a modificar la situación y a reencontrarse con los otros. Las palabras de la Boétie respecto al prodigio de los hombres fabulosos de los cien ojos se hacen comprensibles y verosímiles.

El poder auditor que instaura la vida como un estado de movilización permanente para la evaluación sin fin, que se emancipa de los resultados, de modo que la gran mayoría de los inspeccionados no alcanza nunca la autonomía, es particularmente cruel, en tanto que exige un esfuerzo desmesurado a sus súbditos sin contraprestación alguna. Así instituye la servidumbre voluntaria generalizada de las personas que terminan por asumir que ellos mismos se encuentran en deuda con las exigencias de las agencias de inspección y evaluación. Esta deuda percibida es internalizada de modo que constituye el estado de obediencia debida. El capitalismo neoliberal entendido como el estado auditor de las personas, es extremadamente exigente con sus laboriosos súbditos entregados a las actividades de construcción de sus currículums laborales y sus biografías privadas, también regidas por los méritos.

Concluyo con una paradoja turbadora. Los órdenes políticos nacidos de la revolución rusa, suscitaron una obediencia modelada principalmente por la apoteosis del estado, la unanimidad imperativa y la vigilancia industrializada sobre cada uno, desempeñada por dispositivos policiales macroscópicos. De ellos resulta el miedo generalizado, que termina por arraigarse en la vida diaria. Pero un factor esencial de este poder es que pedía muy poco a sus súbditos. Solo tenía que cumplir estrictamente con sus obligaciones tuteladas. No pedía esfuerzo alguno. Recuerdo en una estancia en Nicaragua ya sandinista, que en el hotel en el que me alojaba, en el desayuno, un nutrido grupo de jóvenes barría un patio. Cada uno tenía una superficie muy pequeña, de modo que el ritmo era más que pausado. Esta anécdota ilustra acerca de la naturaleza de ese sistema. Se pedía muy poco a cada cual a cambio también de muy poco en cuanto a bienes materiales. De ese modo se fraguaba una vida sin muchas presiones externas. La cotidianeidad transcurría tranquila, en tanto que el sujeto acredite su obediencia.

Pero el capitalismo neoliberal funciona justamente de modo contrario. Implica unas exigencias cuantiosas, auditadas anualmente, que carecen de contrapartida. La producción y renovación de los méritos invade la vida del el súbdito, configurando su integración social como un horizonte siempre lejano. Se pide mucho a cambio de muy poco. Esta ecuación genera unas tensiones y malestares no expresados explícitamente, pero presentes en las ínclitas vidas de sus súbditos. Sobre esta contradicción se forja la subjetividad del endeudado que modela la servidumbre voluntaria, que adquiere un perfil diferente al enunciado por le Boétie, pero que representa esencialmente lo mismo: la constitución de un poder que funciona sobre el consentimiento de sus súbditos, que es voluntariamente esculpido por sus agentes.

Me encanta contemplar en las fotocopiadoras a los aspirantes a ingresar en el mercado de trabajo, portadores de sus currículums abreviados que son reproducidos constantemente para alimentar a los poderes auditores de personas. Cuando contemplo a la persona me pregunto acerca de su trayectoria como caminante permanente entre inspecciones para obtener un menguado premio, como es un trabajo temporal, que sirve, sobre todo, para engrosar la cesta de méritos, el pasaporte en estas extrañas instituciones que sirven a un poder desmesuradamente exigente con sus laboriosos súbditos.

 

 

 

 

sábado, 6 de marzo de 2021

EL MOVIMIENTO FEMINISTA PRIVADO DE BULA EPIDEMIOLÓGICA

 



La prohibición de la Delegación del Gobierno en Madrid  de las concentraciones feministas previstas para este año constituye una excepción con respecto a otros actos públicos. Es la primera vez, en el tiempo de postconfinamiento, que comparece esta palabra, pronunciada imperativamente por el poder ejecutivo. Los antecedentes son inequívocos. Hasta ahora se había decidido con una tolerancia y permisividad manifiesta a las distintas concentraciones de personas de diversa naturaleza. El mismo día 5, se ha producido una concentración imponente de fe religiosa ante el Cristo de Medinaceli. Una multitud de personas integradas en una cola que se renovaba incesantemente,  desfilaron ante la imagen del Cristo para hacer sus plegarias. Esta concentración aprobada por las autoridades, los medios y los expertos, es la expresión del retorno de un viejo concepto eclesiástico: el de la bula.

En el caso que nos ocupa, se trata de una novísima bula epidemiológica, que consiste en el privilegio de reunirse en masa sin ser apercibidos por las autoridades, los epidemiólogos y las televisiones. Por el contrario, las concentraciones feministas son tajantemente prohibidas, tras un largo tiempo en el que los tertulianos convirtieron el 8 M del pasado año en un acontecimiento severamente descalificado, criminalizado y condenado. La evidencia de variadas bulas para concentraciones de distinta naturaleza, frente a la prohibición de las feministas, pone de manifiesto otro nuevo concepto: la desigualdad epidemiológica, que deviene en la nueva injusticia epidemiológica.

Esta consiste precisamente en la ponderación desigual de los riesgos en función de la posición social y el poder de los convocantes. Las manifestaciones de masas, llevadas a cabo durante varios días sucesivos en Núñez de Balboa, por parte de importantes contingentes de clases medias y altas, no suscitaron condena alguna, ni fueron objeto de tratamiento en las tertulias televisivas ni en los informativos. También de los epidemiólogos, que como colectivo recién ascendido a la cúspide del nuevo estado clínico, lo primero que han aprendido es a ser comprensivos, permisivos y tolerantes con las clases pudientes. Por el contrario, los jóvenes en espera indefinida, así como los concentrados en las zonas básicas de salud con peores condiciones de vida, son tratados con un rigor punitivo inquietante.

La situación epidemiológica es un saco que ampara cualquier argumentación. Así, quiero recordar que en Madrid ha habido concentraciones de masas de  distinto signo: las cotidianas en los transportes públicos y centros de trabajo; las comerciales; las de las terrazas, los bares y el ocio; las propiciadas por protestas de grupos de interés o conflictos laborales; las estrictamente políticas, unas en automóviles y otras a pie (recuerdo una muy importante en junio en la Castellana);  las “negacionistas” pop; las fascistas como la del cementerio de la Almudena; la reciente de Sol en solidaridad con Hasel; las religiosas; las corridas de toros de los primeros tiempos o los conciertos de gente tan sensata como Raphael…Estas concentraciones muestran que no existe un sistema normativo de pesos y medidas para su reconocimiento, pero, además, que se puede advertir un grado de discrecionalidad en las decisiones de las autoridades, que llega a ser escandaloso. Esta se ampara inequívocamente en la consideración del capital político de los convocantes, privilegiando a las gentes que habitan posiciones confortables en la estructura social.

La pandemia ha ascendido a los salubristas al campo de la decisión política, conformando a los mismos en una casta sacerdotal que emite dictámenes que las autoridades políticas desvían en sus decisiones de facto. Así se configura un nuevo juego de billar epidemiológico, en el que los dispositivos expertos en salud representan una bola que se recombina con las demás en una serie de jugadas. Estas, tienen en muchos casos, otros sentidos que los estrictamente sanitarios. En general, se aprovecha la pandemia para debilitar la presencia de los movimientos sociales mediante su destierro de las calles. Este exilio de la acción colectiva, afecta, en particular, al movimiento feminista.

El episodio de la prohibición de las concentraciones feministas tiene como finalidad aprovechar la oportunidad de la situación epidemiológica para domarlo, recortarlo y desterritorializarlo. Las manifestaciones feministas del 8 M de los últimos años, habían mostrado la gran potencialidad de este movimiento social, en el que convergen múltiples perspectivas y discursos. Se trata de una gran movilización radicalmente heterogénea en la que coexisten varios sentidos. Este acontecimiento ha desbordado las perspectivas de los partidos contendientes, al ubicarse en el más allá del campo estrictamente electoral. Desde su perspectiva es muy importante reconvertirlo a la dimensión electoral, cultivando cada uno sus potenciales clientelas. Este es el sentido de todas las jugadas en los dos últimos años. Ahora, con la bola epidemiológica en el tablero, se diseña la jugada de su control, recorte y reconversión.

Las manifestaciones del 8M son entendidas como un riesgo para la derecha, y como una quimera para la izquierda, que entiende que ha encontrado por fin un territorio social en el que asentarse. El desvarío de los discursos alcanza niveles de comicidad. De ahí que la manifestación del año pasado haya devenido en una confrontación total contra el gobierno. Los argumentos esgrimidos en esta muestran inquietantemente que los fenómenos históricos nunca desaparecen en su integridad. Me refiero a la institución de la Santa Inquisición, que se revive en el siglo XXI con nuevos formatos. Ciertamente, la celebración de la manifestación el año pasado fue un error de gran envergadura, en tanto que sus consecuencias sanitarias fueron fatales. Pero en esas semanas, se celebraban eventos deportivos, políticos y culturales que congregaban multitudes. Las autoridades manifestaron su incapacidad de responder a una amenaza en su tiempo requerido.

En una situación epidemiológica como la actual en Madrid no son recomendables las concentraciones de personas. Pero todas las concentraciones. Lo que es intolerable es discriminar entre unas y otras. Pero en este episodio subyace una tensión fundamental. Esta es la del modo de gobierno que ha cristalizado en esta situación excepcional. Este se caracteriza por la reducción drástica de la deliberación y la consulta entre las partes. Los gobiernos deciden amparados en los dictámenes expertos. La constricción de la democracia favorece la permisividad con los sectores sociales que ampara la oposición. Así puede hacerse inteligible la secuencia de decisiones zigzagueantes y contradictorias.

De este modo se ha descartado la cogestión de distintas cuestiones con los involucrados. Esta ha sido expulsada del campo político, reforzando así un autoritarismo con rostro experto. Si hubiera existido un mecanismo de cogestión con las organizaciones feministas en Madrid hubiera sido factible diseñar concentraciones y formas de movilización compatibles con las condiciones requeridas para reducir los riesgos en salud. El próximo concierto en el Palau Sant Jordi de Barcelona de Love of lesbian, que acogerá a 5000 personas sin distancias personales, se corresponde al modelo de cogestión, que estimula la creatividad mediante la interacción mutua.

Pero la cogestión es incompatible con un sistema político como el régimen del 78 español, que se encuentra sumido en una deriva autodestructiva. La jerarquía y el autoritarismo acreditan su incapacidad de crear y acordar. Esta decisión es el resultado del triunfo de la derecha en la única instancia de deliberación existente: las tertulias de los platós. Así, el gobierno realiza un acto de penitencia por el pecado cometido el pasado año el 8M. Mediante la prohibición tajante espera regenerarse en el nuevo parlamento, que ya no es el de papel, sino el de las cámaras y las imágenes. Porque lo que se dirime es la consecución del gobierno. Todo está subordinado a esta cuestión.

 

 

 

miércoles, 3 de marzo de 2021

LA DOMESTICACIÓN DE LAS IMÁGENES

 


Hoy las imágenes no son solo copias, sino también modelos. Huimos hacia las imágenes para ser mejores, más bellos, más vivos […] El medio digital consuma aquella inversión icónica que hace aparecer las imágenes más vivas, más bellas, mejores que la realidad, percibida como defectuosa

Byung-Chul Han

La explosión de la imagen es el aspecto central de nuestro tiempo. En mi propia biografía he podido experimentar esta mutación esencial. El viejo álbum familiar, portador de las fotografías hechas en grandes ocasiones, deviene en una multiplicación prodigiosa que irrumpe la cotidianeidad y la transforma integralmente. Cada cual es ahora una realidad asociada a las múltiples fotos que alimentan los distintos perfiles requeridos por las redes, que es menester cambiar para manifestar su existencia a los demás.

Me impresiona muchísimo contemplar a las personas fotografiándose en lugares bellos, que solo son considerados como fondo para sus propias imágenes. La centralidad de la televisión ha propiciado la explosión de las redes sociales, conformando una nueva sociedad postmediática. Me asombraba, ya en mi tiempo de profesor, la pasión por la imagen de mis alumnos. Algunos me decían que preferían escuchar y ver largas conferencias de autores que leer sus textos. Instagram y Youtube se asientan en el centro simbólico de la sociedad y reorganizan todas las estructuras y las instituciones.

He leído un texto magnífico de Baudrillard sobre la fotografía. Es un artículo publicado en 2004 en el nº 9 de Cuadernos de la Información y Comunicación. Su título es “Porqué la ilusión no se opone a la realidad”, y está traducido por Eva Aladro. Me ha parecido tan sugerente que he extrañado mi antiguo oficio de profesor. Este texto hubiese sido un material excelso para alguna clase que hubiera facilitado penetrar en el presente, consumando así un milagro tratándose de la venerable sociología. Es por esta razón por la que he decidido publicarlo aquí. Si algún lector experimenta algo semejante a lo que ha impactado en mí mismo, será suficiente estímulo.

El texto es un prodigio de temporalidad, en tanto que su trama argumental anticipa el tiempo presente. Se encuentra extraordinariamente vivo y puede generar múltiples vínculos con realidades vividas hoy. Me ocurre ahora al leer a este autor desde la perspectiva del tiempo transcurrido. La lectura me ha generado múltiples dilemas, preguntas, dudas y reafirmaciones. La explosión de la imagen reconvierte la privacidad y la libera de su oscuridad. En todas las partes las cámaras son las protagonistas incuestionables de lo vivido por los sujetos tentados por la reconfiguración de sus realidades mediante el Photoshop. En este sentido, parafraseando a Byung-Chul Han, vivir el presente es producir y domesticar las imágenes de uno mismo.

 

PORQUÉ LA ILUSIÓN NO SE OPONE A LA REALIDAD

JEAN BAUDRILLARD

 

La fotografía es nuestro exorcismo. La sociedad primitiva tenía sus máscaras, la sociedad burguesa, sus espejos, y nosotros tenemos nuestras imágenes. Con la técnica creemos constreñir al mundo. Pero a través de la técnica es el mundo quien se impone a nosotros, y el efecto sorpresa de ese vuelco es verdaderamente considerable.

Creemos fotografiar una determinada escena por puro placer, pero en realidad es ella la que quiere ser fotografiada. No somos más que comparsas de su puesta en escena. El sujeto no es sino el agente de la irónica aparición de las cosas. La imagen es el médium por excelencia de esa enorme publicidad que se hace el mundo, que se hacen los objetos —obligando a nuestra imaginación a borrarse, a nuestras pasiones a travestirse, rompiendo el espejo que les tendíamos, por lo demás con hipocresía, para captarlos—.

El milagro, hoy, es que las apariencias —desde hace mucho tiempo reducidas a una esclavitud voluntaria— se revuelven hacia nosotros y contra nosotros, soberanas, a través de la misma técnica que usábamos para expelirlas. Llegan por lo demás hasta el aquí y ahora de su lugar, del corazón de su banalidad, e irrumpen por todas partes, multiplicándose solas con alegría.

La alegría de fotografiar es una alegría objetiva. Quien no ha probado jamás el gozo objetivo de las imágenes —por la mañana, en una ciudad, en un desierto —jamás comprenderá nada de la delicadeza patafísica del mundo—.

Si una cosa quiere ser fotografiada, significa que no quiere consignar susentido, que no quiere reflejarse. Solo quiere ser captada directamente, violada en el sitio, iluminada en su detalle. Si una cosa quiere convertirse en imagen no es para durar, sino más bien para desaparecer. Y el sujeto no es un buen médium si no entra en este juego, si no exorciza su propia mirada y su propio juicio, si no goza con su propia ausencia.

Es la trama misma de los detalles del objeto, de las líneas, de la luz, la que

debe significar esta interrupción del sujeto, y por tanto la irrupción del mundo, lo que crea el suspense de la foto. A través de las imágenes el mundo impone su discontinuidad, su fraccionamiento, su instantaneidad artificial. En este sentido, la imagen fotográfica es la más pura, porque no simula ni el tiempo ni el movimiento y se atiene al irrealismo más riguroso. Todas las otras formas de imagen (cine, vídeo, síntesis, etc...) son sólo formas atenuadas de la imagen pura y de su ruptura con lo real.

La intensidad de la imagen se mide por su negación de lo real, por su invención de otra escena diferente. Tomar una imagen de un objeto es quitarle una por una todas sus dimensiones: el peso, el relieve, el perfume, la profundidad, el tiempo, la continuidad, y obviamente el sentido. Es al precio de esta desencarnación como la imagen adquiere ese poder de fascinación, como se convierte en  médium de la objetualidad pura, como se hace trasparente a una forma de seducción más sutil.

Reagregar una por una todas las dimensiones —el relieve, el movimiento, la emoción, la idea, el sentido y el deseo— para volver mejor, para volver más real el conjunto, es decir mejor simulado, es un contrasentido total en términos de imagen. Y la técnica misma se ve atrapada en su propia trampa.

El deseo de fotografiar viene quizás de esta constatación: visto en una perspectiva de conjunto, desde el punto de vista del sentido, el mundo es muy desilusionante. Visto en  detalle, y por sorpresa, es siempre de una evidencia perfecta. Vértigo del detalle perpetuo del objeto. Excentricidad mágica del detalle. En la foto, las cosas se vertebran a través de una operación técnica que corresponde a la concatenación de su banalidad. Así es una imagen por otra imagen, una foto por otra foto: una contigüidad de fragmentos. No de «visiones del mundo», no de mirada: la refracción del mundo, en su detalle, con las mismas armas.

La ausencia del mundo en todo detalle, como la ausencia del sujeto dibujada en cada rasgo de un rostro. Esta iluminación del detalle se puede obtener también con una gimnasia mental, o a través de la sutileza de los sentidos. Pero aquí la técnica los pone en funcionamiento sin herir cuerpo alguno. Es una trampa, quizás.

Los objetos son de tal forma que, en su interior, cambian con su propia desaparición. En este sentido es como nos engañan y determinan la ilusión. Pero también en este sentido son fieles a sí mismos y por lo que nosotros debemos ser fieles a ellos: en su detalle minucioso, en su representación exacta, en la ilusión sensual de su apariencia y de su concatenación. De ahí por qué la ilusión no se opone a la realidad, sino que constituye otra realidad más sutil que surge inmediata del signo de su desaparición. Todo objeto fotografiado no es otra cosa que la huella dejada por la desaparición de todo el resto. Es un crimen casi perfecto, una solución casi total del mundo que no deja resplandecer otra cosa que la ilusión de tal o tal otro objeto, del cual la imagen crea entonces un enigma inaferrable. A partir de esta excepción radical, se tiene sobre el mundo una vista inexpugnable.

No se trata de producir. Todo queda encerrado en el arte de la desaparición. Solo lo que sucede en el modo de desaparecer es verdaderamente diferente. Más: sucede que esta desaparición deja huellas, que es el lugar de aparición del Otro, del mundo, del objeto. Además es el único modo que posee el Otro para existir: nuestra propia desaparición. «We shall be your favorite disappearing act!» (¡Seremos tu acto favorito de la desaparición!). El único deseo profundo es el deseo de objeto (incluido el sexual). Es decir, no de aquello que nos falta, ni de aquello (aquel, aquella) que nos echa de menos —esto ya es más sutil—sino de aquel o aquella que no nos echan de menos, de aquello que puede existir tranquilamente sin nosotros. Aquello que no nos echa en falta: ése es el Otro, la alteridad radical.

El deseo lo es siempre de esta perfección extraña, y al mismo tiempo incluye en sí el romperla y destruirla. No nos apasiona nada ni nadie a quien no queramos al mismo tiempo dividir y romper su perfección y su impunidad. Fotografiar no es captar al mundo como objeto, sino convertirlo en objeto, reasumir su alteridad escondida bajo su supuesta realidad, hacerlo despuntar como atractor extraño y fijar esta atracción extraña en una imagen. Volver a ser en el fondo «una cosa entre las cosas», todas ellas extrañas entre sí pero cómplices, todas ellas opacas pero familiares —más que un universo de sujetos opuestos y trasparentes unos a los otros—.

Es la foto la que nos acerca más a un universo sin imágenes, es decir a la apariencia pura. La imagen fotográfica es dramática a causa de la lucha entre la voluntad del sujeto de imponer un orden, una visión, y la del objeto de imponerse en su discontinuidad y su inmediatez. En el mejor de los casos es el objeto quien gana, y la imagen-foto es la de un mundo fractal del cual no hay ecuación ni salida en ningún lugar. Es muy diferente al arte y al mismo cine, a cuyo través la idea, la visión o el movimiento bosquejan siempre la figura de una totalidad.

Contra la filosofía del sujeto, la de la mirada, la de la distancia del mundo para captarlo mejor, se halla la antisofía del objeto, la desconexión de los objetos entre sí, la sucesión aleatoria de los objetos parciales y de los detalles. Como una síncopa musical o el movimiento de las partículas. La foto es lo que más nos acerca a la mosca, a su ojo fasciculado y a su fragmentario vuelo lineal. Para que el objeto sea captado, es necesario que el sujeto se reprima. Pero precisamente es así como éste encuentra su última aventura, su última fortuna, la de la desposesión de sí mismo en el reverberar del mundo, en el que ocupa ya el lugar ciego de la representación. El objeto tiene un valor para el juego mucho más grande, pues, no habiendo atravesado la fase del espejo, no tiene nada que ver consu propia imagen, con su identidad o con su semejanza —despojado del deseo y no teniendo nada que decir, escapa al comentario y a la interpretación—.

Si se llega a captar algo de esta desemejanza y de esta singularidad, cambia algo del punto de vista del mundo «real« y del principio mismo de realidad. Lo que está en juego es hacer de tal modo que el objeto, en lugar de que se le impongan la presencia y la representación del sujeto, se convierta en el lugar de su ausencia y de su desaparición. El objeto puede ser por otra parte una situación, una luz, un ser vivo. Lo esencial es que haya una ruptura de aquella maquinaria demasiado bien concebida de la representación (y de la dialéctica moral y filosófica que va unida a ella), y que por efecto de un puro advenimiento de la imagen el mundo surja como evidencia insoluble.

Es una inversión del espejo. Hasta ahora el sujeto era el espejo de la representación. El objeto no era más que el contenido. Esta vez es el objeto quien dice: «I shall be your mirror¡ (¡Yo seré tu espejo!)».

La foto tiene un carácter obsesivo, caracterial, estático y narcisista. Es una actividad solitaria. La imagen fotográfica es discontinua, puntual, imprevisible e irreparable, como el estado de cosas en un momento dado. Cada retoque, cada pentimento», cada puesta en escena adquiere un carácter abominablemente estético. La soledad del sujeto fotográfico, en el espacio y el tiempo, está correlacionada con la soledad del objeto y con su silencio caracterial.

El objeto debe ser fijado, mirado intensamente e inmovilizado por la mirada. No es él el que debe posar, es el operador quien debe retener su propia respiración para hacer el vacío en el tiempo y en el cuerpo. Pero debe retener la respiración también mentalmente y no pensar en nada, a fin de que la superficie mental esté tan virgen como la película. No se debe considerar ya un ser representativo, sino un objeto que trabaja en el interior de su propio ciclo, sin tener para nada en cuenta la puesta en escena, en una especie de circunscripción delirante de sí y del objeto. Aquí hay un encantamiento que se puede también encontrar en el juego —el de superar la propia imagen y consignarnos a una especie de feliz fatalidad—. Jugando somos nosotros pero al mismo tiempo no somos nosotros. Así se crea el vacío dentro y en torno a sí mismo, en una especie de clausura iniciática. No nos proyectamos ya en una imagen —se produce el mundo como suceso singular, sin comentarios—.

La foto no es una imagen en tiempo real. Conserva el momento del negativo, el suspense del negativo. Es este ligero desplazamiento el que permite a la imagen existir en cuanto tal, como ilusión diferente al mundo real. Es este ligero desplazamiento el que le da la fascinación discreta de una vida anterior, cosa que no tienen las imágenes numéricas o vídeos que se desarrollan en tiempo real. En las imágenes de síntesis lo real ha desaparecido ya. Y, por este motivo, no son ya imágenes en sentido propio.

Hay una forma de estar de la foto, de suspense, de inmovilidad fenomenal que interrumpe la precipitación de los sucesos. Detenerse en una imagen es detenerse en el mundo. Este suspense no es nunca definitivo, sin embargo, porque las fotos reenvían las unas a las otras y no hay otro destino para la imagen que la imagen. Y sin embargo cada una de ellas es distinta a todas las demás.

Es a través de este tipo de distinción y de complicidad secreta como la fot ha reencontrado el aura que había perdido con el cine. Pero también el mismo cine puede reencontrar esta cualidad propia de la imagen —cómplice, pero casi extraña a la narración— que tiene su propia intensidad estática, si bien animada con toda la energía del movimiento —cristalizando todo el despliegue en una imagen fija—, según un principio de condensación que va contra el principio de alta disolución y de dispersión de todas nuestras imágenes actuales. Como en GODARD, por ejemplo.

Es raro que un texto se ofrezca con la misma evidencia, la misma instantaneidad, la misma magia que una sombra, una luz, una materia. Sin embargo en NABOKOV o en GOMBROWIC, por ejemplo, la escritura reencuentra a veces algo de la autonomía material, objetiva, de las cosas sin cualidad, del poder erótico y del desorden sobrenatural de un mundo nulo.

La verdadera inmovilidad no es aquella de un cuerpo estático, sino la de un peso en el ápice de un péndulo, cuyas oscilaciones apenas se han detenido y que todavía vibra imperceptiblemente. Es la del tiempo en el instante —la de la «instantaneidad» fotográfica tras de la cual circula siempre la idea del movimiento, pero sólo la idea— en que la imagen es el testimonio presente del movimiento sin hacerlo ver jamás, lo que le quitaría la ilusión. Es con esta inmovilidad con la que sueñan las cosas, con la que soñamos nosotros. Y es bajo ella donde siempre se detiene más el cine, en su nostalgia del ralentí y de la imagen fija como ápice de la dramaticidad.

Lo mismo puede decirse del silencio. Y la paradoja de la televisión habrá sido probablemente la de restituir toda su fascinación al silencio de la imagen. Silencio de la foto. Una de sus cualidades más preciosas, a diferencia del cine o de la televisión, a quien es preciso siempre imponerle el silencio, sin conseguirlo. Silencio de la imagen, que vence (¡o debería vencer!) a todo comentario. Pero silencio también del objeto, que ella arrebata al contexto ensombrecedor y ensordecedor del mundo real. Sea cual sea el rumor y la violencia que la rodeen, la foto restituye el objeto a la inmovilidad y al silencio. En plena confusión urbana, ella recrea el equivalente del desierto, un aislamiento fenomenal. La foto es el único modo de recorrer la ciudad en silencio, de atravesar el mundo en silencio.

La fotografía da cuenta del estado del mundo cuando nosotros estamos ausentes. El objetivo explora esta ausencia. También en los rostros o en los cuerpos cargados de emoción está aún esa ausencia que ella explora. Se fotografían así mejor aquellos para los que lo otro no existe o no existe ya —los primitivos,  los miserables, los objetos-. Sólo lo inhumano es fotogénico. Es a este precio como funciona una estupefacción recíproca, y por tanto una complicidad nuestra con el mundo y del mundo con nosotros.

Los seres humanos son demasiado sentimentales. También los animales, los vegetales, son demasiado sentimentales. Sólo los objetos no tienen aura sexual o sentimental. No hay por tanto otra solución que violentarlos a sangre fría para fotografiarlos. No habiendo problemas de semejanza, son maravillosamente idénticos a sí mismos. A través de la técnica no se puede añadir otra cosa que la evidencia mágica de su indiferencia, la inocencia de su puesta en escena y evidenciar lo que encarnan: la ilusión objetiva y la desilusión subjetiva del mundo.

Es muy difícil fotografiar individuos o rostros. El hecho es que la puesta apunto fotográfica es imposible ante alguien cuya puesta a punto psicológica deja tanto que desear. Cualquier ser humano es el lugar de una puesta en escena similar, el lugar de una (de)construcción tan compleja que el objetivo la estropea a pesar de su carácter. Está de tal manera cargado de sentido, que es casi imposible quitarle la envoltura para encontrar la forma secreta de su ausencia.

Se dice que hay siempre un instante que captar, en el cual el ser más banal, o más enmascarado, muestra su identidad secreta. Pero lo que es interesante es su alteridad secreta. Y más bien que buscar la identidad tras la máscara, hay que buscar la máscara tras la identidad, —la figura que nos posee y nos desvía de nuestra identidad— la divinidad enmascarada que efectivamente habita a cada uno de nosotros por un instante, por un día, o a uno por otro.

Para los objetos, los salvajes, las bestias, los primitivos, la alteridad es segura, la singularidad es segura. Una bestia no tiene identidad y sin embargo no está alienada —es extraña a sí misma y a sus propias miras—. De improviso adquiere la fascinación de los seres extraños a su propia imagen, que gozan a través de ella de una familiaridad orgánica con el propio cuerpo y con todos los demás. Si se reencuentra esta connivencia y esta extrañeza al mismo tiempo, entonces nos acercamos a la cualidad poética de la alteridad —la del sueño y del sueño paradójico, la identidad que se confunde con el sueño profundo—.

Los objetos, como los primitivos, tienen una grandeza fotogénica anticipa-da respecto a nosotros. Liberados de golpe de la psicología y de la introspección conservan toda su seducción frente al objetivo. Liberados de la representación, conservan toda su presencia. Para el sujeto es mucho menos cierto. Por eso—¿es el precio de su inteligencia, o el signo de su estupidez?— el sujeto a menudo consigue, a costa de esfuerzos inauditos, renegar de su alteridad y existir sólo en los límites de su identidad. Lo que necesitamos, por tanto, es volverlo un poco más enigmático a sí mismo, y volver a los seres humanos en general un poco más extraños (o extranjeros) los unos a los otros. No se trata de tomarlos por sujetos, sino de hacerlos ser objetos, hacerlos ser otros —es decir, tomarlos por lo que son.

«Es preciso captar a las personas en su relación consigo mismas, es decir en su silencio» (H. CARTIER-BRESSON).

Vivimos en general sobre el aparato constituido por la voluntad y la representación, pero la palabra «fin» de la historia está en otra parte. Cada uno está probablemente ahí con su voluntad y su deseo pero, en secreto, las decisiones y los pensamientos le provienen de otra parte —y es en esta interferencia muy extraña donde reside nuestra originalidad—. No reside en los espejos en que nos reconocemos, ni en el objetivo que quiere reconocernos. La trampa está siempre en la semejanza, y la grandeza de una imagen es que sepa desafiar a toda semejanza, que vaya a buscar a otra parte lo que viene de otra parte.

Hubo un tiempo en el que enfrentarse con el objetivo era dramático, en el que la imagen misma era todavía un riesgo, una realidad mágica y peligrosa. Todo entonces expresaba la ausencia de complacencia hacia la imagen —miedo, desconfianza, ira— lo que daba a cualquier campesino o burgués de comienzos de siglo rodeado de su familia la misma seriedad mortal y selvática de un primitivo. Su ser se inmovilizaba, sus ojos se dilataban ante la imagen, tomando espontáneamente la expresión del muerto. De improviso hasta el mismo objetivo se vuelve salvaje. Se excluía toda promiscuidad entre el fotógrafo y su objeto (contrariamente a las prácticas actuales). La distancia es insuperable y la foto es el equivalente técnico del exotismo radical del que habla SEGALEN. Ello confería al suceso fotográfico una verdadera nobleza —como un lejano eco del shock primitivo de las culturas—.

En el período heroico, la relación fotográfica era propiamente aquella del duelo y se trataba verdaderamente de una cuestión a muerte. La inmovilidad cadavérica del objeto, su ausencia de expresión (pero no de carácter) es tan potente como la movilidad del objetivo, la cual mantiene el equilibrio. El destino que tiene en mente, su universo mental, impresionan directamente la película —efecto sensible hoy como hace un siglo, cuando se tomó la foto—. Somos nosotros los que captamos al salvaje o al primitivo en su rostro objetivo, pero él es quien nos imagina.

Esta muerte, esta desaparición que corresponde a aquella, virtual, del objeto en la época heroica, está siempre presente en el corazón antropológico de la imagen, según BARTHES. El «punctum»: aquella figura de la nada, de la ausencia y de la irrealidad, opuesta al «studium», que es todo el contexto de sentido y de referencia. Es esta nada en el corazón de la imagen la que constituye su magia y su poder, una magia y un poder que expelemos en la mayoría de los casos a fuerza de significaciones.

En los festivales, en las galerías, en los museos, en las exposiciones, las imágenes hacen que fluyan mensajes, testimonios, sentimentalidad estética, estereotipos de reconocimiento. Es una prostitución de la imagen frente a aquello que ella significa, aquello que quiere comunicar —una toma de rehén, sea a través del operador o a través de la actualidad mediática—. En la profusión de nuestras imágenes la muerte y la violencia están por todas partes, pero son sin embargo patéticas, ideológicas, espectaculares: nada que ver con el «punctum», con ese trato y esa disposición fatal interior a la imagen que ha sido expulsada de ella.

En el lugar de la imagen que encierra simbólicamente la muerte, está la muerte que se cierne sobre la imagen (bajo la forma exterior de la exposición, del museo o de las necrópolis culturales que exaltan el arte fotográfico).La imagen está fuera de campo, fuera de escena. La puesta en escena fotográfica, sea la interna a la imagen o la de la institución, es un contrasentido. Sepultada bajo los comentarios, emparedada en la celebración estética, destinada a la cirugía estética y museística, la alucinación interna a la imagen está acabada. No es ya ni siquiera el «studium» opuesto al «punctum», es simplemente el médium que circula. Y la forma fundamentalmente peligrosa de la imagen se resuelve en la circulación cultural de las obras maestras.

Lo que me desagrada es la estetización de la fotografía —que se haya convertido en una de las bellas artes y haya entrado en el ámbito de la cultura—. La imagen fotográfica, gracias a su base técnica, ha venido de más allá o de más acá de la estética y constituye por ello una revolución considerable en nuestro modo de representar. Su irrupción ha puesto en duda el mismo arte en su monopolio estético de las imágenes. Ahora, en nuestros días, el movimiento se ha invertido: es el arte el que devora la foto más que al contrario.

La foto se inserta profundamente en otra dimensión, una dimensión no estética en sentido propio —algo como la dimensión del trompe l’ oeil que acompaña a toda la historia del arte, pero que queda casi indiferente a las peripecias de ésta. El trompe l’ oeil es sólo aparentemente realista, de hecho está ligado a la evidencia del mundo y a una semejanza tan escrupulosa que se convierte en mágica. El trompe l’ oeil, como la foto, conserva algo del estatuto mágico de la imagen, y por tanto de la ilusión radical del mundo. Forma salvaje, irreductible, más cercana al origen y a los tormentos de la representación —ligada a la apariencia y a la evidencia del mundo, pero a una evidencia engañosa— y por tanto opuesta a toda visión realista y menos válida en términos de juicio y de gusto que en términos de pura fascinación todavía hoy.

Es a fuerza del juego irreal con la técnica, a través de su découpage, de su inmovilidad, de su silencio, de su reducción fenomenológica del movimiento, y eventualmente del color, como la foto se impone como imagen más pura y más artificial. No es bella, es peor, y es en cuanto tal como adquiere la fuerza de objeto en un mundo que ve precisamente extenuarse el principio estético.

Es la técnica la que da a la foto su carácter original. Es a través del tecnicismo como nuestro mundo se revela radicalmente no objetivo. Es el objetivo fotográfico el que, paradójicamente, revela la no-objetividad del mundo —ese algo que no se resolverá en el análisis ni en la semejanza—.Es la técnica la que nos lleva más allá de la semejanza, al corazón de la apariencia de la realidad. De repente también la misma visión de la técnica se transforma: se convierte en el lugar de un doble juego, en cuanto espejo de aumento de la ilusión y de las formas. Hay una complicidad entre el aparato técnico y el mundo, una convergencia entre una técnica objetiva y el mismo poder del objeto. Y la foto constituiría el arte de infiltrarse en el interior de esa complicidad no para dominar su proceso, sino para jugar en él y hacer evidente la idea de que la apuesta no está aún cerrada.

El mundo en sí mismo no se parece a nada. En cuanto concepto y discurso tiene un parecido con muchas otras cosas —como objeto puro, no es identificable—.

La operación fotográfica es una especie de escritura refleja, de escritura automática de la evidencia del mundo, y sólo hay una.

En la ilusión genérica de la imagen el problema de lo real no se plantea ya. Está borrado por su mismo movimiento, que pasa repentina y espontáneamente más allá de la verdad y la falsedad, más allá de lo real y lo irreal, más allá del bien y del mal.

La imagen no es un médium del cual haya que encontrar el mejor uso. Es aquello que escapa a todas nuestras consideraciones morales. Es por su esencia inmoral, y el devenir-imagen del mundo es un devenir-inmoral. A nosotros nos toca huir de nuestra representación y convertirnos en el vector inmoral de la imagen. Somos nosotros los que volvemos a ser objeto o volvemos a ser otro en una relación de seducción con el mundo. Dejar jugar la complicidad silenciosa entre el objeto y los objetivos, entre las apariencias y la técnica, entre la cualidad física de la luz y la complejidad metafísica del instrumento técnico, sin hacer intervenir ni la visión ni el sentido. Pues es el objeto quien nos ve, es el objeto quien nos sueña. Es el mundo quien nos refleja, es el mundo quien nos piensa. Esta es la regla fundamental.

La magia de la foto reside en el hecho de que el objeto es quien hace todo el trabajo. Los fotógrafos no lo admitirían nunca, y sostendrán que toda la originalidad reside en su inspiración, en su interpretación fotográfica del mundo. El hecho es que ellos hacen fotos feas o fotos demasiado bellas, confundiendo su visión subjetiva con el milagro reflejado del acto fotográfico.