Presentación

PRESENTACIÓN

Tránsitos Intrusos se propone compartir una mirada que tiene la pretensión de traspasar las barreras que las instituciones, las organizaciones, los poderes y las personas constituyen para conservar su estatuto de invisibilidad, así como los sistemas conceptuales convencionales que dificultan la comprensión de la diversidad, l a complejidad y las transformaciones propias de las sociedades actuales.
En un tiempo en el que predomina la desestructuración, en el que coexisten distintos mundos sociales nacientes y declinantes, así como varios procesos de estructuración de distinto signo, este blog se entiende como un ámbito de reflexión sobre las sociedades del presente y su intersección con mi propia vida personal.
Los tránsitos entre las distintas realidades tienen la pretensión de constituir miradas intrusas que permitan el acceso a las dimensiones ocultas e invisibilizadas, para ser expuestas en el nuevo espacio desterritorializado que representa internet, definido como el sexto continente superpuesto a los convencionales.

Juan Irigoyen es hijo de Pedro y María Josefa. Ha sido activista en el movimiento estudiantil y militante político en los años de la transición, sociólogo profesional en los años ochenta y profesor de Sociología en la Universidad de Granada desde 1990.Desde el verano de 2017 se encuentra liberado del trabajo automatizado y evaluado, viviendo la vida pausadamente. Es observador permanente de los efectos del nuevo poder sobre las vidas de las personas. También es evaluador acreditado del poder en sus distintas facetas. Para facilitar estas actividades junta letras en este blog.

lunes, 10 de mayo de 2021

LA COVID Y EL MISTERIO DE LOS BARES

 

La evolución de la pandemia ha puesto el foco sobre los bares y la hostelería. La controversia acerca de los mismos ha terminado por tener un protagonismo indiscutible en la campaña electoral de Madrid. El final del estado de alarma ha catalizado a las poblaciones festivas, que han tomado las calles de forma eufórica y apoteósica, ante las descalificaciones de los sectores oficiales y profesionales. Lo cierto es que la pandemia continúa su curso, produciendo numerosas víctimas entre los más mayores. Pero, como pronostiqué en este blog, tanto la economía como la vida son dos fuerzas gigantescas que iban a revivir tras el confinamiento, sobreponiéndose inexorablemente a las víctimas y desplazando a un segundo plano a los aspectos sanitaristas y sus expertos providenciales.

Las calles atestiguan la explosión festiva y la hostelería recupera su esplendor, en tanto que sigue la inercia de la maquinaria sanitaria asistencial. Esta situación se puede representar con el título  de una vieja canción de mi juventud, de un grupo de ese tiempo: Los Sirex “Que se mueran los feos”. Dice así, “Que se mueran los feos, que no quede ninguno, ninguno de feo”. Como en otras ocasiones, los afectados tienden a ser colocados fuera del foco. Las elecciones de Madrid, privilegiando a las estrategias de convertir en secundarias a las víctimas, han dado la puntilla a las medidas prohibitivas y abren un horizonte de reactivación de la economía y explosión de la vida. La relegación de los infectados se hace patente de modo creciente.

El resultado es la configuración de un problema de gran complejidad, en tanto que los discursos oficiales se ritualizan y no se corresponden con las decisiones. La gestión de la pandemia se homologa con otros problemas sociales crónicos y sumergidos, que concitan aparentes consensos pero que no suscitan intervenciones efectivas. El más representativo es el de la pobreza. Todos declaran estar a favor de su disminución, pero cualquier medida en esa dirección encuentra grandes obstáculos y oposiciones subrepticias. Así se reproduce incesantemente sobreviviendo en la sociedad opulenta. Las calles, los bares, los restaurantes y las discotecas van a coexistir con los centros sanitarios en los que se atiende a los infectados, que declinan el protagonismo que detentaron en los primeros meses de la Covid.

De esta situación resulta la visión del testigo. Se trata de aquellos que tratan con los enfermos y viven sus dramas. Así cristaliza  una perspectiva que tiende a condenar en términos morales a las gentes que se entregan con frenesí a las prácticas festivas tras un largo tiempo de restricciones. Los medios se identifican con las visiones moralistas de reprobación a la fiesta, en tanto que apoyan activamente la restauración de la economía, que en España se encuentra representada por el turismo y el complejo económico de la hostelería. Tras la emergencia de Ayuso y la excepción madrileña, los hosteleros desarrollan presiones efectivas a los presidentes de las autonomías. El acoso a Revilla es paradigmático y denota la emergencia de los propietarios de establecimientos hosteleros como grupo de presión formidable en una economía turistificada.

En este contexto cabe situar la cuestión del bar y la galaxia de establecimientos hosteleros.  El bar es un lugar oscuro, en el sentido de que las representaciones sobre el mismo desbordan a su poliédrica realidad. Existen varias formas de entenderlo contrapuestas entre sí. La versión oficial lo percibe como una instancia inscrita en la esfera del ocio. La dicotomía Trabajo/Ocio preside todas las representaciones de estos discursos. Lo importante es el trabajo, siendo el ocio un lugar subalterno a este, que cumple funciones subsidiarias en la vida social. De ahí que se pueda decidir acerca de la restricción de su uso o incluso su clausura, como ha ocurrido en varios de los ciclos de la pandemia. Las actividades que tienen lugar en ellos son prescindibles, conformando un excedente de vida considerado relativamente superfluo.

Pero esta perspectiva racionalista de la vida es portadora de varios sesgos y distorsiones de gran envergadura. El año pasado, tras el confinamiento, escribí aquí un texto sobre el sexo, que se encontraba en estado de omisión en todos los discursos epidemiológicos, en tanto que la relación existente entre las prácticas e vivir y el mismo son incuestionables. De esta supresión resultaba una perspectiva manifiestamente sesgada que amparaba las cegueras epidemiológicas múltiples. Pues bien, ahora va a comparecer aquí otra divinidad ausente en todos los discursos profesionales sobre la pandemia, pero que adquiere un protagonismo incontrovertible en el final del estado de alarma. Este es el alcohol: el vino, la cerveza y los licores. Este es un ingrediente esencial en la vida, que se encuentra neutralizado en los discursos, debido a la preeminencia de las ideas racionalistas y moralistas. Como todas las divinidades, nadie habla de ellas, pero todos la incorporan de distintas formas a su praxis de vivir.

Pues bien, el bar es la sede de las bebidas alcohólicas, así como de las plantas sagradas de la civilización, tales como el café y el té principalmente. También otras plantas del más allá del mundo de los estímulos de las personas. En él se congregan las gentes a practicar unas relaciones sociales facilitadas por los líquidos consagrados. De este modo, las prácticas que allí tienen lugar, tienen una naturaleza que se aproxima a lo sagrado, escrito en las minúsculas que cada cual le quiera asignar, pero sagrado. En ellos se vive una parte muy importante de la cotidianeidad. Desde siempre me ha gustado dejarme llevar los fines de semana entre el inmenso repertorio de locales dotados de magia y templos etílicos vividos intensamente. La enorme energía que se produce allí, cuestiona la posición de subalternidad asignada en los esquemas dominantes del racionalismo.  La fusión de la tripleta vino/cerveza/licores, con la música y las prácticas de gratificación del paladar, conforman un mundo de sensorialidades que crece exponencialmente. En la vida de las personas representa un espacio fundamental.

Beber es una práctica social generalizada. Su papel más relevante radica en que genera un estado individual que expande la conciencia individual.  La bebida hace posible la creación de situaciones estimulantes que no serían posibles sin su presencia. Hace factible pasar de la posibilidad al acto, en tanto que desinhibe a las personas. Se trata de un estimulante que da lugar a efervescencias compartidas y climas eufóricos. En este sentido es el más social de todos ellos. Se hace imprescindible en todas las actividades sociales festivas. Además, reaviva el apetito erótico, exacerba los sentidos y establece una dinámica de unión y de integración en el grupo, debilitando los blindajes y barreras establecidas entre los grupos sociales.

Ciertamente, el alcohol remite a una zona oscura que permanece oculta en las personas. Las dosis moderadas generan estados de lucidez, en tanto que los excesos producen resultados inaceptables. Pero la bebida es un catalizador de una socialidad extremadamente relevante. Esta facilita la fusión con el colectivo y la creación de un estado común definido por la exaltación de los sentidos. En las últimas décadas se puede identificar con la palabra “marcha”. Este concepto remite a una sensibilidad común que resulta del efecto de agregación que se deriva de la bebida. Al tiempo, genera un estado de confusión donde lo estrictamente racional declina manifiestamente.

El acto social de beber en común rompe radicalmente con la tendencia principal de los sistemas sociales de las sociedades del presente, que es una individuación rigurosa. De esta resulta una propensión a encerrarse en sí mismo, absorbido por la fatigosa obligación de acumular méritos y labrar el currículum, así como acreditar la excelencia en el consumo. Una sociedad tan avanzada y sofisticada en esta pauta genera inevitablemente un envés social. La multitud festiva de los jóvenes de los fines de semana, la de los bares, discotecas y botellones, se resarce de su encierro individualizante en las instituciones educativas, de transición y del mercado del trabajo. Salir es un acto de socialidad para integrarse en una configuración social en la que la competencia se encuentra difuminada.

El tejido territorial que contiene los bares y los territorios consagrados para el botellón alberga un verdadero sistema social no reconocido por los paradigmas oficiales. Este no tiene finalidades explícitas pero sus sentidos son inequívocos: celebrar la vida, consagrar al colectivo en la larga espera de su integración en el mercado laboral y resarcirse del tiempo institucional vivido, que es extraordinariamente lento. Se trata del envés nocturno de un sistema que relega a una clase de edad. Representa la materialización de climas eufóricos y prácticas de vivir en un tiempo liberado en el que se suspenden las normas y la racionalidad. En este mundo social impera la sensibilidad y la representación o cualquier forma de organización no es factible.

Desde esta perspectiva se puede reconstituir al bar como la sede de una socialidad diferente a la imperante en el sistema. Se trata de un lugar en el que se suscita un tipo de relación social que conlleva cierto misterio, en tanto que carece de una finalidad explícita. En su espacio se entremezclan distintas gentes para disfrutar de unas actividades carentes de exigencia alguna. Allí la gente se explaya y vive un momento especial de distensión. Las bebidas mágicas contribuyen a los climas que facilitan el hablar por hablar, liberado de consecuencia alguna. En su estancia disminuyen las diferencias sociales y cada uno se integra en el alma colectiva de cada establecimiento. Se vive un momento de excepción en la vida reglamentada estrictamente y definida por las obligaciones.

No es de extrañar que la taberna siempre haya sido sospechosa para el poder, en tanto que sistema social que privilegia una resistencia dúctil, basada en la parodia, el chiste y la apoteosis del humor. Es el lugar de expansión del yo encerrado en el domicilio electrónico y sus obligaciones audiovisuales y los empleos gobernados por la administración de los méritos.  Todo ello ha cristalizado en el tiempo de finde, que es un tiempo de fiesta múltiple y diseminada por todo el espacio social.  Estos son los sentidos de la poliédrica palabra “salir”. Es liberarse del aislamiento para integrarse en un sistema social que Maffesoli define como “magma afectivo”.

Está claro que este sistema social privilegia los excesos, los comportamientos inaceptables y acontecimientos críticos. He sido explorador de esos mundos y conozco el catálogo de problemas que se suscitan en su interior. Los pequeños actos de barbarie, los estados de alienación vinculados con la ebriedad, las múltiples violencias y la crueldad de los fuertes con los débiles. Estos son solo algunos de los efectos no deseados de este estado de socialidad. Pero las condenas moralistas de los asentados e integrados, se realizan desde las coordenadas de sus propias posiciones sociales. Los participantes en el magma afectivo están ubicados en posiciones provisionales e inestables. Este es el precio de mantener una estructura social que condena a los jóvenes a una juventud larga, improductiva y sin fin.

El largo confinamiento y su secuela de desescaladas han acumulado un potencial festivo explosivo que ha catalizado el fin del estado de alarma y la disensión en el sistema político. Sobre ese vacío, el concepto de libertad al estilo madrileño, ha catalizado las energías contenidas. En estos días recorro las terrazas y los bares contemplando la energía que albergan en sus espacios. Constituyen la revancha del confinamiento. El verano anuncia a llegada de multitudes turísticas prestas a  vivir de forma desinhibida su verano imaginario, que compense su encierro. Los resultados pandémicos adquieren así su homologación con los accidentes de tráfico. Se conforman como un precio a pagar por la movilidad de todos.

 

 

 

 

 

 

1 comentario:

iluminati dijo...

En realidad no hay ninguna "pandemia". Sin morbilidad significativa no hay pandemia que valga por muchos galimatías burocráticos que monte la OMS