miércoles, 30 de agosto de 2023

LA RECONVERSIÓN Y DIGITALIZACIÓN DE LA MILITANCIA

 

El cara a cara fascinado del funcionario y del periodista […] deja fuera de juego a un antiguo papel principal: el militante. El devoto camarada de base, lector y cuestionador, crédulo y creyente, sin presencia social ni relaciones útiles, con la boca y los bolsillos siempre llenos de libracos, mociones de orden, programas del Partido, extractos de los discursos “de antes” – en síntesis, la personalidad militante clásica- se convirtió en algo negativo. El arte del dirigente: saber utilizarlo antes, saber escapársele después (de cada elección). Desde abajo, la visión está invertida. Los “no presentables” que habían llevado al partido al poder a través de años del puerta a puerta y reuniones […] no dan crédito a sus ojos cuando ven a hábiles y notables, sus vecinos, a quienes nunca habían visto militar en los años sombríos y que no les destinaban entonces a ellos más que pullas, ocupar poco después de la victoria todos los lugares, empleos, tribunas, antesalas y comedores […]

Regis Debray. El Estado Seductor. Las revoluciones mediológicas del poder

 

 

La transformación radical de la política contemporánea, devenida en videopolítica por efecto de la preponderancia absoluta de los medios de comunicación audiovisuales, tiene como consecuencia la transformación de una institución esencial: la militancia. Esta desempeñó un protagonismo incuestionable en el siglo XIX y en la primera mitad del siglo XX. Con posterioridad, es reconvertida drásticamente por la emergente sociedad postmediática, que reconfigura todas las esferas sociales, y la política en particular. La militancia pierde su estatuto de nobleza para terminar siendo una fuerza de choque en las movilizaciones instrumentadas por el poder, o como una fuerza activa productora de mensajes cortos que se moviliza, al modo de los torrentes, cuando es requerida por los contendientes que dirimen la ubicación en la cúpula del estado.

La militancia tuvo su edad de oro con la aparición, como efecto de la revolución industrial, de las grandes ideologías y las utopías socialistas  vinculadas al movimiento obrero. Estas adquieren una significación equivalente a las religiosas, postergando la vida privada a la realización de la gran misión de la revolución. La abnegación, la entrega y el sacrificio personal son sus principales activos. Pero, junto a estos, las militancias suponen un modelo personal sustentado en una fe colosal que moldea un arquetipo personal caracterizado por el inevitable sectarismo y dogmatismo. El militante es consustancial a los sesgos inevitables derivados de la adhesión incondicional a la causa. Así se configura un muro de separación entre la militancia y la gente profana que vive su cotidianeidad.

En los años cincuenta del pasado siglo, el conocimiento del modelo de poder del estalinismo, el declive de los estados burocráticos resultantes de las revoluciones del siglo XX, la mutación del capitalismo a una sociedad de consumo de masas, así como lo que Lipovetsky denomina como la segunda revolución individualista, erosionan la imago de la revolución, debilitando la institución egregia de la militancia. Al tiempo que menguan las militancias obreras convencionales aparecen múltiples activismos en torno a distintas causas sociales parciales y menores.

El terremoto derivado de la sociedad mediática, dominada por la televisión, que se amplía por la explosión de internet, recompone drásticamente la forma de hacer política, que Regis Debray ha denominado como videopolítica. La consecuencia más importante de esta mutación es que las actividades de los partidos se focalizan en las televisiones y las redes, que son los espacios en los que concurren las audiencias, reduciéndose así los actores participantes. Así, la política va abandonando la presencia en los espacios públicos, para afianzase en un nuevo locus: estos son los espacios visibles para los telespectadores y que se pueden definir como espacios susceptibles de ser filmados.

En esta nueva forma de hacer política la militancia representa un lastre para los partidos polarizados por la imagen. En el actual sistema político español, Sumar es el ejemplo más elocuente. Este partido no tiene militantes, ni órganos de dirección, ni ha realizado congreso alguno. Se trata de la red personal de Diaz, que ha movilizado a distintas gentes presentables ante la audiencia por su visibilidad mediática. Así, representa la gran crisis de la democracia, sustituida por una tecnocracia provista de capital mediático y competente ante las cámaras. Cuando Díaz afirma que “en Sumar pensamos que…” cada cual puede imaginar que se trata de algo similar a una empresa, en la que la propiedad y la dirección, liberadas de cualquier control, tienen un papel determinante y sin contrapeso alguno.

Pero la militancia no ha desaparecido completamente. Algunos contingentes minoritarios subsisten penosamente, en tanto que no son necesarios para el trabajo cotidiano, que se realiza por los nobles directivos propietarios y gerentes de los partidos, dotados de un buen estatuto de visibilidad, materializada en los platós y las instituciones, que son penetradas por la red de cámaras, reporteros y comentaristas. Los contingentes de militantes -significativamente denominados como inscritos en Podemos- huérfanos de tarea diaria se reconfiguran como una reserva humana disponible para ser movilizada y filmada según los avatares de la contienda permanente que se dirime en las instituciones convertidas en platós. El estatuto subterráneo de la militancia se rompe cuando un estado de expectación mediático reclama su presencia.

Entonces comparecen en el espacio público en formación, amparando a alguno de los propietarios contendientes, y listos para ser filmados para conformar los fondos de los escenarios. Las campañas electorales representan el momento máximo de su esplendor alimentando los mítines y las reuniones partidarias. La personación de la militancia en las ocasiones en que es convocada tiene lugar expresando sus incondicionalidades y sus imaginarios partidarios. Lo mismo ocurre con su presencia en internet. Esta se produce en oleadas de redundancia frente -dada la pluralidad de las mismas- a los enemigos que se encuentran ahí, detrás de sus ordenadores y sus móviles.

El aspecto principal de las nuevas militancias radica en que, si la revolución, entendida desde la perspectiva de la primera mitad del siglo XX, sustentaba una fe colosal en torno a un gran acontecimiento entendido como inevitable, lo cual otorgaba cierta honorabilidad a los sacrificados y esforzados militantes, los objetivos de los partidos en este trance del siglo XXI representan una miniaturización de las finalidades. A día de hoy las reservas militantes esperan la victoria en unas elecciones y la presencia provisional en el gobierno de sus propietarios en un entorno de inevitable alternancia. Pero, si bien los objetivos están formulados en sublime menor, la fe que los ampara permanece constante. Aún más, la confrontación en las redes con los rivales estimula la agresividad y el rencor.

El dogmatismo y el sectarismo, y sus inevitables sesgos asociados, se ven acrecentados, formando parte de una cruenta batalla virtual interminable. La comunicación en redes se encuentra envenenada por el sentimiento de impotencia para lograr los objetivos perseguidos. Así, el encuentro entre militancias resulta patético, en tanto que, en este territorio virtual, la miseria de los dogmas y los juicios de valor aparece crudamente ante los asombrados ojos de cualquier visitante externo a esos mundos. Del mismo modo, muchas de las actuaciones de los contingentes militantes en el espacio público, manifiesta este excedente de cognitivo de dogmatismo, que muestra inequívocamente su condición marginal. En particular, las prácticas visibles de adhesión a los líderes, resultan insólitas por los sesgos de los participantes, su exceso melodramático y su aldeano sistema de significación.

En esta era de la videopolítica, las reservas militantes sumergidas, eximidas de actividad diaria, convocadas para llenar espacios según las contingencias de la lucha política, cumplen con su función mediante un repertorio de formas de aplaudir, vitorear o denigrar. La sociedad de la televisión y las redes, y, por tanto, de la movilización de las emociones, privilegia el acto de aplaudir. Se trata de la sociedad del fuerte aplauso, en la que prosperan múltiples pícaros competentes en el arte de emocionar. Los militantes detentan una alta posición entre los públicos aplaudidores y detentadores de idolatrías de los actores políticos.

Fui un militante acreditado durante diez años de mi juventud. A día de hoy, siento la fuerza negativa inmensa que los militantes generan en favor de las contiendas mediatizadas. Mantener cierta distancia con los acontecimientos es interpretado como una traición, siendo asignado inmediatamente al enemigo. En este mundo de la política mediática, la redundancia es una obligación imperativa y la autonomía del juicio es considerada un pecado imperdonable. Lo peor radica en que las reservas de frustración, impotencia y rencor se reavivan y se conservan activas hasta el siguiente episodio. Una mala noticia para la inteligencia. Esta es una de las tragedias devenidas por la digitalización.

Las militancias de los partidos, en las que se maximiza la fe y se minimizan las finalidades, terminan trivializando el acontecer político, participando activamente en la reconversión de la realidad en memes, imágenes y titulares. Así se convierten en segmentos activos de las audiencias. Por el contrario, siguen existiendo militantes de causas sociales y movimientos sociales, que marginados por los operadores mediáticos mantienen sus actividades en espacios restringidos. Estos trascienden la  banalización mediatizada de la contienda política. Estas reservas de inteligencia crítica, muy menguadas también, alimentan discursos críticos que, en esta época, se escinden de la acción de la izquierda, tanto de los propietarios enclavados en las instituciones como de las militancias intermitentes destituidas por las magnificentes cámaras de las televisiones.

 

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