miércoles, 2 de marzo de 2022

EL ESTADO-PANTALLA: SENSORIALIDADES E IDOLATRÍAS. LOS CASOS DE AYUSO Y YOLANDA DÍAZ

 

Me fascina y horroriza constatar el creciente vaciado de racionalización de la política y la vida pública. El caso de Ayuso alcanza un umbral inimaginable para los que participamos en el final del franquismo y el advenimiento del régimen del 78. La aparición en los medios de los negocios de su hermano y su aceptación explícita bajo el manto del precepto sagrado de “la familia es lo más importante”, no la debilita, sino que, por el contrario, sus seguidores comparecen enardecidos en las calles frente a las cámaras presentando sus certezas no sujetas a deliberación alguna. Este evento resucita pautas propias de públicos fervorosos que se congregan en torno a los milagros atribuidos a alguna providencial Virgen o santo insigne.

El óbito de la reflexión individual y el comportamiento dictado por la adhesión incondicional cocinada en el flujo mediática, se hace patente en todos los eventos políticos, de modo que propicia la exaltación de una serie de héroes de quita y pon que concitan el cuantioso capital adhesivo generado por la explosión de la afección. Así, Ayuso no parece desgastarse con su política de desmantelamiento de servicios públicos ni decisiones destinadas a favorecer a los grandes intereses. Frente a un debate en la asamblea madrileña, en la que la oposición exhibe argumentos de peso para cuestionar algunas de sus actuaciones, los públicos en los que se sustenta permanecen incólumes a la crítica. Y no sólo eso, sino que, además, se exaltan frente a los críticos reproduciendo comportamientos propios de públicos del boxeo o la lucha libre.

Así se conforma lo que en este blog he denominado como “la fascinación delcuadrilátero”, que representa un juego entre dos partes que es visualizada por una masa que tiene sus posiciones predefinidas y actúa con moldes de incondicionalidad a prueba de todo. El modelo de la lucha libre parece inevitable. Recuerdo mis tiempos adolescentes en los que acudíamos a las veladas del Campo del Gas a contemplar espectáculos de combates en el que los contendientes simulaban la contienda, pero respetando las reglas de no dañar a sus rivales. Aún a sabiendas de este secreto, el público se volcaba a favor de sus candidatos y mostraba su abominación a sus rivales. Cuando terminaba la sesión, en la estación del Metro, la mayoría de la gente peleaba entre sí tratando de practicar las llaves que los atletas habían exhibido en su trabajado tongo.

Ayuso tiene muy claro que su papel radica la reinvención del viejo precepto condensado en la frase “Dales caña, Alfonso”. Lo que esa masa de seguidores reclama es la administración de zascas claros y contundentes. Así, sus actuaciones son primorosas, en tanto que nunca desciende a rebatir los argumentos expuestos por la oposición, sino que se eleva a la magia del cuadrilátero y administra superzascas ubicados en otro nivel que el del aquí y ahora. Los medios audiovisuales sancionan este juego conformando fragmentos audiovisuales que son exhibidos en los informativos y exportados y diseminados por toda la programación. El resultado es que el espectador recibe su generosa ración diaria de zascas, cuyo valor reside en la intensidad de la ofensa y la presencia de la ironía y la mordacidad.

El caso de Yolanda Díaz se sustenta también en la fe de un público incondicional que busca su salvación. Ella está presuntamente involucrada en una coalición en la que al menos están representados dos partidos: Podemos e Izquierda Unida. Su posición como ministra de Trabajo le ha reportado un capital mediático muy considerable, construyendo una imagen cimentada en un comportamiento moderado con respecto a sus acompañantes. Pues bien, los medios comienzan hace varios meses a sugerir que va a encabezar una coalición al estilo de la que protagonizó Carmena. Ella se presta al juego de insinuaciones, en tanto que los ministros y dirigentes de los partidos de UP permanecen en silencio.

El siguiente salto en esta historia tiene lugar en Valencia, en donde tiene lugar un acto público que concita la atención mediática, y en el que participan cuatro lideresas caracterizadas por detentar un capital mediático opulento con respecto a sus atribulados compañeros dirigentes de los partidos y estado. De este modo queda acreditado que el factor principal que avala a un proyecto y a sus promotores es la cantidad de capital mediático que le respalde. Pero este milagro en la izquierda sucede en un silencio sepulcral de los partidos. Nadie dice nada y Yolanda anticipa que esta primavera recorrerá España en busca de apoyos, con la finalidad de convertirse en el hada que sancione la ubicación en las listas electorales de los temerosos aspirantes.

Este proyecto personal es factible en tanto que los partidos constitutivos de la coalición no son verdaderos partidos, que toman sus decisiones en sus respectivas ejecutivas y órganos partidarios. La izquierda es un conjunto de sobrevivientes al reflujo perenne que comienza en 2016. Se trata de una red de personas y grupos que buscan posicionarse en las instituciones, y que para ello confían en el milagro de la multiplicación de los votos por efecto de la imagen dulce de Yolanda, que reemplaza el rostro fiero de Iglesias, fagocitado en el turbulento gobierno sustentado en el bloque de progreso. Se supone que muchos de los afligidos votantes van a movilizar su fe a favor de un rostro amable que suscite esperanzas fundadas en posiciones pragmáticas y evolucionistas.

En este sentido, la experiencia del anterior ciclo en lo que se refiere a las convergencias, que en general resultó catastrófico en Galicia y otras grandes ciudades, penoso en Madrid y sufrido en Cataluña, no es metabolizada reflexivamente. Se trata de salvarse mediante la investidura de una nueva santa que conducirá a las orillas del cambio a tan múltiple conglomerado. Así se confirma la abolición de la reflexión y su sustitución por la magia de un nuevo liderazgo mediático que regenere las esperanzas. De este modo, el proyecto se fundamenta en un nuevo sujeto: el pueblo electrónicamente constituido en torno al ecosistema de las pantallas, las tertulias, las representaciones y las escenificaciones, del que resulta una gruesa sopa de imágenes, titulares, zascas, contiendas imaginarias, estados de excitación catódica y otras magias derivadas de las escenificaciones del cuadrilátero mágico, en el que los gladiadores audiovisuales compiten para inocular una dosis de fe y esperanza a sus respectivos pueblos.

Esta transformación profunda de la política que privilegia a aquellos dotados de capacidad de representación y de elaboración fluida de memes, zascas y géneros similares, que constituyen el alimento mediático de los contingentes de seguidores, se encuentra determinada por el avance impetuoso de la sociedad postmediática, que privilegia lo audiovisual. De este modo se confirma la afirmación de Lipovetsky de que la política-espectáculo tiende a sustituir los programas por el encanto de los políticos, haciendo declinar el razonamiento a favor de las reacciones emocionales, la atracción y la simpatía. En este contexto no se trata tanto de tener buenas propuestas, como la capacidad para comunicarlas a tan emotivos públicos.

El mayor dislate de la política-espectáculo radica en los debates electorales televisados, en los que los candidatos se enfrentan entre sí en un tiempo nunca superior a las dos horas. En ese tiempo y para varios aspirantes, se les pide que expliquen un programa que se desglosa en tres capítulos, y estos a su vez en varias dimensiones. Además se les pide que se repliquen. Para temas densos los intervinientes disponen de uno o dos minutos. Todo esto es disparatado. Los operadores de las televisiones dictaminan, al modo de las carreras de caballos, quién ha ganado y quién ha perdido. La dispersión y la torre de babel se hacen presentes, de modo que otorgan ventaja a aquellos dotados de competencias teatrales, administrando la comunicación no verbal, los énfasis, la exposición de sus propias emociones y el arte de saber encajar los golpes de sus rivales.

En este mundo lo importante es acreditar la competencia de saber estar en la pasarela y en el escaparate. Las actuaciones importantes remiten a los desplazamientos con cortejo filmados por las televisiones en los tránsitos en las instituciones, el saber estar frente a las cámaras, la gestualidad en los encuentros con aliados o rivales, la gestión de los gestos en los encuentros con los incondicionales. Todo bajo el auspicio de las cámaras sagradas, porque cada escena tiene el sentido primordial de ser filmada para ser inserta en algún género informativo. Así se forja la competencia esencial del arte de ser contemplado, que tan bien dominan Ayuso y Díaz.

El predominio de la televisión termina por constituir los públicos segmentados que sustentan a los políticos. El cemento que los cohesiona es principalmente la sensorialidad. Lo concreto y lo sensible reconfiguran la iconosfera y determinan los agrupamientos que tienen lugar en la misma. La densidad emocional imperante en este espacio dificulta la activación de la mente racional. Todas las comunicaciones se orientan a proporcionar gratificaciones emocionales a los receptores. En la última campaña electoral en Madrid el pesoe presentaba dos candidatos antológicos, en tanto que representaban arquetipos personales propios de la sufrida logosfera: Gabilondo y Franco. Ambos constituían una excepción semiológica en el torrente de imágenes de la información política.

Una de las reglas imperantes en la política-espectáculo es la necesidad imperiosa de captar la atención en la sobreabundancia de imágenes y microrelatos. El desdichado Rivera se hizo presente en tan compulsivo campo mediante una imagen en la que presentaba su cuerpo desnudo. La pugna por la atención conduce a una escalada de hiperestimulación sensorial. Una entrevista tiene que concluir proporcionando lo que los prosaicos comunicadores denominan como  “titulares”, es decir una frase o gesto que rompa la normalidad y se inscriba en el modelo de meme o zasca.  El resultado de esta escalada es la movilización de las audiencias sensoriales, cuyo estado óptimo es el de una suerte de hipnosis emocional. Así se explican los fervores de Ayuso y Díaz, completamente independientes de sus respectivas gestiones o proyectos. El fanatismo de intensidad variable es inexorable para públicos cohesionados por ñas emociones colectivas propiciadas por la comunicación audiovisual.

En ambos casos, acreditan su capacidad para gestionar favorablemente su relación con el público incondicional. Esta se funda en el arte de “hacer vibrar” a la gente. Se trata de atrapar emocionalmente al receptor mediante una puesta en escena que satisfaga su imaginario político, estimulando sus pulsiones visuales y auditivas. Así, la vibración se superpone a la significación. Desde esta perspectiva se puede hacer inteligible la sordera de los públicos a los factores objetivos asociados a sus actuaciones. La vibración sensorial se correlaciona con la ilusión perceptiva, constituyendo el sustento de los hiperliderazgos en la videopolítica. Las idolatrías parecen inevitables en este medio que ha devaluado la reflexión hasta niveles inconcebibles. Lo peor es la relación inequívoca entre la primacía absoluta de la sensorialidad, el declive fatal de la reflexión y los totalitarismos. Pero de eso escribiré en otra ocasión.

 

 

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