Oscuro es el siglo, no se sabe dónde
está el cielo; las estrellas están cubiertas por la niebla, las lámparas se han
apagado, el sol se halla entre tinieblas, la luna está ensangrentada y estamos
en la oscuridad. Todos parecemos del mismo color, filósofos y sofistas, santos
e hipócritas, príncipes y tiranos
Tomasso
Campanella
Esta frase
de Campanella, que abre el reciente libro de
Carlos Taibo “Contra los tertulianos. Sobre contertulios, intelectuales
y conversos”, Los Libros de La Catarata, parece alumbrar el opaco siglo XXI. En
este tiempo, un torbellino de trases, titulares, fragmentos discursivos,
imágenes y vídeos, desborda la capacidad receptiva de las personas. Aún a pesar
del torrente de informaciones y la multiplicación del conocimiento experto
rigurosamente parcializado y sectorializado, cada vez parece más difícil
comprender la naturaleza de las grandes cuestiones estructurales, globales y
sistémicas. El vacío avanza imparablemente generando temores colectivos y
sentimientos de desamparo.
Por decirlo
en palabras de uno de los autores que más me ayudan a comprender lo esencial,
Franco Berardi Bifo, “La esfera del
conocimiento objetivado se ha acrecentado enormemente, mientras que el tiempo
disponible para su elaboración consciente disminuyó en relación inversa. Esta
dinámica ha provocado una explosión de inadvertencia. Inadvertencia no
significa ausencia de información (ignorancia), sino reducción sistémica de la
asimilación consciente de conocimiento”. Esta afirmación remite a la
alteración sustantiva de la relación entre una infosfera acelerada y el cerebro
humano, cuyos límites son desbordados por el excedente de información. La
inadvertencia sintetiza certeramente mi experiencia como profesor de
sociología, testigo inevitable de personas perdidas en el océano de textos y
acontecimientos.
El resultado
de la expansión de la infosfera y la información comporta efectos perversos,
generando un estado confusional generalizado, que termina por originar una
demanda de ser asistido desde el exterior por expertos que manufacturan
síntesis que permiten comprender los hechos en los que se manifiesta algo tan
evanescente como es la actualidad, que cada día se renueva incesantemente
mediante un riguroso proceso de selección y tratamiento realizado por los
medios. El resultado de esta lógica es la de la emergencia de un espectador
asistido permanentemente, que consume las síntesis expertas sin cesar, y que
cada vez depende más de las mismas. Es el tiempo en el que los informativos
devienen en un consumo de noticias que termina por aturdir al receptor.
En los
últimos años prolifera un género audiovisual que se ubica en el centro de la
programación y que se funde estrechamente con los informativos. Este es el de
las tertulias. Estas consisten en una conversación entre los presentadores del
programa y varios contertulios que departen sobre varios de los temas que
conforman la enigmática actualidad. La explosión de la charla audiovisual no
redunda a favor de una clarificación frente a la críptica realidad. Por el
contrario, conforma la concentración de públicos consumidores de este género,
que terminan por aceptar su incompetencia para comprender las grandes
cuestiones, de modo que necesitan ser hablados acerca de los hechos en los que
se manifiesta la opaca realidad. Todo termina en un juego de identificaciones,
en el que cada espectador se decanta por sus portavoces en esa conversación.
La tertulia
es un género audiovisual que, bajo la apariencia de una conversación abierta,
esconde un dirigismo estricto y férreo. Cada medio selecciona los contenidos,
elabora los guiones, designa a los conductores y realizadores y selecciona a
los tertulianos. Cuando estos se incorporan a la conversación, esta tiene lugar
ajustándose a las sinopsis predeterminados por el medio. Este determina los
índices temáticos, los tiempos, las pausas, las imágenes y las intervenciones
de personas externas que los acompañan, así como las canónicas paradas
publicitarias. La primera competencia de un tertuliano es la adaptación al
estricto libreto del medio, que implica
unos sentidos determinados, así como al modo de operar del conductor del
programa.
Un ejercicio
que recomiendo a los lectores es seguir las intervenciones de un tertuliano en
distintos medios. La misma persona dice cosas muy diferentes según el medio en
la que se encuentre. No puedo dejar de recordar sin reír, al maestro Carmona,
que se presentaba de un modo completamente distinto según fuera la Sexta, donde
desempeñaba el papel de izquierda progresista; en Mediaset, en donde adquiría
la máscara de un socialista moderado, para terminar en la antigua Intereconomía
ejerciendo de socialista patriota y militar del ejército del aire. Hacer esta
operación con la ilustrísima Ana Pardo de Vera y otros semejantes, es presenciar la actuación de auténticos virtuosos
de la metamorfosis. El aprendizaje de la transmutación alcanza cotas
inimaginables en la gran mayoría de estos artistas. La plasticidad de los
tertulianos es encomiable.
La
discrecionalidad del conductor determina que cada cual tenga un papel asignado
que tiene que aprender en un tiempo inmediato. El oficio de tertuliano está
espléndidamente pagado y funciona según el precepto de muchos son los llamados
y pocos los escogidos. Reporta una visibilidad macroscópica que complementa
cualquier carrera profesional. Además, no necesita de ninguna preparación. Al contrario que las intervenciones en
congresos, seminarios y otros foros. Cada cual tiene que saber administrar su
bagaje y comprender qué es lo que se solicita de él, de modo que cumpla su
papel preasignado. Además, tiene que saber plegarse a las decisiones del
conductor, que administra los tiempos, interrumpe, cambia de tema, recurre a imágenes, testimonios o fragmentos audiovisuales
procedentes del exterior del plató.
Las
tertulias se reclaman a sí mismas como plurales, en el sentido de
conversaciones cuyos participantes se encuentran en diferentes lugares de lo
que convencionalmente se entiende como espectro ideológico. Pero esta aparente
pluralidad oculta una selección arbitraria que excluye tanto a opciones radicales,
como aquellas minoritarias externas al pensamiento oficializado. Los platós
devienen en un territorio vedado a las minorías inteligentes, siendo un amplificador
para las mayorías silenciosas que sostienen a sus ruidosos portavoces
institucionales y mediáticos. Los tertulianos se referencian en los manidos
argumentarios de los partidos mayoritarios, resultando una uniformidad
aplastante que dificulta la innovación. Nada nuevo aparece en estas
conversaciones programadas y seriadas.
Así se
fragua un consenso granítico en torno a los contenidos considerados como
esenciales, que acompaña a un disenso limitado a las diferencias partidarias. De
este modo se fragua la unanimidad obligada en las cuestiones relevantes, que
seleccionan expertos para sustentarlas y legitimarlas. Acontecimientos como la
pandemia o la guerra desvelan el proceso de selección de expertos que
construyen un monolitismo que fortifica el pensamiento oficial y demoniza
cualquier alternativa. Los episodios de Miguel Bosé o Joan Ramón Laporte son
elocuentes. De esta rígida ortodoxia
resulta una dinámica en la conversación que sigue el modelo de la lapidación.
Todos los tertulianos se sienten obligados a añadir comentarios frente a un
reconocido hereje, generando la lógica de una cacería, en la que el grupo actúa
concertadamente.
Pero el
factor más relevante radica en la imposibilidad del desarrollo de una
conversación que ofrezca la posibilidad de enunciar dilemas o argumentos
nuevos. El código central es la titularización, de modo que se exige a cada
participante el equivalente a un titular. Así se constituye una extraña
sintetocracia que contrasta con la complejidad de los hechos y los contextos en
los que tienen lugar. Cada cual tiene que exhibir el arte de lo escueto en el
nombre sagrado de la audiencia, compuesta por la agregación de múltiples
sujetos desconcertados, sobre los que se arrojan centenares de titulares, que
son síntesis agresivas y desmesuradas. De este modo queda garantizado que cada
espectador retorne cargado con la mochila de su confusión al siguiente episodio
de la tertulia.
La
dispersión y la redundancia son inevitables en este extraño género audiovisual.
Pero su ineficacia en términos de orientar al receptor es reemplazada por la
conversión de esta en un espectáculo en el que los tertulianos, limitados en la
competencia de producir argumentaciones por el medio que impone la
titularización, adquieren el papel de protagonistas de una contienda imaginaria
que comienza con sus estrategias de imposición de sus razones sobre los
rivales, terminando en la cristalización de una rivalidad personal. Así los platós se convierten en teatros que
representan las mil versiones de la obra de Schopenhauer “El arte de tener
razón". Las estrategias para reducir al rival adquieren un esplendor
inusitado en detrimento de las argumentaciones. Esta metamorfosis determina un
efecto perverso inquietante: el espectador tiende a ser atrapado por las contiendas
entre los participantes, que exhiben un amplio catálogo de sentimientos
personales con menoscabo de la trama argumental.
Así se
explica la adicción que caracteriza este género. Muchos de los espectadores de
la tertulia de la Sexta de los sábados noche se inspiran en los duelos entre
Inda, Marhuenda y sus interlocutores progresistas. Estos son superdotados para
esa representación de rivalidades personales. Es encomiable contemplar los
gritos de Inda interrumpiendo una intervención con el grito de “Pinocha”. Todos
los sábados se ofrece este espectáculo en el que los acontecimientos sólo son
una excusa para la verdadera función que representan los discípulos de
Schopenhauer. Así, la información política se homologa con el género del
corazón, al modo en el que la información deportiva también se reconvierte en
la misma dirección mediante la “chiringuitación”. La condición de esta
representación se soporta en el requisito de un público desamparado frente a
los hechos, en tanto que carece de recursos para interpretarlos y reintegrarlos
en un esquema que les otorgue orden y sentido.
De esta
forma, en este tiempo por mérito de la institución central televisión se hace
certera la frase pronunciada por Campanella hace ya muchos siglos “Cuanto más
oigo, más ignoro”. En este caso también “cuanto más veo”. Sí, las tertulias, un
modo de hacerse adicto al teatro de las rivalidades personales en detrimento de
los contenidos y la comprensión.
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