miércoles, 20 de enero de 2021

LA COVID Y LOS HÉROES POR NECESIDAD

 Creo que la verdad sólo tiene un rostro: el de una violenta contradicción.

Georges Bataille

Tengo una enorme precaución con respecto al concepto de héroe. Siempre he estado alineado con distintos perdedores y los héroes son siempre creaciones de los vencedores. Todos los que me proponían en mi infancia y adolescencia eran, principalmente, militares providenciales. En mis años de militancia antifranquista, conocí a muchas personas capaces de asumir riesgos de gran envergadura y de afrontar sacrificios personales fatales que comprometían sus vidas. Pero los actos heroicos de esas gentes eran reprobados por las instituciones del régimen y por la inmensa mayoría, compactada por unos medios de comunicación férreos, que convertían a las víctimas de la represión en sujetos demonizados.

La vida me ha enseñado que la condición de héroe remite, en la mayor parte de las ocasiones, a un momento de tensión que produce el comportamiento épico, tras el que retorna la normalidad. El héroe es facturado por dispositivos culturales que exaltan sus virtudes y lo muestran al público para que este exprese su reconocimiento. Pero, tras el comportamiento heroico, el protagonista reconocido retorna a un mundo en el que puede convertirse en su reverso. Las fronteras entre la condición de héroe y villano son manifiestamente porosas. He vivido muchas situaciones en las que esta porosidad se hace evidente. La disociación entre la leyenda y la realidad, siempre fluyente, es manifiesta.

Todo sistema necesita producir sus héroes, santos, ídolos e iconos. Pero el proceso de selección de los héroes tiene lugar en el interior de una estructura que privilegia las jerarquías y altera las realidades para privilegiar a los ubicados en las alturas. Así se producen falsos héroes resultantes de leyendas manipuladas por los operadores de las comunicaciones. El tiempo presente es muy rico en cuanto al amplio repertorio de falsos héroes, debido a la gran competencia de los dispositivos mediáticos, que facturan con excelencia las emociones y fabrican historias destinadas a poblar los imaginarios de los espectadores. Estos son los que confieren honor a los héroes.

La pandemia reporta inevitablemente la efervescencia simbólica de todos los poderes que presentan sus discursos, sus escenificaciones, sus relatos, sus héroes y santos. Las homilías epidemiológicas de Simón y los sermones televisados del presidente Sánchez son un castigo adicional a los efectos de la pandemia. Estos tienen un efecto demoledor en el ecosistema político, en tanto que todas las oposiciones perciben una amenaza de que sus mismas bases se sientan persuadidas por las comunicaciones interminables de las autoridades y sus épicas televisadas. De ahí resulta una intensificación de la contienda política, en la que las malas artes adquieren un protagonismo esplendoroso. Los malos espíritus pueblan los edificios parlamentarios al modo de los aerosoles.

En este cuadro de temores colectivos activados e intensificaciones simbólicas, las factorías mediáticas fabrican sus historias y narrativas seleccionando fragmentos de las realidades para sustentarlas. Así, los aplausos a los sanitarios, convertidos en héroes al estilo de los soldados en las guerras convencionales, cuyo sacrificio es necesario para la victoria. Después, los generales son reconocidos nominalmente, en tanto que los soldados son agrupados en algún monumento denominado “al soldado desconocido”. Al igual, grandes contingentes de profesionales sanitarios precarizados, inestables y penalizados por las políticas sanitarias y laborales, son divinizados para, inmediatamente después, ser sacrificados. Este es el precio de ser héroes anónimos. El honor se estratifica y se jerarquiza estrictamente.

El proceso de fabricación de las figuras de héroes de quita y pon, necesarios para ensalzar a las autoridades, que son nominalizadas y personalizadas, es cruelmente selectivo, negando realidades en las que determinados colectivos hacen sacrificios que son invisibilizados, en tanto que sus aportaciones son ignoradas. En la pandemia, se ha ensalzado a aquellos cuerpos profesionales imprescindibles para su gestión. Son los uniformados: sanitarios, fuerzas de seguridad y militares. Estos son reintegrados en un orden simbólico excepcional. Son expuestos en ceremonias públicas televisadas en las que desfilan con sus uniformes. Los actos de Madrid, tanto en IFEMA como en la Puerta del Sol son altamente elocuentes. Allí son reconocidos como portadores de honor las cúpulas sanitarias, policiales, militares y, en menor medida, los dispositivos de emergencias. Estos son señalados por las autoridades políticas como merecedores de honra, expresada en los discursos y los rituales que les conceden premios, medallas y otros elementos alegóricos.

Pero el proceso de distribución del reconocimiento y atribución del honor es manifiestamente parcial e injusto, en tanto que selecciona solo a algunos de los colectivos involucrados en la respuesta a la pandemia, privando a otros de tal honorabilidad. Entre aquellos que son imprescindibles para el funcionamiento social, tanto en la pandemia como en el nevazo, se pueden destacar a dos colectivos mudos: los empleados de la red de la alimentación que termina en los supermercados y los que prestan cuidados domiciliarios a niños, ancianos, dependientes y enfermos, así como quienes realizan tareas domésticas a otros. En ambos casos, su contribución es determinante para la reproducción social, en tanto que su reconocimiento es estrictamente cero. Ambos son denegados por los medios de comunicación, por las instituciones políticas y por la opinión pública.

Los supermercados han resistido el confinamiento duro, mediante el sacrificio de una legión de personas que cargan los camiones en origen, los transportan a los mercados centrales para ser distribuidos en los super, llevados a los almacenes y las estanterías y repuestos incesantemente todos los días. Allí los compradores terminan en las cajas, en las que una legión de cajeras hace posible la compra. En las distintas fases de este proceso de distribución, los riesgos que asumen los trabajadores son máximos. Siempre que los epidemiólogos de guardia pontifican en las pantallas sobre los aerosoles, pienso en las cajeras, que tienen que estar de cuerpo presente en ese espacio cerrado en el que concurren múltiples personas de todas las condiciones.

Este es un colectivo rigurosamente precarizado e informalizado, sujeto a unas condiciones laborales duras, con escasas posibilidades de perdurar y sometido al control de las cámaras implacables. El día después del nevazo, en Madrid, solo estaban abiertos los supermercados, desabastecidos por el incremento de la demanda, que fue paliado en cuarenta y ocho horas, en las que se desatascó  MercaMadrid y los camioneros abrieron rutas a las tiendas. Las cajeras, sometidas a una férrea disciplina laboral, no fallaron. Me pregunto sobre sus desplazamientos en estos días a sus lejanos domicilios. Su honorabilidad se encuentra fuera de toda duda.

También los múltiples trabajadores informales que asisten en los domicilios desempeñando tareas esenciales. Estos tampoco tienen un rango laboral que los convierta -al igual que las cajeras, los reponedores, los mozos de almacén o los conductores-  en sujetos dignos de honor y reconocimiento. Son aquellos que son aptos para trabajar, cuya salud no es objeto de preocupación específica de médicos y epidemiólogos, pero que no son aptos para participar en las ceremonias de reconocimiento y distribución de honores, cuya máxima forma es el desfile. Me pregunto cómo llegaron a sus destinos los peores días de la nevada. La legión de cuidadores no tiene jefes ni jerarquías.  

La denegación de estos sectores esenciales, que se especifica en su expulsión del proceso de creación de la realidad mediática, alcanza límites insólitos. Nadie expresa públicamente su preocupación acerca de su sobreexposición, lo que les configura como un sector de riesgo. Son constituidos como una clase desprovista de honorabilidad, como un conjunto de cuerpos dóciles que tienen que cumplir con sus rigurosos horarios en todas las situaciones. Tanto las empleadas de los súper como la legión de los cuidados, desempeñan papeles que las convierten en heroínas forzosas. Tienen que responder a cualquier situación crítica determinadas por la necesidad. Defender su débil vínculo laboral les reporta riesgos manifiestos para su salud y su integridad.

La precarización salvaje, así como la informalización integral de estos colectivos, es una realidad que se ubica más allá de las condiciones laborales. Se trata de categorías laborales desahuciadas, a las que se hurta su dignidad mediante la abolición de sus trabajos en los medios de comunicación, así como su expulsión en los discursos expertos. Me irrita contemplar a los epidemiólogos progresistas, que se niegan a categorizar específicamente a estos sectores de riesgo incrementado por su función y su subalternidad en el mercado de trabajo. Así se forja un encanallamiento epidemiológico que va creciendo en el curso de la pandemia. No se hacen trabajos específicos acerca de su salud con respecto a la Covid, a las fracturas producidas por las caídas en los desplazamientos obligatorios los días de hielo. ¿Cuántos resultaron afectados?

El lado oscuro de este encanallamiento epidemiológico, radica en que es complementario al encanallamiento empresarial, político y mediático. Estoy seguro de que cualquier cajera infectada y con alguna complicación es eliminada de la plantilla mediante la ingeniería jurídico-laboral. Escribo este texto porque conozco un caso. El terror a enfermar de estas chicas alcanza límites insospechados, en tanto que el súper es una institución hiperdisciplinaria. En ella trabajan gentes que se caracterizan por su fácil reemplazo. Tras la denegación de su especificidad y de cualquier atisbo de épica, estos trabajadores son relegados al olvido. Solo son una parte de los que se almacenan en el metro, desde donde después pasan a la sala de la caja para retornar al metro. Eso sí que es 24x24 horas de riesgo. Ayer leí que en Logroño se ha prohibido hablar en el autobús, prohibición que afecta principalmente a estos trabajadores degradados.

En los días siguientes a la nevada, cuando las calles eran pistas de hielo, la televisión de Madrid, recomendaba no salir de casa por el riesgo de caídas. También mostraba su perplejidad por las concentraciones humanas en el metro, que inquietaban a los venerables expertos del día. La falta de respeto a estos sectores alcanzaba la condición de escandalosa, en tanto que niega las condiciones específicas de este sector, es decir, que ni siquiera las considera. Las personas almacenadas en los andenes y vagones no tenían otra alternativa que ir a trabajar. Al súper, a los domicilios…Sin uniformes, sin reconocimiento, marcados por el anonimato y el estigma de no pertenecer a los cuerpos profesionales uniformados aptos para desfilar en sus ceremonias.

La falta de respeto de los expertos salubristas a estos héroes por necesidad, se manifiesta en sus discursos y sus recomendaciones teológicas. Cuando cierran el interior de los bares invocando el contagio por aerosoles, están ignorando la realidad multiplicada de riesgo en los súper, y, en particular, de las cajeras estáticas en puestos en los que desfilan incesantemente los clientes. La explicación radica en que son servidores de necesidades esenciales, como la alimentación y el equipamiento de los domicilios reforzados. Son imprescindibles, pero la perversión radica en que son reemplazables. Así son borrados de la conciencia colectiva.

Termino con una propuesta positiva: que movilicen a los epidemiólogos, virólogos y demás especies salubristas, para colocarlos en las cajas de los súper a jornada completa. Esta es una propuesta imaginativa para estimular la investigación, en tanto que se multiplicarían los estudios de los riesgos de los cajeros y se multiplicaría la sensibilización sobre estos puestos estáticos de interacción social.


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