sábado, 16 de enero de 2021

ILLA, SIMÓN Y EL TIRITI TRAN TRAN DE LA POLÍTICA

 

Hace unos días me entrevistó Joan Carles March , "Para comprender la Covid desde una perspectiva de salud pública" El objetivo de la entrevista era exponer mis posicionamientos con respecto a la pandemia. En el guion de la misma se incluían las preguntas referidas a mi valoración sobre dos personajes tan relevantes en el año de la Covid: Illa y Simón. No contesté a las mismas, en la convicción de que podía dispersar mis posiciones, debido a los efectos nocivos de la sociedad del espectáculo, en la que los personajes que ocupan eventualmente las posiciones visibles terminan por emanciparse de sus roles institucionales. En el caso de Simón, se evidencia su pericia en las artes escénicas, que parecen sobreponerse a las estrictamente epidemiológicas.

Desde siempre he sido crítico con la devoción y fervor que suscitan las autoridades entre un público propicio a manifestar profusamente su veneración, que en el caso de España alcanza el sacrosanto estatuto de la unción. En la transición política de los años setenta albergué la ilusión de que los flujos de veneración a las autoridades disminuyeran manifiestamente. Pero el resultado fue justamente el contrario. Al igual que en el régimen franquista extinto, las masas se congregaban en torno al rey, las autoridades políticas y otras celebridades procedentes de los medios. Lo nuevo fue el  fraccionamiento de los públicos fervorosos, pero sus prácticas de adoración se mantenían incólumes. Las campañas electorales devinieron en efervescencias colectivas y manifestaciones de efusiones y ardores partidarios. La puesta en escena de la fe colectiva, tenía lugar según el formato de la institución matriz de la empresa, y sus comunicaciones representadas en el venerable y sofisticado marketing.

No obstante, y a diferencia de sus ilustres predecesores - los nobles, los clérigos y los guerreros-, los novísimos receptores de fervores, rotan incesantemente. Esta es una condición que se mantiene en un periodo temporal, tras el cual su ocupante desaparece del escenario para ser reemplazado por el siguiente ocupante de esa posición, que le garantiza un lugar efímero en el extraño santoral político. Los presidentes y ministros, adquieren así la condición de héroes de quita y pon. Tras sus años de ejercicio en la poltrona político-mediática, pasan al mundo de los anónimos, con la posible excepción de ser rescatado con posterioridad por las hemerotecas audiovisuales, si la actualidad lo requiere.

La continuidad con otros formatos de la veneración a las autoridades, constituye uno de los elementos axiales de un régimen político. En España, la condición de ministro, director general, rector y otras posiciones de autoridad, es considerada en los esquemas mentales prevalentes, como la consecución de un éxito personal incuestionable. En el caso de filósofos, científicos, escritores o artistas, representa una verdadera perversión, en tanto que su obra es interrumpida por el ejercicio de la autoridad político-administrativa. Así, proliferan en todas las esferas los escaladores hacia posiciones de alta montaña política. Algunos llegan a emular a los alpinistas que escalan varias de las montañas más altas del mundo, llegando a acumular varias cimas político-administrativas.

Uno de los indicadores de la incapacidad del estado español para regenerarse radica precisamente en la cristalización de la figura del director, que se sigue produciendo según moldes más cercanos al feudalismo que a las sociedades del atribulado siglo XXI. Me he desempeñado profesionalmente en el sistema sanitario y en la universidad. En ambos casos, el director representa la función de delegado de poderes mayores, constituyendo una fatal muñeca rusa, en una secuencia que remite a la siguiente instancia de la jerarquía. El director, o el decano, el rector, el gerente y otros tipos de autoridad, ejercen su función mediante un conjunto de rituales en los que se manifiesta la sagrada institución del séquito o la comitiva. Cualquier director que se precie constituye su propio cortejo para exhibirse en público y recrear su rango honorífico.

En un país de abogados los séquitos constituyen la esencia del ejercicio de la autoridad. La inauguración del nuevo hospital de pandemias de Madrid fue antológica, en tanto que Ayuso se hizo grabar un video de sus devenires durante toda la mañana, en la que mudan sus comitivas, pero ella permanece inalterable en estado de éxtasis expresivo. Las liturgias adquieren todo su esplendor. En los últimos años de mi ejercicio profesional me invitaron a impartir la conferencia inaugural en distintos congresos médicos. Era una buena oportunidad para vivir la apoteosis del séquito, en tanto que era contiguo al acto de presentación de las autoridades, en el que la fatuidad alcanzaba un esplendor insólito. Recuerdo uno en Granada, en el que la entrada de la comitiva, los directivos de la Sociedad de Médicos de Familia de Andalucía junto a la escolta institucional de la consejera, adquirió la condición sublime de berlanguiana. El mismo maestro se hubiera regocijado al contemplar las posiciones de los cuerpos de los acompañantes y la riqueza de las señales de reconocimiento a la ilustrísima y excelentísima. El palio bajo el que se prodigaba Franco no ha desaparecido, sino que se ha transformado.

La paradoja asociada a la exaltación de los directores radica en que estos no son seleccionados por méritos profesionales, sino por su predisposición a cumplir con los requerimientos de la autoridad. En este sentido, el sociólogo Víctor Pérez Díaz, publicó un texto antológico estableciendo un símil entre la figura del gerente del hospital y el gobernador colonial. En una organización cuyos operadores se encuentran inscritos en un riguroso orden de mérito, comparece una cúpula que representa justamente lo contrario. Los directores, ahora gerentes, forman parte de una legión que migra cuando concluye el mandato del general supremo.

En estos tiempos de pandemia, muchos de los expertos salubristas acuden prestos a la llamada de las cámaras, albergando la ilusión de ser llamados para el desempeño de un alto cargo. Este es el ecosistema profesional en el que Illa y Simón se encuentran en la cima de la cadena jerárquica. Así se explica el monolitismo y la ausencia de pluralismo de ideas. Los presentes en este ecosistema comunicativo experto, son coherentes con sus sentidos y representan admirablemente la ceremonia de la unanimidad. Ni una sola controversia, ni una sola decisión enunciada en términos de dilema, expresada en distintas alternativas. La verdad es que asistimos a la prodigiosa fusión de las instituciones de la ciencia y el cuartel. Cualquiera que exprese la más mínima duda u objeción, es arrojado al inhóspito exterior. Todo esto representa la antítesis de la ciencia.

En congruencia con estos argumentos, no me distraigo nada en dedicar un tiempo a Illa. Incluso pienso que es un ministro dotado con alguna dosis de prudencia, pero no es otra cosa que un recurso móvil para el equipo del presidente, una pieza utilizable en el tablero de la contienda por la preservación del poder. Su posición le ha reportado un capital mediático movilizable para la contienda de la obtención del gobierno en Cataluña. No hay mucho más en el personaje. No me dejo afectar por el juego de luces y sombras que realizan los ingenieros de los espejos y las imágenes para seducirnos. Lo mínimo que se puede decir de él es que es una figura perteneciente al mundo de los ventrílocuos políticos, que será reemplazado por otro cuerpo en la siguiente función.

El caso de Simón es distinto. Este es un técnico que tiene que vivir en las intersecciones del mundo profesional de la salud pública, el mundo de la economía y el atormentado mercado electoral. En este terreno pantanoso tiene que desempeñarse. Desde luego, resulta encomiable en este cargo de equilibrista. Su competencia principal estriba en defender con la mayor solvencia posible cualquier argumento derivado de compatibilizar las decisiones políticas (económicas) con la situación pandémica. En esta virtud, ha acreditado sobradamente sus capacidades. En este sentido, representa lo inverso a un científico responsable y con conciencia, teniéndose que replegarse a decisiones que no comparte, construyendo su trama argumental desde la perspectiva de la salud pública. Así reinventa una figura híbrida entre la ciencia y la prestidigitación. Se trata de un nuevo mago-científico.

Simón es el primer salubrista español que ha vivido intensamente los platós de las televisiones. En unos pocos meses se ha convertido en el rostro de la epidemiología. Ha sido capaz de crear un personaje y ha sabido adaptarse a la ficción. Sus cabalgadas con Jesús Calleja tienen como consecuencia la simbiosis entre la ciencia y la aventura. De nuevo cabe resaltar su contraste radical con el papel de un científico. Se puede aventurar la hipótesis de que Simón cumplirá el precepto fatal de la España atrasada de no confinar su carrera a su especialidad. Es verosímil que, cuando esta pandemia concluya, se embarque en proyectos mediáticos que se instalan mucho más allá de lo científico.

Pero, no cabe la menor duda, de que Simón es un auténtico, cien por cien, director en el modelo autoritario español. Ejerce como director único y oculta y relega a sus colaboradores, instaurando así, un orden de obediencia debida, que es una condición imprescindible para el monolitismo. La aparición de su sustituta es antológica, en tanto que parece perdir perdón por sustituir provisionalmente a tan providencial director. Para mí fue una sorpresa la presencia de salubristas críticos como Javier Segura en su equipo secreto. Aunque sí soy capaz de imaginarme las escasas reuniones que se hayan realizado.

Tengo dudas acerca de haber sido suficientemente claro. Tanto Illa como Simón, y los aspirantes a estos puestos, son irrelevantes como profesionales y como personas. Han llegado al guiñol político hasta su reemplazo. Lo verdaderamente importante en este caso, es analizar la fuerza que los convoca y los mantiene. Esta es difícil de definir en palabras. En mi intimidad la denomino como “el mal de los atriles”. Pero constituye una energía hacia la obtención y perpetuación en los cargos poderosa y permanente. Por eso, nada mejor para definirla que una fórmula gaditana, expresada en el flamenco y por el maestro Camarón, entre otros muchos. Es el tiriti tran tran de la política, una fuerza productora de una alegría indescriptible de haber arribado en la cima. Eso es justamente lo que representan.

 

 

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