martes, 11 de agosto de 2020

LAS CEGUERAS EPIDEMIOLÓGICAS Y EL SÍNDROME DEL GENERAL MASSU


En cuanto al poder disciplinario, se ejerce haciéndose invisible; en cambio impone a aquellos a quienes somete un principio de visibilidad obligatorio

Michael Foucault

Tras el férreo confinamiento, la desescalada genera una situación de creciente expansión del Covid. Este acontecimiento genera perplejidad creciente en el complejo de las autoridades, los profesionales sanitarios y los medios de comunicación. La respuesta consiste en una escalada de medidas coercitivas para aislar los focos de contagio. Pero el problema de fondo estriba en que este complejo estatal, epidemiológico y mediático, se sustenta en paradigmas que impiden comprender a la población. El estado de ebriedad de autoridad que reportó el confinamiento, en el que las autoridades se percibieron como propietarias de la población, ha tenido efectos demoledores, en tanto que pone de manifiesto el aprendizaje cero de las mismas. La aparente obediencia y las concentraciones en los balcones para batir las manos para ratificar la gloria de los vencedores, oculta una realidad difícil de descifrar.

La razón epidemiológica, entiende a las personas como cuerpos portadores de variables patológicas y sociodemográficas. Así, cada cual es entendido como el efecto pasivo de sus variables de posición en una estructura arbitraria, constituida por los gestores de la población. Una persona, es un hombre o mujer, de tal edad, de un nivel de estudios y renta, situación familiar y nivel de salud, especificado en las categorías diagnósticas establecidas por tan insigne comunidad científica. Se sobreentiende que las prácticas sociales de un sujeto se encuentran determinadas por su posición como portador de variables que lo homologan a otros, conformando paquetes de personas listos para su gestión

Desde esta perspectiva, no es inteligible el comportamiento de muchos contingentes de personas, que son sentenciadas mediante la adscripción de la etiqueta de irresponsables. La multiplicación de las poblaciones irresponsables, desborda los esquemas cognitivos de tan piadosos y racionales miembros de esta comunidad científica, que simultanea su ascenso a la cúpula del estado, con las cegueras derivadas de los paradigmas científicos que los referencian, que entienden restrictivamente lo social, liberándolo de las determinaciones que conforman los comportamientos y las prácticas sociales.

La ineficacia de la gestión del Covid implica la intensificación de un proceso de construcción de la culpabilidad, que es transferida principalmente a los jóvenes y al ocio nocturno, aún a pesar de que los contagios identificados procedentes de esta esfera representan apenas un tercio del total. El mundo del trabajo, el transporte público masificado y los actos sociales y familiares son eximidos, hasta ahora, de cualquier responsabilidad. La percepción selectiva del dispositivo gubernamental es prodigiosa, en tanto que penaliza las prácticas nocturnas de los jóvenes locales, al tiempo que presiona a favor del turismo internacional, que como es sabido cultiva las noches dionisíacas sin contemplaciones.

En este contexto tiene lugar un acontecimiento que puede ser calificado como trascendental. Se trata de la decisión tomada en Zaragoza, en el barrio de Las Delicias, en el que los positivos recibirán las visitas en sus domicilios de voluntarios de protección civil, trabajadores sociales, policías municipales y policías nacionales, para supervisar que cumplen estrictamente con el confinamiento. En el caso de no tener un espacio en el que puedan cumplir sus cuarentenas, se arbitran alternativas habitacionales para hacerla efectiva. En el caso de incumplimiento se procede a sanciones económicas.

El barrio de Las Delicias, en Zaragoza, al igual que otros de Santa Coloma de Gramanet y otros de la periferia  de Barcelona, en donde se concentran casos positivos de coronavirus, representan lo que comienza a ser denominado como la tiranía del código postal. Esta consiste en territorios que albergan a poblaciones que ostentan distintos grados de desventajas sociales. El Covid ha cumplido con el nefasto precepto de que para poblaciones de esta naturaleza, tras los trabajadores  sociales y sus insípidos, incoloros e inodoros programas sociales,  llega la policía, en ausencia de otras soluciones. Desde el punto de vista específico de la atención primaria, es una tragedia llegar a los domicilios mediante la colaboración imprescindible de las policías y sus paquetes de sanciones. En este sentido, el Covid está representando un modelo de asistencia coercitiva, según el patrón  imperante para las poblaciones psiquiatrizadas.

La metodología de Las Delicias consiste en identificar los contagiados, rastrear sus contactos, aislarlos y seguir su evolución. Pero, tras muchos comportamientos arriesgados, se encuentran poblaciones que se encuentran en malas condiciones sociales. El indicador fundamental es la orientación al futuro. Un sujeto en buenas condiciones se plantea la cuestión del futuro y se comporta en coherencia con él. Por el contrario, una persona en malas condiciones, revaloriza el presente en detrimento del futuro, que es eliminado de facto. Muchos de los comportamientos arriesgados tienen su locus en poblaciones en deficientes condiciones sociales. La suspensión del tiempo en la eterna formación de los jóvenes, la demoledora precarización laboral, o los contingentes de trabajadores que transitan entre cosecha y cosecha, generan una apoteosis del presente que disminuye la protección.

Desde los paradigmas biologicistas de la epidemiología y sus fantasmáticos seres portadores de variables, los riesgos no pueden ser bien comprendidos. Así se construye una condena moral a los precarizados, a los eternos contingentes en formación, a los pobres y otras categorías sociales fragilizadas. Los malos datos de la gestión del Covid conducen a la escalada punitiva sobre los incumplidores, los irresponsables, los culpables, los peligrosos, los anormales. Los medios construyen el relato de la reprobación moral y el vituperio de los nuevos malos. Su estigmatización parece inevitable, así como su apartamiento en habitáculos separados, que representa simbólicamente su expulsión de la comunidad moral de los creyentes en la disciplina en espera de la vacuna providencial, entendida como un maná terapéutico.

Así se configura lo que se puede denominar como el síndrome del general Massu. Jacques Massu, fue un general francés enviado a Argel ante la escalada de la lucha anticolonial. El fracaso en las repuestas propició que se delegara en la división de paracaidistas franceses la solución al conflicto. Este instituyó la tortura como forma de obtener testimonios que pudieran descifrar el laberinto urbano de la Casbah de Argel, donde se asentaba el FLN. Massu hizo un peinado integral, un rastreo de contactos encomiables basado en confesiones forzadas, terminando por concentrar a segmentos de población en nuevos espacios que facilitasen la visibilidad y el control. Pero todo terminó de modo desfavorable a la programación de los militares franceses. Una población es un sistema complejo fundado en la coherencia con sus condiciones. El rigorismo de la vigilancia y la intervención terminó por estrellarse contra un muro infranqueable.

La visión del comportamiento arriesgado y la responsabilidad individual, fundada en criterios biologicistas y liberada de sus condicionantes sociales conduce inexorablemente a la condena secuencial de las poblaciones desfavorecidas, que tienden a ser especialmente vigiladas, confinadas y explícitamente castigadas. Por el contrario, los segmentos de población ubicados en posiciones sociales altas y medias, tienden a protegerse efectivamente mediante un repertorio de medidas que blinde sus posiciones. El juicio médico-epidemiológico privilegia a los que habitan estas posiciones, calificando sus prácticas como racionales y encomiables. Voy a poner un ejemplo para presentar una paradoja inquietante.

Me informan algunas amigas acerca de un problema que no se encuentra alfabetizado en términos médico-epidemiológico, así como mediático. Se trata del personal de servicio doméstico de las clases altas-medias. Sus residencias necesitan de un cuantioso personal que afronte la conservación, la limpieza, la cocina, el cuidado de enfermos niños y mayores y otras tareas de reproducción. En las urbanizaciones madrileñas de Somosaguas, Alcobendas, El Plantío, Puerta de Hierro, Aravaca, Las Rozas, Majadahonda y otras, se concentra un numeroso personal de servicio doméstico. Una parte de este es interno, en tanto que otra parte duerme en sus domicilios.

La crisis de marzo movilizó a los empleadores, que comprendieron los riesgos de ser contagiados por personas que se desplazan a sus domicilios desde los barrios de la periferia.  Un personaje mediático como Jaime Peñafiel alertó en la televisión que había sido contagiado por su personal doméstico. La respuesta ha sido un ajuste duro, en el que una parte considerable del personal doméstico, ha sido confinado en las casas de los señores, que necesitan imperiosamente disfrutar de servicio doméstico, pero no quieren correr riesgos de infección. Me han contado casos en el que algunas empleadas han sido obligadas a traer a sus propios hijos a las casas, para garantizar su confinamiento efectivo. Las mansiones permanecen en un estado de sombra, en el que las miradas y comunicaciones del exterior son suprimidas.

Así se conforma una paradoja cruel. En términos de salud los resultados son espléndidos, tanto para los clanes familiares de los empleadores, como para las empleadas encerradas en jaulas de oro. Pero este éxito de tan responsables personas, se contrapone con la eliminación de la libertad de movimiento de un contingente de seres humanos. Además, la decisión de aislar el personal doméstico no es consensuada, sino que, por el contrario, se ha resuelto en un cara a cara en el que las empleadas no tenían opciones reales de replicar o sugerir una alternativa. Se puede hablar en rigor de un chantaje envuelto en un sugerente y vistoso papel de regalo.

Las empleadas de hogar confinadas y encuentran sanas, pero su libertad se ha difuminado para mantener sus menguados salarios. Ellas constituyen una poderosa metáfora para todos, que en esta fase debemos optar por la salud en detrimento de la vida diaria y de la libertad. En esta zona gris de las urbanizaciones de lujo, tan elogiada por el dispositivo epidemiológico, el rastreo y el peinado se detiene ante sus puertas. Este es una atribución en exclusiva de los barrios en los que se enclavan los irresponsabilizados, los precarizados, los parias o aquellos a los que las estructuras sistémicas combinadas de la educación y el mercado del trabajo, ha congelado su tiempo, y sus vidas. Esta es la población rastreable y estrictamente vigilada, en vísperas de ser castigada incrementalmente si la gestión de la pandemia va mal. Estos son los visibilizados impúdicamente por los dispositivos mediáticos, que renuncian a entrar en la zona de sombra de las mansiones y preguntarse qué es del servicio doméstico. Los misterios de la relación explosiva entre lo biológico y lo social.



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