jueves, 11 de mayo de 2023

EL ENIGMA DE LOS PACIENTES

 

Los pacientes conforman un conglomerado humano creciente, tanto en su volumen como en la proporción que representan con respecto a la población total. La población asistida por los distintos dispositivos del sistema sanitario crece sin cesar. Pero esta monumental subsociedad del dolor y la enfermedad carece de cualquier representación, así como de vínculos sociales entre las distintas personas que lo conforman. Así constituyen una población que se asemeja inevitablemente a las poblaciones nativas en los sistemas coloniales. Estos conceptos -colonización/colonizadores/colonizados, explican que su raquítico sistema de acción, formado por una red de pequeñas asociaciones, no los represente o hable desde sus propias subculturas, sino que, por el contrario, represente las localizaciones de los diversos subsistemas sanitarios, que cooptan a un pequeño número de pacientes que terminan siendo una correa de trasmisión de sus conocimientos y representaciones.

Podemos definir al conglomerado social de los pacientes de dos maneras diferentes. Una, la que podíamos denominar como “funcionalista”, que supone que los pacientes son el sumatorio de personas que teniendo diversos problemas de salud son tratadas por las instituciones de la atención sanitaria. Otro modo de definirlos puede ser como los contingentes humanos necesarios para sustentar lo que se ha definido como “complejo médico-industrial”, es decir, los dispositivos de atención más la industria biomédica y farmacéutica. Las dos formas de definir a los pacientes implican miradas muy diferentes. La gran mayoría “funcionalista” hace énfasis en las instituciones de la atención, invisibilizando así a la biofarmaindustria

Los pacientes forman parte de aquello que desde la sociología se define como un campo social específico. En este sentido, la mayoría funcionalista realiza una selección brutal al eliminar de facto a la colosal industria. En el campo de la atención sanitaria coexisten, también, dos sentidos organizadores. De un lado, el estrictamente determinado por el valor salud, cuidadosamente delimitado y detallado en las nomenclaturas médicas. Pero, por otro, la atención sanitaria tiene un valor económico, lo cual la configura como un factor productivo formidable. Así, la atención médica articula uno de los colosales mercados de consumo inmaterial, cuyo valor e importancia crece en las economías del presente.

Por esta razón, voy a permitirme la licencia de ironizar, denominando como pacienteriado a las poblaciones humanas que son tratadas y que representan un factor productivo que estimula ese mercado formidable, que se caracteriza por no tener un techo definido. En este sentido se asemeja al vetusto proletariado de las sociedades industriales tradicionales, que sostenía el sistema productivo industrial. El pacienteriado sustenta a las instituciones de la asistencia y la industria, es decir, a la producción, y, al tiempo, estimula el consumo, convirtiéndose en un formidable laboratorio de modelos de segmentación, de servicios inmateriales y de generación de la demanda.

El subsistema descomunal que conforma este complejo industrial, se sostiene sobre la gestión del valor salud, que se ha transformado en una verdadera utopía central en la vida de las sociedades del presente. El valor salud se encuentra en el camino de la totalidad, y, en cierto modo, está sustituyendo a las viejas religiones. Por eso es menester subrayar la contradicción entre la expansión de las expectativas de salud de distintas poblaciones y la dimensión enorme de las personas tratadas por un número creciente de afecciones. De este modo se configura uno de los vectores de los malestares contemporáneos.

El campo de la salud es dinámico. En el mismo tienen lugar varios procesos que se complementan y se interfieren. Como tal mercado, su finalidad es crecer. Así se capturan segmentos nuevos que son incorporados al proceloso mundo de los tratados. En los últimos años este mercado ha experimentado un enorme e inquietante salto. De un lado, la pandemia ha supuesto la conquista por parte de las macroempresas farmacéuticas de la población total. La vacunación obligatoria, la supresión drástica del simulacro del consentimiento informado y los pasaportes Covid, supusieron la confirmación del poder político asignado a este mercado, así como el comienzo histórico de una nueva forma de apartheid, ahora en versión salud.

El segundo vector de expansión de este subsistema económico formidable se refiere al salto de “la salud mental”. En las instituciones de gobierno aparecen con fuerza inusitada las ideas de expandir los dispositivos de atención a la salud mental, que se entiende como problemas que afectan a públicos amplios y cuya solución es la atención profesional. Efectivamente, en los últimos tiempos, se multiplican los trastornos, que remiten inequívocamente a los procesos sociales en curso, tales como la dificultad de vivir en la gran regresión de las instituciones convencionales, la incompatibilidad existente entre varios procesos sociales y los efectos de un modo de individuación letal, que es fomentado, precisamente, desde el mercado.

La confluencia explosiva entre el complejo vacunal y el subsistema psico-psiquiátrico representa un peligro para millones de pacientes que corren el riesgo de ser tratados mediante tratamientos, en el mejor de los casos, manifiestamente ineficaces, cuando no perjudiciales. Este es uno de los problemas más importantes de este tiempo. Esta convergencia industrial-asistencial tiene como consecuencia la disminución flagrante de la cohesión social, generando un riguroso sistema de dependencias para poblaciones fragilizadas por el mismo sistema de atención. Por consiguiente, entiendo que la suma de ambos factores conforma una regresión, en el sentido de que se materializa una inversión inquietante. A día de hoy, en grandes espacios asistenciales, el tratamiento no resuelve el problema, sino que, por el contrario, tiene como finalidad la captura de una persona para hacerla dependiente de un subsistema de atención.

Concluyo desvelando otro de los problemas no visibilizados del campo de la atención sanitaria. Se trata de la relación público-privado. El sistema público ha impulsado históricamente la definición de problemas que exigen el tratamiento, contribuyendo a la adquisición de lenguajes y representaciones sobre las pruebas o acciones terapéuticas, que terminan cristalizando en necesidades percibidas. Estas alimentan un mercado privado complementario que crece exponencialmente de modo parasitario. En Madrid, el sistema privado multiplica sus intervenciones sobre los huecos que genera la clausura creciente del sistema público.

Por ilustrarlo con un ejemplo, en estos días he podido constatar en mi entorno personal varias perversiones consumistas. El sistema privado que atiende a los fugados de la sanidad pública funciona mediante la explotación intensiva de las pruebas y terapéuticas de las que dispone. Así, los procesos diagnósticos se adecúan a los remedios disponibles, constituyendo así una desviación considerable del quehacer profesional médico. Sólo una muestra. Si una compañía de asistencia dispone de biopsias, la gran mayoría de los profesionales las solicita ante cualquier problema que aparezca en la atribulada piel de los pacientes. Allí la biopsia se paga a escote, claro.

Los misterios de este campo hacen que se establezca una sólida pasarela entre la atención médica y la veterinaria. En el caso de las biopsias, los veterinarios las piden ante cualquier bulto resultante de un picotazo en la caliente primavera. Claro, el precio de estas para los pinches perros es de casi 500 euros. Así no me queda otra que despedir con un ¡salud y prosperidad para todos¡, en la convicción de que habrá pacientes suficientes para nutrir tan industrializado conglomerado salutocomercial. En estas condiciones, no me extraña que el valor salud adquiera dimensiones manifiestamente místicas.  

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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