domingo, 9 de abril de 2023

EL SÁBADO SANTO ROJO DE 1977

 

El 9 de abril de 1977, Sábado Santo, fue legalizado el partido comunista de España. Yo era entonces secretario de organización del partido en Cantabria. Tres años antes, tras una crisis de militancia, me había refugiado allí para distanciarme de Madrid y vivir una buena vida con Carmen. Pero el partido me localizó y me dieron una cita con un miembro del Comité Central, un minero asturiano dirigente de las huelgas de 1964. Me encontré con él en Torrelavega y me pidió que me hiciera cargo del partido, que en Cantabria se encontraba completamente desorganizado y languideciente. El argumento de la inminente muerte de Franco, que reforzaba las previsiones del partido, fue determinante en mi decisión.

En 1971, abandoné la organización universitaria del partido para desempeñar un trabajo de dedicación exclusiva para la organización en Madrid, haciéndome cargo de la dirección de las organizaciones de Químicas, Seguros, Comercio y Piel. Mi dedicación era completa y había abandonado mis estudios y roto con mi familia. Era un espectro flotante, privado de cualquier locus. Aún y así, el partido nunca me pagó ni un céntimo, a pesar de que compartía responsabilidades con gentes del aparato que sí cobraban un sueldo por su dedicación completa. Dormía en pisos acogido por distintos militantes y amigos, en un nomadismo autodestructivo. La vida militante que me convertía en un desarraigado se compensaba con una fe mística de que el gran desenlace de la dictadura se encontraba próximo.

En esta ocasión, y dada mi vulnerabilidad personal en Santander, me ofrecieron tres mil pesetas al mes que me abonaban para mi manutención. Junto con los ingresos de Carmen pude vivir escuetamente esos años tan intensos. En este tiempo mi ingenuidad era absoluta y vivía completamente ajeno a mis propias necesidades, asumiendo que en un futuro colectivo luminoso encontraría un lugar confortable. Así fue posible dedicarme ciento por ciento a la acción política, obviando mi situación personal y renunciando a mi propio yo en espera del advenimiento inmediato de la mitológica democracia.

Y eso a pesar de que mi madre me había repetido en muchas ocasiones la máxima siguiente “Hijo mío, no seas tonto, no te pido que no seas comunista, pero los comunistas solo te respetarán si eres alguien, y los estudios y la profesión es lo fundamental. Eres carne de cañón”. En mi crisis de militancia que me alejó de Madrid había desempeñado un papel primordial la lectura del libro de Fernando Claudín “La crisis del Movimiento Comunista”. También otras lecturas críticas que me sorprendían en mi ingenuidad, como las de Koestler, London y otros disidentes de lo que se denomina como estalinismo.

Tras mi acuerdo con el exminero me dediqué integralmente a generar una organización del partido orientada por el criterio de incorporar a distintos sectores de la sociedad viva. Así, en esos años se creó una organización con cierto arraigo en el movimiento estudiantil, en las empresas industriales de entonces en Cantabria, en la Sanidad, en la Enseñanza y en los ambientes culturales. Así seguía la pauta de lo que aprendí en Madrid, un partido vivo anclada en los movimientos sociales y el tejido social vivo. Los logros fueron concluyentes, aunque en aquel tiempo era relativamente fácil conectar con muchos sectores que percibían el inminente final del franquismo y se posicionaban según el entonces influyente modelo italiano. Muchos estaban convencidos de que en España el partido comunista sería el dominante de la izquierda en una nueva democracia.

En medio del proceso de recomposición, en 1976, el aparato del partido en el exterior, aterrizó en España. A Cantabria enviaron a Ambrosio San Sebastián, un miembro del Comité Central originario de Santander, que había pasado largos años en la cárcel y había vivido en París, como burócrata del aparato. Se había dedicado a la misión de proporcionar documentación a los contingentes de cuadros del partido que circulaban por España y Europa. En coherencia, no había vivido los movimientos sociales que desde los años sesenta habían articulado la oposición española, así como la sociedad del último franquismo.

Así se fraguó una colisión entre dos formas diametralmente diferentes de entender la forma de hacer política. La llegada de Ambrosio me desplazó al segundo lugar de la jerarquía del partido en Cantabria, a responsable de organización. Siempre he conservado la intuición en la vida, y, a pesar de nuestra aparente buena relación, comprendí desde el principio que estaba sentenciado por el aparato. Me percibían con desconfianza y sabían de mis disidencias públicas anteriores, que me conformaban como una persona “difícil” en el severo mundo homogéneo caracterizado por la obediencia y fidelidad ciega. La señal que me alertó de las intenciones del aparato fue el desplazamiento de mis principales colaboradores. Todos ellos fueron progresivamente relegados.

En ese tiempo tuvo lugar una extraña convergencia entre dos partidos. Uno era el del “interior”, el que yo mismo había catalizado, formado por estudiantes, médicos, jóvenes obreros y distintas gentes de la cultura. El otro, que estimuló Ambrosio desde el mismo día de su llegada, fue “el histórico”, el de gentes que habían estado vinculadas al partido en distintos tiempos anteriores y que ahora se reintegraban en él en las vísperas de la democracia. Las barreras entre ambos sectores eran monumentales. La heterogeneidad resultante era inmanejable Estas gentes, sin proyección social alguna, conformaron la masa crítica necesaria para nuestro progresivo apartamiento.

Pero mi problema con la llegada de Ambrosio tenía otra importante faceta. Esta es la de mi situación personal. Yo cobraba tres mil pesetas, lo que me convertía en un pobre de facto y restringía mi vida personal. Y en mi relación cotidiana con él experimentaba mi severa desigualdad con su modo de vida. Él cobraba un buen sueldo del partido, al igual que su mujer francesa, lo que les permitió comprar un buen piso céntrico y llevar una vida confortable de clase media. Cuando íbamos a comer juntos, yo exploraba la carta en busca de lo compatible con mi mísero presupuesto y él, con el gracejo que tenía me decía “no mires la carta. Preguntamos qué carne y qué pescado tienen y decidimos”. En esas cotidianeidades empecé a incubar mi convicción de que era carne barata de cañón.

Vivía en un piso alquilado en la calle Guevara que era insostenible para mi menguado presupuesto. La única alternativa fue irnos a vivir a un chalet del padre de Carmen a la calle Cisneros, en donde yo estaba alojado provisionalmente y con la tolerancia de la familia de Carmen. Fue en esa casa en la que recibí la feliz noticia del célebre sábado rojo. Recuerdo que, paradójicamente, no desató euforia alguna en mi persona, en tanto que me encontraba instalado en una premonición de lo que después ocurrió. Estaba convencido de que el pacto de Carrillo con los poderes fácticos estaba consumado, y que este implicaba unas renuncias muy importantes. Lo peor estribaba en que a las organizaciones del partido no le llegaba la verdad de lo que estaba sucediendo. La militancia era una forma de vivencia en el interior de una realidad blindada al exterior, que implicaba una subordinación extrema a las élites partidarias que controlaban el férreo aparato.

El Sábado Santo de 1977, con la legalización, confirmó una premonición incubada durante largos años e inició un camino, que la campaña de las elecciones de junio confirmó, y que fraguaron una potente disidencia. En septiembre de ese año presenté la dimisión de todos los cargos. Me acompañaron muchos cargos intermedios. En esta secuencia confirmamos que no éramos necesarios, ni respetados. Éramos intrusos que en una situación tan peculiar como la del franquismo habíamos arribado allí. A pesar del elevado número de dimitidos, que significaba el derrumbe del “partido del interior”, el aparato no mostró ninguna preocupación. Por el contrario, celebró la vuelta a la normalidad del imperio de la fidelidad incondicional y la sumisión. No importaba tanto la influencia en la sociedad, sino la cohesión interna.

La sangría de militantes fue tan elevada que decidieron recuperar a cuantos fuera posible. Las palabras de Ambrosio sintetizaron un compendio de la razón de la nomenklatura. Afirmó que “Es necesario recuperar a los camaradas sencillos”. La elocuencia de esta frase es abrumadora. Quería decir que no querían gente que no fuera sencilla, es decir, creyentes dotados de una fe a prueba de bomba que les inmunizase de los resultados. Nosotros no llegamos a adquirir esa condición de sencillos. Muchos se hacían preguntas, utilizaban distintas fuentes para fundamentar sus valoraciones y pretendían comprender por sí mismos.

Mi dimisión en septiembre del 77 se hizo formalmente en un pleno que ofició un miembro del Comité ejecutivo, Romero Marín, persona de larga trayectoria y al que apodaban “el tanque”, por su estilo militar, adquirido en el ejército rojo y reforzado en los años de clandestinidad. Este pleno tenía una naturaleza dramática por la relevancia de los que dimitíamos. Pero ese día de septiembre jugaba en Santander el Rácing contra el Valencia, que entonces contaba con Kempes. Tras la sesión de la mañana, muchos de los miembros del “partido del interior” abandonaron la reunión para acudir al estadio.

El aspecto más duro de mi dimisión es que me quitaron las tres mil pesetas, y lo hicieron al estilo que sufrieron mis admirados disidentes. Es decir, me reclamaron que devolviera el dinero de todo el mes, cuando estábamos a la mitad. El mal estilo es consustancial a todas las sectas. Tras devolver el dinero quedé en una situación límite. Con casi treinta años, privado de raíces, de familia, habiendo abandonado los estudios y sin profesión. Entonces tuve que vivir de los menguados ingresos de Carmen, que trabajaba de auxiliar en un colegio. Para asegurar nuestro domicilio tuvimos que casarnos para calmar a su padre. La nuestra fue una de las primeras bodas por lo civil en la novísima España de 1978.

Pero lo peor estaba por llegar. Dada mi relevancia en el Santander de entonces, en tanto que había sido el impulsor de la “junta Democrática” en 1976, y me conocía todo el mundo en los ambientes políticos, montaron una dura campaña en mi contra acusándome de “vivir de mi mujer”. En las mentes de los camaradas sencillos arraigó esta infamia. Llegué a tener incidentes en la calle con dos militantes de avanzada edad que me increparon llamándome “chulo”. Asimismo, fui borrado de la memoria local por medio de una exclusión brutal que implicaba mi denegación como persona.

En una situación límite comencé a recuperarme. Colaboré con varios periódicos locales escribiendo sobre el partido y la recién llegada democracia. Publiqué muchos artículos con ironía corrosiva acerca de la clase política recién configurada, el partido comunista y sus disfraces, la crítica a algunos próceres locales y los inefables aluviones en la dirección de los dos partidos vencedores en las elecciones: UCD y PSOE. En ese tiempo se disipó el ensueño italiano y el PCE entró en un carril de deterioro acumulativo como consecuencia del predominio del partido del exterior. Estos artículos todavía hoy pueden leerse. Algunos amigos que los han leído los elogian y se sorprenden de la ahistoricidad de la validez de sus argumentos. Se confirma que las situaciones originarias tienden a perpetuarse.

En 1978, decidimos abandonar el partido. Lo comunicamos y tuvo amplio eco en la prensa local. El diario El País también publicó mi salida. En el partido expresaron su alivio tras los años de amenaza de la homogeneidad total. No éramos necesarios. Al contrario, éramos peligrosos para un orden interior monolítico. Este camino les condujo a la bancarrota política de 1982, tras la que se han sucedido varias mutaciones y metamorfosis. A día de hoy, en el imperio de la videopolítica, la militancia resulta un factor de obstrucción de las élites partidarias. Podemos los denomina como “inscritos”, Yolanda Díaz los entiende como espectadores de sus puestas en escena y Garzón tiene que acreditar la tediosa competencia de manejar la asamblea anual de sobrevivientes para colocarse.

El sábado de gloria de 1977, al final resultó un día prodigioso para mi persona, en tanto que inició un camino de liberación de esa secta tediosa y gris que sobrevive penosamente en el siglo XXI negándose a sí misma y ocultando cuidadosamente su identidad. El Domingo de Resurrección significó para mí el inicio de un camino de recuperación personal. Vivo como un privilegio poder escribir esta entrada tantos años después.

 

 

4 comentarios:

  1. De acuerdo en todo tus comentarios nosotros lo vivimos en nuestro exilio, y más tarde en España, y con ayuda,de muchas necesidades,y muchas injusticias, más, que son para,discutirlas personal mente, Saludos y esperanza..,..

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  2. La historia se llevor a efecto en muchas prv españolas como fue en Cádiz el mismo fondo con cambios de argumentos y actores



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  3. En Andalucia intervino romero Marín también que en aquellos años 1977 era responsable de organización tú lo retratado muy bien y destituyó a Benítez y y puso a Fernando Soto

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  4. Gracias por tus escritos, desde una posición más abajo de la escalera, mi vida militante es casi calcada a la tuya , en 1978 abandone el PCE pero no mi militancia por mi cuenta contra la derecha y el fascismo

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