viernes, 16 de septiembre de 2022

LA JIBARIZACIÓN CIUDADANA

 

 

Cuando la barbarie triunfa no es gracias a la fuerza de los bárbaros sino a la capitulación de los civilizados

Antonio Muñoz Molina

En este nuevo mundo se espera que los humanos busquen soluciones particulares para los problemas generados socialmente, en lugar de buscar soluciones generadas socialmente para los problemas particulares.

Zygmunt Bauman

 

El presente es un tiempo cargado de opacidad, en el que las ideas y representaciones sociales no encajan, en muchas ocasiones, con las realidades. Dos de los conceptos más usados, convertidos en gritos de rigor de los discursos políticos, son los de ciudadanía y sociedad civil. Su proliferación infinita contrasta con su disipación en la materialidad de las acciones. Por adoptar una definición gruesa, la condición de ciudadanía se expresa en los posicionamientos de los sujetos ciudadanos, ante problemas colectivos, tales como la libertad, la igualdad y otros. Sin embargo, en este tiempo operan, en todas las escalas, maquinarias que promueven la acción de las personas a favor de su estricto y personal interés, distanciándose de las grandes cuestiones colectivas.

De esta forma, cualquier forma de ciudadanía es vaciada de contenido drásticamente. Desde hace muchos años me he ocupado de lo que entiendo que conforma el presente: la clientelización del mundo. La figura del cliente, así como la del espectador autoprogramado, o la del sujeto definido por su carrera laboral, implican una rotunda reformulación de socialidades, que convergen en un arquetipo individual blindado a lo colectivo, instaurando así un extraño desierto social en lo que lo común es un contenedor de yoes dotados de autonomía. Todas las reformas que he vivido en mi largo desempeño profesional, tienen ese código común, amparando una nueva individuación tajante.

En este contexto, la política institucionalizada opera mediante el mecanismo de la recolección de voluntades de los yoes votantes. En este sentido, se reconoce a estos su papel esencial en el solemne día del sufragio, pero, tras este, estos son relegados a sus mundos laborados por el gran proceso de selección permanente que son ejecutan concertadamente la educación y el mercado de trabajo.  Al tiempo, las personas son gestionadas por las industrias culturales que, amparados por el milagro de las sinergias entre la televisión, internet y el streaming, pueden realizar su autoprogramación audiovisual desde el creciente encierro doméstico. En las salidas al espacio público, el teléfono móvil acompaña al sujeto encerrado, portador de su formidable dispositivo de comunicación articulado en torno a su yo, interfiriendo su interacción con su entorno. Las maquinarias de las instituciones de la nueva individuación modelan la vida de los sujetos entretenidos y administrados por tan poderosos dispositivos.

Así se conforma algo similar a lo que se entiende como “error de paralaje”, que desvía la mirada hacia campos sociales, como el de la política, privilegiando su atención en detrimento del complejo mediático y de las industrias culturales, que detentan así el don prodigioso de no ser vistas, pasando desapercibidas a las miradas de tan sesgados y manipulados mirones. En coherencia con este análisis, la ciudadanía es exaltada en todos los discursos justamente por aquellos que la hacen imposible, haciendo avanzar la desertificación hiperindividualista y multidimensional. Los discursos imperantes en todos los campos  acumulan las distorsiones derivadas de este error de paralaje mayúsculo, atribuyendo a la política, tal y como funciona en el presente, una relevancia desmesurada. La política, una vez que las personas han sido eficazmente separadas unas de otras, es un juego mecanizado, que se realiza entre jugadores profesionales que actúan al modo de los guiñoles, en donde los muñecos hablan y gesticulan según las instrucciones de los programadores.

Uno de los aspectos más elocuentes de este vaciamiento de la ciudadanía, estriba en la expansión prodigiosa de las encuestas. Estas constituyen un monopolio de las relaciones entre las élites y castas políticas, profesionales, industriales y mediáticas, y eso que se llama ahora como la gente. La encuesta implica una relación asimétrica a la conversación. Los operadores de las mismas programan cuidadosamente las preguntas y las respuestas, así como seleccionan a los sujetos encuestados, para encontrarse fugazmente con ellos en una relación de laboratorio, en la que los encuestados solo tienen la opción de responder estrictamente eligiendo una respuesta del menú prefabricado. Esto no sólo niega la conversación, sino que constituye un acto autoritario, en tanto que se funda en el supuesto de que el que responde no tiene nada que decir. Así es automatizado, expropiado de su propio discurso y sojuzgado.

La predominancia apoteósica de las encuestas, fundadas en el simulacro autoritario de conversación, han extendido como una mancha de aceite la clausura de la misma en numerosos ámbitos sociales.  Así, el poder político programa conversaciones dirigidas en la que solo hablan los tertulianos seleccionados por el cluster político-mediático, que asigna a los espectadores la función de mirar. Así se genera una dictadura perfecta, una verdadera obra de arte hiperautoritaria, porque es imposible que desde la suspensión de la conversación general, sustituida por los conversadores tertulianos cooptados, tenga lugar un germen de cambio dotado de factibilidad. En esa nueva corte televisiva, solo cabe la redundancia infinita y la simulación de pluralismo. Pero en ese mundo prosaico es imposible un antagonismo fecundo que pueda germinar transformaciones sociales.

Reemplazado por los tertulianos y expertos, denegada su capacidad de poseer una voz propia y reducido a la condición de mirón de un espectáculo agendado, el ciudadano del presente solo es estimulado para votar. Se solicita su participación como votante y emisor de likes en todos los ámbitos. De este modo se conforma una masa congregada por la emoción de poder dirimir quién es el ganador de la siempre (pen)última contienda. Así se sanciona la hiperpersonalización de la política. La gente termina votando al icono que se le presenta, en detrimento de programas o discursos articulados. Estos son desmenuzados en medidas escuetas susceptibles de ser miradas y votadas.  La apoteosis del sufragio sobre la minimización de los electores, reducidos a la condición de votantes sin habla.

El cluster mediático-político se configura como una casta prodigiosa que solo conversa con los portavoces de los grandes poderes económicos, institucionales, profesionales, culturales y sociales. Los demás son sometidos a ruido imperceptible. En coherencia con este sistema, cuando los malestares desbordan los equilibrios prestablecidos, se producen estados de ebullición que pueden terminar en revueltas o incidencias críticas, pero infradotadas de alternativas. En este contexto, la expansión de los populismos es inevitable. Cada cual solo puede aspirar a ser una unidad muestral, o votante online en cualquier sufragio mediático, o votante en unas elecciones en las que partidos y programas han sido relegados por los juegos de rivalidad entre las figuras principales. Durante muchos años, en mi clase de Sociología, pregunté si alguien conocía el nombre de un senador, no obteniendo nunca respuesta. Los aspirantes a esta subcasta política, no participan en las campañas electorales.

Esta desconsideración de la ciudadanía y su derivación a la condición de compradores, clientes, espectadores y votantes sin voz, se expresa nítidamente en el género televisivo de la política con formato comercial. Los operadores político-mediáticos han inventado un género televisivo que sintetiza brutalmente la degradación de los denominados ciudadanos. Se trata de programas en los que se encuentran cara a cara, alguno de los líderes políticos con un nutrido grupo de espectadores-electores seleccionados por los patrocinadores. El proceso de selección es brutal, en tanto que se hace con criterios de atributos que remiten a las ferias de ganado.

Cada participante está presente en tanto que representa una combinación de variables generales: sexo, edad, lugar de residencia y oficio. Desde esa marca tiene derecho a hacer una pregunta a la estrella invitada, y su réplica está limitada a emitir alguna palabra sobre la respuesta obtenida. Las preguntas son supervisadas antes de la emisión por los conductores del programa. Así se produce una cruel secuencia de minimización y jibarización de los presentes, que quedan reducidos a su campo de interés. Todo deviene en una exhibición del astro político, que resuelve con facilidad, victoria a victoria, mostrando su supremacía sobre el sujeto gobernado. Este, en algún caso excepcional, puede mostrar la disconformidad con la respuesta, pero no puede reformular su pregunta. E

En un medio como este, es imposible una conversación, breve, pero que permita a ambos interlocutores sustanciar sus posicionamientos. El sujeto preguntador se inscribe en un dispositivo letal, que determina la superioridad de la estrella invitada. En mis años de profesor, he participado en múltiples actos en los que los asistentes tienen estrictamente limitada la posibilidad de decir. Solo pueden preguntar. La factibilidad de un diálogo se remite a cero. Las aulas, como las salas de conferencias, han cancelado cualquier posibilidad de diálogo. Por eso en mis clases algunos estudiantes se enfadaban cuando con una precisión milimétrica aludía a la terrible condición de culos aposentados. En un medio así, las gentes tienden a traer sus culos y buscarles un sitio que tenga la propiedad de la prudente distancia con el parlante.

Estos patrones imperantes de anticonversación, tienen un efecto letal sobre el sistema político. Cada uno es minimizado, despreciado y silenciado como emisor de lo que pueda pensar, al tiempo que adulado, mimado y halagado como votante, al estilo de la condición de cliente-comprador. Las cosas han llegado tan lejos que, los clanes político-mediáticos que detentan el monopolio de la voz, se permiten interpretar los silencios ciudadanos que ellos mismos han inducido. La tremenda frase de “es que a la ciudadanía no le importan nuestras cosas sino sus problemas cotidianos”, es un indicador elocuente de la concepción que tienen de la fantasmagórica realidad que designan como la ciudadanía.

Y así continúa esta historia. Cada vez más somos denegados como portavoces de nuestros posicionamientos generales para ser convertidos en fragmentos poblacionales, por eso me gusta afirmar que no soy otra cosa que un numerador. Con mi segmento-piara no está permitido dialogar, solo se nos concibe como sujetos propensos a dejarse seducir o recibir ayudas materiales de las generosas autoridades. Este extraño sistema político produce, efectivamente, sujetos mutilados en su relación con lo general, así como esforzados en la consecución de lo suyo. En los programas de televisión, cuando abren sus cámaras a la ciudadanía, comparecen impúdicamente los estragos causados por la tragedia de la supresión de la conversación y la expulsión de la gran mayoría de los asuntos generales. La jibarización ciudadana.


 

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