martes, 20 de septiembre de 2022

EL CIUDADANO ALFONSO

 

Sí, en los largos años de desempeño como profesor universitario tuve la oportunidad de conocer al menos a un ciudadano, es decir, a un estudiante que se involucró activamente en el control de la institución, más allá de la defensa de sus intereses como usuario. Este es el ciudadano Alfonso, un tipo que se encuentra asentado en mi memoria. Estudiaba la entonces licenciatura de Ciencias Políticas, además de la de Derecho, así que no pudimos coincidir en el aula como profesor/alumno. Pero su presencia activa en la facultad dejó una huella imperecedera por su singularidad. Eran los años noventa, en los que todavía los estudiantes eran definidos como supuestos aprendices, antes de su conversión en compradores de créditos académicos, por efecto de la radical reforma neoliberal que se designa como “proceso de Bolonia”.

Era una persona perteneciente a una clase acomodada, lo que le había permitido estancias en instituciones educativas de élite en Estados Unidos. Esto le permitió forjar una perspectiva desde la que la realidad de la facultad –española, muy española y mucho española- , representaba un choque cultural de gran envergadura. Estaba dotado de una inteligencia considerable, así como de una voluntad hercúlea, que se sostenía en una personalidad robusta, lo que facilitaba la consecución de una excelencia académica que se manifestaba no sólo en sus resultados, sino en todas sus actuaciones e iniciativas. En esos años su presencia en la facultad era imponente, en tanto que se constituyó como un extraño agente de control de la ínclita institución. Así, se fraguó un comportamiento que constituyó una excepción estruendosa, en el contexto de la calma rutinaria que imperaba en tan ilustre institución, que tan certera e ingeniosamente un periodista granaíno –Alejandro V. García- denominó como “la quietud absolutista”.

Siempre ha habido estudiantes críticos en la facultad. Cada curso desembarcan allí algunos estudiantes vinculados a los mundos sociales de las variadas izquierdas, y, en algunos casos, de activismos y militancias en movimientos sociales de todas las clases. Pero, la gran mayoría de los matriculados, ha sido forjada en la horma de los institutos y colegios de enseñanzas medias, en donde han adquirido el modelo cultural del alumno, que consiste en aceptar su “inferioridad”, limitar su voz e iniciativa y responder estrictamente a lo que se les pide. Las instituciones educativas son laboratorios de la obediencia debida. La llegada a la universidad significa reforzar esa pauta de acatamiento y subordinación al orden imperante en el aula.

En este contexto tan cerrado, normativizado y jerarquizado, parece inviable apostar por otro modelo diferente, y cada cual debe ajustarse estrictamente al rol de estudiante, entendido como un receptor pasivo de contenidos y ejecutor de tareas cerradas que se designan como prácticas. Este orden académico generaba algunos malestares que no llegaban a expresarse abiertamente. Así, los estudiantes críticos por su ideología se posicionaban a la contra de los contenidos académicos de la piadosa sociología, haciéndolo en nombre de grandes palabrotas que se escriben en mayúsculas. El Sistema, la Academia, el Capitalismo, el Patriarcado… todos ellos eran evocados como paraguas frente al alud de conceptos que conforman esas disciplinas sociales, que en la universidad española se imparten mediante un distanciamiento que da lugar a una suerte de anestesia perfecta. Así, los estudiantes críticos se remiten a los grandes significantes, mostrando su incapacidad para problematizar el flujo anestesiado de los programas, que, en general, es transmitido como un nuevo catecismo de afirmaciones incontrovertibles.

Al mismo tiempo, la facultad, como la institución universidad, funcionaba manifiestamente mal en su cotidianeidad, produciéndose múltiples incumplimientos, disfunciones, errores, prácticas perversas, desorganización monumental y calidades pésimas de muchas de las actividades y servicios. Pero los estudiantes carecían de la capacidad de generar alternativas o de ejercer la crítica. La oposición consistía en la evocación de un mundo imaginario más allá de los jinetes del apocalipsis del mal: sistema, capitalismo y demás macroconceptos. En distintos tiempos, algunos estudiantes críticos, recurrieron a la forma sindicato, cuyo molde institucional no encaja bien con las condiciones de la universidad.

Los movimientos estudiantiles de los años sesenta y setenta del pasado siglo, dejaron una huella en la institución, de modo que esta ha reaccionado generando un control interno que constituye toda una obra de arte de las ciencias normativas. Esta es la iniciativa de lo que se llama participación. Así, los estudiantes son obligados a elegir representantes en las aulas –los delegados de curso-, en la Junta de Facultad, en los departamentos; en el Claustro, y, además, existe un vigoroso y cuantioso en recursos vicerrectorado de estudiantes, que desarrolla todo tipo de programas cooptando estudiantes. El resultado es la consumación de un sistema imponente de fragmentación y división de los estudiantes, que previene eficazmente cualquier movimiento espontáneo de los mismos.

La participación estudiantil tiene varios objetivos concatenados: fomentar la división; crear mediante la cooptación una élite que detente múltiples ventajas en el gran proceso de selección, y, sobre todo, experimentar la inferioridad. En cualquiera de los órganos de gestión, los representantes estudiantiles se encuentran con la muralla experta de los especialistas que entierran sus propuestas bajo toneladas de argumentos especializados. Además, la participación organizada desde la cúpula de la institución practica unos métodos que refuerzan la inferioridad de los más débiles, mediante la elaboración del orden del día por las autoridades y la sacralización del capítulo de Ruegos y Preguntas, que es el lugar inhóspito, al final de la reunión, donde son remitidas las iniciativas de los estudiantes.

Durante muchos años, he presenciado el espectáculo de  ver cómo algunos estudiantes, vivos e inteligentes en el aula o en conversaciones de pasillo, eran aplastados por los expertos de derecho Administrativo en las Juntas de Facultad y otros órganos semejantes. Así se cumplimentaba el círculo perverso de un tipo vivo y vigoroso que, tras ser derrotado en las primeras reuniones, terminaba por interiorizar el papel de comparsa allí. A más de uno le advertí sobre su impúdica decadencia. De este modo, los órganos de participación son los ángeles exterminadores de los estudiantes vivos que habitan esos mundos  institucionales en los que la universidad se blinda al control de los estudiantes.

Algunos estudiantes críticos, que se comportan como los leones en las asambleas, devienen en una clase especial de vasallos forjados en la inferioridad en las reuniones en las que desempeñan un papel subalterno. Así, la participación institucional deviene en un mecanismo formidable de neutralización de cualquier agente de cambio. En la Universidad española impera un pragmatismo y espíritu de acomodación formidable, de modo que los profesores solo consideran en sus reuniones internas las reglamentaciones emanadas de la autoridad política y académica. Así se explica el triunfo absoluto de la reforma neoliberal sin resistencia alguna. Los departamentos –en general- se comportan según el modelo de golpe, es decir, que se exhibe una cohesión corporativa absoluta, difícil siquiera de imaginar desde el exterior, fundada en el modelo de un grupo que ejecuta un golpe y se hace con un botín. El espíritu de la institución es el del reparto del botín –los recursos- entre los que estamos aquí y ahora.

Eso confiere un estilo duro y contundente  a los participantes que se manifiesta en las reuniones. En estas nunca se conversa sobre la filosofía de una reforma, sino que se reinterpretan los textos sagrados del Ministerio y la Universidad. En este ambiente, los recién llegados “representantes” de los estudiantes en elecciones en las que la participación es bajísima, aprenden inmediatamente el rol subalterno a tan rudos señores. Cuando tiene lugar alguna intervención o propuesta estudiantil que trasciende el horizonte sórdido del día a día , así como el equilibrio de intereses, esta es replicada por alguna autoridad con contundencia, y es acompañada por gestos de burla y desprecio por no pocos de los participantes en esa redistribución de recursos. Así, la gran mayoría de los “leones de las asambleas”, son intimidados y reciben un castigo simbólico considerable.

El ciudadano Alfonso, que tenía una formación considerable, y, además, no era marxista ni se identificaba con la izquierda de las grandes mayúsculas, operaba sobre las situaciones críticas derivadas de las actuaciones de una institución carente de control. Cuando suscitaba alguna cuestión impertinente en la percepción de los profesores, no solo la mantenía, y soportaba la oleada de descalificaciones verbales y gestuales, sino que solicitaba respuesta y que se cumpliese el reglamento, en tanto que defendía su derecho a hacer propuestas y que estas fueran votadas. Su fuerte personalidad suscitó una oleada de indignación cuando emitía críticas bien argumentadas a cuestiones que trascendían a los intereses de los estudiantes. Así se fue forjando una disidencia compleja que el sistema no tenía la capacidad de metabolizar y resolver.

Entre todas las cuestiones que suscitó elijo dos, para que los lectores puedan hacerse una idea exacta del ejercicio ciudadano de Alfonso. La primera remite a que, a mediados de los años noventa, apenas había móviles y se utilizaban teléfonos fijos. Resulta que en el informe anual del Departamento de Sociología se había gastado una cantidad desmesurada en el teléfono, que contrastaba con la exigua cantidad gastada en nuevos libros. Este era un indicador letal para el departamento. Pues bien, el ciudadano Alfonso lo expuso educada, pero firmemente en la reunión departamental, solicitando explicaciones. Esta incidencia desató una tormenta de descalificaciones y malestares, que propició una dinámica de confrontación, en la que este ciudadano se quedó completamente sólo, pero no cedió en sus demandas. Desde entonces, sus propuestas eran expulsadas al saco delos ruegos y preguntas, y hubo una puja para asegurar que sus objeciones expresadas debían estar debidamente contestadas, así como integradas en el Acta.

El resultado de este conflicto fue la descalificación del ciudadano Alfonso, que tuvo la gran oportunidad de experimentar el arte supremo en el que están acreditadamente especializados los profesores y los estudiantes cooptados en tan democrático tipo de participación: hacer el vacío. En este arte noble soy un auténtico experto. Desde entonces, nadie veía su persona y las tácticas de evitación del encuentro se multiplicaron, adquiriendo una diversidad inaudita. El aislamiento es una de técnicas esenciales, entre un conjunto de artimañas insólitas. Pero este no cedió a las presiones, inventando una táctica de resistencia de un valor encomiable. Escribió un texto breve y conciso explicando la cuestión del teléfono y los libros, además de narrar el devenir fatal de su gestión y la respuesta obtenida. Lo publicó en hojas grandes, tamaño tabloide, con una letra grande, y lo repartió personalmente, él sólo, a la salida de las clases.

La segunda cuestión denota muy certeramente el funcionamiento de la institución universitaria en esos años, en las vísperas del advenimiento de la reforma Bolonia. Resulta que el director del Departamento de Sociología, había sido nombrado Director General de Universidades por el gobierno de Aznar. Tras varios años de desempeño, este regresó a la Facultad para ejercer como Catedrático. Este impartía la asignatura de Sociología de La Familia, en la licenciatura de Sociología. Fue anunciado en la programación docente con anterioridad al curso como profesor de la asignatura. Alfonso se matriculó en ella como estudiante de lo que se denominaba “Libre Configuración”. El primer día de clase no se presentó ningún profesor, como en los días siguientes. Tampoco se informó por parte de la institución nada al respecto. Tras tres semanas en blanco, lo que generaba algún malestar débil entre los estudiantes, varios estudiantes, entre los que se encontraba este ciudadano, se dirigieron a las autoridades académicas para requerir información al respecto. En estos encuentros predominan las buenas palabras y el paternalismo, pero, al estilo de la universidad española –muy española y mucho española- el compromiso es un término inexistente.

Así se llegó a una protesta débil, hasta que un buen día compareció un profesor joven y contratado, que les informó que él mismo impartiría la asignatura. Alfonso respondió reivindicando una explicación institucional acompañada de disculpas, y no aceptó esa solución chapucera que alteraba la programación académica. Tras un proceso de tiras y aflojas con las autoridades, se convenció, tanto de la inutilidad de estas conversaciones, en tanto que en sus interlocutores era extraño el concepto negociación, así como se expresaba nítidamente el cierre de los profesores en defensa del insigne ausente.

Alfonso decidió sacar la información al exterior, elaborando un texto que repartió cara a cara en la facultad, pero esta vez recurrió a la prensa local. Entonces ejercía en el periódico local “Ideal”, un periodista punzante y creativo, que rompía todos los moldes del periodismo imperante, respetuoso con las autoridades universitarias y cómplice imprescindible del silencio necesario para mantener el estatus existente, Antonio Cambril. Hoy es concejal del Ayuntamiento por Unidas Podemos. Cambril publicó un artículo con su estilo brillante, que conmovió al cuerpo profesoral y obligó al rectorado y autoridades a intervenir buscando una solución. Naturalmente esta se producía desde la cohesión corporativa imponente y cosmológica que reina en la universidad y ampara a los ilustres corporativos. En esta ocasión, se terminó descubriendo que el profesor exdirector general de universidades, ni siquiera había solicitado el alta en la universidad.

Un profesor amigo mío describe muy gráficamente la naturaleza de esta institución. Dice que es la heredera de las instituciones asentadas sobre las tierras y sus propiedades. Así, cualquier autoridad funciona fundada en una autolegitimación derivada del principio de “esta es mi tierra y aquí mando yo”. Las prácticas organizativas remiten a ese imaginario de propiedad de un bien físico. Desde esta perspectiva se pueden comprender las lógicas subyacentes a actuaciones caciquiles que parecen insólitas en este tiempo, y que son silenciadas absolutamente bajo la complicidad corporativa basada en el reparto de recursos de los que estamos aquí y ahora.

El ciudadano Alfonso terminó su periplo universitario, y su ausencia en la facultad dejó un hueco que nadie rellenó. Volvimos al ciclo de los estudiantes ultracríticos experimentados en el arte dela impotencia, y a los vasallos forjados en la participación. Muchos de estos ocupan hoy escaños, conserjerías y cargos muy importantes del sistema político. Siempre recuerdo la peripecia de Luis Roldan. Terminó apropiándose recursos financieros procedentes de las casas-cuartel de la Guardia Civil. Algunos de sus biógrafos apuntan a que, en sus inicios como militante de la agrupación del pesoe de Zaragoza, nunca hablaba ni expresaba su opinión. Entonces lo imagino en las reuniones ordinarias universitarias, pronosticando su fulgurante éxito en su carrera. Saber callar. Saber esperar. Saber ejercer cuando uno ha llegado a la jerarquía.

 

 

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