miércoles, 1 de junio de 2022

LA SANIDAD PÚBLICA Y LA TRAMPA DE LA MEMORIA

 

Un nuevo tipo de sufrimiento: la supervivencia anestesiada, impotente y solitaria en un mundo convertido en sala de hospital […] en un infierno planeado y diseñado a través de la ingeniería

La dependencia es siempre dolorosa, y sobre todo para los viejos. Los privilegios o la pobreza de la vida alcanzan un clímax en la vejez moderna. Sólo los muy ricos y los muy independientes pueden escoger evitar esa medicalización del período final a la que los pobres deben someterse y que se hace más intensa y universal conforme la sociedad en que vive se hace más rica.

Ivan Illich

 

La trampa de la memoria es un concepto sociológico que se puede enunciar así: “Las personas y las poblaciones actúan en función de lo que ha ocurrido en los tiempos anteriores al presente”. Así, se configura un pragmatismo que se funda en la creencia de que todo ocurrirá tal y como ha tenido lugar en los años anteriores. Este precepto ha funcionado en los tiempos largos del capitalismo fordista, keynesiano y de bienestar. Pero, cuando cambian de signo los ciclos, tal y como viene sucediendo en las últimas décadas, esta pauta de acción deviene en una reliquia del pasado que antecede al fracaso de sus feligreses practicantes, convirtiéndose en una trampa fatal para sus intereses.

Uno de los ejemplos más ilustrativos de la trampa de la memoria es el de los estudios superiores. En España, desde los años sesenta, los estudios superiores han representado una credencial esencial en la movilidad social ascendente. Así, décadas después, las familias se esfuerzan para enviar a sus ilustrados descendientes a las aulas universitarias. Esta es una creencia y presunción extremadamente arraigada en la conciencia colectiva. Pero el problema radica en que el sistema productivo y la sociedad que amparaban esa movilidad, se han disipado, dando lugar a un cambio de ciclo radical, que en la educación significa la devaluación de las credenciales universitarias convencionales, dando lugar a un nuevo sistema de credenciales (en plural), que implica la acumulación de estas recurriendo al vasto, jerarquizado y heterogéneo mercado de las credenciales educativas. Así, muchos de los aspirantes quedan estacionados en las largas colas de espera para acceder al premercado del trabajo cognitivo. Este estancamiento configura un contingente de jóvenes en espera que hacen compatible esta con la becarización y desprofesionalización de sus trabajos de subsistencia.

El caso del sistema sanitario es paradigmático, conformando un nuevo y largo ciclo de contracción, en el que los servicios ofrecidos son manifiestamente decrecientes, cuestión que se refuerza por el incremento sustantivo de las necesidades de tan confiados fieles. En este caso, la trampa de la memoria adquiere una envergadura descomunal, en tanto que desde distintas instancias del complejo médico-industrial se reafirma el dogma contenido en la frase de “El sistema sanitario en España es el mejor del mundo”. Sin embargo, esta afirmación, que se formula para ocultar el proceso constante de merma de sus efectivos y recursos, sigue viviendo en las mentes de tan fervorosos usuarios, alcanzando una naturaleza que se inscribe en el orden superior de lo místico.

El caso es que contrasta la euforia de la industria, los poderes políticos, las élites profesionales, las burocracias estatales/autonómicas, los expertos mediáticos, los escasos centros de formación e investigación en salud pública –desde hace muchos años convertidos en escuelas de gestión- y las legiones de gerentes y directores en espera de su turno cuando el ciclo político lo permita, con los escuadrones de profesionales desprofesionalizados crecientemente, los laboriosos mir becarizados, los precarizados múltiples, así como los empleos que han crecido en la periferia –ambulancias y otros similares- que tienden a ser minimizados y suprimidos por el milagro de la externalización. La deriva del sistema sanitario reformado según las premisas de “la nueva gestión pública”, implica una exageración macroscópica de ese lema gerencial de “hacer más con menos”, que termina por significar irremediablemente “hacer mucho y mal”.

Los profesionales del sistema sanitario público son víctimas de la trampa de la memoria, reactivando el recuerdo de los años de oro de su pasado. Así, sin considerar que la situación menguante remite al modelo de crecimiento y de sociedad neoliberal, manifiestan una depresión colectiva que compatibilizan con la ilusión de la llegada de los refuerzos – que remite al verbo polisémico: reforzar-. Esta esperanza de que por fin llegará un director, consejero, ministro o partido que resuelva la situación. Entretanto, en la espera la situación camina en sentido contrario, recortando el sistema sanitario utilizando los saberes de una reconversión multisectorial que lleva décadas ensayándose en todo el mundo. Esta nostalgia tiñe las manifestaciones y acciones de protesta de los profesionales, que se desarrollan según el modelo de la baja intensidad y el estancamiento.

Los pacientes son las víctimas del decrecimiento brutal, así como de los discursos políticos que se fundan en la trampa de la memoria. En este juego institucional, el círculo de la perversidad se ha cerrado y la sanidad es un objeto contundente que se arrojan unos a otros en una ceremonia de desinteligencia y crueldad. La pésima situación de los centros asistenciales, es entendida por parte de los benévolos pacientes como un tiempo de impasse en espera de la aparición de algún héroe salido de las pantallas que restaure la edad de oro. La vivencia de la realidad genera un malestar considerable, pero que no se traduce a acción reivindicativa o política.

El aspecto más cruel de esta situación, que es análogo al que viví en la universidad, radica en que el decrecimiento de los dispositivos, resultante de las decisiones de las autoridades, que actúan concertadamente con el complejo médico-industrial y las élites profesionales, contrasta con los discursos sobrecargados de promesas que envuelven las realidades en un halo místico estimulado por la memoria de los tiempos de crecimiento de los años ochenta. Estos tienen como efecto la aparición de un conflicto latente entre los profesionales y los pacientes, que se ven atrapados en los discursos excelsos en unas realidades crecientemente caracterizadas por la escasez. Este conflicto sórdido remite a una sobrecarga asistencial imposible de gestionar, de modo que el profesional termina por convertirse en cómplice involuntario de las autoridades del decrecimiento.

En estas últimas semanas, en mi entorno personal se han registrado varias colisiones con el sistema sanitario madrileño. Digo madrileño sin que esto signifique mi adhesión a los necios rankings, que valoran una situación por comparación con otras autonomías, que mantienen unos estándares comunes respecto a la demolición gradual del modelo. He conversado con personas y vivido directamente situaciones insólitas: un paciente en espera de cirugía ingresado en urgencias de un hospital de renombre que, tras varios días de espera sin información ni pronóstico, y soportando unas condiciones pésimas, entre las que se incluyen burlas de algunos celadores, ha pedido el alta voluntaria, lo que ha provocado un infierno burocrático.

También he vivido algún ingreso hospitalario en el que la familia ha tenido que asumir hasta alguna cura, e incluso, llevar comida y medicación al internado. Además, una espera a una ambulancia para una persona discapacitada que estaba prevista a las tres de la tarde y a las diez de la noche la familia lo tuvo que sacar en un taxi. No digamos nada de problemas de lista de espera eterna, o de familiares con enfermos graves que, al llegar a casa y encontrarse en una situación que se contradice con las prescripciones, no puede consultar al médico y tiene que decidir en solitario. De la atención primaria, es mejor ni siquiera mencionarla. Los pacientes, educados en contextos de abundancia profesional, persuadidos de que su vida depende de la asistencia médica hasta en los más mínimos detalles, esculpidos en la dependencia de los profesionales, son castigados ahora con las rebajas en la asistencia.

El proceso de decrecimiento del sistema público sanitario presenta una característica singular, esta radica en la disminución de los servicios e incremento de barreras a los mismos, que se hace simultánea a los discursos místicos de los tecnócratas, las autoridades y los operadores del sistema médico-industrial, que exaltan el sistema y sus excelencias. Esta contradicción produce un estado de irrealidad que da lugar a la incubación de temores colectivos crecientes. Hace años analicé aquí la relación entre los temores colectivos y las miseriasinstitucionales en la reconversión hospitalaria en Granada, donde una enorme masa de paisanos acudió a una serie de concentraciones y manifestaciones convocadas por el ínclito Spiriman, un médico dotado de una teatralidad insólita, que compatibilizaba con un discurso demagógico, constituyéndose en intérprete de un vacío inquietante por irrealidad de los discursos de las autoridades.

Este acontecimiento muestra  lo que estos días he encontrado en las conversaciones con distintos paisanos penalizados por el decrecimiento sanitario: un estado psicológico de temor. Persuadidos de que en la larga y última etapa de sus vidas, lo esencial es la asistencia médica, ahora perciben su escasez creciente y se sienten amenazados, generando dudas acerca de su sitio estable en la gran sala de hospital en la que ha derivado la vejez. De ahí su propensión a la adhesión incondicional a los profesionales, que en la pandemia se materializó en la sinfonía de aplausos de los balcones.

El problema de fondo se especifica en que, en tanto crece exponencialmente  la demanda de cuidados, decrece inexorablemente la oferta de estos. Esta contradicción termina en una transferencia al sistema sanitario, que en su decrecimiento y privatización constante solo ofrece servicios médicos. Este desencuentro genera muchas tensiones sociales y la acumulación de un malestar político difuso, pero muy arraigado. La demolición del sistema público se realiza mediante la expulsión de su periferia a la externalización, conservando el núcleo duro de la asistencia médica. La disminución de personal de enfermería adquiere una intensidad alarmante, constituyendo el indicador principal de la privatización. En la asistencia privada se van a encontrar una realidad semejante al sistema público menguante: la ausencia de las enfermeras.

El malestar  y temor generado por la desertización del sistema sanitario público, se canaliza mediante ese milagro que opera en la percepción de los pacientes, que se realiza mediante la trampa de la memoria. Todo el mundo espera que se restaure la edad de oro de la sanidad mediante las instituciones políticas. Pero la amarga verdad es que para el complejo médico industrial de las autoridades/industria/élites profesionales/gestores, este sigue siendo fantástico, en tanto que consumidor desmesurado y desbocado de medicamentos, tecnologías y servicios profesionales dotados de un valor económico que lo inscribe en la vanguardia de la sacrosanta economía. Para los profesionales desprofesionalizados, los rotantes precarizados y los pacientes, los déficits terminan por contaminar su piadosa conciencia, conformándose el gran batallón en espera de que se consume el verbo imaginario reforzar. Según pasan los meses y los años, lo que se refuerza es la preponderancia de los primeros, sumidos en una opulencia inocultable, que contrasta con la creciente escasez de los profesionales y los pacientes. La trampa de la memoria en varias versiones.

 

 

 

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