lunes, 1 de noviembre de 2021

UNA MIRADA SOCIOLÓGICA CRÍTICA SOBRE EL JUEGO DEL CALAMAR

 


El espectáculo, decía Debord, es la reconstrucción material de la ilusión religiosa, el "cielo" donde los seres humanos sitúan sus propios poderes separados de ellos, las "nubes" donde proyectamos nuestros deseos, capacidades y posibilidades. “De ese modo, es la vida más terrena la que se vuelve opaca e irrespirable”, concluía.

Amador Fernández Savater

 

Hace dos semanas publiqué una entrada exponiendo mi valoración personal de la apoteosis del streaming como última emergencia de la sociedad postmediática, que tiene un efecto demoledor sobre las personas, en tanto que refuerza sus prácticas como espectadores, reduciendo la vida vivida a niveles cada vez más marginales. Esta reduce su tiempo para acomodar a los relatos audiovisuales, que se acumulan en una oferta aplastante sobre cada cual. En el texto dije que había concluido el visionado del dichoso “Juego del Calamar”, la penúltima efervescencia mediática, lo que me había suscitado la necesidad de escribir esa entrada.

Un amigo mío, pedagogo, docente, investigador y veterano en la invención y el ensayo de experiencias alternativas, me comunicó su asombro porque una persona como yo visionase ese producto audiovisual, que desde las fortalezas en las que nos encontramos enclavados, el viejo sistema educativo devenido ahora en una fábrica de méritos y un monasterio de la virtud de la adaptación al sacrosanto mercado, se entiende como un producto aberrante en varios sentidos. Le respondí reivindicando mi vínculo con el mundo de los relatos audiovisuales producidos por las industrias culturales. Desde los mismos años setenta, veo con interés las peripecias de Rambo, Rocky, Robocop y la estela de héroes audiovisuales de quita y pon. Además, lo hago buscando el momento preciso, que en el caso de Rambo era acudir en día festivo a la sala en la sesión de primera hora de la tarde.

En esas salas llenas de gentes experimentaba mi distancia personal. Salía provisionalmente de mi guetto de sociólogo/profe/progre para practicar una inmersión en otro mundo. Esta práctica me confería una perspectiva más rica, que me ofrecía la posibilidad de percatarme de los sentidos subyacentes a los mundos lejanos a los contextos que habitaba. Esta experiencia personal me ha llevado a comprender en su integridad una cuestión esencial. Durante toda mi vida he actuado a favor de la misteriosa participación, animando a las gentes a participar en las instituciones. Los resultados han sido catastróficos. Por eso he llegado a invertir la perspectiva, interrogándome acerca de cómo podría participar yo mismo en los suyos. Este viaje fantástico desde las metrópolis, entendidas como los territorios institucionales gobernados por la racionalidad formal, hasta llegar a los mundos de la vida generados y gobernados por las industrias culturales, me ha aportado mucho a mi esquema referencial y ha regenerado mis sentidos.

La conclusión más importante a la que he llegado es la constatación de la coherencia integral existente entre los relatos audiovisuales de las industrias culturales y las necesidades sistémicas. La precarización general, acompañada de la prolongación sine die de la etapa de escolarización, es patrocinada desde las industrias del imaginario. Gran Hermano fue el primer juego en el que la cuestión estriba en eliminar a los competidores (iguales) a la vista de la audiencia. El juego implica una apoteosis del concepto ganar –solo es factible la victoria- , eliminar a los otros entendidos como competidores –ser eliminado es ser arrojado al exterior- y la adaptación escrupulosa a las reglas que impone el poder, que no pueden ser cuestionadas. El súper es una instancia liberada de cualquier duda o sospecha, solo cabe obedecerle, en tanto que las conductas se hallan determinadas por este límite.

Este juego representa una metáfora de la vida educativa y laboral, en la que todo deviene en una contabilidad de los méritos para dilucidar ganadores y perdedores. Estos son eliminados sin piedad y señalados ante la versión de turno de “la audiencia”, una instancia anónima e incorpórea, a la que solo se puede sondear. El otro es un rival a eliminar, este es el código. En esta actividad cada cual tiene que maximizar sus competencias para expeler a los competidores. De este modo, el capitalismo postfordista moldea a los empleados para que no cultiven los vínculos horizontales colaborativos entre ellos mismos, de modo que terminen constituyendo un nosotros, tal y como ocurrió en la larga etapa histórica de las sociedades industriales.

Desde esta perspectiva, El Juego del Calamar es la última versión que cultiva esta nomenclatura: Individuo en lucha con los otros; ganar como imperativo; perder es ser eliminado; el juego no admite ninguna alternativa a su lógica; el poder se inviste como anónimo incuestionable. En esta edición se recupera la violencia presente en el entorno audiovisual y la expulsión es muerte, los operadores del poder refuerzan su anonimato y se presentan enmascarados, y se refuerzan los efectos especiales, como corresponde a esta fase de la sociedad postmediática, en la que captar la audiencia requiere una sofisticada y agresiva puesta en escena, con la pretensión de sobreponerse a los relatos audiovisuales competidores en tan sobreabundante oferta.

La cuestión fundamental desde el punto de vista sociológico remite al dominio incuestionable de las industrias culturales sobre la vetusta educación, encerrada en un ghetto menguante, en tanto que reconvertida penosamente a la adaptación a los requerimientos del mercado infinito. Esta deviene en una versión lenta y fatigosa del juego de ganar/eliminar, que prescinde del vértigo de los juegos audiovisuales. El patetismo de los docentes deliberando acerca de si debe ser prohibido el visionado de la serie es manifiesto. Mientras tanto, el mercado materializa en productos e imágenes el éxito del calamar. Así se reproduce el enigma al que aludí con anterioridad: el problema radica en que los maestros no participan ni pueden participar en el mundo constituido por Netflix y sus equivalentes. Esta marginación termina en la negación de este exuberante mundo audiovisual. Así se configura la antesala de una marginación inquietante.

Para ilustrar este argumento,  reproduzco unos párrafos de un libro de uno de los filósofos de culto para mí, Eduardo Subirats, uno de los intelectuales que se autoexilió tras la llegada de la versión postfranquista de la democracia. Lo ha acogido la Universidad de Nueva York, donde desarrolla una obra prolífica y múltiple. Su título es “Sobre la libertad”. En estos párrafos seleccionados analiza la miseria de la condición del espectador. El texto fue publicado en 1999, tiempo en el que la sociedad postmediática se encontraba en sus albores. Pero su argumentación es extremadamente potente. Si tuviera que ponerle un título, este sería “Fragmentos de lucidez”.

Aprovecho estas palabras para homenajear a la Filosofía, eliminada recientemente de la enseñanza no universitaria. Esta ha sido encerrada en un ghetto universitario, sometida a la lógica de la productividad, que se define con estándares numéricos de TFG, TFM, tesis, Papers publicados y otros indicadores semejantes. La tragedia es que no se espera nada de ella en eso que se denomina pomposamente como Transferencia de Conocimiento”. El mundo configurado por las industrias del imaginario no necesita de la reflexión ni del método. Solo queda como recurso movilizable por una estrategia de algún poder en la eterna competencia por asentarse en él, además de ser convertida en un museo para la contemplación de las gentes que se entiendan a sí mismas como eruditos.

Estas son las palabras de Subirats, que forman parte del ensayo II, cuyo título es “Libertad en este medio técnico fascinante y amenazador”. Están escritas en 1995, casi el paleolítico postmediático. Se las dedico a mi amigo pedagogo, ciudadano de un tiempo en el que detentar esta condición parece casi imposible.

 

Has navegado a lo largo de las pistas electrónicas. Mundo fascinante de colores eléctricos y sustancias puras, y de relatos e informaciones sin fin. Has experimentado algo parecido a una comunión electrónica con el universo, delirio psicodélico de fusión íntima con flujos de información sin tiempos ni espacio. Te has sumergido en este juego de posibilidades infinitas, mensajes, signos. Has reconocido el mundo. El otro mundo de la pantalla. Te has deslizado por las pistas informativas hasta que la fatiga te ha rendido.

Te dejas caer en el diván, frente a la televisión. Sensación agobiante de reiteración de imágenes débiles, mundo de baja intensidad. Sientes hastío. Una mezcla de fatiga y vacío. Las imágenes televisivas se suceden sin parar y flotan en la córnea de los ojos como estímulos fantasmáticos de otro mundo en un zapping interminable. Vives, sientes que vives. Te sabes adherido al flujo que parece no acabar, como un adicto de emociones efímeras y visiones evanescdentes. Vives y el mundo parece irreal.

Tedio. Te invade el sopor de un día más, igual a cualquier otro día. Intensidad vacía de un trabajo rutinario, la reiterada dependencia de administraciones incomprensibles, los contactos humanos sin emoción ni deseo. Tiempo muerto, inacabable tiempo muerto. Una y otra vez tu mirada se deja caer perezosamente sobre la pantalla. Imágenes tras imágenes, colores, movimientos, estímulos sexuales y estímulos sádicos, la ética y estética blanda de las telenovelas mezclada con la violencia de los filmes criminales de gangs japoneses y postsoviéticos, y carteles de traficantes latinos.

Estímulos efímeros de una inacabable ficción real, y nada, nada que tenga verdadera intensidad. Un desnudo pornográfico fija por instantes tu atención que se desvanece inmediatamente después en las escenas de una nueva catástrofe y otra nueva guerra regional. Te ahoga el vacío, la falta de intensidad. Eres un sonámbulo en medio de presencias sin realidad y no sientes otra cosa que el sopor y el vacío.

[…]

Te sumerges nuevamente en la pantalla. Te dejas fascinar por el vértigo de situaciones extraordinarias, imágenes seductoras y violentas, infinitas informaciones. Descubres la estructura lógica de los dispositivos electrónicos, y adviertes la monótona reiteración siempre del mismo formato. Navegas a través de estructuras abiertas de información y consumo. Y te sientes atrapado.

Vacío dentro; todo, una ficción sin presencia. Nada que revele un ser profundo, primitivamente arraigado en la materia, en los orígenes matriarcales de la materia. El mundo aparece como un espectáculo informativo y comercial. Toda mi conciencia electrónicamente sintetizada en el instante minimalista del clic del computador.

Te preguntas por el espectáculo, por el mundo que compartes con otros navegantes invisibles de estas pistas imaginarias. Mundo uniformemente formateado que  solo puedes contemplar, y no puedes cambiar. Espectáculo del mundo que te seduce con fantasías de potencia. Espectáculo que te transforma en voyeur indiferente a los objetos y a su expresión.

[…]

Te preguntas por la posibilidad de ser. Por la posibilidad de existir con la plenitud de tu fuerza y autonomía, de tu deseo de placer y de conocer. Te preguntas por la posibilidad de ser en un mundo electrónicamente hipnotizado que bajo sus sonoras pantallas oculta injusticias sociales, desigualdades étnicas y económicas, genocidios, catástrofes ecológicas. Te preguntas por la libertad como posibilidad de ser plenitud de belleza y fuerza, y conocimiento y placer.

 

El Juego del Calamar solo puede ser entendido como una parte del océano postmediático con que las industrias culturales inventan los relatos que sustentan las mentes, los imaginarios, los comportamientos y las instituciones. En palabras del maestro Castoriadis: Invención incesante de significaciones que terminan institucionalizándose. Me inquieta pensar que se puede producir un salto y hagan competir a los precarios al estilo de los vetustos gladiadores. ¡Ah¡ y la muñeca es una representación perfecta del poder contemporáneo, encarnado en las agencias que ejecutan sus decisiones desde el anonimato y liberadas de corporeidad. Un verdaderoi salto de la metáfora de la mano invisible.



 

 

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