sábado, 4 de septiembre de 2021

MIS BODAS DE PLATA CON LA INSULINA




                              DERIVAS DIABÉTICAS


El próximo año cumpliré los veinticinco como transeúnte entre el laberinto de consultas médicas y usufructuario de un cuerpo que es sometido a varios pinchazos diarios. Este es un recipiente que todos los días es regado y estimulado por la insulina líquida. En este tiempo he experimentado intensamente la institución de la medicina en varias versiones disponibles. Mi decepción es mayúscula. La escisión entre mi cuerpo enfermo y mi vida sintetiza el código central prevalente en la asistencia. La institución trata mi cuerpo, entendido como una entidad patológica, pero se desentiende integralmente de mi vida. En las consultas aparece siempre esta tensión. A estas alturas, la credibilidad del aparato asistencial para mi persona, integrada por la fusión de mi cuerpo y mi vida, se ha estabilizado en el valor cero.

Al principio proclaman solemnemente que el estado personal resulta de la relación entre insulina, dieta y ejercicio. Pero, con el tiempo, se constata que se desentienden absolutamente de las dos últimas, que son congeladas en unas fórmulas estereotipadas que son aludidas en los dictámenes mediante fórmulas universales y rituales, pero que no son tratadas de facto, en tanto que no pueden ser controladas desde la instancia consulta ni reducidas a dígitos manipulables. Así, la insulina adquiere una centralidad desmesurada. Los ingenieros del páncreas tratan los estados metabólicos problemáticos mediante la recurrencia a los cálculos sobre el tipo y la cantidad de insulina. Así se va abriendo un abismo infranqueable en la consulta, en tanto que el paciente constata que su vida, siempre superlativamente más compleja que las necias recetas y simplificaciones a las que son sometidas por la trama de médicos, enfermeras y laboratorios que detentan el control de la masa de entes patológicos diabéticos.

Sobre esta vivencia se reconstituye una autonomía creciente, que sanciona la escisión definitiva en la consulta. En mi caso, ya no espero nada de la institución y me preocupo de abordar mis problemas desde mi autonomía personal. La consulta es un encuentro con un extraño cargado de certezas pero completamente ajeno a la vida. Solo tengo que vigilar firme y cuidadosamente de que sus decisiones no me hagan daño. Como su única preocupación es la cifra de hemoglobina glicosilada, y como el estándar de esta, fijado por las sociedades científicas y los laboratorios en una concertación perfecta, es muy menguado, puede favorecer un equilibrio a la baja que tiene como consecuencia la cadena de hipoglucemias, que cristaliza en un círculo fatal, por cuanto cada bajada brusca se compensa con una subida de igual magnitud. La desestabilización resulta inevitable.

En el comienzo de mi largo viaje diabético, me programaron, en el castillo-hospital, un tratamiento que alterna dos tipos de insulinas, una rápida y otra mixta. Pronto aprendí los efectos letales que tiene la insulina rápida, así como la gran variabilidad de mis estados personales. Tras dos años de hipoglucemias terribles, se asentó la convicción de que las dosis eran una decisión exclusiva mía, para preservarme de los efectos demoledores de las subidas y bajadas. También de que la estabilidad era una excepción, y que las turbulencias resultaban inevitables. Delegar en un experto externo que me supervisa cada varios meses, que se encuentra determinado por la ilusión de la estabilidad asociada a la renuncia de la vida, y para el que solo son visibles los promedios, es una decisión fatal. Todo depende de mi competencia como decisor. El paso del tiempo confirma la necesidad inapelable de ejercer la autonomía personal.

La primera insulina rápida que me recetaron fue el Actrapid. Esta me la inyectaba en los primeros años con agujas convencionales. Estas tenían una ventaja fundamental: la precisión de la cantidad que me inyectaba. No había duda alguna. La exactitud de la dosis aparecía ante mis ojos en el interior de la jeringa. Años después aparecieron las plumas y los relojes. Estos tenían muchas ventajas como su transportabilidad, mejor protección a las temperaturas y comodidad. Con el tiempo adopté el comportamiento de pincharme en público, en los restaurantes, en la calle o incluso en la facultad. En la clase de Sociología de la Salud, me he pinchado el atril en distintas ocasiones. La intención era erosionar el estigma diabético construido por el complejo médico-industrial y asentado en las mentes. Pincharse en público era romper la vergüenza de vivir dependiente de ese líquido prodigioso. En el tiempo del Actrapid con agujas grandes, pincharme en público resultaba explosivo. En una cafetería de Santander tuve un incidente violento, en tanto que el camarero y varias personas imaginaban que el líquido no era precisamente terapéutico.

Uno de mis héroes en esos primeros años era Julio César Strassera, el fiscal en el juicio de la sanguinaria Junta Militar Argentina. Durante el juicio pedía recesos para inyectarse insulina. Así mostraba la compatibilidad de una vida activa con la diabetes y el líquido mágico/fatal con que es tratada. Strassera ejemplificaba el modelo de autogestión personal y la réplica al estigma diabético constituido por el poderoso aparato industrial y asistencial. Los límites impuestos por la cronicidad eran forzados por estas personas para mostrar la falsedad en que se fundaba este. Murió a los ochenta y cinco años. En mis clases en la EASP me presentaba como diabético orgulloso. Así podía experimentar la consistencia del estigma y la idea dominante de inhabilitación del paciente crónico, considerado en las vísperas de un desenlace crítico que acelerase su encierro.

Pues bien, con el paso de los años he descubierto y confirmado que las plumas y los relojes fallan, es decir, que su precisión es baja. Para dosis pequeñas, cuando me inyecto cuatro o seis, pueden errar en dos unidades, incluso en tres. Pero cuando estas se bloquean y no salen, no existe la forma de constatarlo, y se acumulan en la siguiente dosis. Se puede comprobar empíricamente esta afirmación. Muchas veces aparece impúdicamente, cuando sacas la aguja y siguen saliendo gotas. Los efectos de estas imprecisiones son importantes para tu estado general. Se puede afirmar que no controlas bien lo que te inyectas. En las agujas de 5 o 6 mm esta inexactitud se acrecienta. Esta sospecha, convertida en certeza, la he comunicado en muchas ocasiones a los sucesivos gobernadores de la hemoglobina glicosilada con los que me encontrado en la consulta. Nunca he sido escuchado, en tanto que mi voz se opone a la de los superpoderosos laboratorios.

Este dislate me ha ayudado a comprender la naturaleza de las consultas de enfermos crónicos. Estas representan la proyección de culpabilidad y no veracidad a los pacientes. La consulta es una instancia que tiene como finalidad principal el sometimiento del enfermo. Este es esculpido en el silencio y el acatamiento de las prescripciones del profesional. Este actúa como un emperador sobre el cuerpo enfermo, sobre el que pontifica y decide bajo la presunción de sospecha del paciente. El médico procede como el delegado del (pen)último congreso profesional o representante de los preceptos emanados de los laboratorios.

Mi soledad e impotencia derivada de mi convicción de la imperfección de las plumas y los relojes, me ha llevado a reflexionar sobre el pueblo diabético. Este es un colectivo sometido y formateado en la cadena de consultas de revisión, así como en los acontecimientos críticos derivados de la enfermedad, en los que rota por otros servicios confirmando su estigma. ¿Cómo es posible que nadie haya apercibido la inexactitud de las plumas? La ineficacia del aparato asistencial para controlar la enfermedad se contrapone con la eficacia en la domesticación de los enfermos, que renuncian a identificar sus propias experiencias corporales. La condición de diabético implica la asunción de un sentimiento de vergüenza y autoculpabilización. La imprecisión de las plumas introduce una dosis de incertidumbre cotidiana en el paciente.

Desde hace años pregunto en las farmacias acerca del Actrapid en el antiguo formato, obteniendo una respuesta negativa y confirmando una imagen de friki con pretensión de retornar al pasado atrasado. Para el farmacéutico soy un cuerpo sobre el que se abaten sólidos y líquidos que entran en el mismo por distintos canales. Pero este verano se ha producido un acontecimiento fundamental. En una farmacia han aceptado suministrarme el Actrapid en el antiguo formato, que sigue fabricándose. No os podéis imaginar mi alegría inmensa, pues ahora soy el administrador verdadero y certero de las cantidades de insulina que me inyecto.

El reverso de esta decisión es que se acentúa mi autonomía radical como paciente y mi estigma. En las mentes de los médicos está instalada la idea del progreso terapéutico, labrada por los laboratorios y sus visitadores, que son escuchados como portadores de las retóricas científicas y de soluciones terapéuticas mágicas. Así, en este mundo nadie sospecha de que las plumas, relojes y artilugios similares son inexactas. En este contexto mi conducta es calificada del peor pecado imaginable, ser retro. El mercado farmacéutico, como todos los mercados en este tiempo, se funda en la incesante renovación de los productos, condición que actúa a favor del mito del valor de lo nuevo. Este descubrimiento prodigioso me restituye como piloto de mi tratamiento, pero también como sujeto de comportamiento desviado, concepto enunciado por la sociología hiperconservadora de mediados de del siglo pasado, pero también de todos los siglos siguientes.

En esta situación, tras los primeros veinticinco años, queda pendiente la tarea ingente de encontrar un médico que pueda comprenderme en mi especificidad personal, que se manifiesta en la singularidad de mis condiciones de vida en contraposición con la homogeneidad de la patología. Según pasa el tiempo, este problema alcanza un rango equivalente al de la posibilidad de que me toque la lotería primitiva. El sistema sanitario en todas las partes ha empeorado manifiestamente. Recuerdo los años ochenta, en los que aparecía cierto horizonte abierto que facilitaba la erosión de los dogmas. Ahora predomina un ambiente sórdido de defensa de las posiciones de cada cual. La sobrecarga y las amenazas configuran un dispositivo asistencial a la defensiva y poco propenso a ensayar nada nuevo. En este contexto se incrementan los estigmas contra los diabéticos, entendidos como una carga inaceptable para tan saturado, castigado y aplaudido sistema.

Mi renuncia de facto a la asistencia convencional a mi cuerpo diabético la compenso mediante la proliferación de imaginaciones y ensoñaciones acerca de quién podría haber sido mi médico. He conocido miles de profesionales en mi actividad como sociólogo. Pero en algún caso, cuando lo he visitado como paciente o acompañante, he confirmado la escisión entre la burbuja médico-académica y la realidad asistencial. Algunos de los que he tratado me parecen adecuados. Hace años tuve la oportunidad de conversar con Miguel Melguizo, que me explicó que trataría específicamente a un paciente de mis características. Pero soy consciente de que la masificación asistencial y la taylorización de la medicina, trazan límites estrictos a la asistencia. Me encuentro ubicado en la cuerda de crónicos, que es el último eslabón de lo que se denomina calidad asistencial. En muchas ocasiones me he sentido desamparado ante la taylorización/MBE. He constatado la ausencia de categorizaciones en lo que se refiere a la vida.

Una de las profesionales que conozco que me inspira más confianza es Mercedes Pérez Fernández. A pesar de que posee una amplia experiencia, así como una formación médica acreditada, la intuyo como una persona abierta a sus propias experiencias y dotada con la capacidad de cambiar y metabolizar lentamente las transformaciones. Imagino una relación larga de consultas en las que el taylorismo médico se va aliviando, en tanto se abre paso una relación en la que se va asentando la especificidad del paciente y sus condiciones. En esta relación ella puede ir encontrando su sitio. Así se puede ir construyendo una cogestión efectiva que se renueva, de modo que el aprendizaje mutuo es incorporado por ambas partes. En una relación así, la hemoglobina glicosilada es gradualmente desplazada a su sitio, siendo suplantada por la conversación que estimule los comportamientos más saludables, pero siempre unidos a las gratificaciones que ofrece la vida. Explorar conjuntamente este campo es una tarea que requiere la conjunción de las inteligencias, justamente lo contrario que en el caso de la operatoria de la taylorización/MBE.

Pero esta es una fantasía con pocas posibilidades de prosperar. La verdad es que mi situación es la de un matrimonio indisoluble con la ilustre dama insulina y el nicho vacío de la institución medicina, profundamente penalizada en este tiempo. En el sistema de significación vigente, mi cuerpo es considerado como materia patológica con pronóstico de empeorar. Eso quiere decir que me encuentro en la frontera de ser tratado por los especialistas “con soluciones”, o cruzarla para ser carne de geriatras y otras especialidades que preparan los cuerpos para su mantenimiento en condiciones de encierro en residencias. En la sala de espera de ser un paciente pluripatológico consumado. Desde esta posición se tiene una visión muy clara del sistema asistencial y social que ha cristalizado en este tiempo.

Pero, en tanto que conserve mis fuerzas y mi autonomía, viviré todo lo que sea posible con determinación. Esto implica no aceptar los veredictos y los juicios de valor del sistema médico taylorizado y revertir los diagnósticos inhabilitantes. La vida ofrece múltiples gratificaciones en mayúsculas y minúsculas para todas las situaciones. Es menester no dejarse aplastar por la máquina totalitaria de hacer diagnósticos-sentencia y tratamientos invalidantes. Romper la etiqueta de la cronicidad viviendo cada día es esencial. Replicar estas definiciones manteniendo la autoestima. Esta mañana abre un día magnífico para mí. Llevaré mi cuerpo al mar y experimentaré varias gratificaciones estupendas. Así me libero de la carga punitiva del diagnóstico, que es una sentencia con respecto a las capacidades del paciente. Vivimos bajo su sombra, pero vivimos a pesar de todo. Como Strassera y tantos otros.

 

2 comentarios:

  1. Mucha gracias Juan por tus reflexiones y vivencias. Con tu permiso, serán compartidas con los estudiantes de Medicina

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  2. Gracias a ti Rosa, no podía tener mejor función este texto que ser leido por algún estudiante de medicina

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