jueves, 27 de agosto de 2020

LA COVID-19, EL VERANO Y EL NAUFRAGIO DEL ESPÍRITU ANACORETA


El verano es un tiempo excepcional que contrasta con las demás épocas. En España, esta es una estación en la que se ralentizan las actividades productivas y de las organizaciones, se suspende el sistema educativo y tiene lugar un nomadismo mucho más acentuado que en otras estaciones. La vida social adquiere un esplendor inusitado, congregándose las redes familiares y amistosas en múltiples actividades sociales y de ocio. Asimismo, tienen lugar numerosos conciertos y actividades artísticas que concitan la presencia de públicos heterogéneos que ponen en escena múltiples versiones de sus pasiones compartidas. Las vacaciones de verano suscitan mitologías de una intensidad inusitada, que son vividas como una apoteosis de lo social-convivencial.

El verano es vivido en una red múltiple de espacios públicos y privados. Las terrazas, los restaurantes, las discotecas, los lugares que promueven actuaciones en directo, los bares de copas, todos ellos concentrados en zonas de ocio que permiten el acceso de las personas a distintos lugares contiguos, fomentando el deambular a pie de los que habitan estos espacios. En los últimos tiempos, distintos contingentes de jóvenes actúan como exploradores del espacio urbano en las noches, reapropiándose de lugares que son consagrados como sede de actividades relacionales, que desde el sistema se denominan como botellones. La vida social en verano adquiere su esplendor, añadiendo las fiestas locales, que convocan multitudes de gentes ansiosas de liberar su sociabilidad, así como las playas y los espacios naturales privilegiados.

Pero el tiempo estival también reactiva los espacios privados, en los que tienen lugar incesantes actividades sociales, tales como visitas, fiestas privadas, comidas, juegos y otras más cotidianas. El chalet, o casa con jardín, es la aspiración más profunda de la sociedad de consumo de masas. En este espacio privado se garantiza la circulación permanente de la familia, los amigos y las relaciones ocasionales. La piscina y la barbacoa devienen en instituciones activadas en el verano. Viviendo en Granada me fascinaba visitar una afamada empresa local que preparaba carnes, pescados y verduras para barbacoas. La densidad de los visitantes y la cuantía de las compras,  era extraordinaria, en la perspectiva de compartir la comida y bebida con los distintos visitantes. La suma de relaciones en estos espacios privados, que desde el sistema se califican como segundas residencias, es astronómica. Existen casas de toda clase de superficies, equipamientos y rentas. Pero estamos hablando de millones de residencias en las que circulan flujos nutridos de visitantes. Estas son en el estío las madrigueras de la vida y la sociabilidad.

El verano es un tiempo excelso, en el que quedan suspendidas muchas actividades de organizaciones, así como el sistema educativo. El alto valor simbólico del estío, es de tal magnitud, que constituye un valor diferenciador en términos de estratificación social. Así, las élites, se otorgan un largo verano, distinguiéndose de los ocupantes de posiciones medias-bajas, que solo disponen de un tiempo limitado de vacaciones. El vigor de la convocatoria del tiempo estival es de tal envergadura, que las élites políticas y sanitarias han acudido a su llamada en tiempo de pandemia, en una situación en la que la activación de la vida social determina la multiplicación de los contagios.

Las imágenes de los próceres recién llegados de las vacaciones, enfrentándose con los efectos de la ampliación de la pandemia y la perspectiva inmediata de reabrir el sistema educativo y productivo, combina lo trágico, lo cómico y lo patético. La mítica guerra contra el virus a la que apelan, es cancelada provisionalmente hasta el otoño, recordando las guerras de África narradas tan líricamente por el inefable Kapuscinski. Los estados mayores políticos, salubristas y mediáticos se ausentan para equipararse a sus obedientes súbditos, en espera de los primeros posados de otoño. Los predicadores audiovisuales que claman frente a las irresponsabilidades en las televisiones, se repliegan a sus espacios privados en períodos temporales superiores a los dos meses, hecho que los distingue como una élite central. Ana Rosa, Griso, Mejide, Joaquín Prat, Ferreras, Pastor, Pepa Bueno, Angels Barceló y otros similares, confirman su preponderancia en la sociedad de la imagen sobre aquellos cuyas vacaciones se agotan en un mes escuálido.

Esta ampliación prodigiosa de la vida social, intensificada por el largo período de aislamiento derivado del confinamiento, no es reconocida por las autoridades estatales y autonómicas, así como por los salubristas y epidemiólogos que los asesoran, y las autoridades policiales y militares que desempeñan un papel crucial con respecto a las estrategias de control de la población. Los epidemiólogos detentan un sesgo cognitivo monumental, en tanto que entienden a la población como conjuntos de unidades estáticas que pueden ser observables, manipulables y controlables en su integridad. Su imago profesional es la de un gran panóptico en el que los internos pueden ser observados continuamente. El confinamiento sanciona este imaginario. La población encerrada en sus casas, de modo que se puede controlar efectivamente la movilidad. El encierro representa el nivel máximo de sincronización con el sacralizado censo.

Las fuerzas militares y de seguridad viven una apoteosis imaginaria en el gran encierro. La culminación de su control radica en supervisar la movilidad de las personas en un espacio público que detentan en régimen de monopolio. El toque de queda es la culminación del control absoluto de la movilidad. En este se instituye una relación inspectora en el que la autoridad policial o militar tiene una preponderancia absoluta sobre el atribulado viandante, que es requerido a dar explicaciones acerca de los motivos de su desplazamiento. En el tiempo de confinamiento pude comprender el papel decisivo de la movilidad, así como las razones que avalan la eficacia de un poder que relega la condición de ciudadano, una de cuyas dimensiones esenciales es el desplazamiento libre.

Tras el confinamiento y sus etapas sucesivas, llega el verano presidido por las normas estrictas que definen la nueva normalidad. El dispositivo médico-epidemiológico promulga unas normas estrictas con respecto a los comportamientos sociales, así como el catálogo de sanciones para los incumplidores/irresponsables. Según van pasando las semanas, las infecciones se disparan en todas las partes, cuestión relacionada con la intensificación de la movilidad y la interacción social. La respuesta institucional es una escalada de restricciones que se ubican en los espacios públicos. Estos son recortados y cerrados progresivamente en la perspectiva de un inevitable toque de queda nocturno.

Pero el aparato epidemiológico-policial carece de control alguno sobre la densa red de espacios privados en los que bullen los intercambios y las actividades sociales, así como de los territorios descubiertos por los exploradores nocturnos expulsados de sus espacios. Este es uno de los factores que explican el rumbo ascendente de la mítica curva de contagios. Y es que una población dotada de movilidad es difícilmente controlable. Una sociedad total no es reducible a los convivientes y los no convivientes, de modo que se puedan aislar efectivamente las relaciones sociales. Al escribir esta entrada tengo la sensación de que algún epidemiólogo pueda  pedir en nombre de la salud la restauración del espíritu del célebre ministro progresista Corcuera, que en una situación así propondría el asalto a las casas, que como es sabido comienza con la patada en la puerta.

En esta situación, el panóptico epidemiológico-mediático promulga unas normas con respecto a las relaciones sociales, que son extraordinariamente estrictas, al tiempo que imposibles de supervisar y controlar. En un reportaje publicado en El País el 20 de julio, elaborado por Ana Alfageme y Elena G. Sevillano, se entrevista a varios expertos para definir las medidas de protección. El texto es aterrador, en tanto que implica una negación absoluta de la vida y de lo social, así como un modelo de nuevo ermitaño difícilmente compatible con la vida diaria, tal y como se ha desarrollado hasta el momento. Los expertos explican con toda naturalidad un catálogo de restricciones que cercenan brutalmente la vida.

En síntesis, proponen que:
-         No se puede viajar con no convivientes.
-         Si se hace un viaje con un no conviviente asegurar que no ha recibido una llamada por ser contacto de un infectado; que no tenga síntomas y que no viva en barrios en los que haya rebrotes.
-         Usar siempre la mascarilla sin excepción.
-         No tener relaciones sexuales con personas ajenas.
-         En caso de relación sexual, con protección respiratoria, sin besos, sin cruzar los rostros, evitando estar frente a frente.
-         En caso de abrazos, que sean rápidos, evitando las caras, con mascarilla, protegiendo boca y nariz y girando lateralmente las cabezas en direcciones opuestas.
-         Evitar estornudar, toser, cantar y hablar alto.
-         En caso de reunión, distancia, no hablar alto ni cantar, evitar hablarse cerca y sentarse por núcleos familiares.
-         En viaje en coche evitar hablar, cantar, poner música y sumirse cada cual en sus propios pensamientos.
-         También restricciones para reuniones en terrazas y evitar fumar.


Este conjunto de prescripciones significan integralmente la disolución del vínculo social. En este desierto social, en el que es desterrado lo afectivo y el tacto –incluso la música, por la perseverancia de los epidemiólogos a la prohibición de cantar- se propone un modelo brutal del sujeto que renuncia integralmente a la vida para preservarse sin infección. No tiene sentido alguno abrazarse girando las cabezas en sentido opuesto, o acudir a una reunión en la que se impongan estas drásticas restricciones. La ausencia total de imaginación médica-epidemiológica se manifiesta en la invención del saludo con los codos, que representa un fatal desprecio a la piel. Las manos son excelsas en tanto que sirven para acariciar. Los codos son intersecciones dominadas por los huesos.  Prefiero practicar como ermitaño integral y rehusar una vida social mutilada tan brutalmente. Las normas son casi imposibles de cumplir en los actos sociales cotidianos sancionados por las euforias expresivas y afectivas. De ahí la expansión de los contagios y la eficacia del confinamiento.

Pero el problema de fondo radica en el concepto de la gente que detentan, tanto los políticos del estado seductor, como los epidemiólogos sacerdotes del censo. En ambos casos, la gran mayoría es entendida como sujetos despreciables, que deben ser conducidos y dirigidos integralmente. Su principal virtud es obedecer y hacer lo que se les dice. Su contribución es el aplauso. De ahí la euforia político-epidemiológica durante el confinamiento. Para ellos la gente no tiene ninguna potencialidad y se define como peligrosa, de ahí el control absoluto y el papel preponderante de la policía, y de los tribunales, en el caso de que hubiera resistencia.

Pero, por el contrario, la gente es portadora de múltiples potencialidades, que pueden comparecer cuando existe una situación que apela a ellas y la hace posible. La cuestión del control de los comportamientos es imposible, en coherencia con los argumentos expuestos hasta aquí, en tanto que es soberana en sus espacios privados. Solo queda la alternativa de recurrir a ella, de llamarla a inventar formas de defensa del virus que puedan preservar zonas de la vida, o, en el caso de no ser posible, que sea ella misma quien asuma las limitaciones. Acabo de subir a twitter un caso de un restaurante valenciano que en el confinamiento repartió comida a personas sin recursos y ha sido multado. Este hecho muestra a las claras la naturaleza autoritaria del estado seductor. No es posible hacer nada que no reporte una imagen del consejero o del experto providencial, que signifique una renta electoral.

El problema de fondo radica en el sistema político vigente. Este se funda en una lógica de lucha permanente por el gobierno, que termina por excluir cualquier colaboración. En esta competición, la gente es reducida a la condición de elemento muestral, espectador y votante. Esta es la tragedia contemporánea por la cual, un acontecimiento como la emergencia del apocalipsis viral, implica una salida en la que la gente es conminada a obedecer bajo una coacción creciente, a adoptar un modelo de ermitaño severo en su vida diaria. Los acontecimientos demuestran de que esto no es posible, dando lugar a una situación catastrófica, determinada por la espiral contagios/confinamiento. En estas condiciones, cualquier medida es universal e imperativa. Esto es lo que pienso en mis largos paseos solitarios con mi perra por lugares donde me encuentro solo y soy obligado a llevar la mascarilla.

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