miércoles, 29 de julio de 2020

EL COVID Y EL SEXO



Globalmente, se puede tener la impresión de que casi no se habla del sexo. Pero basta echar una mirada a los dispositivos arquitectónicos, a los reglamentos de disciplina y toda la organización interior: el sexo está siempre presente”.
Michael Foucault
Sólo el latido unísono del sexo y el corazón puede crear éxtasis.
-Anaïs Nin

El sexo es el gran desaparecido en los discursos del dispositivo epidemiológico gubernamental.  La estricta reglamentación de la vida en el confinamiento y en las distintas fases de la desescalada, no incluye referencia alguna a esta cuestión. Pero el sexo se encuentra presente, en un gradiente de distintas intensidades, en la vida de las personas, y se practica en el encuentro de los cuerpos y en la distancia social cero. En este sentido puede ser considerado un factor de contagio. Sin embargo, permanece en un estatuto de silenciamiento absoluto.  Esta omisión constituye un vínculo ineludible entre la nueva burocracia medicalizada de la vida y las viejas iglesias reguladoras del buen comportamiento moral, que ubican el sexo en un territorio invisible, lo que implica su inequívoca reprobación moral.

La nueva burocracia epidemiológica de la vida, subordina las distintas actividades de esta a preservar la salud, que en estos días significa protegerse frente al contagio. El espíritu que subyace a sus prescripciones es manifiestamente racionalista y funcionalista. Todas las actividades reglamentadas son dotadas de un sentido inequívocamente formalizado, que induce a un sesgo mayúsculo. Así, privilegia las actividades asociadas al sistema, el trabajo principalmente, y subordina a este las actividades propias de los mundos de la vida. El resultado es la creación de una jerarquía de necesidades en la que el sexo es relegado a un segundo plano, siendo inscrito en ese espacio nebuloso que representa la palabra ocio.

Pero el sexo, es mucho más que eso. Coincido con un autor tan lúcido como Henry Miller, en que “Vivir sus deseos, agotarlos en la vida, es el destino de toda existencia”. Para millones de personas, el sexo es una actividad central en su cotidianeidad. Las prácticas sexuales se prodigan en todos los espacios sociales, adquiriendo distintas formas e intensidades. De esta preponderancia,  resulta un pueblo heterogéneo que vive el sexo de muy diferentes maneras. La masa de clientes de la prostitución, que junto con la de los pacientes y la del comercio,  es la única que reconstituye todos los días, cada veinticuatro horas, sin excepción alguna. La multitud que practica el sexo ocasionalmente, en los viajes, en los espacios de ocio industrializado, en los rincones de las organizaciones de trabajo, en los encuentros juveniles, en los sistemas digitalizados de encuentros, en los sagrados automóviles, en las periferias urbanas, en los parques, en los espacios abiertos, en los lugares oscuros, en el fulgor de las noches. Además, el sexo practicado por los matrimonios, parejas estables y parejas ocasionales.

Esta intensidad de los encuentros sexuales se contrapone con su silenciamiento y postergación en los discursos epidemiológicos. Estos no la aluden explícitamente, aún a pesar de su frecuencia y de que su práctica, implica, como ninguna otra, fusiones corporales e intercambios de flujos inevitables, en los que solo pensar en la distancia personal hace sonreír. Se puede pronosticar que, tras el confinamiento, la necesidad de sexo se ha revalorizado, propiciando la conversión de muchas personas de todas las clases en buscadores activos de una experiencia corporal satisfactoria, que compense lo que para muchos ha sido un tiempo de abstinencia sórdido y cruel.

Sin embargo, en los discursos oficiales desaparece completamente, y, cuando es aludido, se refiere a la pareja estable. He llegado a leer que era recomendable proteger la boca, de modo que era aceptable follar con mascarilla, sin besos, y en posiciones que hicieran imposible el encuentro de los rostros. Este silenciamiento implica que el sexo no es considerado como una necesidad fundamental. El confinamiento reguló las compras de alimentos, medicamentos y tabaco. Pero las parejas que no estaban conviviendo regularmente quedaron separadas brutalmente. Imagino la cara de un policía cuando al interceptar a un paisano para pedir explicaciones sobre los motivos de su desplazamiento le dijese que iba a la casa de novia para follar. La exclusión del catálogo de excepciones indica su consideración como una necesidad de segundo orden, o, como en el caso de las iglesias convencionales, como un vicio.

El silencio con respecto al sexo adquiere sentido cuando se sobreentiende su relación con ese saco en el que cabe todo, que es lo que se denomina ocio nocturno, que deviene en el chivo expiatorio perfecto para explicar los rebrotes.  Pero lo más significativo del gobierno somatocrático es que entiende los lugares en las que tiene lugar esta actividad, los bares de copas, terrazas y discotecas, según el modelo del trabajo o las obligaciones formalizadas. Así, un sujeto va a la discoteca o la terraza del mismo modo que al trabajo. Es decir, que hace un trayecto único con billete de ida y vuelta.

La distorsión que produce esta rigidez es formidable. En esta esfera del mundo de la vida, un sujeto no sale a un lugar determinado, sino que “sale de fiesta”. Este es un concepto que siempre supone un itinerario, que se encuentra sujeto a múltiples contingencias. La terraza o la discoteca son lugares de paso, estaciones de esa deriva nocturna por estos pasajes. La movilidad de los sujetos en estado de fiesta, constituye un elemento fundamental. La discoteca es, frecuentemente, una estación final tras un recorrido previo por otros lugares, que van preparando a los transeúntes nocturnos para la culminación de la noche.

La promulgación de normas sobre las discotecas, constituye un disparate monumental, que alcanza el rango del de las playas parceladas u otras fantasmagorías medicalizadas. La discoteca es un espacio de encuentro en torno a la música y el baile, que generan una efervescencia colectiva vivida sin parangón en otros espacios. Es el territorio de la fiesta, inseparable de varias estimulaciones concertadas mutuamente. Este es un lugar en el que cada cual se desplaza en el interior de la muchedumbre danzante. La música representa un poderoso catalizador, de ahí la importancia de la figura del disc-jockey, un maestro de ceremonias providencial para el curso de la fiesta. La discoteca es un espacio estrechamente relacionado con el sexo. En él se entremezclan los cuerpos deseantes y deseados en una apoteosis visual, donde cada cual se muestra ante los demás. En este lugar proliferan los intercambios sexuales y las estrategias de ligue adquieren toda su intensidad.

El final de la noche es el tiempo en el que múltiples parejas estables o de ocasión, terminan follando, bien en las casas, o bien, para los jóvenes sin autonomía residencial, en los huecos disponibles del sistema residencial, casas de amigos, familiares ausentes u otras, entre las que destacan los hoteles. También en los coches, en lugares sórdidos como polígonos industriales u otros caracterizados por su fealdad urbana. En este tiempo, se hace visible el tránsito lento de los últimos sobrevivientes a la fiesta nocturna, que se arrastran por las calles en la perspectiva del reposo en el catre.

En este espacio social se congrega una multitud en la que concurren los aspirantes a follar y los que lo hacen efectivamente. La fuerza de esta convocatoria, no explicitada en ninguna forma de discurso, es inmensa. La salida del confinamiento ha reconstituido esta multitud heterogénea y congregada en torno a lo vivido. Esta se reproduce mediante la vitalidad asombrosa del contagio afectivo, que se sobrepone al sujeto individual calculador. Las prácticas que tienen lugar en este sistema social, ilustran acerca de las siempre complejas relaciones entre el placer y el riesgo. La fiesta es el factor convocante para muchos contingentes de personas con alta movilidad y que constituyen una buena parte de lo que se denomina como turismo.

Esta es una de las principales razones por la que una vez reconstituida esta multitud, se han reactivado los contagios. Las primeras medidas de recorte de la noche apuntan al tránsito inevitable hacia el toque de queda nocturno, en tanto que la multitud festiva no tiene voz por la poderosa razón de que no quiere tenerla, en tanto que se constituye en la distancia al poder establecido. La ley seca del principio del siglo XX es el paradigma del presente. Una desobediencia masiva y sin portavoces. Una inteligencia que espera que los legisladores se agoten  y minimicen sus controles. Los contingentes festeros esperan cualquier oportunidad o grieta para reaparecer y vivir su experiencia. Si se cierran los locales se reconquistarán otros, desplazando la fiesta. El acontecimiento relevante de esta poderosa comunidad, puede representarse en la pegatina que se daba a los clientes de una discoteca madrileña para impedir que se grabase con los móviles, haciéndolo visible a las huestes puritanas concentradas en las audiencias televisivas congregadas en torno a los temores inducidos por los expertos.

El problema de fondo radica en la inmensa fuerza de la vida. Esta tiene una potencialidad tan intensa, que hace muy difícil, si no imposible, una negociación acerca de las prácticas transgresoras. Porque ¿es posible decirle a la gente que no folle con personas no convivientes? Las conductas en muchas áreas del mundo de la vida, tales como la fiesta y el sexo, son escasamente gobernables. Esta es la gran verdad que subyace a esta cuestión. Y el problema radica en que mucha gente joven no percibe riesgo individual en el covid, lo que hace imposible la modificación de las prácticas de riesgo. El poder pastoral epidemiológico recurre al miedo, presentando algún joven afectado fatalmente por la infección. Pero es sabido que en la inmensa mayoría de los casos, los efectos clínicos son escasos.

También se recurre al peligro que representan para las personas mayores, apelando a la solidaridad. Pero este es un valor devaluado en las actuaciones de las autoridades en esta época. Imagino a Felipe VI invocando la solidaridad y no puedo menos que sonreír. La crisis de legitimidad alcanza niveles mayúsculos. De ahí que se recurra a la amenaza de las multas, a la coerción y a la institución central de la policía. Pero el sexo es una fuerza que se sobrepone al miedo. Recuerdo mis años jóvenes en los que la iglesia logró implementar una persecución efectiva del sexo. Se llegaba a detener y multar parejas que estaban en los cines practicando el arte del magreo. Pero, como la ley seca y todas las restricciones sobre la vida promulgadas por cualquier autoridad, la multitud convocada por el placer siempre termina por reaparecer y resarcirse.

El sexo es un misterio, en tanto que su negación y ocultamiento alcanza un nivel que le reporta ser liberado de la responsabilidad de cualquier contagio. Nadie se infecta por sexo, igual que ocurre con el Corte Inglés y otros gigantes comerciales, que obtienen un estatuto epidemiológico análogo a una bula, potestad de la iglesia.

Me escribe un amigo  pleno de zozobra, advirtiéndome del riesgo de hablar sobre la vida en un contexto de cegueras epidemiológico-gubernamentales. Me alerta de que algún náufrago de ese mundo puede leerlo y proponer la nueva figura de rastreadores de coches, para sorprender a las parejas que tengan sus relaciones ahí. Estas son las que carecen de soluciones habitacionales y solo pueden disponer de esta extraña cabina asentada sobre cuatro ruedas. Ciertamente, el orgasmo es un acto poco susceptible de ser gobernado por burocracias medicalizadas. Su misterio puede expresarse en las palabras de un médico amigo mío, que hace muchos años me reprendía por mi propensión a innovar. Me decía que experimentaba todos los días el coito, y que este siempre concluía en el momento sublime del orgasmo. Argumentaba que su grandeza radicaba en que siempre era igual. Pero no podía prescindir de él. 

El mundo del orgasmo desborda el dispositivo de conducción de la pandemia. La posibilidad de administrar y gestionar los orgasmos se antoja patética. Pero en el tiempo de confinamiento se ha hecho factible para los practicantes de sexo con parejas con las que no son convivientes. Quizás por esta razón desaparece de los discursos. Una vez que los sujetos pueden salir se reconstituyen como buscadores de orgasmos, desplegando relaciones que conllevan el riesgo de contagio. Sobre esta evidencia se construye su estigmatización creciente en los medios por autoridades morales como Ana Rosa, Griso, Ferreras, Joaquín Prat, Mejide y otras. La convocatoria del orgasmo genera así una convocatoria a la persecución y castigo de aquellos con pocos recursos habitacionales autónomos para satisfacerla. Las desigualdades adquieren múltiples y sutiles formas.






sábado, 25 de julio de 2020

EL HOSPITAL DE IFEMA Y EL NUEVO SISTEMA SANITARIO INDUSTRIAL




La crisis sanitaria desencadenada por la llegada del Covid-19 es un acontecimiento poliédrico. Su complejidad contrasta con la simplicidad de las miradas internas de los actores sanitarios. Así se constituye como un excedente que desborda las representaciones sociales de los profesionales y de la audiencia –más cautiva que nunca- que conforma la venerable opinión pública. Las realidades que permanecen ocultas a los actores, en tanto que sus piadosos esquemas de referencia no las contemplan, adquieren un volumen desmedido. En estos días proliferan los náufragos profesionales, sumidos en el desconcierto ante las políticas gubernamentales. En una situación así renacen las sagradas virtudes de la fe, la esperanza, y hasta la caridad, revalorizándose la paciencia en espera de la dádiva gubernamental.

Los acontecimientos se han producido velozmente, conformando un escenario en el que lo visible se contrapone a lo invisibilizado, y en el que conlleva una alta tasa de confusión. Mientras que el dispositivo mediático teje la narrativa de los héroes y moviliza a las masas encerradas y atemorizadas, la maquinaria política que sirve a las políticas neoliberales devasta el sistema sanitario, estableciendo una barrera insalvable entre unas élites profesionales nutridas y el contingente de temporeros movilizados para la ocasión. En los momentos solemnes de puesta en escena de esta leyenda, las élites profesionales desfilan con oficio y solemnidad junto a las autoridades, asumiendo para sí la gloria de lo que se entiende como una victoria contra el fantasmático virus.

La respuesta a esta crisis ha supuesto la aceleración del proceso de proletarización profesional, que en el caso de los médicos y enfermeras ha consolidado la nueva figura del temporero. Un contingente numeroso ha sido movilizado, para ser después desmovilizado y regresado al ejército de reserva profesional. El movimiento “somos necesarios” ha representado la voz de este precariado uniformado de blanco y verde. Las huelgas de los mir en Madrid y Valencia muestran su cruda realidad, que sanciona un cambio definitivo en su formación profesional. Ambos conflictos muestran el desconcierto de estos contingentes progresivamente desprofesionalizados. Lo que late en estas acciones es la desesperanza, al vivir la experiencia de un sistema sanitario dual, en el que los instalados en la red asistencial y de formación actúan sincronizadamente como verdaderos patrones industriales.

Los sectores debilitados y proletarizados se encuentran indefensos ante las estrategias mediáticas de los poderosos en el entramado profesional-industrial que conforma el sistema sanitario. Este aparece concertadamente en los medios audiovisuales, alcanzando el rango supremo de nueva experticia, pontificando acerca de sus saberes, sus máquinas, sus métodos y sus productos. La atemorizada audiencia asiste fascinada a esa ceremonia del próspero mercado audiovisual del miedo, en el que una nueva casta médica flirtea con las cámaras y protagoniza el espectáculo del heroísmo en ausencia de los temporeros movilizados para esta ocasión. Así, estos profesionales precarizados son expropiados y privados de sus propias aportaciones. Los aplausos contribuyen a su invisibilidad singular.

Un factor emergente fundamental acompaña a la crisis del Covid. Este es la degradación de la atención primaria. Los últimos signos emitidos por las autoridades, suenan inequívocamente a funeral grande de la misma. El hospitalocentrismo se consolida contundentemente en esta crisis. A la atención primaria le son asignadas funciones subsidiarias, pero es privada de su esencia, y, explícitamente, de una buena parte de su proyecto originario. El valor de una unidad de cuidados intensivos, asciende en la bolsa de valores sanitarios hasta niveles mayúsculos. En las grandes ciudades, los centros de salud llegan a ser cerrados y algunos de sus profesionales movilizados para contribuir al dispositivo de emergencias del hospital de Ifema en Madrid, o los hospitales de campaña que se extienden por distintos territorios.

Inmediatamente después del reflujo de contagios, los sectores profesionales más penalizados, los precarizados y la atención primaria, esperan alguna señal en el cielo gubernamental que indique que, cuanto menos, las aguas vuelvan a su cauce. Pero las señales emitidas por las autoridades parecen discurrir por el camino contrario. El fantasma del hospital de IFEMA se convierte en proyecto en ejecución de un hospital de epidemias, que consagra el giro sanitario hacia la preponderancia de los dispositivos de emergencias y urgencias, cuyas voces se encuentran sobrerrepresentadas en los platós.

Los sectores profesionales críticos se encuentran en una situación que se corresponde con el concepto “groggy”. Muchos esperan que se refuerce la atención primaria mediante nuevas incorporaciones de gentes que accedan al suceso milagroso que representa un contrato. Sin embargo, los hechos dicen lo contrario. Ni siquiera se contrata para las vacaciones y donde es posible, tienden a contratarse los rastreos como un servicio externalizado.  Las moderadas quejas en twitter de algunos relevantes profesionales contrastan con el silencio sepulcral de la mayoría, que se apresta a acomodarse en estas condiciones, en espera de algún milagro político que contribuya a desbloquear la situación.

Los tuits de Salvador Casado y otros, resultan explosivos, en tanto que desvelan unas condiciones en el que es imposible el ejercicio profesional. Pero el umbral de insensibilidad se encuentra muy alto. La audiencia es ajena a este acontecimiento, en tanto que se encuentra fascinada por el carnaval de las máquinas, los laboratorios, los tratamientos y las vacunas. Los novísimos expertos devienen en tertulianos que alimentan la ansiedad de tan agitados espectadores, en espera de una solución final en la que la ciencia se imponga sobre el fatídico virus. Este espectáculo congrega a una audiencia insólita, que estimula los mercados publicitarios. La Sexta ha multiplicado por tres su publicidad, debido al éxito de su apuesta por la puesta en escena de la biopolítica y sus emociones, entre las que la seguridad y el miedo representan un lugar privilegiado.

Pero el problema principal para los degradados en esta reconversión sanitaria, radica en el modo de conocer la realidad. Este se polariza al sistema sanitario, deteniéndose en sus fronteras. Más allá solo se aprecia el territorio nebuloso de lo que se entiende como política. En estas condiciones, su debilitación es inexorable, siendo desplazados a los márgenes del campo sanitario. La despolitización radical resulta un arma de suicidio masivo, que incrementa su indefensión ante otros segmentos profesionales en ascenso. No, el sistema sanitario no es una entidad aislada, sino, por el contrario, una parte de la sociedad, que en este tiempo se encuentra muy integrada. Lo global incide más que nunca en la configuración del sistema sanitario.

Un autor tan lúcido como Maurizio Lazzarato afirma que “Cincuenta años de neoliberalismo han mostrado que, por ejemplo, la salud pública, un dispositivo biopolítico por excelencia, se encuentra completamente investida por el capital, privatizada, con fondos recortados, con la introducción de una gestión “just in time”, con una lógica de cero camas desocupadas que representan cero “stock” de camas disponibles, como si se tratase de una industria automovilística. De ahí la falta de camas, de respiradores: no producían porque no querían almacenar, no querían perder dinero guardando y planificaban la producción para no tener dinero ocioso. La lógica actual de intervención del Estado no es aquella del “cuidado de la salud de la población”, sino la que se asegura de la productividad del hospital y de la estructura sanitaria”.

Los acontecimientos derivados de la irrupción del Covid, y la construcción del nuevo hospital de Valdebebas, definido como hospital para pandemias, parecen respaldar las palabras de Lazzarato. Sí, se evidencia la naturaleza de factoría industrial del sistema sanitario, en la que las oscilaciones de la demanda revalorizan las estrategias de justo a tiempo. Así, la movilización de los reservistas parece coherente con el modelo. También el declive de la atención primaria, en tanto que declina el cuidado de la salud de la población, entendido en términos convencionales. El es una factoría de diagnósticos y tratamientos, homologada con las grandes factorías de producción industrial y de servicios.

Las actuaciones de las autoridades sí tienen una lógica desde esta perspectiva global. Lazzarato asegura que “La actual crisis provocada por el Covid-19 es una muestra de un capitalismo moribundo, lo cual no significa que vaya a desaparecer así porque sí: ya sabemos que es un sistema que vive de crisis. El problema es que, para el capitalismo, incluso la vida es un problema de generación de renta. No hay nada humanitario en él, porque todo está puesto en función de la circulación y concentración de dinero, de poder económico. Por eso vinculo a la crisis ecológica como parte de esta crisis pandémica: una está ligada a la otra […]  Con la financiarización, muchos oligopolios farmacéuticos han cerrado sus unidades de investigación y se limitan a comprar patentes de empresas nuevas para poseer el monopolio de la innovación. Gracias al control monopolista, luego ofrecen medicamentos a precios exorbitantes, lo que reduce su acceso por parte de los enfermos. Gilead Sciences Inc., por ejemplo, además de tener enormes dividendos por la patente del medicamento contra la hepatitis C, es también quien tiene el medicamento más prometedor contra el Covid-19. Pero si estos chacales no son expropiados, si los oligopolios de las Big Pharms no son destruidos, cualquier política de salud pública es imposible. Los sectores de “salud” no se rigen por la lógica biopolítica de “cuidar a la población” ni por la “necropolítica”, igualmente genérica. Están ordenados por dispositivos precisos, meticulosos, racionales en su locura, violentos en su desempeño, para la producción de ganancias e ingresos”.

Desde una posición estática y localizada en el interior del sistema, las políticas sanitarias pueden ser percibidas como un conjunto de errores de gestión y catástrofes políticas. Pero, desde una mirada global exterior, las políticas tienen una lógica contundente. El proceso actual opera en la dirección de transformar un sistema de cuidado de la salud de la población, en el que la atención primaria es relevante, sustituyéndolo por un sistema industrial en el que la productividad de los dispositivos y las máquinas generen un alto valor económico.  El hospital de IFEMA no es una fantasmagoría de una clase política representada en los depredadores del suelo madrileños, sino un requerimiento del nuevo sistema de salud focalizado a la obtención de valor para el crecimiento de la economía.

El problema, entonces, radica en que los sectores profesionales degradados en esta reconversión, no han entendido el mensaje. Los cuantiosos vecinos de los pueblos madrileños, se deben conformar con un servicio mínimo, minimalizado y minimalista, en tanto que avanza la constitución de las sinergias entre los laboratorios, las máquinas y los dispositivos industriales de tratamiento. Lo más paradójico de esta realidad, es que a esto le llaman "salvar vidas". Pero es que lo mediático es inevitablemente así, la inversión de la realidad. 

lunes, 20 de julio de 2020

NOSTALGIA DEL "NO TE PRIVES, PERO NO TE DESCUIDES"




Recuerdo los años ochenta, en los que explotó la epidemia del sida. Esta era una enfermedad vinculada a la promiscuidad sexual y al consumo de drogas. En esta pandemia, la estigmatización de los enfermos se hizo patente, atribuyéndoles la responsabilidad de su dolencia. Pero, junto a esta, tanto las autoridades sanitarias como muchos profesionales se distanciaron de esta condena, proponiendo un enfoque positivo. El lema de una campaña en España de “No te prives, pero no te descuides”, sintetizaba el espíritu de la época, que se mostraba tolerante con las prácticas que representaban el riesgo de contraer la enfermedad. Este lema apelaba a la responsabilidad individual de usar el preservativo y no compartir jeringas u otros artefactos portadores de peligro, pero respetaba la legitimidad de las prácticas corporales que desarrollaban los infectados y otros contingentes de la población.

La pandemia del Covid-19 en el tiempo presente, desvela los cambios radicales operados en el espíritu de la época. Ahora, las autoridades y los profesionales se muestran ajenos con respecto a lo que su respuesta cancela, que es la misma vida social. Toman medidas indiscriminadas dirigidas a la totalidad del cuerpo social,  imponiendo pautas de aplicación obligatoria, que suponen la suspensión de las vidas de los atribulados súbditos. El comportamiento individual arriesgado, que era la clave de la expansión del sida, ha sido transformado completamente, de modo que se moldea una vida diaria eliminando los espacios de la socialidad, definiendo a todos como posibles agentes infecciosos. Ahora no se dialoga, solo se prescribe y se amenaza con castigos, tanto a los incumplidores, como a sus relaciones sociales, llegando a sancionar a la totalidad de la población. La tolerancia a las prácticas del tiempo del sida, queda cancelada y es sustituida por un implacable espíritu burocrático que dictamina la abolición de la vida.

En el intervalo entre las dos pandemias, ha operado una mutación muy importante en el espíritu de la época. Ahora se hace patente el autoritarismo sin complejos. La población es considerada como una entidad en cuyo interior actúan los agentes infecciosos, sin atribuir ningún valor a sus relaciones sociales, a sus prácticas convivenciales ni a su vida diaria. Estas son mutiladas brutalmente sin consideración alguna. Lo social se define en exclusiva por el valor de la salud, entendida como preservación del virus, relegando a esta finalidad la vida diaria. El nuevo estado epidemiológico disuelve el “no te prives” de antaño. En la promulgación de normas sobre lo cotidiano, impone sus sentidos de una vida mecanizada cuya única finalidad es preservarse mediante el aislamiento, mutilando la vida entendida como fuente de gratificaciones.

Comencé a colaborar en el sistema sanitario en los años ochenta. Recién llegado a las tierras de la salud, me llamó poderosamente la atención lo que se entendía entonces como promoción de la salud. Las definiciones de la época la planteaban como un proceso para capacitar a la gente para aumentar el control sobre su propia salud. Se hacía énfasis en que la salud no era un fin en sí mismo sino un recurso para la vida cotidiana. Esta definición me atrapó, en tanto que incrementar las capacidades de la gente en una sociedad mediática y de consumo, era una cuestión que trascendía lo estrictamente sanitario.  Así, la intervención sanitaria, por encima de sus objetivos específicos, tenía la pretensión de aumentar los recursos de conocimiento de las personas para mejorar sus acciones, así como la transformación de los entornos entendidos como conjuntos de haces relacionales.

Desde esta perspectiva, el comportamiento personal era la clave de todo. Y este, no podía mejorar solo mediante una información adecuada, sino que lo decisivo era la capacidad de utilizar el conocimiento en los procesos de decisión. Con posterioridad, y tras varios años de colaboración en este campo, comprendí las limitaciones que tiene cualquier acción sectorial. Es imposible educar a un sujeto para la salud, dejando en suspenso las demás áreas de la vida. Las capacidades personales no se pueden escindir. Una persona avanza inevitablemente en su conjunto o totalidad, trascendiendo la sectorialidad, que es un atributo del sistema. De ahí la baja eficacia de los programas educativos, sanitarios y de servicios sociales en el abordaje de problemas que son definidos por los dispositivos de intervención como estrictamente sectoriales. En estas condiciones, las intervenciones terminan por conquistar una localización mediante la cooptación de un grupo de personas, alejándose de los objetivos fijados.

Pero el comportamiento individual no depende solo de las personas, sino que también es influenciado por los entornos y las instituciones. Estos determinan posiciones que se definen por sus condiciones sociales. Cada cual vive en una encrucijada de varios sistemas sociales en los que se dan diferentes combinaciones de factores socioeconómicos y culturales, que se encuentran en constante mutación. Así se forja una heterogeneidad social manifiesta, en la que las desigualdades adquieren una magnitud desmesurada. Las capacidades de las personas se encuentran condicionadas por las condiciones de la posición que ocupan, que en muchos casos les reportan distintas desventajas.

La salida del confinamiento suscita la amenaza de los rebrotes y el riesgo de su sinergia, generando una situación difícil. En este contexto, es inevitable afrontar la cuestión del comportamiento individual. Se evidencia que muchos comportamientos se encuadran en los patrones del riesgo con respecto al contagio. Pero el problema de fondo estriba en que el dispositivo epidemiológico gubernamental entiende el comportamiento como una cuestión de establecer normas y desarrollar mecanismos de sanción para su cumplimiento. Así culmina su periplo de control de la población mediante el confinamiento, en el que ha generado la idea de que es el propietario de la misma. De este modo, elude la espinosa cuestión del comportamiento individual. Su línea se puede sintetizar en el lema contario al no te prives pero no te descuides. Este es “Prívate, jódete, cállate y denuncia”.

El modelo del gobierno remite a una genealogía inequívoca. Esta se puede sintetizar en el campo de concentración, en el que se produce un orden rígido y los confinados en él son impelidos a obedecer mediante el miedo. En una situación de esta naturaleza se produce inevitablemente una regresión en los internados. Esta adquiere la forma de infantilización, que se manifiesta de distintas formas. En este extraño campo de concentración domiciliario primero y a cielo abierto después, la gente es desposeída de su capacidad de decidir, que corresponde en su integridad al nuevo estado epidemiológico. Una población sometida a este shock tiende a comportarse según el molde en el que ha sido encerrada. En el momento en el que la autoridad no está presente, tiende a resarcirse.

El lema no te prives pero no te descuides recurría a cada cual, que para preservar sus prácticas placenteras tenía que adoptar mecanismos de seguridad. El paisaje de hoy remite a un poder somatocrático que atropella muchas de las subjetividades sociales e impone un orden en el que no se reconoce la vida. La salud adquiere una naturaleza brutal que destruye las prácticas sociales que conforman la cotidianeidad. El mecanismo de las autoridades remite a pautas fundamentalistas de negación de los placeres de una vida social plena. Se puede hablar en rigor de nuevas iglesias rigoristas, insensibles con respecto a las necesidades de sus atemorizados fieles. Pero, lo que es incuestionable, es que este modo de gobierno autoritario produce malos resultados. El caso de España es paradigmático.

En este contexto cabe situar la cuestión de la obligatoriedad y 24x24 horas de la mascarilla. Esta es una cuestión que suscita confusión. Mi posición al respecto no niega su utilidad en distintos entornos, pero es absurdo imponerla a sangre y fuego en todas las situaciones. El meollo del asunto radica en que una persona vive sucesivamente distintas situaciones en un día corriente. Se trata entonces de que esta materialice el no te descuides, mediante la valoración de cada situación. Así, en locales cerrados sí, en el metro sí, pero en paseos abiertos o en la playa no. Lo mismo la distancia personal. Cada cual tiene que valorar cómo resuelve las relaciones en las inevitables distancias cortas, que incluyen reuniones privadas familiares y amistosas.

Solo una persona capaz de ejercer sus decisiones, puede afrontar adecuadamente los riesgos. Y esta persona solo adquiere esta competencia si se encuentra en una situación en la que pueda hacer factible esta facultad. Pero la dirección de la acción gubernamental medicalizada apunta a otra dirección: se trata de crear un sujeto autómata obediente, dirigido por el miedo al purgatorio y al infierno, y que acepte sin más consideraciones la abolición de su vida. Cuando transcurra un tiempo, se harán perceptibles las barbaridades producidas en este tiempo de estulticia en formato salubrista. Porque ¿se pueden suprimir las distancias cortas de la vida permanentemente? Lo que más me ha interesado del confinamiento ha sido el asunto de las parejas que han quedado separadas. La creatividad de la gente ha propiciado encuentros secretos para los que había que exponerse a los riesgos del trayecto, pero que eran recompensados por el frenesí en el encuentro de los cuerpos.

Desarrollar la competencia de actuar teniendo en cuenta la diversidad de las situaciones, requiere una autonomía esencial de la persona, que solo es posible adquirir mediante el gobierno de sí mismo. Este tipo de gobierno autoritario va justamente en la dirección contraria. El resultado es el desmadre de los sujetos cuando se encuentran en una situación donde la vigilancia no es efectiva. La cuestión esencial a resolver radica en determinar qué parte de vida podemos conservar minimizando los riesgos.  Y también cómo actuar en situaciones específicas, que exigen una adaptación de nuestras prácticas. Lo que es inaceptable es una renuncia total a los placeres de la vida.

Algún lector pensará que lo que propongo es utópico, y que la verdad última es que la gente lo que necesita es una dirección enérgica por parte de una autoridad sin ambigüedades. Ciertamente, no puedo dejar de recordar ahora mi terrible experiencia en la universidad. Recuerdo que no se permitía a los estudiantes estar sin la presencia de un profesor en un aula, siendo desalojados. En un año en el que un grupo de estudiantes promovió muchas iniciativas, generando una dinámica muy potente. En estas condiciones se hizo perceptible las limitaciones físicas del aula para las puestas en común. Decidieron hacer una sesión en el hall, que les permitía trabajar en círculo. Una sesión como aquella llena de energía e inteligencia fue disuelta contundentemente, siendo remitidos a confinarse en el aula organizada en filas y columnas en torno al atril del profesor. Me dijeron que tuviera cuidado porque los antisistema se habían infiltrado en mi clase.

En los últimos años, en mis tránsitos por los pasillos, me encontraba con un pequeño grupo de estudiantes que estaban en círculo poniendo en común un tema. Siempre me paraba y les decía solemnemente que aquello era un acontecimiento anunciador del futuro. Sí, las instituciones vigentes hoy se fundamentan en la creación de un sujeto que actúe automáticamente en un campo diseñado mediante un sistema de recompensas móviles. En la educación, en el trabajo, en el consumo, en los servicios sociales y sanitarios. Se trata de conformar a cada uno como elector permanente en varios simulacros concertados. Así se explica la escasa resistencia a los dictámenes de los nuevos emperadores epidemiologizados del presente.








jueves, 16 de julio de 2020

ESPLENDOR EN LA ARENA. EL COVID Y EL ESPÍRITU DE LA PLAYA





En el principio del mes de mayo, la clase dirigente, convertida en un conjunto de castas medicalizadas en versiones manifiestamente cutres, preparó la salida al confinamiento mediante una reglamentación estricta de las actividades de la vida. Estas normas mostraban el espíritu de cálculo y la racionalización instrumental con que era concebida la vida corriente. En su conjunto, se puede considerar como una patética reedición del espíritu de la burocracia, que parecía haber sido relegado a algunas actividades regidas por la administración. En estos meses, renace impetuosamente el espíritu burocrático con la intención de moldear la vida.

El pueblo encerrado durante más de dos largos meses se encontró súbitamente con la primavera al arribar a las calles. Esta colisión tuvo como consecuencia la pulverización de muchos cálculos acerca del comportamiento requerido. Las castas dirigentes, atravesadas por los cómputos epidemiológicos, han convertido los datos de la pandemia en proyectiles que lanzan a sus adversarios políticos desde las trincheras de las instituciones políticas.  Los mandarines de las cifras del día, que han experimentado el placer de haber controlado  estrictamente a la población en el confinamiento, muestran su perplejidad ante las transgresiones del pueblo liberado de la reclusión domiciliaria, que cuestionan su obediencia incondicional. Así, tiene lugar una explosión de ruido y furia, que se manifiesta en una escalada de castigos. La mascarilla obligatoria en todas las partes anuncia un incremento de la acción punitiva.

Uno de los espacios donde se hace visible esta confrontación entre la burocracia epidemiologizada y la vida, es precisamente la playa. Recuerdo que en los primeros días de las fases que conducían a lo que se promulga como nueva normalidad, los tecnócratas del cálculo de la vida se apresuraron a cuadricular los arenales, considerándolos como espacios definidos por los metros cuadrados disponibles en relación al número de ocupantes. Los altavoces mediáticos celebraron profusamente en las televisiones el prodigio de las autoridades municipales, que diseñaban la playa al estilo de la fábrica, el cuartel o el campo de concentración. Se preparaban parcelas de quince metros cuadrados, en las que se recluían a los atribulados visitantes, que solo podrían moverse en las pasarelas preparadas para ello.

La playa fue pensada según el imago tecnoburocrático de estas castas. Aforo máximo, horarios estrictos, turnos, restricción del movimiento, barreras entre los ocupantes de lasjaulas-minifundios, vigilancia policial y apoteosis securitaria. Estas fantasías de control fueron desbaratadas por una multitud pacífica que desbordaba los espacios programados, las normas prescritas y el fantasma del espíritu de campo de concentración en el límite con el mar. Las imágenes patéticas de la policía municipal en la playa de Barcelona, requiriendo a los bañistas a atenerse a las estrictas reglas, constituye un monumento a la estulticia, que en este caso tiene la pretensión de ser científica. Después hemos visto imágenes sublimes al respecto. Recuerdo el saber hacer inteligente y exquisito de las gentes en la playa de la Concha en Donosti, que no discutían las conminaciones de los policías, sino que esperaban el momento de regresar a la realidad cuando la vigilancia se relajase.

Una escena elocuente es el encuentro entre los reporteros de las televisiones, que entran en directo en programas de audiencias nutridas desde la misma playa. El discurso fundamentalista de los ubicados en el plató se impone sobre el sufrido reportero que tiene que seguir el argumento esgrimido por el medio. Pero las imágenes contradicen radicalmente el discurso. He visto uno antológico en Gandía, en el que desde el plató se predicaba la mascarilla y distancia personal en el arenal, en tanto que tras el reportero se podían ver a grupos de niños jugando, a gentes paseando y bañistas disfrutando del mar. El contraste era mayúsculo, haciendo patéticas las prédicas de los ubicados en el plató. 

La multiplicación de los rebrotes y la dificultad del control de la población, tiene como consecuencia el escalamiento punitivo. El último paso es la obligatoriedad de llevar mascarilla en playas y piscinas. Así, se configura una colisión brutal entre el espíritu del riesgo de la salud, y el espíritu de la playa, que consiste en evadirse fugazmente de la masificación residencial, del trabajo, de la vida urbana, de los tránsitos en el mar de asfalto y cemento, así como de las actividades de la vida calculada. La playa es el espacio en el que cada cual se encuentra con el mar, el sol, las intensidades lumínicas, el viento, la arena, el horizonte despejado, los cuerpos de los demás y la sensualidad ambiental. La playa es un momento de la vida que remite al goce, el encuentro con la naturaleza y el cultivo de los sentidos. Es la apoteosis de la piel, liberada provisionalmente del imperio de la racionalización.

El uso obligatorio de la mascarilla en la playa tiene como sentido último un castigo para todos, propio de las antiguas organizaciones disciplinarias. Hemos visto en múltiples versiones el encuentro tormentoso entre una autoridad y un grupo de subordinados en el que se pide que salga el responsable de un acto prohibido. En el caso de no comparecer, se castiga a todo el grupo. Esto es exactamente así. Se trata de penalizar a todos, en tanto que corresponsables de los malos datos epidemiológicos, que tienen su origen en la combinación de varios factores, uno de los cuales es la transgresión en la playa. Estos resultados, son transformados en las instituciones en proyectiles que se lanzan sobre quienes tienen responsabilidad de gobierno de forma grosera.

La glorificación de la mascarilla se deriva de la crisis de eficacia en el control de la población, en un sistema en el que la centralidad de lo mercantil y lo comercial implica inevitablemente concentraciones de personas insertas en distintos movimientos colectivos. La baja eficacia de las medidas de control se transfiere a la población, liberándose de culpa la autoridad somatocrática. Así, un proceso de atribución de déficit de responsabilidad, es asignado sin discriminar a la población, sirve para implementar una secuencia de coacciones. En los próximos meses asistiremos a episodios de castigo para compensar los malos números de contagiados. Parece reeditarse el mítico viaje del pueblo judío por el desierto conducido por Moisés, que se veía obligado a corregir los excesos de tan descreídos súbditos.

No puedo seguir sin advertir a los lectores que soy un devoto de las playas. Muchos de los mejores momentos de mi vida han tenido lugar en ellas. Pero rechazo radicalmente la concentración al estilo del Mediterráneo español. Al ser considerada una experiencia gratificante, todos acceden a ella masificándola, perdiendo así algunas de sus ventajas. Me gusta pasear en otras estaciones, con distintas luces. También las primeras horas de la mañana y el anochecer huyendo de las aglomeraciones. Los mejores besos de mi vida han tenido lugar en estos arenales sublimes. También paseos inolvidables con todos los perros que he tenido.

Me viene a la memoria la playa de las Canteras en Las Palma de Gran Canaria. El contraste es brutal entre la arena y el paseo. En tanto que en la arena una multitud de gentes tranquilas muestran impúdicamente sus prácticas gratificantes de vida, en el paseo reina lo programado, con predominio de paseantes dotados de objetivos definidos por números y conceptos vinculados a la salud y a la mejora del cuerpo-máquina. Nunca he visto a tantos gordos felices en la playa como allí. Mi fascinación al contemplarlos era mayúscula. Pensaba en los severos educadores sanitarios que pondrían a hacer caminatas programadas a los gordos dichosos que bullían gozosamente por la arena, para quemar las calorías junto a sus sensaciones estupendas, reproducidas socialmente en la playa.

Termino presentando un texto que muestra la sensibilidad de algunas personas ante las desmesuras del nuevo poder somatocrático. Es un comentario que ha enviado al blog un antiguo alumno de hace ya muchos años. Él lo define como un panfleto. Me parece que este texto constituye un indicio de una sensibilidad que va a ir a más en los próximos meses, haciendo perceptible una confrontación difusa, pero efectiva, con el poder burocrático-epidemiológico. Esta persona firma con el nombre de Gracianito.

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La campaña de terror sanitario que los gobiernos llevan cinco largos meses aplicando contra la gente ha rebasado esta semana un nuevo umbral de brutalidad: en numerosas zonas del país ya es obligatorio llevar la mascarilla siempre, incluso aunque se pueda guardar la distancia de metro y medio, incluso aunque vaya uno andando solo por la calle. 
Justo en el momento en que la enfermedad y el caos organizado por los protocolos y las medidas aplicados para gestionarla están remitiendo (más del 60% de los positivos que se detectan ahora son asintomáticos, y de los propiamente enfermos, muy pocos requieren hospitalización), nos vienen con esta vuelta de tuerca de la mascarilla (que es como un segundo encierro, pues disuade de todo contacto con los demás) y con la amenaza y la aplicación efectiva de nuevos confinamientos forzosos en ciudades y comarcas enteras, para lo cual les basta con contar positivos, no enfermos. 
El uso obligatorio de mascarilla no tiene justificación médica (¿cómo si no se entiende que cualquier cosa valga como mascarilla?, ¿cómo si no se entiende que a ninguna autoridad le preocupe que todos la usemos mal y que sea perniciosa para la salud?). No: es una medida disciplinaria y propagandística. La mascarilla mantiene viva la amenaza del virus y la idea de que se está haciendo algo para combatirlo. La mascarilla separa, aísla y enfrenta a la gente, alimentando la idea de que que somos peligrosos los unos para los otros, y permite identificar fácilmente al desobediente, de tal manera que los obedientes puedan reconvenirle, intimidarle o insultarle, y los agentes del Orden multarle o agredirle. 
Contra una norma tan estúpida y dañina, ahora más que nunca, cabe protestar y cabe desobedecer. O al menos, no obedecer más de lo que manda la propia Ley. Sigue habiendo partes del país donde la mascarilla sólo es obligatoria en los transportes públicos y cuando no se pueda guardar la distancia de metro y medio, lo mismo en sitios cerrados que abiertos. Y en las regiones donde la cosa se ha endurecido, siguen estando exentos de la mascarilla los niños de menos de seis años, quienes hagan deporte al aire libre, personas en supuestos de fuerza mayor o situación de necesidad, quienes tengan algún problema de salud que les impida llevarla y quienes estén haciendo cosas incompatibles con el uso de mascarilla (claro que las principales actividades incompatibles con el uso de mascarilla son ¡hablar y respirar!). También cabe desobedecer obedeciendo: obedeciendo de manera paródica o exagerada, pintándose en la mascarilla lemas como «No me dejan respirar», poniéndose un bozal encima o saliendo a la calle con una escafandra o con un burka... Las ocurrencias de la inteligencia no sometida no tienen fin. 
¿CUÁNTO MÁS VAMOS A AGUANTAR?
ESTAMOS HARTOS DE VUESTRA MASCARILLA OBLIGATORIA
ESTAMOS HARTOS DE VUESTRA CAMPAÑA MUNDIAL DE TERROR
ESTAMOS HARTOS DE QUE NOS ENCERRÉIS CADA VEZ QUE OS VENGA EN GANA
ESTAMOS HARTOS DE VUESTROS VIRUS Y DE VUESTRAS AMENAZAS
ESTAMOS HARTOS DE VUESTROS REMEDIOS, QUE SON PEORES QUE LA ENFERMEDAD, CUANDO NO LA PROPIA ENFERMEDAD
ESTAMOS HARTOS DE VUESTRO CAOS ORGANIZADO
ESTAMOS HARTOS DE QUE HAGÁIS DE CADA VECINO, DE CADA AMIGO Y DE CADA HERMANO UN POLICÍA
ESTAMOS MUY HARTOS. ASÍ QUE, DE UNA VEZ POR TODAS...

¡DEJADNOS VIVIR! ¡DEJADNOS RESPIRAR!

domingo, 12 de julio de 2020

MANUELA CARMENA: VINE, VI, VENCI


Manuela Carmena concita en su persona la tragedia de la izquierda renovada que accede impetuosamente a las instituciones en los prometedores años posteriores al 15 M. El éxito electoral de 2015, en el que conquista buena parte de las capitales en candidaturas de convergencia y obtiene 71 diputados en el congreso de los diputados, abre el camino a un hundimiento estrepitoso en todos los frentes, con pérdidas de apoyo electoral, generalización de guerras internas entre las distintas personas y facciones, y distanciamiento progresivo de la izquierda social. Pero lo más enigmático de este naufragio radica en que, en tanto que los proyectos políticos se desmoronan, algunos líderes incrementan su presencia y popularidad mediática. Ella misma, junto con algún dirigente político,  es un icono de este extraño arte funerario político.

De este modo, encarna un exótico éxito muy común a la clase dirigente española, en la que algunos prohombres de empresas prosperan sobre el hundimiento de las mismas. Carmena representa la imagen mediatizada del éxito. En tanto que su figura se prodiga en el espacio mediático como símbolo de varias virtudes políticas, los proyectos que ha dirigido se derrumban estrepitosamente. Entretanto, ella disuelve sus compromisos con los perdedores, antaño compañeros y subordinados, al tiempo que contrae nuevos compromisos con distintos poderes económicos, mediáticos e institucionales. Así se ubica más allá de la evaluación política, instalándose en el campo privilegiado de los operadores simbólicos del capitalismo neoliberal postmediático. Su divisa es la defensa de la ética, que, en cualquier versión, representa justamente lo inverso de lo que practica.

Carmena ha acreditado la capacidad prodigiosa de emanciparse de cualquier proyecto que no sea ganador. Así, advierte sin ambages que ella no participará en la oposición. Solo la victoria garantiza su continuidad. De este modo simboliza la marca del espíritu del capitalismo neoliberal, sintetizada en el lema de “ganar por ganar”. El triunfo personal es lo decisivo, sobreponiéndose a proyectos que tengan pocas posibilidades de progresar. Una vez derrotada en las urnas, rompe sus compromisos con una determinación encomiable. Ciertamente, detrás suyo no queda nada, salvo un grupo de náufragos desnortados, que manifiestan su impotencia para ejercer la oposición, centrando su actividad en la rememoración nostálgica de su etapa en el gobierno municipal, entendida desde las coordenadas de la ensoñación que les animó.

El 19 de abril de 2015, publiqué en este blog un texto saludando la vuelta de Carmena a la actividad política, y también a la candidatura de convergencia que encabezaba.  En este post advertía de la dificultad que entrañaba el proyecto. Se trataba de recuperar la institución, degradada por malas prácticas de mal gobierno y por la subordinación a los intereses fuertes de los promotores de suelo. La representación en exclusiva a estos intereses impresentables generaba un déficit de ciudadanía, que se manifestaba en la no constitución de representación viva de los intereses subalternos. En estas condiciones, es inevitable la desviación de fines, que siempre se acompaña de la corrupción, que como es sabido tiene muchos rostros y formas.

La victoria de la candidatura de Ahora Madrid se encontró con la oposición feroz, tanto de los intereses fuertes, como de distintas instituciones municipales esculpidas en el largo período de gobierno rigurosamente desviado. Se puede denominar a este complejo de fuerzas como el Goliat especulativo. El animoso equipo dirigido por la alcaldesa, renunció secuencialmente a sus objetivos iniciales, iniciando un proceso de carcoma de sus potencias, que se fue incrementando hasta su fatal final. Al renunciar a la puja con los intereses fuertes, estos fueron abriendo huecos y reconquistando espacios, llegando a cercar al atribulado equipo de gobierno.

Pero el aspecto más relevante de este episodio, en tanto que es el reflejo de lo sustantivo de la época vigente, es que la renuncia a la aplicación del programa inicial fue sustituida por una mediatización creciente. Carmena y su equipo seleccionaron dos o tres temas fuertes con respaldo mediático, principalmente el de Madrid Central, para crear un seudomundo en la realidad virtual. Así, Madrid era definida como una ciudad caracterizada por virtudes cívicas que alcanzaban el estatuto imaginario de teologales, en tanto que la subida de precios de la vivienda, la turistificación agresiva, el endurecimiento de las condiciones de vida y las desigualdades sociales, alcanzaban niveles inquietantes.

Este milagro de la creatividad imaginaria es característico de la izquierda neoliberal mediatizada, que impulsa discursos que alcanzan la categoría de lo mágico al hacer desaparecer a las estructuras. Así, se consolida un clima virtual que se instala en la realidad fantasmática de la opinión pública, expresada en términos de las tertulias, escenificaciones y encuestas. Pero sus bases electorales, los perjudicados por la preponderancia del Goliat especulativo, no encuentran cauces para revertir su situación de subalternidad extrema. En esta situación, lo único que se puede generar es ilusión, que termina por disiparse tras el carnaval de las imágenes.

La renuncia al programa se acompaña del bloqueo del experimento democrático que significó en su origen la candidatura. Carmena actúa desde el primer día como alcaldesa convencional, reproduciendo la institución, y reforzando prácticas inscritas en la jerarquía político-administrativa. Construye su equipo de incondicionales y relega a los concejales considerados como no esenciales. También recupera la tradición del capataz o número dos, proverbial en los partidos jerárquicos de este ciclo histórico. La democratización de la institución mediante el uso de métodos que proporcionen posibilidades de intervención a las minorías, deviene en una ensoñación inicial. Lo que prima es la lideresa y la configuración y renovación del escaparate mediático.

Un modelo tan convencional de la institución municipal penaliza severamente a los distintos intereses menores subalternos, que tienen dificultad en constituir una voz que se haga presente en la institución para equilibrar los sonidos altisonantes del Goliat especulativo, que se hace presente en los medios de forma manifiesta. Así, se pone en práctica un modelo de lo que se llama “participación”, convencional en la ínclita izquierda política. Se privilegia la relación con un campo asociativo disperso y carente de autonomía e iniciativa. El final fatal del concejal promotor del novísimo modelo de participación se inscribe en lo trágico e ilustra la incapacidad de constituir canales efectivos con fuerzas sociales heterogéneas.

La relación denegada con los movimientos sociales vivos, y con las iniciativas autogestionarias, en particular con la experiencia de La Ingobernable, es elocuente en cuanto que se constituye en un indicador de reproducción de la institución convencional. Así, carente de un campo relacional vivo, polarizados a la imagen fantasmática en el mundo de la opinión pública, el proyecto desgasta sus apoyos y cede espacios a las fuerzas de la resistencia al proyecto inicial, que inician una reconquista que anuncia el final inexorable. Así ha ocurrido con sus experiencias hermanas de las mareas y otras salidas de la cosecha del 2015. Solo Ada Colau resiste en el puesto, pero carente de apoyos que permitan impulsar una transformación, solo queda la proliferación de jugadas gestuales mediatizadas que encubran la inviabilidad de aplicación de un programa de cambio, en espera del inevitable óbito final.

En este clima de declive de lo que se denominó como “el cambio”, son inevitables las prácticas de canibalismo político como forma de selección de los supervivientes. Pablo Iglesias es un reconocido depredador avalado por una eficacia demoledora. Al tratar de colocar a sus fieles en la nueva candidatura, activa el instinto político y la memoria de Carmena, que  rechaza la presencia de mercenarios extranjeros en su candidatura. Así, se reconvierte a la norma del régimen del 78 vigente y constituye su equipo sobre las bases de la fidelidad, el monolitismo y la ausencia de deliberación. En este episodio, Carmena se distancia de un proyecto perdedor y apuesta por la sensata facción errejonista. La ruptura con Podemos se realiza por sorpresa y mediante emboscada, adquiriendo el perfil propio de la antropofagia propia de la izquierda comunista. En un contexto así, la traición adquiere unas formas tan sofisticadas, que son dignas de su exhibición museística. 

En todo este proceso de desplome, Ella refuerza su perfil de portadora de la sensatez y el sentido común, vistiendo sus apariciones televisivas con máximas de comportamiento que se distancian del encarnizamiento practicado con los perdedores de su equipo inicial. Recuerdo las lúcidas palabras de Tierno Galván, escritas muchos antes de su actividad política, en las que desvela el tipo de persona que se encuentra tras la fachada del sentido común. La palabra clave es pillo, pillastre, o portador de la competencia de la astucia y la metamorfosis de su imagen.

Un elemento central de la secuencia del auge y declive de Manuela Carmena es la constitución de un criterio fundamental que rige las transacciones en el proceloso mundo de la izquierda del presente. Este se puede definir como cuota mediática personal. Así, aquellas personas que tienen una cuota elevada de visibilidad en el mundo combinado de las radios, televisiones, redes y brigadas de columnistas digitales, adquieren un capital político que les protege en las transacciones organizativas. En el caso que nos ocupa, esta cuota obtiene un valor máximo, lo que ampara el desempeño de un liderazgo incuestionable. Me pregunto, desde esta perspectiva, cómo habrán sido las relaciones entre ella y Montse Galcerán, una concejala de su candidatura portadora de un escaso capital mediático y un cuantioso capital intelectual y profesional, que terminó siendo deshauciada.

Desde estas coordenadas, no es de extrañar que, una vez abandonada la institución, disuelva sus compromisos con los errejonistas, considerados como perdedores, y, por consiguiente, merecedores del vacío. El distanciamiento con sus huérfanos políticos, merece ocupar un lugar de privilegio en el museo de las desdichas de la izquierda caníbal. Por el contrario, su destino es más elevado. Su cuota mediática y la narrativa personal que la acompaña, le permite arribar al espacio privilegiado de los influyentes mediáticos, un olimpo en donde anidan los dioses que solo responden por su cuota de audiencia. En este mundo angelical, su figura encaja a la perfección. 

Su imagen de abuela sensata, que nos reclama sentido común y nos invita a construir un mundo fantástico que se emancipa de las estructuras existentes, constituye su pasaporte. Su discurso es apelar a la colaboración y a la difuminación de los conflictos. La bondad se extiende a todos los rincones de este mundo imaginario. Pero la verdad es que su mundo es el mundo invertido del espectáculo. Por eso concluyo rememorando a Debord, en tanto que se activa su recuerdo en mí cuando pienso en este episodio. . Cada noción así fijada no tiene otro fondo que su paso a lo opuesto: la realidad surge en el espectáculo, y el espectáculo es real. Esta alienación recíproca es la esencia y el sostén de la sociedad existente”.  “La conciencia espectadora, prisionera en un universo aplastado, limitado por la pantalla del espectáculo, detrás de la cual su propia vida ha sido deportada, no conoce más que los interlocutores ficticios que le hablan unilateralmente de su mercancía y de la política de su mercancía”