lunes, 20 de julio de 2020

NOSTALGIA DEL "NO TE PRIVES, PERO NO TE DESCUIDES"




Recuerdo los años ochenta, en los que explotó la epidemia del sida. Esta era una enfermedad vinculada a la promiscuidad sexual y al consumo de drogas. En esta pandemia, la estigmatización de los enfermos se hizo patente, atribuyéndoles la responsabilidad de su dolencia. Pero, junto a esta, tanto las autoridades sanitarias como muchos profesionales se distanciaron de esta condena, proponiendo un enfoque positivo. El lema de una campaña en España de “No te prives, pero no te descuides”, sintetizaba el espíritu de la época, que se mostraba tolerante con las prácticas que representaban el riesgo de contraer la enfermedad. Este lema apelaba a la responsabilidad individual de usar el preservativo y no compartir jeringas u otros artefactos portadores de peligro, pero respetaba la legitimidad de las prácticas corporales que desarrollaban los infectados y otros contingentes de la población.

La pandemia del Covid-19 en el tiempo presente, desvela los cambios radicales operados en el espíritu de la época. Ahora, las autoridades y los profesionales se muestran ajenos con respecto a lo que su respuesta cancela, que es la misma vida social. Toman medidas indiscriminadas dirigidas a la totalidad del cuerpo social,  imponiendo pautas de aplicación obligatoria, que suponen la suspensión de las vidas de los atribulados súbditos. El comportamiento individual arriesgado, que era la clave de la expansión del sida, ha sido transformado completamente, de modo que se moldea una vida diaria eliminando los espacios de la socialidad, definiendo a todos como posibles agentes infecciosos. Ahora no se dialoga, solo se prescribe y se amenaza con castigos, tanto a los incumplidores, como a sus relaciones sociales, llegando a sancionar a la totalidad de la población. La tolerancia a las prácticas del tiempo del sida, queda cancelada y es sustituida por un implacable espíritu burocrático que dictamina la abolición de la vida.

En el intervalo entre las dos pandemias, ha operado una mutación muy importante en el espíritu de la época. Ahora se hace patente el autoritarismo sin complejos. La población es considerada como una entidad en cuyo interior actúan los agentes infecciosos, sin atribuir ningún valor a sus relaciones sociales, a sus prácticas convivenciales ni a su vida diaria. Estas son mutiladas brutalmente sin consideración alguna. Lo social se define en exclusiva por el valor de la salud, entendida como preservación del virus, relegando a esta finalidad la vida diaria. El nuevo estado epidemiológico disuelve el “no te prives” de antaño. En la promulgación de normas sobre lo cotidiano, impone sus sentidos de una vida mecanizada cuya única finalidad es preservarse mediante el aislamiento, mutilando la vida entendida como fuente de gratificaciones.

Comencé a colaborar en el sistema sanitario en los años ochenta. Recién llegado a las tierras de la salud, me llamó poderosamente la atención lo que se entendía entonces como promoción de la salud. Las definiciones de la época la planteaban como un proceso para capacitar a la gente para aumentar el control sobre su propia salud. Se hacía énfasis en que la salud no era un fin en sí mismo sino un recurso para la vida cotidiana. Esta definición me atrapó, en tanto que incrementar las capacidades de la gente en una sociedad mediática y de consumo, era una cuestión que trascendía lo estrictamente sanitario.  Así, la intervención sanitaria, por encima de sus objetivos específicos, tenía la pretensión de aumentar los recursos de conocimiento de las personas para mejorar sus acciones, así como la transformación de los entornos entendidos como conjuntos de haces relacionales.

Desde esta perspectiva, el comportamiento personal era la clave de todo. Y este, no podía mejorar solo mediante una información adecuada, sino que lo decisivo era la capacidad de utilizar el conocimiento en los procesos de decisión. Con posterioridad, y tras varios años de colaboración en este campo, comprendí las limitaciones que tiene cualquier acción sectorial. Es imposible educar a un sujeto para la salud, dejando en suspenso las demás áreas de la vida. Las capacidades personales no se pueden escindir. Una persona avanza inevitablemente en su conjunto o totalidad, trascendiendo la sectorialidad, que es un atributo del sistema. De ahí la baja eficacia de los programas educativos, sanitarios y de servicios sociales en el abordaje de problemas que son definidos por los dispositivos de intervención como estrictamente sectoriales. En estas condiciones, las intervenciones terminan por conquistar una localización mediante la cooptación de un grupo de personas, alejándose de los objetivos fijados.

Pero el comportamiento individual no depende solo de las personas, sino que también es influenciado por los entornos y las instituciones. Estos determinan posiciones que se definen por sus condiciones sociales. Cada cual vive en una encrucijada de varios sistemas sociales en los que se dan diferentes combinaciones de factores socioeconómicos y culturales, que se encuentran en constante mutación. Así se forja una heterogeneidad social manifiesta, en la que las desigualdades adquieren una magnitud desmesurada. Las capacidades de las personas se encuentran condicionadas por las condiciones de la posición que ocupan, que en muchos casos les reportan distintas desventajas.

La salida del confinamiento suscita la amenaza de los rebrotes y el riesgo de su sinergia, generando una situación difícil. En este contexto, es inevitable afrontar la cuestión del comportamiento individual. Se evidencia que muchos comportamientos se encuadran en los patrones del riesgo con respecto al contagio. Pero el problema de fondo estriba en que el dispositivo epidemiológico gubernamental entiende el comportamiento como una cuestión de establecer normas y desarrollar mecanismos de sanción para su cumplimiento. Así culmina su periplo de control de la población mediante el confinamiento, en el que ha generado la idea de que es el propietario de la misma. De este modo, elude la espinosa cuestión del comportamiento individual. Su línea se puede sintetizar en el lema contario al no te prives pero no te descuides. Este es “Prívate, jódete, cállate y denuncia”.

El modelo del gobierno remite a una genealogía inequívoca. Esta se puede sintetizar en el campo de concentración, en el que se produce un orden rígido y los confinados en él son impelidos a obedecer mediante el miedo. En una situación de esta naturaleza se produce inevitablemente una regresión en los internados. Esta adquiere la forma de infantilización, que se manifiesta de distintas formas. En este extraño campo de concentración domiciliario primero y a cielo abierto después, la gente es desposeída de su capacidad de decidir, que corresponde en su integridad al nuevo estado epidemiológico. Una población sometida a este shock tiende a comportarse según el molde en el que ha sido encerrada. En el momento en el que la autoridad no está presente, tiende a resarcirse.

El lema no te prives pero no te descuides recurría a cada cual, que para preservar sus prácticas placenteras tenía que adoptar mecanismos de seguridad. El paisaje de hoy remite a un poder somatocrático que atropella muchas de las subjetividades sociales e impone un orden en el que no se reconoce la vida. La salud adquiere una naturaleza brutal que destruye las prácticas sociales que conforman la cotidianeidad. El mecanismo de las autoridades remite a pautas fundamentalistas de negación de los placeres de una vida social plena. Se puede hablar en rigor de nuevas iglesias rigoristas, insensibles con respecto a las necesidades de sus atemorizados fieles. Pero, lo que es incuestionable, es que este modo de gobierno autoritario produce malos resultados. El caso de España es paradigmático.

En este contexto cabe situar la cuestión de la obligatoriedad y 24x24 horas de la mascarilla. Esta es una cuestión que suscita confusión. Mi posición al respecto no niega su utilidad en distintos entornos, pero es absurdo imponerla a sangre y fuego en todas las situaciones. El meollo del asunto radica en que una persona vive sucesivamente distintas situaciones en un día corriente. Se trata entonces de que esta materialice el no te descuides, mediante la valoración de cada situación. Así, en locales cerrados sí, en el metro sí, pero en paseos abiertos o en la playa no. Lo mismo la distancia personal. Cada cual tiene que valorar cómo resuelve las relaciones en las inevitables distancias cortas, que incluyen reuniones privadas familiares y amistosas.

Solo una persona capaz de ejercer sus decisiones, puede afrontar adecuadamente los riesgos. Y esta persona solo adquiere esta competencia si se encuentra en una situación en la que pueda hacer factible esta facultad. Pero la dirección de la acción gubernamental medicalizada apunta a otra dirección: se trata de crear un sujeto autómata obediente, dirigido por el miedo al purgatorio y al infierno, y que acepte sin más consideraciones la abolición de su vida. Cuando transcurra un tiempo, se harán perceptibles las barbaridades producidas en este tiempo de estulticia en formato salubrista. Porque ¿se pueden suprimir las distancias cortas de la vida permanentemente? Lo que más me ha interesado del confinamiento ha sido el asunto de las parejas que han quedado separadas. La creatividad de la gente ha propiciado encuentros secretos para los que había que exponerse a los riesgos del trayecto, pero que eran recompensados por el frenesí en el encuentro de los cuerpos.

Desarrollar la competencia de actuar teniendo en cuenta la diversidad de las situaciones, requiere una autonomía esencial de la persona, que solo es posible adquirir mediante el gobierno de sí mismo. Este tipo de gobierno autoritario va justamente en la dirección contraria. El resultado es el desmadre de los sujetos cuando se encuentran en una situación donde la vigilancia no es efectiva. La cuestión esencial a resolver radica en determinar qué parte de vida podemos conservar minimizando los riesgos.  Y también cómo actuar en situaciones específicas, que exigen una adaptación de nuestras prácticas. Lo que es inaceptable es una renuncia total a los placeres de la vida.

Algún lector pensará que lo que propongo es utópico, y que la verdad última es que la gente lo que necesita es una dirección enérgica por parte de una autoridad sin ambigüedades. Ciertamente, no puedo dejar de recordar ahora mi terrible experiencia en la universidad. Recuerdo que no se permitía a los estudiantes estar sin la presencia de un profesor en un aula, siendo desalojados. En un año en el que un grupo de estudiantes promovió muchas iniciativas, generando una dinámica muy potente. En estas condiciones se hizo perceptible las limitaciones físicas del aula para las puestas en común. Decidieron hacer una sesión en el hall, que les permitía trabajar en círculo. Una sesión como aquella llena de energía e inteligencia fue disuelta contundentemente, siendo remitidos a confinarse en el aula organizada en filas y columnas en torno al atril del profesor. Me dijeron que tuviera cuidado porque los antisistema se habían infiltrado en mi clase.

En los últimos años, en mis tránsitos por los pasillos, me encontraba con un pequeño grupo de estudiantes que estaban en círculo poniendo en común un tema. Siempre me paraba y les decía solemnemente que aquello era un acontecimiento anunciador del futuro. Sí, las instituciones vigentes hoy se fundamentan en la creación de un sujeto que actúe automáticamente en un campo diseñado mediante un sistema de recompensas móviles. En la educación, en el trabajo, en el consumo, en los servicios sociales y sanitarios. Se trata de conformar a cada uno como elector permanente en varios simulacros concertados. Así se explica la escasa resistencia a los dictámenes de los nuevos emperadores epidemiologizados del presente.








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