miércoles, 29 de julio de 2020

EL COVID Y EL SEXO



Globalmente, se puede tener la impresión de que casi no se habla del sexo. Pero basta echar una mirada a los dispositivos arquitectónicos, a los reglamentos de disciplina y toda la organización interior: el sexo está siempre presente”.
Michael Foucault
Sólo el latido unísono del sexo y el corazón puede crear éxtasis.
-Anaïs Nin

El sexo es el gran desaparecido en los discursos del dispositivo epidemiológico gubernamental.  La estricta reglamentación de la vida en el confinamiento y en las distintas fases de la desescalada, no incluye referencia alguna a esta cuestión. Pero el sexo se encuentra presente, en un gradiente de distintas intensidades, en la vida de las personas, y se practica en el encuentro de los cuerpos y en la distancia social cero. En este sentido puede ser considerado un factor de contagio. Sin embargo, permanece en un estatuto de silenciamiento absoluto.  Esta omisión constituye un vínculo ineludible entre la nueva burocracia medicalizada de la vida y las viejas iglesias reguladoras del buen comportamiento moral, que ubican el sexo en un territorio invisible, lo que implica su inequívoca reprobación moral.

La nueva burocracia epidemiológica de la vida, subordina las distintas actividades de esta a preservar la salud, que en estos días significa protegerse frente al contagio. El espíritu que subyace a sus prescripciones es manifiestamente racionalista y funcionalista. Todas las actividades reglamentadas son dotadas de un sentido inequívocamente formalizado, que induce a un sesgo mayúsculo. Así, privilegia las actividades asociadas al sistema, el trabajo principalmente, y subordina a este las actividades propias de los mundos de la vida. El resultado es la creación de una jerarquía de necesidades en la que el sexo es relegado a un segundo plano, siendo inscrito en ese espacio nebuloso que representa la palabra ocio.

Pero el sexo, es mucho más que eso. Coincido con un autor tan lúcido como Henry Miller, en que “Vivir sus deseos, agotarlos en la vida, es el destino de toda existencia”. Para millones de personas, el sexo es una actividad central en su cotidianeidad. Las prácticas sexuales se prodigan en todos los espacios sociales, adquiriendo distintas formas e intensidades. De esta preponderancia,  resulta un pueblo heterogéneo que vive el sexo de muy diferentes maneras. La masa de clientes de la prostitución, que junto con la de los pacientes y la del comercio,  es la única que reconstituye todos los días, cada veinticuatro horas, sin excepción alguna. La multitud que practica el sexo ocasionalmente, en los viajes, en los espacios de ocio industrializado, en los rincones de las organizaciones de trabajo, en los encuentros juveniles, en los sistemas digitalizados de encuentros, en los sagrados automóviles, en las periferias urbanas, en los parques, en los espacios abiertos, en los lugares oscuros, en el fulgor de las noches. Además, el sexo practicado por los matrimonios, parejas estables y parejas ocasionales.

Esta intensidad de los encuentros sexuales se contrapone con su silenciamiento y postergación en los discursos epidemiológicos. Estos no la aluden explícitamente, aún a pesar de su frecuencia y de que su práctica, implica, como ninguna otra, fusiones corporales e intercambios de flujos inevitables, en los que solo pensar en la distancia personal hace sonreír. Se puede pronosticar que, tras el confinamiento, la necesidad de sexo se ha revalorizado, propiciando la conversión de muchas personas de todas las clases en buscadores activos de una experiencia corporal satisfactoria, que compense lo que para muchos ha sido un tiempo de abstinencia sórdido y cruel.

Sin embargo, en los discursos oficiales desaparece completamente, y, cuando es aludido, se refiere a la pareja estable. He llegado a leer que era recomendable proteger la boca, de modo que era aceptable follar con mascarilla, sin besos, y en posiciones que hicieran imposible el encuentro de los rostros. Este silenciamiento implica que el sexo no es considerado como una necesidad fundamental. El confinamiento reguló las compras de alimentos, medicamentos y tabaco. Pero las parejas que no estaban conviviendo regularmente quedaron separadas brutalmente. Imagino la cara de un policía cuando al interceptar a un paisano para pedir explicaciones sobre los motivos de su desplazamiento le dijese que iba a la casa de novia para follar. La exclusión del catálogo de excepciones indica su consideración como una necesidad de segundo orden, o, como en el caso de las iglesias convencionales, como un vicio.

El silencio con respecto al sexo adquiere sentido cuando se sobreentiende su relación con ese saco en el que cabe todo, que es lo que se denomina ocio nocturno, que deviene en el chivo expiatorio perfecto para explicar los rebrotes.  Pero lo más significativo del gobierno somatocrático es que entiende los lugares en las que tiene lugar esta actividad, los bares de copas, terrazas y discotecas, según el modelo del trabajo o las obligaciones formalizadas. Así, un sujeto va a la discoteca o la terraza del mismo modo que al trabajo. Es decir, que hace un trayecto único con billete de ida y vuelta.

La distorsión que produce esta rigidez es formidable. En esta esfera del mundo de la vida, un sujeto no sale a un lugar determinado, sino que “sale de fiesta”. Este es un concepto que siempre supone un itinerario, que se encuentra sujeto a múltiples contingencias. La terraza o la discoteca son lugares de paso, estaciones de esa deriva nocturna por estos pasajes. La movilidad de los sujetos en estado de fiesta, constituye un elemento fundamental. La discoteca es, frecuentemente, una estación final tras un recorrido previo por otros lugares, que van preparando a los transeúntes nocturnos para la culminación de la noche.

La promulgación de normas sobre las discotecas, constituye un disparate monumental, que alcanza el rango del de las playas parceladas u otras fantasmagorías medicalizadas. La discoteca es un espacio de encuentro en torno a la música y el baile, que generan una efervescencia colectiva vivida sin parangón en otros espacios. Es el territorio de la fiesta, inseparable de varias estimulaciones concertadas mutuamente. Este es un lugar en el que cada cual se desplaza en el interior de la muchedumbre danzante. La música representa un poderoso catalizador, de ahí la importancia de la figura del disc-jockey, un maestro de ceremonias providencial para el curso de la fiesta. La discoteca es un espacio estrechamente relacionado con el sexo. En él se entremezclan los cuerpos deseantes y deseados en una apoteosis visual, donde cada cual se muestra ante los demás. En este lugar proliferan los intercambios sexuales y las estrategias de ligue adquieren toda su intensidad.

El final de la noche es el tiempo en el que múltiples parejas estables o de ocasión, terminan follando, bien en las casas, o bien, para los jóvenes sin autonomía residencial, en los huecos disponibles del sistema residencial, casas de amigos, familiares ausentes u otras, entre las que destacan los hoteles. También en los coches, en lugares sórdidos como polígonos industriales u otros caracterizados por su fealdad urbana. En este tiempo, se hace visible el tránsito lento de los últimos sobrevivientes a la fiesta nocturna, que se arrastran por las calles en la perspectiva del reposo en el catre.

En este espacio social se congrega una multitud en la que concurren los aspirantes a follar y los que lo hacen efectivamente. La fuerza de esta convocatoria, no explicitada en ninguna forma de discurso, es inmensa. La salida del confinamiento ha reconstituido esta multitud heterogénea y congregada en torno a lo vivido. Esta se reproduce mediante la vitalidad asombrosa del contagio afectivo, que se sobrepone al sujeto individual calculador. Las prácticas que tienen lugar en este sistema social, ilustran acerca de las siempre complejas relaciones entre el placer y el riesgo. La fiesta es el factor convocante para muchos contingentes de personas con alta movilidad y que constituyen una buena parte de lo que se denomina como turismo.

Esta es una de las principales razones por la que una vez reconstituida esta multitud, se han reactivado los contagios. Las primeras medidas de recorte de la noche apuntan al tránsito inevitable hacia el toque de queda nocturno, en tanto que la multitud festiva no tiene voz por la poderosa razón de que no quiere tenerla, en tanto que se constituye en la distancia al poder establecido. La ley seca del principio del siglo XX es el paradigma del presente. Una desobediencia masiva y sin portavoces. Una inteligencia que espera que los legisladores se agoten  y minimicen sus controles. Los contingentes festeros esperan cualquier oportunidad o grieta para reaparecer y vivir su experiencia. Si se cierran los locales se reconquistarán otros, desplazando la fiesta. El acontecimiento relevante de esta poderosa comunidad, puede representarse en la pegatina que se daba a los clientes de una discoteca madrileña para impedir que se grabase con los móviles, haciéndolo visible a las huestes puritanas concentradas en las audiencias televisivas congregadas en torno a los temores inducidos por los expertos.

El problema de fondo radica en la inmensa fuerza de la vida. Esta tiene una potencialidad tan intensa, que hace muy difícil, si no imposible, una negociación acerca de las prácticas transgresoras. Porque ¿es posible decirle a la gente que no folle con personas no convivientes? Las conductas en muchas áreas del mundo de la vida, tales como la fiesta y el sexo, son escasamente gobernables. Esta es la gran verdad que subyace a esta cuestión. Y el problema radica en que mucha gente joven no percibe riesgo individual en el covid, lo que hace imposible la modificación de las prácticas de riesgo. El poder pastoral epidemiológico recurre al miedo, presentando algún joven afectado fatalmente por la infección. Pero es sabido que en la inmensa mayoría de los casos, los efectos clínicos son escasos.

También se recurre al peligro que representan para las personas mayores, apelando a la solidaridad. Pero este es un valor devaluado en las actuaciones de las autoridades en esta época. Imagino a Felipe VI invocando la solidaridad y no puedo menos que sonreír. La crisis de legitimidad alcanza niveles mayúsculos. De ahí que se recurra a la amenaza de las multas, a la coerción y a la institución central de la policía. Pero el sexo es una fuerza que se sobrepone al miedo. Recuerdo mis años jóvenes en los que la iglesia logró implementar una persecución efectiva del sexo. Se llegaba a detener y multar parejas que estaban en los cines practicando el arte del magreo. Pero, como la ley seca y todas las restricciones sobre la vida promulgadas por cualquier autoridad, la multitud convocada por el placer siempre termina por reaparecer y resarcirse.

El sexo es un misterio, en tanto que su negación y ocultamiento alcanza un nivel que le reporta ser liberado de la responsabilidad de cualquier contagio. Nadie se infecta por sexo, igual que ocurre con el Corte Inglés y otros gigantes comerciales, que obtienen un estatuto epidemiológico análogo a una bula, potestad de la iglesia.

Me escribe un amigo  pleno de zozobra, advirtiéndome del riesgo de hablar sobre la vida en un contexto de cegueras epidemiológico-gubernamentales. Me alerta de que algún náufrago de ese mundo puede leerlo y proponer la nueva figura de rastreadores de coches, para sorprender a las parejas que tengan sus relaciones ahí. Estas son las que carecen de soluciones habitacionales y solo pueden disponer de esta extraña cabina asentada sobre cuatro ruedas. Ciertamente, el orgasmo es un acto poco susceptible de ser gobernado por burocracias medicalizadas. Su misterio puede expresarse en las palabras de un médico amigo mío, que hace muchos años me reprendía por mi propensión a innovar. Me decía que experimentaba todos los días el coito, y que este siempre concluía en el momento sublime del orgasmo. Argumentaba que su grandeza radicaba en que siempre era igual. Pero no podía prescindir de él. 

El mundo del orgasmo desborda el dispositivo de conducción de la pandemia. La posibilidad de administrar y gestionar los orgasmos se antoja patética. Pero en el tiempo de confinamiento se ha hecho factible para los practicantes de sexo con parejas con las que no son convivientes. Quizás por esta razón desaparece de los discursos. Una vez que los sujetos pueden salir se reconstituyen como buscadores de orgasmos, desplegando relaciones que conllevan el riesgo de contagio. Sobre esta evidencia se construye su estigmatización creciente en los medios por autoridades morales como Ana Rosa, Griso, Ferreras, Joaquín Prat, Mejide y otras. La convocatoria del orgasmo genera así una convocatoria a la persecución y castigo de aquellos con pocos recursos habitacionales autónomos para satisfacerla. Las desigualdades adquieren múltiples y sutiles formas.






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