martes, 16 de junio de 2020

LA APOTEOSIS POLICIAL Y LA FUGA DEL LABORATORIO


La trasgresión organizada forma con lo prohibido un conjunto que define la vida social
Georges Bataille

La crisis del Covid ha determinado una importante ruptura en las sociedades del presente, mucho más allá de lo estrictamente relacionado con la salud. Una de las dimensiones fundamentales del nuevo orden social es el reforzamiento de las funciones del estado en el control de la vida y de las poblaciones. Este factor determina un verdadero renacimiento de la policía como institución, que adquiere la potestad de inspeccionar a toda la población. La definición de la situación como “guerra contra el virus” significa una contienda contra los portadores del mismo, que se encuentran insertos en la población. Así se forja la licencia para intervenir bajo el principio de que todos somos sospechosos, en tanto que el mal puede encontrarse alojado en cualquier cuerpo.

El confinamiento total ha representado la recuperación del imaginario policial como propietario del espacio público, dotado de la potestad de vigilar a los transeúntes y determinar la pertinencia de sus desplazamientos. Las calles vacías son el espacio perfecto para ejercer en régimen de monopolio el control total. El millón largo de multas impuestas, así como las múltiples actuaciones que se inscriben en el concepto de “excesos policiales”, testifican la restitución de la policía-institución como agente fundamental del estado en tiempos de guerra, en este caso, de una guerra fantasmática e imaginaria. En esta situación de excepción, la policía tenía la capacidad de identificar a los transgresores sin investigaciones laboriosas, solo por su presencia en la vía pública.

La desescalada en busca de la nueva normalidad suscita una situación diferente, pero que mantiene las prerrogativas de la policía. El nuevo estado epidemiológico reglamenta estrictamente la vida, estableciendo horarios, turnos, vetos a grupos de edad, espacios prohibidos, reglas de conducta y prohibiciones. El problema de esta hiperreglamentación es que muchos de sus preceptos son inaplicables en distintos contextos sociales. Sus diseñadores son gentes cuyo imago ha sido forjado en el laboratorio, que es un medio en el que la complejidad se reduce para poder aislar las variables. Pero, una vez ascendidos súbitamente a la cúpula del estado, convertidos en nuevos pastores, sus definiciones con respecto a las prácticas de la vida son manifiestamente distorsionadas. Siempre que salgo de la consulta de un endocrino, me digo a mí mismo “Este tío es un marginal, un verdadero marginado”, en tanto que acredita sobradamente su incapacidad radical de comprender la vida.

Así como en el confinamiento las situaciones eran sencillas de gestionar, interfiriendo a un transeúnte y requiriendo sus motivos, en las siguientes fases, todo se complica. Lo patético alcanza niveles de comedia, en tanto que es imposible verificar si los grupos de quince son familiares, si los que caminan juntos en pareja son convivientes o intervenir en las terrazas, en tanto que en ninguna se respeta la distancia de seguridad, en la versión mística de los epidemiólogos. Las situaciones de trasgresión son tan generalizadas, que hacen imposible la intervención de la policía. Esta se reserva para las grandes ocasiones en las que concurran los niveles altos de transgresión con la naturaleza de los actores, determinados por su percepción. Los jóvenes marginales, los empobrecidos, los extranjeros de lugares subalternos del sistema-mundo y aquellos caracterizados por su “mala pinta”, son objeto de intervención policial, que contrasta con el consentimiento de los incumplidores dotados con distintos grados de señorío.

Esta situación, en la que las reglas proclamadas son desbordadas por doquier en los espacios públicos, activa el terror a los efectos del virus en los sectores sociales más amenazados por este. Así se configura una demanda desbocada de seguridad, que deposita su esperanza en la policía y requiere su intervención. De este modo se reconstituye el vínculo histórico entre la institución de la gendarmería y su base social, debilitada durante muchos años. Este nexo es esencial para respaldar la eficacia de sus actuaciones. Una de las mejores películas que he visto con anterioridad al confinamiento es “Los miserables”, en la que se narran las vicisitudes de una patrulla policial en París,  patrullando un barrio adverso, en la que carece de apoyos. Sus limitaciones son patentes en un medio en el que la transgresión es la norma y ellos mismos son exteriores a esos sistemas sociales.

La crisis del Covid y la emergencia de un renovado estado clínico, cuyas actuaciones se basan en la comunicación audiovisual intensiva, combinada con la promulgación de normas duras que interfieren la vida ordinaria, determinando que la gestión de la coerción constituya el eje de sus actuaciones. Así se restablece el nexo con una población ansiosa de seguridad, que respalda desde los balcones la acción enérgica de los gendarmes frente a la última versión de Alien, el octavo pasajero de la mítica película, que se aloja en cualquier cuerpo transgresor amenazando a los normales, a los puros, a los obedientes, a los buenos. La policía adquiere en este entorno una preponderancia y legitimidad insólita, que ampara cualquier exceso frente a los cuerpos en los que se puede encontrar alojado ese repudiado pasajero.

Esta situación reactiva las memorias históricas de los grandes sectores sociales identificados con el autoritarismo franquista. Recuerdo en mi infancia y juventud lo que era “un guardia”. Sus actuaciones eran contundentes y tenían la potestad de ser indiscutibles e indiscutidas. Para que los lectores que no hayan conocido esa época puedan entender el arraigo de la autoridad, un acomodador en un cine, un hombre de sesenta años, pequeño y desgastado, expulsaba a un grupo de adolescentes del mismo después que estos hubieran tenido comportamientos inadecuados. Nadie lo discutía, los alborotadores abandonaban sin rechistar el local. La apoteosis de autoridad se encontraba arraigada en todos los espacios de la sociedad.

Este amplio contingente social quedó progresivamente huérfano de autoridad con la instauración de una sociedad de consumo de masas desbocado. La estimulación de la nueva figura del cliente, que es quien finalmente decide comprar el producto o el servicio, erosiona los convencionales sistemas de autoridad, generando subjetividades incompatibles con el rígido orden condensado en la tríada industrial reglas/jerarquía/disciplina. Las tensiones derivadas de esa orfandad, constituyen una nostalgia autoritaria muy extendida entre múltiples sectores. Las calles y los locales de ocio son tomados por los desreglamentados para recrear su mundo extraño a las normas. Pero este territorio se expande, penetrando en las aulas, las consultas médicas y otros ámbitos antaño estrictamente regulados.

Los nostálgicos de la autoridad se ubican no solo en los espacios desregulados y definidos por Lipovetsky como constituidos por la regla de la personalización, sino también en contingentes del mundo del trabajo y de las bases sociales de la izquierda. La crisis de las normas genera anomias que producen un clima social de inseguridad en muchos de los territorios donde se asienta la vieja clase obrera y sus versiones sucesoras, constituidas por la gran desregulación postfordista. La demanda de policía deviene casi universal, se multiplican los agentes de seguridad y la vigilancia se despliega en múltiples formas. Así se configura la securitización, un proceso central las sociedades neoliberales avanzadas, que ahora se refuerza con la presencia del virus letal, encarnado, como Alien, en distintos cuerpos y acontecimientos cotidianos.

El orden instaurado desde las coordenadas del laboratorio es desbordado por la vida, y los sujetos concebidos desde este desertan masivamente cuando tienen la mínima oportunidad. Las imágenes de las playas, las terrazas y las áreas de tránsito son elocuentes. La deserción es la norma, reafirmando el viejo precepto de que el comportamiento racionalizado se establece solo en determinadas esferas y momentos  de la vida. Pero en otras esferas y tiempos las pasiones establecen su hegemonía. Así, una persona se comporta con respecto a reglas habitualmente, pero se transforma radicalmente cuando se encuentra inmerso en cualquier ámbito en el que se produce euforia, que es un estado desconocido por las ratas de laboratorio. Las barras de los bares y el fútbol van a ejercer un testimonio relevante de esta afirmación.

Pero las normas estrictas no solo son incumplibles en su integridad, sino que conllevan una selección arbitraria de sus excepciones. Las imágenes de Núñez de Balboa, en las que la policía acompaña la protesta expresada en la abolición de la distancia de seguridad entre los ilustres manifestantes, denotan la arbitrariedad de las instituciones estatales. Precisamente, esta es una de las características esenciales de la institución-policía. Esta no persigue por igual conductas reguladas por el código penal, sino que actúa según su propia percepción. Su autonomía en situaciones específicas alcanza cotas inusitadas. Los agricultores propietarios, los transportistas, los aficionados al fútbol y otros colectivos, tienen un estatuto especial de tolerancia policial, que suaviza su intervención manifiestamente.

Por el contrario, los jornaleros, los trabajadores en conflicto, los movimientos sociales por derechos civiles, los inmigrantes, los nómadas urbanos y las gentes integradas en los mundos derivados de las marginaciones, son objeto de una intervención policial extrema. Las diferencias son insólitas. Muchas veces me he preguntado cómo actuarían ante comportamientos tan desafiantes y transgresores como los que se producen en una huelga de transporte o los hooligans desbocados en un partido de fútbol. En esta diferencia se expresa un sistema de pesos y medidas inequívocos, que se encuentra inscrito en el código genético de la institución. Muchas veces he pensado que me gustaría ser un turista europeo desmadrado en una zona de playa, dotado de licencia para la barbarie sin límites. En este caso la tolerancia es la norma que guía las actuaciones policiales.

Se puede establecer un pronóstico factible de que muy pronto se produzca un rebrote del virus, en tanto que la apertura al turismo de masas y el fracaso de las medidas pensadas para los seres que habitan el laboratorio, son factores de un riesgo imposible de gestionar. En este escenario se van a fundir las demandas de seguridad de los huérfanos del orden, aterrorizados por la ubicuidad de Alien, con las frustraciones de la policía por la inoperancia de sus actuaciones. La situación puede llegar a ser explosiva, en la que se fusionen todos los malestares. Mientras tanto, haremos lo posible por conseguir pequeños sorbos de vida.

Así se hace inteligible la afirmación de Bataille que abre este texto. Lo ubicado en el más allá de la norma y lo prohibido desempeñan un papel central en la vida social. Lo subterráneo que aparece en la superficie y se disipa frente a miradas normativizadoras para regresar de nuevo, es un ingrediente esencial de la vida. El misterio de las sociedades del presente es que condenan oficialmente comportamientos y prácticas sociales generalizadas. Este episodio indica una crisis de conocimiento y un excedente de investigación de laboratorio. 





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