viernes, 28 de febrero de 2020

FOUCAULT Y LA MEDICALIZACIÓN INDEFINIDA



Estos días de conmoción colectiva por el dichoso coronavirus, el fantasma de la medicalización total se cierne sobre las sociedades del presente. En la tarde de ayer estuve en varias farmacias de Madrid para vivir en directo la epidemia histérica que multiplica los temores colectivos. En esta instancia,  territorio de convergencia entre la mística de la salud y el mercado total, se evidencia el peligro que conlleva la salud totalitaria. En una situación así, se confirma la utopía epidemiológica en la que cada uno es un posible agente de contagio, de modo que la licencia para intervenir de la nueva policía médica no tiene contrapesos. Las televisiones y las redes convierten en espectáculo el estado de miedo y la libertad queda severamente constreñida.

Estoy escribiendo una entrada al respecto. Pero hoy me he tomado una pausa para recuperar un texto de Foucault, que corresponde con una conferencia en 1974 en Rio de Janeiro. https://www.scielosp.org/article/rcsp/2018.v44n1/172-183/ Este ha sido publicado en 2018 por el  Centro Nacional de Información de Ciencias Médicas La Habana - La Habana – Cuba. En este texto comenta la aportación de Ivan Illich. Parece increíble la certeza del pronóstico de Foucault en este tiempo. Desde la perspectiva del presente se puede confirmar la validez de las tendencias que apuntan en esta clase. El término medicalización indefinida es elocuente para definir una situación en la que el mercado ha desbordado sus propias fronteras y se ha expandido satelizando a todas las formaciones sociales, entre ellas al Estado.

Hoy se vive el éxito rotundo de la medicina-institución, que se manifiesta en que sus propios feligreses, los sujetos tratados como enfermos, se rebelan exigiendo cada vez más asistencia e intervención. Las urgencias de los hospitales son escenarios en los que convergen los antaño pacientes, ahora constituidos como reclamadores de asistencia infinita. Algunos médicos comienzan a clamar para que moderen sus impulsos medicalizados, percibiéndose como objetos terapéuticos permanentes. La epidemia en curso acrecienta estas tendencias tóxicas.
Este es el texto de Foucault
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La crisis de la medicina o la crisis de la antimedicina* 
The crisis of medicine or the crisis of antimedicine

Michel Foucault
Como punto de partida de esta conferencia quiero referirme a un asunto que empieza a ser discutido en todo el mundo: la crisis de la medicina o la crisis de la antimedicina. Mencionaré al respecto el libro de Ivan Illich Medical Nemesis The Expropriation of Health** el cual, dada la gran resonancia que ha tenido y continuará teniendo en forma creciente en los próximos meses, señala a la opinión pública mundial el problema del funcionamiento actual de las instituciones del saber y del poder médicos.
Pero para analizar este fenómeno partiré de una fecha bastante anterior, los años 1940-1945, más exactamente el de 1942, en que se elaboró el famoso Plan Beveridge, que en Inglaterra y en otros muchos países sirvió de modelo a la organización de salud después de la segunda guerra mundial.
La fecha de este Plan tiene un valor simbólico. En 1942 -en plena guerra mundial en la que perdieron la vida 40 millones de personas- se consolida no el derecho a la vida sino un derecho diferente, más cuantiosos y complejo: el derecho a la salud. En un momento en que la guerra causaba grandes estragos, una sociedad asume la tarea explícita de garantizar a sus miembros no solo la vida sino también la vida en buen estado de salud.
Además de este valor simbólico, la fecha reviste importancia por varias razones:
1.     El Plan Beveridge indica que el Estado se hace cargo de la salud. Se podría afirmar que esta no era una innovación, pues desde el siglo XVIII una de las funciones del Estado, si no fundamental por lo menos importante, era la de organizar la salud física de los ciudadanos. Sin embargo, creo que hasta mediados del siglo XX la función de garantizar la salud de los individuos significaba para el Estado, esencialmente, asegurar la fuerza física nacional, garantizar su capacidad de trabajo y de producción, así como la defensa y ataques militares. Hasta entonces, la medicina estatal consistió en una función orientada principalmente hacia fines nacionalistas cuando no raciales. Con el Plan Beveridge la salud se transforma en objeto de preocupación de los Estados, no básicamente para ellos mismos sino para los individuos, es decir, el derecho del hombre a mantener su cuerpo en buena salud se convierte en objeto de la propia acción del Estado. Por consiguiente, se invierten los términos: el concepto del individuo en buena salud para el Estado se sustituye por el del Estado para el individuo en buena salud.
2.     No se trata solo de una inversión en el derecho sino de lo que podrías denominarse una moral del cuerpo. En el siglo XIX aparece en todos los países del mundo una copiosa literatura sobre la salud, sobre la obligación de los individuos de garantizar su salud, la de su familia, etc. El concepto de limpieza, de higiene como limpieza, ocupa un lugar central en todas estas exhortaciones morales sobre la salud. Abundan las publicaciones en las que se insiste en la limpieza como requisito para gozar de buena salud, o sea, para poder trabajar a fin de que los hijos sobrevivan y aseguren también el trabajo social y la producción. La limpieza es la obligación de garantizar una buena salud al individuo y a los que le rodean. A partir de la segunda mitad del siglo XX surge otro concepto. Ya no se habla de la obligación de la limpieza y la higiene para gozar de buena salud sino del derecho a estar enfermo cuando se desee y necesite. El derecho a interrumpir el trabajo empieza a tomar cuerpo y es más importante que la antigua obligación de la limpieza que caracterizaba la relación moral de los individuos con su cuerpo.
3.     Con el Plan Beveridge la salud entra en el campo de la macroeconomía. Los déficit debidos a la salud, a la interrupción del trabajo y a la necesidad de cubrir esos riesgos dejan de ser simplemente fenómenos que podrían ser resueltos con las cajas de pensiones o con los seguros más o menos privados. A partir de entonces, la salud -o su ausencia- el conjunto de las condiciones en virtud de las cuales se va a asegurar la salud de los individuos, se convierte en un desembolso por su cuantía, a nivel de las grandes partidas del presupuesto estatal, cualquiera que fuese el sistema de financiamiento. La salud empieza a entrar en los cálculos de la macroeconomía. Por intermedio de la salud, de las enfermedades y de la manera en que se cubrirán las necesidades de la salud se trata de proceder a cierta redistribución económica. Una de las funciones de la política presupuestaria de la mayor parte de los países desde los comienzos del presente siglo era la de asegurar, mediante el sistema de impuestos, una cierta igualación, si no de los bienes por lo menos de los ingresos. Esta redistribución ya no dependería del presupuesto sino del sistema de regulación y de la cobertura económica de la salud y las enfermedades. Al garantizar a todas las personas las mismas posibilidades de recibir tratamiento y curarse se pretendió corregir en parte las desigualdades en los ingresos. La salud, la enfermedad y el cuerpo empiezan a tener sus bases de socialización de los individuos.
4.     La salud es objeto de una verdadera lucha política. A partir del fin de la guerra y de la elección triunfante de los trabajadores en Inglaterra en 1945, no hay partido político ni campaña política, en cualquier país más desarrollado, que no plantee el problema de la salud y la manera en que el Estado garantizará y financiará los gastos de los individuos en ese campo. Las elecciones británicas de 1945, al igual que las relativas a las cajas de pensiones de Francia en 1947, con la victoria mayoritaria de los representantes de la Confederación General de Trabajadores, señalan la importancia de la lucha política por la salud.
Tomando como punto de referencia simbólica el Plan Beveridge, se observa en el decenio de 1940-1950 la formulación de un nuevo derecho, de una nueva moral, una nueva economía, una nueva política del cuerpo. Los historiadores acostumbran a relatar con gran cuidado y meticulosidad lo que los hombres dicen y piensan, el desenvolvimiento histórico de sus representaciones y teorías, la historia del espíritu humano. Sin embargo, es curioso que siempre hayan ignorado el capítulo fundamental, que sería la historia del cuerpo humano. A mi juicio, para la historia del cuerpo humano en el mundo occidental moderno deberían seleccionarse estos años de 1940-1950 como fechas de referencia que marcan el nacimiento de este nuevo derecho, esta nueva moral, esta nueva política y esta nueva economía del cuerpo. Desde entonces, el cuerpo del individuo se convierte en uno de los objetivos principales de la intervención del Estado, uno de los grandes objetos de los que el propio Estado debe hacerse cargo.
En tono humorístico podríamos hacer una comparación histórica. Cuando el Imperio Romano se cristalizó en la época de Constantino, el Estado por primera vez en la historia del mundo mediterráneo se atribuyó la tarea de cuidar las almas. El Estado cristiano no solo debía cumplir las funciones tradicionales del Imperio sino permitir que las almas lograran su salvación e incluso forzarlas a ello. Así, el alma se convirtió en uno de los objetivos de la intervención del Estado. Todas las grandes teocracias, desde Constantino hasta las teocracias mitigadas del siglo XVIII en Europa, fueron regímenes políticos en los que la salvación del alma constituía uno de los objetivos principales.
Podría afirmarse que en la actualidad está surgiendo lo que en realidad ya se venía preparando desde el siglo XVIII, es decir, no una teocracia sino una somatocracia. Vivimos en un régimen en que una de las finalidades de la intervención estatal es el cuidado del cuerpo, la salud corporal, la relación entre las enfermedades y la salud, etc. Es precisamente el nacimiento de esta somatocracia, que desde un principio vivió en crisis, lo que trato de analizar.
En el momento en que la medicina asumía sus funciones modernas, mediante la estatización que la caracteriza, la tecnología médica experimentaba uno de sus raros pero enormes progresos. El descubrimiento de los antibióticos, es decir, la posibilidad de luchar por primera vez de manera eficaz contra las enfermedades infecciosas, es contemporáneo al nacimiento de los grandes sistemas de seguro social. Fue un progreso tecnológico vertiginoso, en el momento en que se producía una gran mutación política, económica, social y jurídica de la medicina.
A partir de este momento se establece la crisis, con la manifestación simultánea de dos fenómenos: el avance tecnológico importante que significó progreso capital en la lucha contra las enfermedades y el nuevo funcionamiento económico y político de la medicina, sin conducir al mejor bienestar sanitario que cabía esperar, sino a un curioso estancamiento de los beneficios posibles resultantes de la medicina y de la salud pública. Este es uno de los primeros aspectos de la crisis que pretendo analizar, haciendo referencia a algunos de sus efectos para mostrar que ese desenvolvimiento reciente de la medicina y su estatización y socialización -de lo que el Plan Beveridge da una visión general- es de origen anterior.
En realidad no hay que pensar que la medicina permaneció hasta nuestros tiempos como actividad de tipo individual, contractual, entre el enfermo y su médico, y que solo recientemente esta actividad individualista de la medicina se enfrentó con tareas sociales. Por lo contrario, procuraré demostrar que la medicina, por lo menos desde el siglo XVIII, constituye una actividad social. En cierto sentido la “medicina social” no existe porque toda la medicina ya es social. La medicina fue siempre una práctica social, y lo que no existe es la medicina “no social”, la medicina individualista, clínica, del coloquio singular, puesto que fue un mito con la cual se defendió y justificó cierta forma de práctica social de la medicina: el ejercicio privado de la profesión.
De esta manera, si en verdad la medicina es social, por lo menos desde que cobró su gran impulso en el siglo XVIII, la crisis actual no es realmente actual, sino que sus raíces históricas deben buscarse en la práctica social de la medicina.
Por consiguiente no plantearé el problema en los términos en que lo enuncian Ilich o algunos de sus discípulos: medicina o antimedicina, ¿debemos continuar o no la medicina? El problema no debe ser el de si se requiere una medicina individual o social, sino el del modelo de desarrollo de la medicina a partir del siglo XVIII, cuando se produjo lo que podríamos denominar el “despegue” de la medicina. Este “despegue” sanitario del mundo desarrollado fue acompañado de un desbloqueo técnico y epistemológico de considerable importancia de la medicina y de toda una serie de prácticas sociales. Y son estas formas propias del “despegue” las que conducen hoy a una crisis. La cuestión estriba en saber: 1) ¿cuál fue ese modelo de desarrollo? 2) ¿en qué medida se puede corregir? Y 3) ¿en qué medida puede ser utilizado actualmente en sociedades o poblaciones que no experimentaron el modelo de desarrollo económico y político de las sociedades europeas y americana? En resumen, ¿cuál es ese modelo de desarrollo? ¿puede ser corregido y aplicado en otros lugares?
Pasaré a exponer algunos de los aspectos de esta crisis actual.
CIENTIFICIDAD Y EFICACIA DE LA MEDICINA
En primer lugar, me referiré a la separación o la distorsión entre la cientificidad de la medicina y la positividad de sus efectos, o entre la cientificidad y la eficacia de la medicina.
No hubo que esperar a Illich ni a los antimédicos para saber que una de las propiedades y una de las capacidades de la medicina es la de matar. La medicina mata, siempre mató, y de ello siempre se ha tenido conciencia. Lo importantes es que hasta tiempos recientes los efectos negativos de la medicina quedaron inscritos en el registro de la ignorancia médica. La medina mataba por ignorancia del médico o porque la propia medicina era ignorante; no era una verdadera ciencia sino solo una rapsodia de conocimientos mal fundados, mal establecidos y verificados. La nocividad de la medicina se juzgaba en proporción a su no cientificidad. Pero lo que surge desde el comienzo del siglo XX, es el hecho de que la medicina podría ser peligrosa, no en la medida de su ignorancia y falsedad, sino en la medida de su saber, en la medida en que constituye una ciencia.
Illich y los que en él se inspiran revelaron una serie de datos sobre el tema, pero no estoy seguro de que todos estén bien elaborados. Hay que dejar de lado diversos resultados espectaculares para uso del periodismo. Por eso no me extenderé respecto a la considerable disminución de la mortalidad relacionada con la huelga de médicos en Israel; ni mencionaré hechos bien registrados pero cuya elaboración estadística no permite definir ni descubrir de lo que se trata. Es el caso de la investigación realizada por los Institutos Nacionales de Salud (EUA) según la cual en 1970 fueron hospitalizados 1, 500, 000 personas por causa de la absorción de medicamentos. Estos datos estadísticos son pavorosos pero no aportan pruebas fehacientes puesto que no indican la manera en que se administraron estos medicamentos, quién los consumió, a consecuencia de qué acción médica y en qué contexto médico, etc. Tampoco analizaré la famosa investigación de Robert Talley quien demostró que en 1967 murieron 30, 000 norteamericanos en hospitales debido a intoxicaciones por medicamentos. Todo eso así tomado en conjunto no tiene un gran significado ni estará fundamentado en un análisis válido. Es preciso conocer otros factores. Por ejemplo, se deberá saber la manera en que se administraron esos medicamentos, si fue a consecuencia de un error del médico, del personal hospitalario o del propio enfermo, etc. No me extenderé tampoco respecto a las estadísticas sobre operaciones quirúrgicas, particularmente ciertos estudios sobre histerectomías en California que señalan que en 5, 500 casos, el 14% de las intervenciones habían sido inútiles, que una cuarta parte de las pacientes eran mujeres jóvenes, y que solo en el 40% de los casos se pudo determinar la necesidad de esta operación.
Todos estos hechos, a los que el material recogido por Illich dio gran notoriedad, se deben a la habilidad o ignorancia de los médicos, sin poner en tela de juicio la propia medicina en su cientificidad.
En cambio lo que resulta mucho más interesante y plantea el verdadero problema es lo que podría denominarse no la iatrogenia, sino la iatrogenia positiva, los efectos médicamente nocivos debidos no a errores de diagnóstico ni a la ingestión accidental de esas sustancias, sino a la propia acción de la intervención médica en lo que tiene de fundamento racional. En la actualidad los instrumentos de que disponen los médicos y la medicina en general, precisamente por su eficacia, provocan ciertos efectos, algunos puramente nocivos y otros fuera de control, que obligan a la especie humana a entrar en una historia arriesgada, en un campo de probabilidades y riesgos cuya magnitud no puede medirse con precisión.
Sabido es, por ejemplo, que el tratamiento antiinfeccioso, la lucha llevada a cabo con el mayor éxito contra los agentes infecciosos, condujo a una disminución general del umbral de sensibilidad del organismo a los agentes agresores. Ello significa que en la medida en que el organismo se sabe defender mejor, se protege, naturalmente, pero por otro lado se deja al descubierto y expuesto si se impide el contacto con los estímulos que desarrollan las defensas.
De manera más general se puede afirmar que por el propio efecto de los medicamentos -efectos positivo y terapéutico- se produjo una perturbación, para no decir una destrucción, del ecosistema no solo del individuo sino de la propia especie humana. La cobertura bacilar y vírica, que constituye un riesgo pero al mismo tiempo una protección para el organismo, con la que funcionó hasta entonces, sufre una alteración por la intervención terapéutica y queda sujeta a ataques contra los que el organismo estaba protegido.
En definitiva, no se sabe a lo que conducirán las manipulaciones genéticas efectuadas en el potencial genético de las células vivas, en los bacilos o en los virus. Se tornó posible técnicamente elaborar agentes agresores del organismo humanos para los que no hay medios de defensa ni destrucción. Se pudo forjar un arma biológica absoluta contra el hombre y la especie humana sin que simultáneamente se desarrollaran los medios de defensa contra esta arma absoluta. Esto hizo que los laboratorios estadounidenses pidieran que se prohibieran las manipulaciones genéticas que actualmente pueden realizarse.
Así pues, entramos en una dimensión bastante nueva de lo que podría denominarse riesgo médico. El riesgo médico, el vínculo difícil de romper entre los efectos positivos y negativos de la medicina, no es nuevo, sino que data del momento en que un efecto positivo de la medicina fue acompañado, por su propia causa, de varias consecuencias negativas y nocivas.
A este respecto abundan los ejemplos en la historia de la medicina moderna que comienza en el siglo XVIII. En ese siglo la medicina adquirió, por primera vez, suficiente fuerza para lograr que ciertos enfermos salieran del hospital. Hasta la mitad del siglo XVIII nadie salía del hospital. Se ingresaba en estas instituciones para morir. La técnica médica del siglo XVIII no permitía al individuo hospitalizado abandonar la institución en vida. El hospital representaba un claustro para morir, era un verdadero “mortuorio”.
Otro ejemplo de un considerable progreso médico acompañado de un gran déficit a nivel de la morbilidad fue el descubrimiento de los anestésicos y de la técnica de anestesia general en los años 1844-1847. A partir del momento en que se puede adormecer a una persona se puede practicar una operación quirúrgica, y los cirujanos de la época se entregaron a esta labor con gran entusiasmo. Pero en ese momento no se disponía de instrumentos asépticos. La asepsia comienza a introducirse en la práctica médica en 1870, y después de la guerra de ese mismo año y del relativo éxito obtenido por los médicos alemanes, se convierte en una práctica corriente en todos los países del mundo.
A partir del momento en que se logra adormecer a las personas desaparece la barrera del sufrimiento -la protección conferida al organismo por el umbral de tolerancia al dolor- y se puede proceder a cualquier operación. Ahora bien, en ausencia de asepsia, no cabe duda de que toda operación no solo constituye un riesgo sino, casi con toda seguridad, irá acompañada de la muerte. Por ejemplo, durante la guerra de 1870, un célebre cirujano francés, Guerin, practicó amputaciones a varios heridos pero solo consiguió salvar a uno de los operados; los restantes fallecieron. Este es un ejemplo típico de la manera en que siempre ha funcionado la medicina a base de sus propios fracasos e inconveniencias y de que no existe un gran progreso médico que no haya pagado el precio de las diversas consecuencias negativas directamente vinculadas al progreso de que se trate.
Este fenómeno característico de la historia de la medicina moderna adquiere actualmente una nueva dimensión en la medida en que, hasta los últimos decenios, el riesgo médico concernía únicamente al individuo que podría morir en el momento en que iba a ser curado. A lo sumo se podría alterar su descendencia directa, es decir, el dominio de la posible acción negativa se limitaba a una familia o una descendencia. En la actualidad, con las técnicas de que dispones la medicina, la posibilidad de modificar el armamento genético de las células no solo afecta al individuo o a su descendencia sino a toda la especie humana; todo el fenómeno de la vida entra en el campo de acción de la intervención médica. No se sabe aún si el hombre es capaz de fabricar un ser vivo de tal naturaleza que toda la historia de la vida, el futuro de la vida, se modifique.
Surge pues, una nueva dimensión de posibilidades médicas, a la que denominaré la cuestión de la biohistoria. El médico y el biólogo ya no trabajan a nivel del individuo y de su descendencia sino que empiezan a hacerlo a nivel de la propia vida y de sus acaecimientos fundamentales. Estamos en la biohistoria y este es un elemento muy importante.
Se sabía desde Darwin que la vida evolucionaba, que la evolución de las especies vivas estaba determinada, hasta cierto punto, por accidentes que podrían ser de índole histórica. Darwin sabía, por ejemplo, que el aislamiento en Inglaterra, práctica puramente económica y jurídica, había modificado la fauna y la flora inglesas. Pero eran las leyes generales de la vida que en esa época se vinculaban a ese acontecimiento histórico.
En nuestros días se descubre algo nuevo: la historia del hombre y la vida tienen implicaciones profundas. La historia del hombre no continúa simplemente la vida, ni la reproduce, sino que la reanuda, hasta cierto punto, y puede ejercer varios efectos totalmente fundamentales sobre sus procesos. Este es uno de los grandes riesgos de la medicina actual y una de las razones del tipo de malestar que se comunica de los médicos a los pacientes, de los técnicos a la población general, en lo que se refiere a los efectos de la acción médica.
Una serie de fenómenos, como el rechazo radical y bucólico de la medicina a favor de una reconciliación no técnica con la naturaleza, temas como el milenarismo y el temor a un apocalipsis de la especie, representan de manera difusa en la conciencia de las personas, el eco, la respuesta a esta inquietud técnica que los biólogos y los médicos empiezan a demostrar en cuanto a los efectos de su propia práctica y del propio saber. El no saber ya ha dejado de ser peligroso y el peligro radica en el propio saber. El saber es peligroso, no solo por sus consecuencias inmediatas a nivel del individuo o de grupos de individuos, sino a nivel de la propia historia. Esto constituye una de las características fundamentales de la crisis actual.
MEDICALIZACIÓN INDEFINIDA
La segunda característica es lo que voy a denominar el fenómeno de la “medicalización” indefinida. Con frecuencia se afirma que en el siglo XX la medicina comenzó a funcionar fuera de su campo tradicional definido por la demanda del enfermo, su sufrimiento, sus síntomas, su malestar, lo que promueve la intervención médica y circunscribe su campo de actividad, definido por un dominio de objetos denominado enfermedades y que da un estatuto médico a la demanda. Así es como se define el dominio propio de la medicina.
No cabe duda de que si este es su dominio propio, la medicina actual lo ha rebasado de manera considerable por varias razones. En primer lugar, la medicina responde a otro motivo que no es la demanda del enfermo, lo que solo acontece en casos más bien limitados. Con mucha más frecuencia la medicina se impone al individuo, enfermo o no, como acto de autoridad. A este respecto pueden citarse varios ejemplos. En la actualidad no se contrata a nadie sin el dictamen del médico que examina autoritariamente al individuo. Existe una política sistemática y obligatoria de “screening”, de localización de enfermedades en la población, que no responde a ninguna demanda del enfermo. Asimismo, en algunos países, la persona acusada de haber cometido un delito, es decir, una infracción considerada de suficiente gravedad como para ser juzgada por los tribunales, debe someterse obligatoriamente al examen de un perito psiquiatra, lo que en Francia es obligatorio para todo individuo puesto a disposición de las autoridades judiciales, aunque sea un tribunal correccional. Estos son simplemente algunos ejemplos de un tipo de intervención médica bastante familiar que no proviene de la demanda del enfermo.
En segundo lugar, tampoco el dominio de objetos de la intervención médica se refiere a las enfermedades sino a otra cosa. Mencionaré dos ejemplos. Desde comienzos del siglo XX, la sexualidad, el comportamiento sexual, las desviaciones o anomalías sexuales se relacionan con la intervención médica, sin que un médico diga, a menos que sea muy ingenuo, que una anomalía sexual es una enfermedad. La intervención sistemática de una terapéutica de tipo médicos en los homosexuales de los países de Europa Oriental es característica de la “medicalización” de un objeto que, ni para el sujeto ni para el médico, constituye una enfermedad.
De un modo más general se puede afirmar que la salud se convirtió en un objeto de intervención médica. Todo lo que garantiza la salud del individuo, ya sea el saneamiento del agua, las condiciones de vivienda o el régimen urbanístico es hoy un campo de intervención médica que, en consecuencia, ya no está vinculado exclusivamente a las enfermedades.
En realidad, la medicina de intervención autoritaria en un campo cada vez mayor de la existencia individual o colectiva es un hecho absolutamente característico. Hoy la medicina está dotada de un poder autoritario con funciones normalizadoras que van más allá de la existencia de las enfermedades y la demanda del enfermo.
Si bien es cierto que los juristas de los siglos XVII y XVIII inventaron un sistema social que debería ser dirigido por un sistema de leyes codificadas, puede afirmarse que en el siglo XX los médicos están inventando una sociedad, ya no de la ley, sino de la norma. Lo que rige a la sociedad no son los códigos sino la perpetua distinción entre lo normal y lo anormal, la perpetua empresa de restituir el sistema de normalidad.
Esta es una de las características de la medicina actual, aunque se puede demostrar fácilmente que se trata de un viejo fenómeno, de una manera propia de desarrollo del “despegue” médico. Desde el siglo XVIII la medicina siempre se ocupó de lo que no se refería a ella, es decir, de un discurso de tipo médico más o menos elaborado con una perspectiva médica o a base de un saber médico. No se logra salir de la medicalización, y todos los esfuerzos en este sentido se remiten a un saber médico.
Por último quisiera citar otro ejemplo en el campo de la criminalidad y pericia psiquiátrica en materia de delitos. La cuestión planteada en los códigos penales del siglo XIX consistía en determinar si un individuo era un enfermo mental o un delincuente. Según el código francés de 1810 no se puede ser al mismo tiempo delincuente y loco. El que es loco no es delincuente, y el acto cometido es un síntoma, no un delito, y por lo tanto no cabe la condena.
Ahora bien, en la actualidad el individuo considerado como delincuente, y que como tal va a ser condenado, se somete a examen como si fuera demente y, en definitiva siempre se le condena en cierto modo como loco. Así lo demuestra el hecho de que, por lo menos en Francia, no se pregunta al perito psiquiatra llamado por el tribunal para que dictamine si el sujeto fue responsable del delito. La pregunta se limita a averiguar si el individuo es peligroso o no.
Y ¿cuál es este concepto de peligro? Uno de dos, o el psiquiatra responde que el sujeto no es peligroso, es decir, que no está enfermo ni muestra ningún signo patológico y que al no ser peligroso no hay razón para que se le condene (su no patologización significa llevar aparejada la supresión de la condena), o bien el médico afirma que el individuo es peligroso pues tuvo una infancia frustrada, su superego es débil, no tiene noción de la realidad, muestra una constitución paranoica, etc. En este caso el individuo ha sido “patologizado” y se le puede castigar, y se le castigará en la medida en que se identificó como enfermo. Así pues, la vieja dicotomía que, en los términos del código, calificaba al sujeto de delincuente o de enfermo, quedó totalmente eliminada. Ahora solo hay dos posibilidades, la de un poco enfermo, siendo realmente delincuente, no o un poco delincuente siendo un verdadero enfermo. El delincuente no se libra de la patología. Recientemente en Francia un ex recluso escribió un libro para hacer comprender que si robó no fue porque su madre lo destetó antes de tiempo ni porque su superego es débil ni tampoco porque sufre de paranoia, sino porque le dio por robar y ser ladrón.
La preponderancia conferida a la patología se convierte en una forma general de regulación de la sociedad. La medicina ya no tiene campo exterior. Fichte hablaba de “Estado comercial cerrado” para describir la situación de la Prusia de 1810. Se podría afirmar en relación con la sociedad moderna que vivimos en “Estados médicos abiertos” en los que la dimensión de la medicalización ya no tiene límite: ciertas resistencias populares a la medicalización se deben precisamente a esta investidura de predominio perpetuo constante.
ECONOMÍA POLÍTICA DE LA MEDICINA
Por último quisiera exponer otra característica de la medicina moderna, a saber, lo que podría denominarse la economía política de la medicina.
Tampoco se trata de un fenómeno reciente, pues desde el siglo XVIII la medicina y la salud fueron presentadas como problema económico. Por exigencias económicas la medicina surgió a fines del siglo XVIII. No hay que olvidar que la primera gran epidemia estudiada en Francia en el siglo XVII y que dio lugar a un acopio nacional de datos no era realmente una epidemia sino una epizootia. Se trataba de una mortandad catastrófica en una serie de rebaños del sur de Francia lo que contribuyó al origen de la Real Sociedad de Medicina. La Academia de la Medicina en Francia nació de una epizootia, no de una epidemia, lo que demuestra que los problemas económicos fueron los que motivaron el comienzo de la organización de esta medicina.
Puede afirmarse también que la gran neurología de Duchenne de Boulogne, de Charcot, etc., nació de los accidentes ferroviarios y accidentes del trabajo ocurridos alrededor de 1860, en el momento en que se planteaba el problema de los seguros, la incapacidad para el trabajo, la responsabilidad civil de los empleadores a los transportadores, etc. La base económica de la medicina moderna estuvo presente en su historia.
Pero lo que resulta peculiar en la situación actual es que la medicina se vinculó a los grandes problemas económicos a través de un aspecto distinto del tradicional. En otro momento lo que se exigía a la medicina era el efecto económico de dar a la sociedad individuos fuertes, es decir, capaces de trabajar, de asegurar la constancia de la fuerza laboral para el funcionamiento de la sociedad moderna.
En la actualidad la medicina encuentra la economía por otro conducto. No simplemente porque es capaz de reproducir la fuerza de trabajo sino porque puede producir directamente riqueza en la medida en que la salud constituye un deseo para unos y un lucro para otros. La salud en cuanto se convirtió en objeto de consumo, que puede ser producido por unos laboratorios farmacéuticos, médicos, etc., y consumidos por otros -los enfermos posibles y reales- adquirió importancia económica, y se introdujo en el mercado.
El cuerpo humano se introdujo dos veces en el mercado: la primera por el asalariado, cuando el hombre vendió su fuerza de trabajo, y la segunda por intermedio de la salud. Por consiguiente el cuerpo humano entra de nuevo en el mercado económico en cuanto es susceptible a las enfermedades y a la salud, al bienestar o al malestar, a la alegría o al sufrimiento, en la medida en que es objeto de sensaciones, deseos, etc.
Desde el momento en que el cuerpo humano entra en el mercado, por intermedio del consumo de salud, aparecen varios fenómenos que causan disfunciones en el sistema de salud y de la medicina contemporánea.
Contrariamente a lo que cabía esperar, la introducción del cuerpo humano y de la salud en el sistema de consumo y mercado no elevó de una manera correlativa y proporcional el nivel de salud. La introducción de la salud en un sistema económico que podía ser calculado y medido indicó que el nivel de salud no operaba en la actualidad como el nivel de vida. En cuanto el nivel de vida se define por la capacidad de consumo de los individuos, el crecimiento del consumo humano, que aumenta igualmente el nivel de salud, no mejora en la misma proporción en que aumenta el consumo médico. Los denominados economistas de la salud estudiaron varios hechos de esta naturaleza. Por ejemplo, Charles Levinson, en un estudio sobre la producción de la salud que data de 1964, indicó que al aumentar en un 1% el consumo de los servicios médicos descendió en un 0.1 % el nivel de mortalidad, desviación que puede considerarse como normal pero que solo ocurre en un medio puro y ficticio. En el momento en que el consumo médico se coloca en el medio real, se observa que las variedades del medio, en particular el consumo de alimentos, la educación y los ingresos familiares, son factores que influyen más que el consumo médico en la tasa de mortalidad. Por ejemplo, el aumento de los ingresos puede ejercer un efecto negativo sobre la mortalidad, y es dos veces mayor que el consumo de medicamentos. Es decir, si los ingresos solo aumentan en la misma proporción que el consumo de servicios médicos, el beneficio que representa el aumento del consumo médico quedará anulado e invertido por el pequeño incremento de los ingresos. De manera análoga, la educación actúa sobre el nivel de vida en una proporción dos veces y media mayor que el consumo médico. Por consiguiente, para una vida prolongada, es preferible un nivel de educación que el consumo médico.
Así pues, si el consumo médico se coloca en el conjunto de variables que pueden actuar sobre la tasa de mortalidad se observará que este factor es el más débil de todos. Las estadísticas de 1970 indican que, a pesar de un aumento constante del consumo médico, la tasa de mortalidad, que es uno de los indicadores más importantes de salud, no disminuyó, y resulta todavía mayor para los hombres que para las mujeres.
Por consiguiente, el nivel de consumo médico y el nivel de salud no guardan relación directa, lo que revela una paradoja económica de un crecimiento de consumo que no va acompañado de ningún fenómeno positivo del lado de la salud, la morbilidad y la mortalidad. Otra paradoja de esta introducción de la salud en la economía política es el hecho de que las transferencias sociales que se esperaban de los sistemas del seguro social no desempeñan la función deseada. En realidad, la desigualdad de consumo de los servicios médicos es casi tan importante como antes. Los más adinerados continúan utilizando los servicios médicos mucho más que los pobres, como ocurre hoy en Francia, lo que da lugar a que los consumidores más débiles, o sea, los más pobres, paguen con sus contribuciones el superconsumo de los más ricos. Por añadidura, las investigaciones científicas y la mayor parte del equipo hospitalario más valioso y caro se financian con la cuota del seguro social, mientras que los sectores en manos de la medicina privada son los más rentables porque técnicamente resultan menos complicados. Lo que en Francia se denomina albergue médico, como una pequeña operación, pertenece al sector privado y de esta manera lo sostiene el financiamiento colectivo y social de las enfermedades.
Así vemos que la igualación del consumo médico que se esperaba del seguro social se adulteró en favor de un sistema que tiende cada vez más a restablecer las grandes desigualdades ante la enfermedad y la muerte que caracterizaban a la sociedad del siglo XIX. Hoy, el derecho a la salud igual para todos pasa por un engranaje que lo convierte en una desigualdad.
Se plantea a los médicos el siguiente problema: ¿cuál es el destino del financiamiento social de la medicina, el lucro derivado de la salud? Aparentemente este financiamiento va a pasar a los médicos, pero en realidad no sucede así. La remuneración que reciben los médicos, por importante que sea en ciertos países, no representa nada en los beneficios económicos derivados de la enfermedad y la salud. Los que realmente obtienen el mayor lucro de la salud son las grandes empresas farmacéuticas. En efecto, la industria farmacéutica está sostenida por el financiamiento colectivo de la salud y la enfermedad, por mediación de las instituciones del seguro social que obtienen fondos de las personas que obligatoriamente deben protegerse contra las enfermedades. Si esta situación todavía no está bien presente en la conciencia de los consumidores de salud, es decir los asegurados sociales, los médicos la conocen perfectamente. Estos profesionales se dan cada vez más cuenta de que se están convirtiendo en intermediarios casi automáticamente entre la industria farmacéutica y la demanda del cliente, es decir, en simple distribuidores de medicamentos y medicación.
Vivimos una situación en que ciertos hechos fueron llevados a un paroxismo. Y estos hechos, en el fondo, son los mismos de todo el desarrollo médico del sistema a partir del siglo XVIII cuando surgió una economía política de la salud, los procesos de medicalización generalizada, los mecanismos de la biohistoria. La denominada crisis actual de la medicina no es más que una serie de fenómenos suplementarios exacerbados que modifican algunos aspectos de la curva pero que no la crearon.
La situación actual no se debe considerar en función de medicina o antimedicina, de interrupción o no interrupción de los costos, de retorno o no a una especie de higiene natural, al bucolismo paramédico. Estas alternativas carecen de sentido. En cambio sí tienen sentido, y por eso ciertos estudios históricos pueden resultar de cierta utilidad, el tratar de comprender en que consistió el “despegue” sanitario y médico de las sociedades de tipo europeo a partir del siglo XVIII. Importa saber cuál fue el modelo utilizado y en qué medida se puede modificar, y por último, en el caso de las sociedades que no conocieron ese modelo de desarrollo de la medicina, que por su situación colonial o semicolonial solo tuvieron una relación remota o secundaria con esas estructuras médicas y ahora piden una medicalización, a la que tienen derecho porque las enfermedades infecciosas afectan a millones de personas y no sería válido emplear argumento, en nombre de un bucolismo antimédico, de que cuando estos países no sufran de estas infecciones experimentarán enfermedades degenerativas como en Europa. Es preciso averiguar si el modelo de desarrollo médico de Europa a partir de los siglos XVIII y XIX se deben constituir o modificar y en qué medida debe hacerse para su aplicación eficaz en esas sociedades sin que produzcan consecuencias negativas.
Por eso creo que la revisión de la historia de la medicina que podamos realizar tiene cierta utilidad: se trata de conocer mejor no tanto la crisis actual de la medicina, lo que constituye un concepto falso, sino cuál fue el modelo de funcionamiento histórico de esa disciplina desde el siglo XVIII, para saber en qué medida se puede modificar.
Es el mismo problema que se plantea a los economistas modernos que se vieron obligados a estudiar el “despegue” económico de Europa a partir de los siglos XVII y XVIII para ver si ese modelo de desarrollo se podía adaptar a sociedades todavía no industrializadas.
Se requiere la modestia y el orgullo de los economistas y afirmar que la medicina no debe ser rechazada ni adoptada como tal; que la medicina forma parte de un sistema histórico; que no es una ciencia pura y que forma parte de un sistema económico y de un sistema de poder, y que es necesario determinar los vínculos entre la medicina, la economía, el poder y la sociedad para ver en qué medida se puede rectificar o aplicar el modelo.
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Fuente: Educación Médica y Salud. 1976;2:152-70. Conferencia dictada en el curso de medicina social que tuvo lugar en octubre de 1974 en el Instituto de Medicina Social, Centro Biomédico de la Universidad Estatal de Río de Janeiro, Brasil.


martes, 25 de febrero de 2020

LA SENSATEZ Y EL MÁS ALLÁ




Pensar contra la corriente del tiempo es heroico; decirlo, una locura
Eugène Ionesco

La sensatez emerge como factor relevante en todos los discursos políticos en este tiempo. Esta es ensalzada como virtud suprema que legitima cualquier proposición. En tanto que antaño fue patrimonio de las posiciones conservadoras, ahora deviene en patrimonio común de todos los participantes en el juego político. Todos apelan a ella como un remedio mágico que avala cualquier posicionamiento. La sensatez se sobreentiende como una garantía, como un requisito imprescindible que conforma un certificado de solvencia política. La contienda partidaria adquiere un perfil de encuentro en el campo común de la sensatez, inseparable de la videopolítica, que monopoliza el  espacio político en el que es imprescindible acreditarla ante las cámaras ubicuas.

Esta apoteosis de la sensatez desplaza los discursos que propugnan cambios en profundidad a sus patios interiores. La intimidad de las reuniones y mítines políticos es el campo adecuado para expresar la identidad de la izquierda, ahora asediada por el tsunami de la sensatez. Así, los operadores de la videopolítica construyen un hilo argumental basado en la captura de fragmentos audiovisuales de distintos políticos de la izquierda, que se contraponen con sus actuaciones en las instituciones o los medios, supervisadas por la sensatez. La hemeroteca asume el papel de policía de tan cardinal virtud. 

En este contexto, la señora sensatez adquiere una naturaleza que le asemeja a la santidad, en tanto que es entendida como un atributo independiente de cualquier entorno. Basta invocarla para dotar de credibilidad a cualquier afirmación. Pero esta ilustre divinidad es susceptible de ser deconstruida en relación al eterno problema del cambio. Generar cambios en estructuras sociales significa ineludiblemente experimentar una colisión con la sensatez imperante, que termina por reformularse de modo irremediable. Porque esta es una construcción conceptual que siempre se encuentra determinada por el orden político y social.

En tanto que se trata de una constructo que genera un consenso, la sensatez tiene una validez siempre provisional, encontrándose sometida a variaciones. Pero una vez constituida, se impone mediante una coacción latente a cualquiera que desafíe sus sagrados preceptos. Esta llega a ser manifiesta mediante la descalificación de sus transgresores. Así, se constituye como un verdadero mecanismo de control del pensamiento en cada época. Aquellos que la cuestionan son señalados y apercibidos por los guardianes del orden simbólico. En las sociedades del presente ha llegado a su cénit, mediante la institucionalización efectiva de lo que se denomina como pensamiento único o corrección política. Los medios representan el papel de vigilantes sobre las personas que desde las periferias culturales imaginan, dicen o piensan más allá de las estrictas fronteras de la sensatez, entendida como recinto de la cordura, y compuesta por conceptos que no son sometidos a la crítica.

El constructo de la sensatez se sobreentiende como una evidencia que no necesita ser enunciada. Esta es la condición para su asentamiento y generalización. De esta forma, sus preceptos no son sometidos a deliberación alguna. Así se confirma como una amenaza para quien ose cuestionarla. Pero este extraño constructo se deriva de las estructuras de la sociedad en cada época. Se trata de una racionalización que reafirma el orden social, que siempre descansa sobre un equilibrio de intereses. El manido sentido común, remite a justificar y reproducir los equilibrios y las relaciones existentes. Por consiguiente, favorece inequívocamente a los sectores bien asentados del orden social. 

El régimen del 78 vigente ha generado su sistema de preceptos incuestionables que componen la sensatez de la época. Esta ha sido erosionada por acontecimientos derivados de los procesos sociales asociados a la desindustrialización y a una reindustrialización postfordista. Sus consecuencias en términos de estructura social, han sido principalmente la conformación de grandes sectores de la población ubicados en situaciones de desventaja social manifiesta, que con el tiempo llega a ser inquietante. Sin embargo, estos procesos no son racionalizados ni incorporados al imaginario de la época. Esta negación de facto de muchas realidades produce tensiones, en tanto que determinadas personas y grupos piensan y dicen en función de esas realidades sumergidas al pensamiento oficial.

La marginación de las representaciones sociales asociadas a la gran reestructuración neoliberal en curso, cristalizó en un estado cognitivo colectivo crítico que se denominó como “indignación” y que estalló mediante concentraciones y movilizaciones en las plazas y otros espacios públicos el 15 M de 2011. De ese estado de colisión de construcciones de la realidad nacieron nuevos sujetos políticos que requerían cambios de fondo para instaurar una nueva sensatez. Las instituciones pusieron de manifiesto su imaginario congelado y su incapacidad de responder. Su sensatez proverbial las había desfondado. La voz de los recién llegados de la periferia social resultó estruendosa a los oídos esculpidos en la sensatez del inmovilismo.

Las elecciones europeas de 2014 representaron el advenimiento de propuestas fundadas en una nueva sensatez, representadas principalmente por el primer Podemos y el Partido X. En torno a estas iniciativas se alinearon distintas gentes convocadas por un estado de expectación considerable. El tiempo transcurrido hasta las elecciones generales de 2015 fue un período de ebullición, en el que se produce la concurrencia de muchas voces, iniciativas y movilizaciones. El sentido común político imperante, derivado de las envejecidas instituciones del postfranquismo, es desbordado por la aparición de distintas construcciones conceptuales que desafían su lógica. 

Esta conmoción de las instituciones y su sentido común alcanza su techo en las elecciones municipales del 2015, en las que comparecen múltiples convergencias y coaliciones de nuevos sujetos políticos animados por aspiraciones fundadas en una nueva lógica. Los denominados Ayuntamientos del cambio son el efecto de estas efervescencias. En este tiempo, se podía soñar en la emergencia de una renovada sensatez asimétrica a la que descarta a los penalizados por la gran reestructuración. El horizonte de espera de los cambios estimulaba a los convocados a constituir un nuevo orden político.

Pero estos movimientos emergentes fueron depurados por la homogeneidad resultante de la evolución de Podemos, que resultó un mecanismo formidable de eliminación de la heterogeneidad. Así, todas las configuraciones presentes en los Ayuntamientos e instituciones políticas, fueron absorbidas por el viejo sentido común, que define los límites de lo posible. Las instituciones y los medios actuaron como agentes de la remodelación de los recién llegados de los mundos de la insensatez. Los últimos años han sido verdaderamente demoledores, en tanto que aquellos que propugnaban un cambio más allá de las fronteras instituidas, terminan por protagonizar un nuevo género: los sermones sensatos. Así se constituye la cofradía de los novicios de la sensatez, en la que brillan, entre otros, el padre Pablo, el hermano Íñigo y la madre Manuela.

Este retorno a la sensatez instituida remite a su verdadera naturaleza. El constructo sensatez política puede ser definido como la aceptación de la amenaza del conglomerado que promueve las actividades económicas. Estos enuncian una conminación contundente que puede ser resumida así: Si nuestros beneficios son reducidos por la acción (insensata) del estado, dejaremos de invertir y produciremos una conmoción económica que será la antesala de la ruina. Esta afectará a las clases subalternas principalmente. Por consiguiente, no se puede imaginar, ni pensar, ni hacer nada, que vaya más allá de los límites fijados por nuestros intereses. En el caso de que los transgredáis ateneros a las consecuencias. Sed sensatos y aceptar esta realidad. 

Esta conminación formidable subyace en todos los discursos políticos. Se puede sintetizar en una frase que siempre me conmueve. Esta es la que pronuncian los poderosos ante el desempleo crónico y la rotación instituida mediante la precarización. “Es mejor un trabajo temporal-basura que el paro”. Me gusta denominar a esta amenaza latente que se encuentra omnipresente en la totalidad de la vida política y su narración televisiva, como el síndrome de Sansón. Si sois malos, derribaremos todo el templo. Se trata de ser sensatos y responsables, que consiste en aceptar este chantaje y reducir las actividades a discursos y prácticas que no amenacen al sentido común constituido sobre esta amenaza.

Así, la nueva izquierda, es amedrantada por esta coacción y deviene en productores de fantasías. Pueden apelar a los cambios, pero ocultando la gran verdad de que cualquier cambio estructural implica una batalla larga y cruenta, que se asemeja a aquellas que consiguieron derechos y condiciones de vida mejores a las clases trabajadoras en el tiempo del fordismo-keynesianismo. Ahora, el cambio se ubica en la ficción y el espectáculo, en tanto que nadie, desde una instancia política, puede materializarlo en términos que amenacen verdaderamente el equilibrio. La vida política deviene en el espectáculo de la sensatez. Solo cabe esperar ser aliviados por los zascas de los ínclitos tertulianos de izquierda, o la creatividad de los productores del género humor, que con sus puestas en escena caricaturizan a los poderosos-amenazadores y sus representantes en la tierra (instituciones) e infosfera (televisiones). El cambio se instala en Youtube, en el que se pueden visualizar pequeños episodios de la batalla imaginaria por el cambio.

La mediatización restaura un orden imaginario en el que parece posible replicar a los chantajistas del apocalipsis, pero esto no es cierto. Este orden minimiza a los movimientos sociales propositivos, que son desplazados a la marginación mediante su visibilización selectiva, que tiene lugar en determinadas ocasiones, para contribuir a la contienda imaginaria mediatizada. Este es el destino de la plataforma de afectados por la hipoteca y otros movimientos sociales vivos: ser insertados en un montaje audiovisual que sirve para legitimar una narrativa, en la que tanto la contienda como el cambio de estructuras son simulados y ficcionales.

En toda mi biografía se hacen presentes esplendorosamente las emergencias de insensatos que introducen energía en el sórdido sistema social y cultural. Músicos, poetas, artistas, revolucionarios, pensadores, miembros de causas sociales rupturistas. Pero la sensatez, una vez desbordada, se recupera instalándose en esferas sociales en las que resiste, para expandirse a otros territorios afectados por la insensatez creativa. Pero la sensatez instituida termina por interferir todos los proyectos y constituir una red de defensas. El presente es un tiempo agobiante, dominado por la televisión, en la que la sensatez alcanza la gloria y los insensatos son desplazados a los márgenes del espectáculo continuo.

La paradoja de la sensatez radica en que quienes la reclaman y exigen, crean y gobiernan un mundo radicalmente insensato. Los niños son ingresados en instituciones de custodia con solo tres años, y son adiestrados en la adquisición de competencias profesionales hasta los treinta. Veintisiete años de “formación” para un empleo cada vez más volátil. No parece nada sensato. Este mundo se encuentra regido por los brujos de los medios y su constelación de expertos que pretenden la inhabilitación de cada uno, de modo que desarrollemos la disposición para ser conducidos por expertos. No, no es nada sensato. Pero es coherente, se trata de que cada uno maximice su competencia de obedecer a un poder extraño y absurdo.

Romper con este constructo de la sensatez es una cuestión fundamental. Esta ruptura solo puede fundarse en una comunicación intensa cara a cara, liberada de los expertos mutiladores, donde nosotros mismos procedamos a intercambiar, categorizar, resignificar y comprender en común. Esta es una cuestión que solo se puede realizar en un campo liberado de expertos y directores. Por eso soy ateo militante con respecto a los proyectos políticos que terminan generando nuevas jerarquías. Estos siempre terminan retornando al viejo sentido común, el de los portadores de amenazas sansonianas. Los nuevos políticos devenidos en la sensatez, presumen de ella, pero no son otra cosa que insensatos acreditados, arribados al mundo de la insensatez de los poderosos. Por eso reclamo ubicarme en un territorio más allá de la sensatez instituida.

miércoles, 12 de febrero de 2020

CIUDADELAS INFANTILES MEDICALIZADAS EN MADRID







Desde el año pasado se vienen repartiendo profusamente por mi barrio unos folletos que anuncian a una escuela infantil, Planeta Enano, que se encuentra ubicada en el interior del Hospital Infantil Universitario Niño Jesús. En ellos se comunica un catálogo de servicios inspirado en una filosofía muy actualizada. En el texto de este,  aparecen sucesivamente los puntos fuertes del proyecto docente, en los que los referidos a la atención a la salud en sus distintas facetas, se sobreponen a los pedagógicos convencionales. La priorización de las cuestiones de salud de los infantes, constituyen el eje de la oferta.

El primero es “Una escuela dentro del hospital. Tener a vuestro hijo escolarizado dentro del recinto hospitalario Niño Jesús ofrece la tranquilidad de estar en un entorno más seguro para él”. En segundo lugar comparece el tótem del médico especialista “Con la presencia de nuestro propio médico, podemos realizar un seguimiento del estado de salud de los niños del Centro, y también resolver posibles dudas o problemas de salud demandados por las familias”. En su página web presenta la función del gabinete Médico como “Nuestros alumnos son evaluados y seguidos por nuestro Médico y así nos aseguramos que su desarrollo se produce dentro de los parámetros marcados por la OMS”.

En tercer lugar comparece la psicóloga, junto con la maestra de educación especial. El cuarto es “Escuela de padres, salud y nutrición”. Termina enunciando la enseñanza del inglés y chino, la estimulación y psicomotricidad, la piscina y la agenda electrónica app. Las cuestiones pedagógicas convencionales no se encuentran detalladas en este catálogo-oferta del cuadríptico, pero sí en la página web. En esta, alude a la seguridad como  “Sistema de acceso por huella dactilar, enchufes en alto, puertas con sistema anti atrapa dedos, aulas climatizadas, recintos cerrados”.

Desde que lo conocí, mi curiosidad no ha dejado de aumentar, terminando en perplejidad creciente.  Ahora comienza a circular por los automóviles, los portales y las entradas al parque del Retiro por Menéndez Pelayo. Pienso que este cuadríptico no es un hecho aislado, sino que, por el contrario, desvela una orientación muy acusada en las sociedades del presente, pero que se encuentra encubierta en la conciencia colectiva.  Esta sintetiza el avance de varias tendencias simultáneas que progresan inescrutablemente, estableciendo lazos entre las mismas. Las principales son la medicalización, la seguritización, y la privatización, entendida como reclusión en el mundo interior del colegio-ciudadela, protegido del espacio público exterior.

 La primera instaura un orden médico definido por el exceso, que escruta minuciosamente a las personas acomodadas para convertirlas en sujetos tratables, siempre en espera de la comparecencia de las enfermedades. La segunda instaura un orden social definido por la construcción de auténticas fortificaciones sociales, que blindan a los segmentos favorecidos e integrados, frente a los marginales y superfluos, que son desplazados más allá de las fronteras instituidas por esta segmentación del espacio. De este modo, decae inexorablemente el viejo espacio público, en el que convergían distintas clases sociales. Así se instituye una medicalización a la carta para las distintas clases sociales, así como el aislamiento efectivo de los niños-clientes.

Recientemente he publicado en este blog un texto que se refiere a los nuevos desarraigos delos niños. En este destaca la figura de Da-song, el niño rico de la película Parásitos, que es aislado rigurosamente del espacio público y recluido en un espacio privado en el que es vigilado y agasajado incesantemente. El mundo interno de Da-song muestra la cara interna de la sociedad dual, en la que se avanza en la consolidación de empalizadas y fronteras entre clases sociales. La vida de los niños recluidos en estos recintos tiene lugar mediante el tránsito entre espacios de encierro sosegado en los guetos seguros del hogar, la escuela y los de ocio segregado. La vida en las sociedades del presente se define como un sumatorio de encierros confortables, cuyo acceso es restringido, y tiene lugar mediante la vigilancia de las máquinas, que identifican a cada uno mediante la huella dactilar, así como de los cuidadores-vigilantes-guardianes.

Este episodio ilustra acerca de lo que significan las privatizaciones de las que de antaño fueron las instituciones públicas del capitalismo fordista-keynesiano. Privatizar significa segmentar severamente el espacio y consolidar la estratificación de la vida, confinada en los espacios constituidos para sancionar las diferencias. La segmentación comienza en el consumo, evidenciando la constitución de una verdadera nación-estilo de vida para los segmentos de menor renta, que son ubicados en el mundo low cost creciente. Esta tendencia se extiende a la educación, a la sanidad, al mercado de trabajo, a los servicios y a todos los confines de las vidas.

Privatizar es un sistema de sentidos. Implica principalmente cortar, aislar, separar. La oposición a los procesos de privatización se realiza desde la piadosa izquierda sociológica, que anclada en el pasado y referenciada en la vieja ciencia cartesiana-newtoniana, entiende la realidad sectorial como un medio dotado de propiedades específicas y desgajado de lo global. De ahí resulta la fragmentación de las resistencias. Cada cual a lo suyo, frente a la privatización de la sanidad, la marea blanca. En el campo de la educación, la marea verde. Y así sucesivamente. No, la privatización es una operación esencial del sistema social total. Así, la concentración de los niños de familias acaudaladas en fortificaciones amuralladas, tiene la finalidad de aislarlos del mundo público compartido por todos. Nos encontramos en el camino de la perfecta sociedad dual, definida por la existencia de barreras infranqueables.

En este contexto se puede entender esta experiencia de medicalización. Los niños-clientes son iniciados en la utopía de la salud perfecta. Los médicos --especialistas, por supuesto-- se hacen presentes en su cotidianeidad para adiestrarlos en el arte de detectar cualquier síntoma que anuncie la posibilidad de una enfermedad. Así se inicia la carrera biográfica de una vida dominada por la patologización general, en la que la posibilidad de enfermar se encuentra denegada. La quimera de la salud total se refuerza mediante la creencia en el poder providencial de la nueva medicina personalizada, que es inevitablemente un producto nacido en una sociedad dual, cuyo proyecto se dirige selectivamente a los integrados, confortables.

Esta medicalización opera en un medio definido por la exclusividad, privilegiando a los niños sanos y seguros que son definidos en el cuadríptico como “El universo infantil cuenta con un nuevo planeta. El planeta enano. Un espacio donde las estrellas son los niños pequeños de 0 a 6 años a los que hacemos brillar desde la edad más temprana”. La metáfora del planeta y las estrellas es perfecta, y contribuye a desvelar el argumento seguido hasta aquí. Se trata de materializar la idea de la excelencia en el camino seguido de la cuna a la sepultura para niños que gozan de ventajas sólidas derivadas de su origen social.

Pero el sumun de la medicalización estriba en considerar como privilegiado y seguro el espacio de una institución como es el hospital. Así se refuerzan los imaginarios de la medicalización y la seguritización. No, un hospital es una institución que trata personas con problemas graves de salud. El protagonismo en este medio es para los operadores de conjuntos de máquinas integradas que hacen diagnósticos selectivos e implementan tratamientos sofisticados. El paciente ingresado es un sujeto que carece de alternativa, y su vida en el interior de esta institución se encuentra severamente restringida, en tanto que tiene que subordinarse a un orden organizacional que disminuye drásticamente su autonomía.  El hospital no es un medio recomendable para ninguna persona sana. 

Mi interpretación del texto del folleto remite a la propuesta de un orden social en el que cada cual se encuentra vigilado y dirigido por expertos. Este es el verdadero sentido de la seguridad en los contextos de encierros amables del presente. Pienso que lo más seguro es la vieja escuela, que albergaba infantes de distintas procedencias sociales, así como la calle, entendida como un espacio que implica unas relaciones abiertas entre distintas gentes, también la movilidad social resultante del viejo tándem sistema educativo-mercado de trabajo, antes del advenimiento del huracán segregador, seguritario y medicalizado a la carta.

Me inquietan los niños Da-song encerrados y protegidos frente a un mundo desigual. La verdad es que pienso que eso es fabricar monstruos. Tengo temor de un futuro así, aunque de momento no llamaré a Securitas Direct. Mientras tanto me tendré que conformar con transitar a pie, lentamente, en un Madrid que ya es un sumatorio de espacios fortificados: el automóvil, la casa cuartel y la escuela-fuerte. En ese entramado se encuentran las ciudadelas amuralladas de los niños protegidos de la pluralidad.