domingo, 21 de julio de 2019

EL MODELO DE ATENCIÓN A LOS DIABÉTICOS: ENTRE EL ANIMAL DE LABORATORIO Y EL IDIOTA CULTURAL


                               DERIVAS DIABÉTICAS
 

El laboratorio representa un papel muy importante en el imaginario de la medicina-institución. El principal atributo de este radica en la creación de una vida artificial. Los animales que habitan en este mundo prestan sus cuerpos para la toma de medidas de los investigadores. Cuando los resultados no se ajustan a los estándares considerados,  se realizan acciones externas para normalizar la situación. La vida de los investigados se reduce a su función como objeto útil al experimento. Todo es artificial y los sujetos no tienen una vida autónoma ni hablan. Su interlocución se agota en las cifras que definen los resultados.

El laboratorio ejerce una fascinación incuestionable en la asistencia médica. Junto a la cirugía, representa un tipo ideal de intervención profesional liberada de lo que se considera como sesgos subjetivos y de las complejidades de las situaciones de la vida. De este modo, su nomenclatura se transfiere a las formas de asistencia en la que no es posible reproducir este modelo, en tanto que los asistidos viven en contextos específicos y poseen la facultad de sentir, inteligir y hablar. En estas formas de asistencia, el laboratorio imaginario se hace presente mediante la centralidad de las mediciones de variables biológicas, que desplazan al exterior de la relación asistencial las cuestiones referidas a las prácticas de vida y a la singularidad del paciente como un ser inexorablemente único.

Las consultas se articulan como una relación en la que las pruebas de imagen y laboratorio se imponen contundentemente como la sustancia científica que la define. Así, un médico es esencialmente un lector de pruebas que busca diagnósticos positivos, a los que aplica terapéuticas supuestamente validadas. En estas relaciones, la vida es reducida a algunos esquemas simples, así como a un conjunto de prescripciones estandarizadas que cada paciente tiene que aceptar. La cuestión esencial, acerca de cómo cada uno “mete en su vida” las prescripciones, más allá de las grageas, se encuentra radicalmente ausente en tan científica relación.

El resultado de esta situación es el predominio de aquellas especialidades médicas en las que el laboratorio y la cirugía desempeñan un papel esencial. Estas exportan sus representaciones a aquellas que operan en condiciones muy alejadas del laboratorio. Así se consuma una colonización que tiene efectos perniciosos sobre las formas de ejercicio profesional que tratan con los seres vivientes sobre los que no es factible establecer un control de veinticuatro horas. Estos pacientes en libertad provisional, no pueden ser reducidos a un conjunto de medidas y variables derivadas de pruebas positivas. Los internistas y los generalistas principalmente, tratan a sujetos cuyos problemas no pueden ser sintetizados en etiquetas diagnósticas, y tampoco sus identidades pueden resultar de un conjunto de variables susceptibles de medición.

Soy un diabético convicto y confeso. Llevo veintiún años frecuentando consultas de endocrinos y médicos generales. Mi experiencia me ha enseñado que, en estos años, todo tiende a ir a peor. Al principio mi vida podía ser objeto de alusión, generándose cierta tensión cuando rechazaba los esquemas reduccionistas hasta lo imposible que conforman el estilo de vida sano. Pero, en los últimos años, la vida desaparece radicalmente en la consulta. Llega el momento de la verdad en el que solo se leen mis resultados. Las acciones terapéuticas se reducen a mejorar estos. Asimismo, voy adquiriendo el papel de candidato a lo que se denomina como “complicaciones. De este modo me siento, cada vez con más intensidad, un verdadero animal de laboratorio.

La consulta es una instancia en la que se examinan mis cifras y soy escrutado como sospechoso de encontrarme en el campo de los múltiples efectos de la deficiente circulación periférica. Cada vez me hacen más pruebas en busca de indicios de complicaciones. Siento que mi cuerpo es acechado por los abundantes depredadores que conforman la cadena terapéutica, en la perspectiva de añadir etiquetas por las que obtengan la licencia de tratarme. Mi cuerpo es una entidad escrutada para la ratificación de la diabetes como matriz de un ser pluripatológico. Así puedo llegar a adquirir la condición que me homologa a la aristocracia patológica, que concentra y simultanea  varias morbilidades en el cuerpo.

Pero lo peor de la apoteosis del laboratorio, es que la misma definición del estado metabólico, que resulta de la interacción de la insulina, la dieta y el ejercicio, es desplazada por el monopolio creciente de la única variable que puede ser reducida a cifras y manipulada por los terapeutas: las dosis de insulina. De este modo, en una relación asistencial, el paciente es reducido a la condición de animal experimental de laboratorio. Puede hablar, pero su conversación no es correspondida.  Así, la dieta y el ejercicio se desvanecen gradualmente, en tanto que no son realidades abarcables por el profesional. Lo único cierto es la cantidad de líquido inyectable.

Además, el éxtasis de la nomenclatura del laboratorio se manifiesta principalmente en los criterios mediante los que se establecen los estándares. Mi situación en el último año es, en mi señor, el HbA1c, es de 7.2. Desde la perspectiva de mi vida es muy buen resultado, en tanto que me exige mucha disciplina, renuncias importantes y restricciones en mi propia vida social. Estar por debajo del 7.5,  representa para mí un equilibrio aceptable entre mi vida, a la que puedo liberar ocasionalmente de las constricciones del tratamiento, y mi estado de salud. El precio de esta situación es que no consigo erradicar las hipoglucemias, que me acechan incesantemente.

Pues bien, el médico me dice que 7.2 es muy alto, y que debo bajarlo hasta el 6.2. Argumenta que “sus pacientes” lo consiguen. Cuando trasciendo en la consulta la condición de portador de papeles con cifras y adquiero la condición de hablante, extraña a ese mundo cultural, planteo mi temor por las hipoglucemias. En el conato de conversación que se suscita, ratifico que el profesional se desentiende de facto de mis condiciones. Desde hace años, ni siquiera consideran un factor de la importancia de que vivo solo. La cifra estándar de 6.2 se impone sobre cualquier realidad. Es un criterio abstracto elaborado por una extraña comunidad profesional, el imperio endocrino, ajena a cualquier consideración respecto a las vidas de sus súbditos patológicos.

La ausencia de conversación con los cuerpos portadores de variables, no es la cuestión principal. Lo peor radica en los momentos que puede producirse una simulación de la misma. Mi larga experiencia es desoladora. Cuando existe un intercambio de palabras, los médicos muestran inequívocamente, lo que me gusta denominar como un estilo “parroquial”. La parroquia es otra institución axial. El párroco se erige sobre sus fieles en la convicción de que puede contribuir a su salvación. Algo similar experimento en las conversaciones con los médicos. Esta se funda sobre la reducción de mi condición a un ser inferior que necesita ser conducido y salvado. Es insoportable tener que consumar relaciones “cara a cara” con interlocutores que me desprecian abiertamente.

La conversación médico-paciente se encuentra limitada e intervenida por el espíritu del laboratorio. En ocasiones se puede producir una puja, en tanto que el paciente introduzca preguntas o afirmaciones que requieren información sobre las condiciones de su vida. El profesional termina por sobreponerse y desplazarse al campo seguro de las certezas universalizantes de las prescripciones profesionales. En este territorio encierra a su interlocutor en la posición de un receptor de información técnica. De este modo se elude la conversación, que inevitablemente es bloqueada. El resultado de esta relación de poder que formatea la menguada conversación es catastrófico en términos de eficacia. La capacidad del paciente de conducir su vida en sus condiciones reales es denegada y sustituida por el modelo de obediencia parroquial.

Así se constituye al paciente según el modelo de un “idiota cultural”. Cada relación experimenta su inferioridad y la incompetencia de sus representaciones y cualidades. En alguna ocasión he advertido a algún médico de los riesgos de tratar con idiotas, porque estoy persuadido de la validez de la transferencia y contratransferencia freudiana. Por poner un ejemplo sencillo, prescribir una dieta no es comunicar elementos, cantidades y propiedades, sino averiguar su factibilidad en las condiciones concretas de vida del destinatario. Si no se procede de este modo, se constituye una autoridad que impide crecer al paciente como persona y desarrollar sus potencialidades.

Estas nomenclaturas que se referencian en el laboratorio y la parroquia, se extienden trasversalmente por todo el sistema de atención. Sus pautas se filtran también en contextos asistenciales en los que su aplicación se presenta en formas patéticas. En mis años jóvenes tuve grandes esperanzas en una atención primaria alejada de los modelos de laboratorio. También de la enfermería, de la que esperaba que explotase el vínculo ineludible entre el cuidado y el modelo de relación personal. Mis decepciones se han confirmado y acumulado. Ciertamente, existen excepciones en esos entornos asistenciales. Pero la gran mayoría sigue al tsunami experimental del laboratorio.  Su declive tiene, precisamente, una estrecha relación con este factor. Si asumen el modelo de las especialidades “de laboratorio”, renuncian a su especificidad y son desplazados al eslabón inferior de la jerarquía. No existe tensión entre formas de ejercicio profesional en contextos tan diferentes, por la preponderancia del laboratorio-hospital.

Esta mañana me he despertado alterado por un sueño. En el mismo, uno de los pacientes del 6.2, que había renunciado integralmente a la vida y asumido alegremente una vida vegetativa, al estilo de los ratones del laboratorio, había fallecido por efecto de una grave hipoglucemia. Así perdía sus honores de héroe obediente incondicional  a las prescripciones sagradas de los operadores del sistema. No he podido evitar murmurar suscitando la atención de mi perra al escuchar “caguen en el HbA1c”. No me extraña que algunas voces de la misma profesión insistan en que ellos mismos son un peligro.

El dogma de la HbA1c, así como toda la cadena de multiplicación de furor diagnóstico y escalada terapéutica, constituye un peligro para los diabéticos. Este es un tema relevante en lo que ahora llaman prevención cuaternaria.




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