domingo, 14 de octubre de 2018

LOS (PACIENTES) PROVEEDORES DE LÍQUIDOS


Soy uno de esos pacientes crónicos que tiene que aportar una cuota de sangre cada varios meses para que los profesionales que tratan mi cuerpo valoren la situación y reajusten el tratamiento. Esta semana he tenido que pasar por la situación de prestar mis brazos a una persona uniformada en color blanco, para que obtuviera la cuota de líquido cuatrimestral requerida para el dictamen del laboratorio. Estos encuentros con las agujas, mantenidos durante tantos años, me permiten revivir una experiencia que reafirma mi visión del sistema sanitario. Esta se puede sintetizar en la persistencia  del eterno retorno de los pacientes, entendidos como cuerpos circulantes investidos por la noble tarea de contribuir a la magnificación de la narrativa triunfal que unge al sistema sanitario.

Soy un contribuyente activo a la investigación, en tanto que he aportado  cantidades ingentes de sangre y orina, sobre la que se construyen gráficos, tablas, comparaciones y ecuaciones, pero soy un sujeto deficitario en las pruebas de imagen. Mi cuerpo no ha sido suficientemente escaneado y fotografiado, y hasta ahora ha dado pocas oportunidades a esas máquinas prodigiosas. Los diabéticos somos más de líquidos que de imágenes, cediendo ese puesto a las tribus de pacientes oncológicos, neumológicos, traumatológicos y otros, que son inspeccionados por estas industriosas máquinas de ver.

En mis sueños comparezco ante un tribunal de acreditación de la salud, que me apercibe severamente por la carestía de mi contribución al crecimiento de la galaxia radiológica. La conminación a ser un buen ciudadano productivo se funda en las palabras solemnes del presidente del tribunal “Ciertamente, usted contribuye al crecimiento mediante una cuota suficiente en su balance de líquidos, tanto en las entradas –insulina principalmente- y salidas –sangre y orina-. Pero la contrapartida es el déficit de pruebas de imagen, lo que le convierten en un ciudadano en riesgo de ser un activo negativo para la industria de la salud”.

En estas ensoñaciones, imagino a una instancia médica que evalúa lo que denominan como “Índice de producción de líquidos e imágenes” IPLI, advirtiéndome que me encuentro descompensado en este crucial indicador. En este nuevo orden, los pacientes somos definidos mediante indicadores que registran nuestras aportaciones a la red de laboratorios y centros de diagnóstico por imágenes. Así se produce la inversión definitiva de la sociedad del crecimiento, dotada de la capacidad de detectar los yacimientos de activos biológicos de los pacientes. Progreso puro y duro, en tanto que se consuma el milagro de que las dolencias se constituyen en un factor de crecimiento. Así, los portadores de afecciones y enfermedades se transforman en productores de activos biológicos y consumidores de pruebas y fármacos múltiples, configurando una nueva forma creativa e inédita de prosumer, que deviene en la jactancia acumulada por innovación, de la que hace ostentación la dirección de tan formidable sistema.

Siempre que acudo al sillón de extracción, reactivo estas figuraciones. En esta ocasión acudí en una situación fronteriza con la hipoglucemia, lo que acrecentaba mi estado de debilidad. Cuando llegó mi turno y llegué al punto de extracción pronuncié el convencional “buenos días”, en un tono cordial. La persona encargada de realizar la extracción era una mujer joven. No contestó a mi saludo y me dijo en un tono seco “siéntese ahí”. La cuestión del saludo tiene una importancia crucial. Cuando este no es correspondido, se anuncia una situación que solo puede ir a peor, en la que tienes que asumir tu inferioridad con respecto a la institución. Así se expresa inequívocamente la  insoportable levedad del paciente en el curso de la interacción que comienza. A partir de la negación del saludo, lo que puede esperarse es un continuo de formas comunicativas unificadas por la negación de tu persona.

En coherencia con el comienzo de esta secuencia, me examinó el brazo derecho. Le advertí en un tono amable que, en general, me lo extraen del brazo izquierdo. No me contestó y pasó a este brazo. Tras varios movimientos con la enorme aguja me pinchó, pero no encontró la vena. Entonces me puso un esparadrapo tapándome la superficie en la que había sondeado a los líquidos. Pasó al brazo derecho, y, tras un par de intentos fallidos, encontró la vena por la que discurre este extraño petróleo rojo de los pacientes. Cuando terminó y me tapó el miniboquete, pronunció la única palabra “Disculpe”. El tono que acompañó a este mensaje, remitía al campo de batalla, y a la artillería en particular. Se puede afirmar que me arrojó esta palabrota. Cuando me levanté y me puse el jersey, ella ya estaba haciendo otra tarea, de espaldas a mí. Me marché sin decirle nada, con una sensación de alivio por haber terminado esta inevitable secuencia sin males mayores.

Durante muchos años he impartido cursos de comunicación, tanto en instituciones sanitarias como en administraciones locales. Tengo una experiencia considerable en este tema. Mi perspectiva sociológica se asentaba sobre el énfasis en los contextos en los que se producía la comunicación. Estos son determinantes en la configuración de las significaciones y las motivaciones, de modo que terminan por sobreponerse a las técnicas. La mayoría de las actividades de formación en comunicación hacen abstracción de los contextos, definiendo a los emisores públicos como portadores de habilidades. Así se importan mecánicamente los repertorios comunicativos procedentes de la empresa. En el sistema sanitario la comunicación casi siempre se encuentra en un estado de excepción, debido a la situación de los pacientes convertidos en receptores de unos mensajes formateados por la cultura profesional prevalente.

Este encuentro activó mi memoria profesional. Entré en el sistema para aportar profesionalmente en la perspectiva de la mejora de las relaciones entre profesionales y pacientes. Estas actividades se cobijaban bajo el paraguas de la humanización. Años después, esta fue desplazada por el advenimiento de la constelación de la calidad. En general, se puede afirmar que el fracaso es manifiesto. La persistencia de comportamientos inadecuados es manifiesto en muchas de las instancias del sistema, a pesar de su tratamiento en la perspectiva de homologar estándares de calidad en términos empresariales.

La gran recesión del sistema sanitario, que se visibiliza en los recortes sucesivos desde hace veinte años, afecta decisivamente a la comunicación. La privatización es una forma de mutilación sofisticada del sistema público. La letal pareja compuesta por la precarización -que instituye la rotación permanente para muchos de los jóvenes profesionales- y la disminución gradual de las prestaciones a los pacientes, genera un contexto sórdido al que todos tienen que adaptarse. Este genera tensiones acumuladas que no siempre son manifiestas. Cualquier factor situacional puede favorecer su comparecencia en la superficie. Esta es una comunicación en un estado de sitio.

Así entiendo el comportamiento de la profesional que me trató desconsideradamente en el sillón de extracción. Con toda certeza se trata de una persona en estado de precariedad laboral, cuya vida profesional transita entre contratos temporales y períodos de desempleo en espera del siguiente contrato basura. Este régimen laboral ha tenido como efecto la disipación de cualquier idea de futuro, convirtiéndola en un ser que trata de sobrevivir aferrándose al presente. En este contexto cotidiano, lidiar con los pacientes es una tarea que excede el paquete básico de sus obligaciones. Tengo varias amigas personales, veteranas en los hospitales públicos, desoladas por el deterioro acumulado por las políticas de restricciones. Sus descripciones, en las que comparan el presente con el pasado próspero, son aterradoras.

Es por esta razón por la que ironizo acerca de mi condición de paciente. En tiempos de regresión de la asistencia sanitaria muchos profesionales se ubican en un territorio mental de guerra de trincheras. Nosotros los pacientes nos encontramos enfrente de aquellos que entienden su trabajo de modo reduccionista. Somos cuerpos inermes sobre los que se actúa. Este es el mínimo en lo que nos convierte la gran recesión sanitaria. Por eso la ironía de definirnos como proveedores de algo valioso que tenga un precio. De lo contrario solo somos entidades que reclaman un servicio que no pagan directamente.

El corporativismo de las profesiones sanitarias es demoledor. Frecuento ambientes progresistas que definen los déficits de la asistencia solo en términos económicos. Supongo que este texto les parecerá extraño. Como profesor he vivido el efecto devastador de la crisis-recesión en la universidad. Esta ha configurado a un sobreviviente duro e implacable que tiene que decidir en solitario qué cosas prioriza y cómo lo hace. Los más débiles –los alumnos- pagan la factura de los recortes. En el territorio de las organizaciones sanitarias pasa igual.

Como el texto es susceptible de distintas lecturas, tengo que advertir que la ironía no sugiere que los proveedores que alimentamos la sala de máquinas tengamos que cobrar por esta aportación. Aunque es seguro que en esta sociedad nos revalorizaría como receptores de la comunicación, en tanto que adquiriríamos la etiqueta de vendedores de residuos corporales reutilizables.



No hay comentarios:

Publicar un comentario