viernes, 10 de agosto de 2018

HACER LO QUE TE DÉ LA LANA EN EL METRO. LA VERSATILIDAD DE LOS DEDOS





Desde hace unos meses frecuento el metro de Madrid. Desde siempre me ha fascinado este medio y la humanidad que lo frecuenta. Siempre he recomendado en mis clases de sociología el descenso a ese submundo tan rico. Colonizados por las estadísticas, los conceptos vacíos y algunas teorizaciones extraviadas, muchos sociólogos se encuentran radicalmente desplazados de la realidad social. En el metro se reencuentran todas las categorías sociales a la vista del observador. Unos años después leí el libro fascinante de Marc Augé “El viajero subterráneo. Un etnólogo en el metro”, que me reforzó la idea de que no se trataba solo de un medio de transporte, sino mucho más que eso.

La pregunta que siempre me hago al descender a los andenes y los trenes es siempre la misma, y surge del desencuentro existente entre la condición social de la mayoría de los transeúntes y los sucesivos resultados de las elecciones. Me gusta hacer recuentos en un momento con la gente que tengo a la vista. La hipótesis más benevolente nunca asignaría más del veinte por ciento de los votos al pepé y ciudadanos juntos. Allí se hacen visibles las condiciones de vida adversas de la gente sometida a horarios despiadados. Las generaciones y las diferencias sociales se exhiben sin pudor y se reiteran en cualquier recorrido. El discurso de los estilos de vida queda en interrogación en tan concurrida y castigada comunidad. Me embelesa descender para comprobar que las gentes viajeras forzosas carecen de voz y representación en los guiones mediáticos e institucionales. Esta es una experiencia límite, en tanto que desafía las cogniciones imperantes.

 Recuerdo los años de mi militancia política en la que inventamos una forma de acción que eran los mítines en el metro. Entrábamos un pequeño grupo de activistas en un vagón con un megáfono y aleccionábamos a los viajeros entre dos estaciones. Lo tuvimos que cancelar por varias razones. Las más importantes eran las de la mala acústica, la tensión que se generaba entre la gente en un espacio cerrado y las de seguridad, pues era fácil controlar las salidas. En este tiempo, en los vagones desfilan los músicos callejeros, los pedigüeños múltiples y los predicadores religiosos, evangelistas principalmente. He escuchado prédicas que me remiten a la infancia, en la que el pecado y el castigo se encontraban sobrerrepresentados en mi entorno vital.

En este tiempo se puede constatar la ubicuidad absoluta de una deidad que se sobrepone sobre los pasajeros: se trata del teléfono móvil. La totalidad de los viajeros se encuentra absorto en su pequeña pantalla, evadiéndose del medio en el que se encuentra. El vagón es un espacio físico en la que nadie se mira. Todos tienen sus ojos focalizados a las pantallas. Unos participan en conversaciones múltiples, otros miran las imágenes sagradas de su galería infinita, otros juegan o escuchan música o usan otras aplicaciones. La relación con la pantalla implica cambios veloces debido a la naturaleza de las actividades. Esta es la razón por la que la conexión entre el cerebro y los dedos se encuentra permanentemente estimulada. Los dedos de los viajeros se encuentran en estado de movilización permanente. El viaje es una experiencia manual y los confines de las manos se encuentran en estado de apoteosis.

Con frecuencia me encuentro en un vagón en el que soy el único que está mirando a los demás y mantengo los dedos en suspensión. En esos momentos me invade una sensación de extrañamiento difícil de definir. En ausencia de lo social, en tanto que todos se encuentran en sus respectivas microsociedades virtuales, me siento como una versión de un robinson estranbótico en medio de los cuerpos de mis acompañantes provisionales. En ocasiones suelo reír, mirándome las manos inactivas en tan extravagante gimnasio en el que solo se trabajan los músculos de los dedos. Estoy elaborando una taxonomía de los usos de estos por parte de mis congéneres ambulantes. Cuando aparece ante mis ojos alguien desprovisto de la pequeña pantalla, y con sus manos en estado de descanso, establezco una extraña complicidad.

Esta mañana he tenido que hacer un viaje largo en el metro. Tenía que encontrarme para conversar con una persona que corre en los encierros de San Sebastián de los Reyes, y también en Sanfermines y otros. Mi interés por conocer cómo vive esta experiencia es máximo. Espero hacer un textillo para este blog sobre este tema. Tras  varias paradas he hecho trasbordo en Plaza de Castilla para ir hasta la parada final del hospital de Infanta Sofía, en San Sebastián de los Reyes, que es donde termina la línea. Se tarda casi una hora debido a un trasbordo obligatorio al llegar a Alcobendas. 

Pues bien, ha ocurrido un acontecimiento extraordinario que me ha conmovido. Al entrar en el vagón, he tomado asiento junto a una chica joven con aspecto de universitaria. Todas las personas que nos rodeaban han sacado sus pantallas y han puesto sus dedos en funcionamiento. Sin embargo, ella ha abierto su bolso y ha sacado un trozo de lana y unas pequeñas agujas y se ha puesto a ejercitar sus dedos de una forma radicalmente diferente de la de los atletas monomusculares que nos rodeaban. Pasados diez minutos no he podido contenerme y le he preguntado qué hacía. La respuesta ha confirmado mi sospecha. Estaba haciendo ganchillo.

El ganchillo es una actividad artesanal maravillosa que implica un conjunto integrado de tareas que coordina el artífice. Este imagina el resultado, organiza el proceso, hace los cálculos y ejecuta las tareas necesarias. Este modo de operar artesanal implica una coordinación entre la mente y las manos que se forjan en distintas técnicas. Esta unidad le confiere la facultad de estar haciendo ajustes, cómputos y pruebas. La generación de las abuelas anteriores a los años setenta acreditó una pericia encomiable en distintas manualidades. Una de ellas era el punto, el ganchillo y otras similares. Esta es una actividad de tiempo lento muy enriquecedora.  Muchas lo desempeñan canturreando, lo que ilustra el estado de su espíritu. Estas actividades han sido desplazadas por el mercado estandarizado y su dispositivo asociado, la televisión.

He elogiado efusivamente a mi compañera eventual de viaje compartido entre la maraña de dedos conectados a las pantallas. Le he pedido permiso para mirar. Ella se ha reído mucho con mis palabras solemnes que designaban su actividad sublime. Ha sido inevitable la activación de mi memoria de estos trabajos artesanales tan generalizados en mi infancia. Mi recuerdo agradable de las pruebas con sastres o costureras que me iban cambiando la posición para tomar medidas. Mi cuerpo suavemente conducido por el artesano. De ese mundo solo ha quedado los bajos de los pantalones.

En el viaje de regreso he buscado por los vagones y en los transbordos a alguien que congregara sus dedos en una actividad tan fascinante como el ganchillo. Pero he vuelto al mundo de la dedocracia compulsiva de mis acompañantes. Buscando imágenes para acompañar este texto he encontrado la frase que lo titula “Hacer lo que te dé la lana”. Termino con una imagen representativa de una de las abuelonchas entrañables que han desempeñado tantos trabajos manuales. Un beso a todas. Estoy seguro del retorno de muchos de esos trabajos tan creativos y gratificantes para quien los realiza.



3 comentarios:

  1. Interesante.el ganchillo.mi abuelita ..

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  2. Me gustó mucho su artículo, como siempre lleno de añoranzas.

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  3. Gracias por vuestros comentarios. Sí, añoro algunas cosas del pasado y detesto a todos los monstruos cronófagos del presente que, en nombre del progreso (técnico, por supuesto, se apoderan de nuestras vidas sumiéndonos en un ritmo imposible de seguir, y que termina por descompensarnos.

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