miércoles, 28 de febrero de 2018

DISQUISICIONES SOBRE LA MANIFESTACIÓN DE JUBILADOS DEL 22 F



Acudí a la manifestación de los jubilados el pasado 22 de febrero en Madrid. Las manifestaciones son acontecimientos singulares en los que se hacen visibles algunos de los rasgos borrosos de la época. En este caso se trata de una respuesta de uno de los colectivos afectados por el proyecto neoliberal en curso, que tiene como efecto la inversión de sus trayectorias biográficas. Los últimos años han significado el comienzo de un camino que conlleva la reversión de sus posiciones sociales, desplazándolos gradualmente hacia los márgenes de aquello que se denominó como “el bienestar”. La proliferación de manifestaciones defensivas constituye un indicador de las tendencias sociales que operan en este escenario. Todavía recuerdo las que viví en Granada por lo que se llama piadosamente “la reorganización hospitalaria”. Entonces escribí “Reconversión hospitalaria, temores colectivos y miserias institucionales en Granada” en octubre de 2016. Este es otro episodio de la misma historia.

Accedí a la concentración en el metro. En el vagón se podía observar la presencia de jubilados que acudían a la misma. Fue emocionante constatar cómo desde la estación de Banco de España se formó una cadena involuntaria  de manifestantes que se mantuvo en el Paseo del Prado, en la estrechísima acera lateral que conduce a la calle del Congreso de los Diputados. La angosta vía propició la formación de una fila continua que discurría silenciosa hacia las Cortes. Sin embargo, no se produjo ningún signo de celebración por la convergencia. Cada cual caminaba  discretamente ajeno a los demás.  Los que iban en pequeños grupos conversaban acerca de la situación expresando su indignación y sus quejas.

En el paso por el museo Thyssen se hizo manifiesto el contraste con los turistas visitantes, ocupados en capturar imágenes de sí mismos con el fondo de los diversos escenarios que ofrece el museo. Pero el comportamiento de los caminantes agrupados no emitía señales de que se encontrasen  en modo de manifestación. Una mujer sin hogar se encontraba en el suelo entre sus mantas y pertenencias llegando ya a Neptuno, frente los hoteles de lujo clásicos y los edificios más emblemáticos del capitalismo español. Lo percibí como una señal premonitoria del proceso de dualización social en curso que constituía el factor convocante de la manifestación.

Llegué al edificio del congreso veinte minutos antes de la hora oficial de la concentración. Había muchísima gente que, siguiendo las convenciones de las movilizaciones al uso, habían ocupado las primeras líneas frente a los leones del edificio. Allí se encontraba el núcleo convocante, en el que se hacían visibles las pancartas y algunas banderas de partidos y sindicatos. Sobre este centro la gente se apilaba de forma similar a círculos concéntricos. El centro estaba densamente ocupado por una masa compacta que imposibilitaba el tránsito hacia la carrera de San Jerónimo. En la hora siguiente seguían llegando riadas de personas por ambos lados llegando a formar una concentración muy considerable.

Cuando a la hora convenida, desde el lugar central que ocupaban los organizadores,  se comenzó a gritar los eslóganes de la convocatoria, se puso de manifiesto la escasa homogeneidad de la multitud presente. Contrastaba la acreditada experiencia del núcleo convocante, participante en las manifestaciones sindicales y políticas de los años de la madurez del régimen del 78, que comenzaron tras la huelga general del 89, con una considerable parte de los asistentes, que apenas seguían los lemas que se cantaban desde los lugares próximos a las puertas del Congreso. 

El ambiente general condensaba dos sentimientos asociados: la indignación y el miedo. Estos eran los factores de cohesión de la multitud presente. Así el grito más seguido fue el de “ladrones”, así como las pitadas y los abucheos sin palabras. También todo lo que aludía a Rajoy, convertido en el símbolo de las políticas regresivas. Pero, cuando desde el núcleo central se gritaba “el pueblo unido jamás será vencido” y otros del repertorio clásico, apenas tenían seguimiento en las sucesivas capas de concentrados.

La escasa cohesión de los manifestantes se deriva de los avatares de su memoria colectiva, que remite a un tiempo de ganancias en prestaciones, salarios, derechos, condiciones de trabajo y de vida que conforman un imaginario optimista, en el que la movilidad social para sus descendientes parece asegurada. Este tiempo se quiebra bruscamente con la conmoción derivada del acontecimiento al que denominan “la crisis”, que inicia un proceso de pérdidas graduales, acompañadas por amenazas crecientes, que termina por instalarse en la realidad de forma permanente. Esta situación percibida como excepcional, en tanto que toda crisis tiene un final, activa el imaginario del pesimismo y los temores colectivos. La colisión entre ambos imaginarios genera una desestabilización temporal muy considerable en los afectados. 
De ahí resulta un estado de turbación que se refuerza mediante la permanencia de categorías vividas en el pasado pero ahora desprovistas de factibilidad. Así el presente se vive  con unas ideas que son desmentidas por los acontecimientos.

En esta situación de fractura del imaginario colectivo es inevitable la desorientación. Los jubilados se encuentran frente a situaciones que desbordan sus esquemas cognitivos orientados al pasado. Esta crisis de inteligibilidad se refuerza en tanto que una de las dimensiones del cambio social es la hipermediatización, que implica la conversión de los jubilados en espectadores compulsivos de información televisiva. La televisión produce el espectáculo de la política, que es constituido mediante sus propias reglas. Así se construye una narrativa que tiene un impacto en las audiencias masivas del producto información-política. Los héroes de esta narrativa son los expertos en gobernabilidad, economistas, abogados politólogos y sociólogos principalmente,  que definen aquello que es posible y cuáles son los límites de las acciones. Los políticos deben atenerse a las reglas severas de esta teatralización.

Así, los concentrados actúan en coherencia con la trama del teatro político, adquiriendo la condición de héroes por un día en esta representación. Los sentidos de todas las acciones y comunicaciones se encuentran determinados por su emisión en el altavoz de las programaciones. Las cámaras adquieren un protagonismo incuestionable. Así todos se ajustan al canon mediático. En la plaza de las Cortes esto se hace visible mediante las certezas del núcleo convocante, modelado en las mesas de negociación de los últimos cuarenta años, que entienden la movilización como un argumento a favor de un pacto. Pero en las sucesivas capas de concentrados se formula la duda derivada de su estatuto de consumidores de información política televisiva. Esta es la inducida por los expertos acerca de la inviabilidad de las pensiones por ausencia de recursos. Así se explica que la indignación general conviviese con la desesperanza inducida por esta duda.

Siguiendo los códigos de la narración mediática, todo se resuelve por el desplazamiento de un malvado que concentra la responsabilidad, en espera de la aparición de un benefactor que resuelva el problema. En intervalos temporales dilatados, esta presunción ha socavado la potencialidad del pesoe, que pasó de héroe universalizador de servicios públicos esenciales a traidor que los deniega. De este modo, los movilizados en la plaza estaban produciendo un acontecimiento que puede tener un impacto electoral, redistribuyendo las cuotas de los partidos. Esta era la significación vivida en la concentración. Se sobreentiende que esta puede castigar a los malos en espera de la emergencia de los que aseguren el poder adquisitivo de las pensiones.

Pero esta narrativa reproducida en los medios de comunicación en los que proliferan distintas versiones del mismo relato, oculta una cuestión esencial. En el nuevo capitalismo global las democracias reducen drásticamente su campo de acción que se encuentra acotado por las poderosas fuerzas económicas globales. Los partidos de turno se encuentran en una situación de cautividad con respecto a las corporaciones y las empresas. Este dispositivo de beneficiarios de las políticas neoliberales, que se puede definir como el conjunto de agentes económicos que obtienen beneficios muy cuantiosos de la desregulación del trabajo, las políticas fiscales y la reducción del estado asistencial, es quien verdaderamente impulsa la reducción de las pensiones, así como de la sanidad y educación públicas y los servicios sociales.

Así, no es Rajoy o el pepé, sino varios millones de personas a los que “la crisis” ha favorecido incuestionablemente. Este complejo de empresarios, banqueros,  profesiones de élite y otras categorías vinculadas a la economía especulativa, tiene un poder esencial. Se trata de su capacidad para castigar a cualquier gobierno mediante la desinversión. Así ejerce un chantaje permanente sobre quien pueda desafiar a sus privilegios. En este tiempo las grandes empresas hacen públicos sus cuantiosos beneficios de forma impúdica. En coherencia con esta premisa la defensa del nivel de las pensiones se inscribe en una contienda de mayor rango. Si los perjudicados no generan una energía que cristalice en una fuerza capaz de oponerse efectivamente al complejo de los beneficiados no es posible un cambio en su favor. El caso de Grecia es paradigmático. 

En la plaza había pocas señales de energía creativa y lucidez. Así el acontecimiento tiende a resolverse mediante una reestructuración de las instituciones políticas a favor del ascenso de algún nuevo partido que se va a encontrar con el complejo de los intereses de los beneficiarios. El resultado inevitable es la ingeniería financiera y simbólica para paliar la situación hasta el próximo episodio en la secuencia de desposesión de los jubilados y sus acompañantes, los trabajadores empobrecidos y las víctimas de la desasistencialización. 

La izquierda política, radicalmente extraviada en el laberinto de las ficciones políticas mediatizadas, es aficionada a las grandes concentraciones celebrativas y rituales carentes de efectos. Por eso privilegia las jornadas y otras formas pretendidamente a lo grande. Pero la perspectiva ausente de constituir una fuerza social capaz de confrontarse con eficacia con el complejo de fuerzas que sustentan el poder, implica que lo grande tiene que sostenerse por la multiplicación de lo pequeño. En la concentración pude constatar la gran potencialidad de la gente jubilada. Allí había muchas personas en un estado físico y mental excelente y  una disposición aceptable.

Si estos fueran liberados de su condición de espectadores y de la función de soporte del espectáculo político televisado, para ser convertidos en actores, se estarían sentando las bases de un cambio efectivo. Así sería posible que recuperasen la capacidad de imaginar, que los eximiría del chantaje ejercido por los beneficiados múltiples que se ejerce en las mesas de negociación y en las pizarras de los platós televisivos. 

He imaginado la creación de unas nuevas comisiones análogas a las comisiones obreras que surgieron en el seno de los sindicatos verticales del franquismo. Estas pueden ser unas comisiones de jubilados que realizasen actuaciones micro en múltiples espacios. El impacto de estos pequeños grupos que se hicieran presentes en paradas de transportes públicos, mercados, colegios, universidades, museos…Para ello tendrían que desprenderse de la falsa ilusión de ser mayoritarios, que se revive en las grandes concentraciones de masas.  La potencialidad de estas actuaciones es incuestionable. Una versión de esta línea de actuación es la que tiene lugar en Bilbao, donde las concentraciones son manifiestamente trabajadas por la acción de agentes que se mueven en las realidades micro.

Esta vía puede hacer posible la esperanza de salir de esta situación y trascender las concentraciones presididas por la desesperanza, el cabreo, el temor y la esperanza infundada de que se consume una “aparición” de un ser extrahumano que nos redima, al estilo de las revelaciones de Lourdes o Fátima. La quimera de una primavera que solo cambie las proporciones de los asentados en los parlamentos es una quimera que termina por didolverse en el aire.

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