martes, 31 de mayo de 2016

MAYORES EN ARRESTO DOMICILIARIO

Esta entrada pretende ser una intrusión en una realidad cuya visión se encuentra distorsionada, principalmente por su ubicación en una extraña zona de luces y sombras. Me refiero a la situación de una parte muy importante de las personas mayores, que se encuentran relegadas y marginadas en un grado creciente. Si pudiera sintetizar su situación en una imagen, esta es la de su inmovilización paulatina en sus domicilios, víctimas de la conjunción de varios procesos de cambios social, cuyos efectos se recombinan para  limitar su presencia en los espacios públicos. Su espacio vital se contrae progresivamente hasta alcanzar el estatuto de un verdadero arresto domiciliario.

El envejecimiento de la población es un fenómeno muy complejo, en el que se simultanean varias ambivalencias. La emergencia de los viajes y las actividades de ocio de los mayores; la reutilización de su potencial para cuidar a los nietos; el poder adquisitivo de las pensiones en relación con los salarios menguantes; la proporción creciente en el total de la población, que los configura como una potencia electoral para los dispositivos de gobierno; su estado de salud decreciente que sostiene un sector sanitario expansivo, así como las industrias que lo acompañan. Todo coexiste en este segmento de población. Pero se hace manifiesto que, en términos globales, se impone la valoración de que representan una carga social insostenible en las sociedades de mercado infinito, en las que los cuidados personales menguantes se encuentran en declive. Así, los mayores se conforman  como una población percibida como una amenaza.

La complejidad de la situación de la población mayor, suscita un conjunto de interpretaciones que devienen en ideologías específicas que alcanzan el límite de lo patético. En otra ocasión analizaré algunas formulaciones como “poder gris” o “pacto intergeneracional”. Lo cierto es que grandes contingentes de mayores han quedado atrapados en situaciones difíciles, que remiten a valoraciones negativas. El rasgo más relevante de su situación es el de una invisibilidad construida, que oculta las distintas situaciones de carencias múltiples mediante las imágenes producidas por los discursos familiaristas y asistencialistas al uso. Estos son amplificados por los dispositivos de comunicación ocultando las situaciones críticas.

La situación de los mayores resulta de la combinación de varias mutaciones entrelazadas. La industrialización y la urbanización realizada en los últimos cuarenta años  en varias fases,  ha dispersado territorialmente a las viejas familias y comunidades. Muchas personas mayores han quedado enclavadas, bien en distintos espacios urbanos, bien en espacios rurales en declive. Las siguientes generaciones se han diseminado por otras zonas residenciales, movilizadas por las distintas etapas de la expansión  de las ciudades, que convocan  a poblaciones jóvenes mediante los precios del suelo más asequibles en las periferias. De estos procesos resulta la diferenciación por edades en los espacios urbanos. Muchos mayores quedan atrapados y anclados en zonas en declive que se remodelas para otros usos del suelo-maná.

De este modo el entorno de los ancianos cambia súbitamente. El éxodo de muchos de sus antiguos vecinos; la decadencia y reconversión del viejo comercio del barrio, así como de los bares; los nuevos negocios; la modificación de las calles en función del nuevo sistema total de tráfico, así como otros cambios que modifican radicalmente el espacio público tradicional. Los mayores atrapados en ese nuevo entramado comienzan a experimentar su nueva condición de extraños al nuevo espíritu de la ciudad, que sanciona las calles como lugares de paso hacia actividades especializadas. Esta adquiere la condición de  radicalmente motorizada, de modo que la condición de peatón adquiere una nueva naturaleza definida por su discriminación. Las islas peatonales son programadas como entornos de las zonas comerciales y de ocio de los centros históricos, concebidas como lugar de atracción a los visitantes, turistas y residentes en zonas privilegiadas de las periferias dotados de automóviles.

Así, el encuentro familiar se produce en intervalos de tiempo cada vez más largos, siendo desplazado de la cotidianeidad. Pero los esforzados ciudadanos-consumidores de las sociedades del presente adquieren múltiples obligaciones vinculadas al estilo de vida adoptado. Su restricción del tiempo disponible es patente y el fin de semana es un tiempo de concentración de  obligaciones e intensificación de su consumatividad. Este tiempo va en detrimento de las visitas a los familiares mayores atrapados en sus domicilios convencionales. Los encuentros son más dilatados y más rápidos.

Los mayores atrapados por el extrañamiento de su novísimo entorno y el distanciamiento familiar, tienden a hacer un uso instrumental de la calle y replegarse a su hogar. En este se mediatizan intensamente. Sus consumos televisivos los conforman como una audiencia fidelizada, alimentada de fabulaciones y ficciones mediáticas que movilizan sus emociones por los eventos sucedidos tras las pantallas. Pero también los temores colectivos y el miedo inducido constituyen el guion que se abate sobre estas poblaciones semiaisladas, que perciben y registran la multiplicidad de los males y amenazas  presentes en el exterior. Las conversaciones en las tiendas de alimentación, los portales o en las ocasiones que sus hijos se hacen presentes, remiten al asesino de guardia y otras figuras del mal oculto, que pueden hacerse presente en cualquier momento.

Pero el peor extrañamiento resulta de su desconexión con la vida colectiva. Esta se articula en torno a un conjunto de novedades que se producen incesantemente, afectando a todas las esferas y que se suceden a una velocidad prodigiosa. Estas novedades conforman el presente, siempre en tránsito. Los jóvenes están instalados en el mismo, en tanto que lo viven y se adaptan a sus continuos vaivenes. Los mayores se encuentran orientados al pasado y conservan sus representaciones y prácticas vitales, lo cual les aleja del presente, situándolos en una desconexión irrecuperable. La sucesión y acumulación de los cambios aumenta la distancia entre los que viven y poseen el presente y los rezagados. Así se convierten en extraños ajenos a la tensión del presente.

Los rezagados son considerados como una carga que constriñe los encuentros, cada vez más dilatados, de las visitas o la concurrencia del fin de semana. El encuentro familiar representa la concurrencia de mundos cada vez más distantes. La conversación unitaria es imposible por la presencia de los rezagados, que adquieren la naturaleza de sospechosos de formular quejas acerca del mundo y de su propia situación ante tan positivos descendientes entregados a vivir su vida guiada por el presente continuo. Así se reducen las actividades que antaño realizaban en conjunto.

El progresivo encierro domiciliario de los mayores remite a la emergencia de lo que la socióloga Helena Béjar denomina como la familia pública. Las políticas públicas compensan así el declive de las relaciones familiares y de los cuidados a los mayores fortificados. Los servicios sociales y los sanitarios despliegan distintos dispositivos para generar prótesis convivenciales que suplan al ocaso de la familia amplia, las redes amistosas convencionales y la comunidad local. El viaje al centro de salud y la presencia en la casa de personas pertenecientes a distintos sistemas de servicios personales, adquieren una importancia inusitada en la vida cotidiana de los inmovilizados.

Pero la familia pública no puede suplir a los familiares, amigos y vecinos. Sin ánimo de entrar aquí en esta cuestión espinosa, quiero recordar el riesgo de ser definidos como hiperfrecuentadores en los servicios sanitarios, que significa la cima en la acumulación de descalificaciones. En el caso de los servicios domiciliarios municipales, una pauta establecida es la de hacer rotar a las empleadas para evitar el contagio afectivo. Así las descalificaciones incubadas en su ámbito familiar se extienden a los sistemas de atención. El perfil negativo atribuido a los solitarios forzosos, resulta de los intereses de las familias privada y pública, que los definen tratando de limitar la carga que representan.

El resultado de estos procesos es la constitución de extraños seres humanos que están deseando dar afectos a quienes se pongan a su alcance, esperando que puedan devolverles alguna migaja de reconocimiento y cariño. Así recorren todas las estaciones de su vida cotidiana: el supermercado del barrio, las tiendas sobrevivientes a la modernización, los escasos vecinos que pueden pararse a conversar, la sala de espera y las consultas en el centro de salud o las empleadas que se hacen presente en sus casas. Incluso los intensos afectos catódicos preparados y puestos en escena para públicos de avanzada edad.

Algunas mujeres que trabajan cuidando a mayores dicen que sus contratadores  les insisten en que “lo más importante es que le quieras”. Esta paradoja ilustra acerca de las ambigüedades del progreso. En el plano convivencial los declives personales terminan, en la mayoría de los casos, en el exilio familiar, bien siendo ingresado en una institución, bien siendo confinados  en su propio domicilio. Así terminan por ser extrañas víctimas del renacimiento de la vida cotidiana de sus herederos. Este es un problema que esclarece la manifiesta debilidad de la inteligencia colectiva y el descentramiento de los imaginarios sociales.

Esta noche he soñado que miles de ancianos formaban un movimiento social para defender sus intereses y romper su arresto domiciliario. Contrataban a abogados y notarios para hacer un acto colectivo de desheredar a sus familiares. Las alarmas mediáticas se dispararon y los expertos adecuados proponían declararlos incapacitados cognitivamente. Durante unos días el miedo había cambiado de bando y de generación, y algunos se preguntaban si este acontecimiento constituía un síntoma.




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