miércoles, 30 de marzo de 2016

GUÍA PARA VACUNAR DE ESCEPTICEMIA A LOS ESTUDIANTES DE MEDICINA

Esta guía surge del último seminario de innovación en atención primaria de Bilbao. La iniciativa es un signo de renovación en este tiempo y parece imprescindible. Los estudiantes son sometidos a un papel de receptores acríticos por sus profesores ventrílocuos en una universidad esclerotizada.  Esta propuesta apunta a una reversión de la situación mediante la asociación entre el inconformismo y la inteligencia, que aparece inevitablemente  en todos los tiempos de cambios ¡bienvenida esta iniciativa tan necesaria¡

La escepticemia tiene variantes múltiples en distintas disciplinas. Una de ellas es la de los estudiantes de sociología, aplastados por el peso de los saberes muertos que se abaten sobre ellos. En todos los campos estudiar tendría que consistir en recuperar la palabra y realizar actividades vivas. Aprender es una cuestión que no se puede delegar en otro. La inteligencia solo se desarrolla ejercitándola.

 La ESCEPTICEMIA (término acuñado en 1989 por Petr Skrabanek y James McCormick) es una "enfermedad de baja contagiosidad contra la que se vacuna a los estudiantes en las facultades de medicina".  La enfermedad se basa en el pensamiento crítico, y se opone a las afirmaciones que carezcan de evidencia empírica verificable y contrastada. Su vacuna conlleva una triple pérdida: de capacidad crítica, de ética y de propuestas de mejora. Creemos que su vacunación se ha extendido a otros centros docentes, así que presentamos una serie de medidas generales para combatirla.



lunes, 28 de marzo de 2016

LA CUSTOMIZACIÓN IMPOSIBLE DE LOS PACIENTES DIABÉTICOS

                                        DERIVAS DIABÉTICAS

El sistema de los objetos, como lo denomina Baudrillard, constituye la estructura más importante en las sociedades del presente. Su hegemonía incuestionable hace que se transfieran los supuestos que la gobiernan  a todas las esferas sociales. Así, la personalización extrema, devenida en customización, que implica la modificación del objeto o servicio de acuerdo con las preferencias del receptor -que le imprime así un sello propio-  es exportada a los sistemas de prestación de servicios personales. Uno de ellos es la asistencia sanitaria. Los discursos acerca de la personalización invaden este campo sin considerar sus especificidades. El resultado es que el paciente es reinterpretado como cliente. En el caso de los enfermos crónicos, y de los diabéticos en particular, la importación de la customización y sus sentidos se ubica en un punto intermedio entre lo ficcional y lo delirante.

En los últimos treinta años coexisten varios discursos sobre la personalización de la asistencia a los pacientes. Desde la bioética y algunos grupos de profesionales se entiende asociada al concepto de “humanización”. Esta es una respuesta a la tecnologización y masificación de la asistencia. El segundo discurso se funda en la atención integral, derivado de la comprensión del paciente como un ser biopsicosocial, que integra lo biológico con lo psicológico y social. En la primera reforma de la atención primaria aparece como una referencia de marca del modelo que la inspira. Por último, la nueva economía resultante de la revolución tecnológica de los años ochenta, impulsa el consumo y descubre la importancia de los mercados del consumo inmaterial, tales como la salud, que son susceptibles de crecer sin techo. De ahí resulta el concepto de cliente, que desemboca en la customización general.

Parece evidente que el predominio de la clientelización avanza con vigor en las políticas sanitarias y se sobrepone a las otras significaciones. Los discursos humanizadores y biopsicosociales se mantienen en grupos profesionales extraordinariamente reducidos y se distancian de la asistencia diaria. La hegemonía del arquetipo del novísimo paciente-cliente, descansa en que el convencional sector de la asistencia sanitaria ha sido transformado en sus supuestos básicos, de modo que funciona bajo la premisa de privilegiar sobre el tratamiento de los enfermos la producción del bienestar sin fin. Así se impulsa una escalada de necesidades que es imposible satisfacer sin una relación personal, en la que el profesional inductor a la demanda ayude al cliente a interiorizarla. Así se teje el suelo sobre el que se erige el sobretratamiento de las poblaciones con capacidad de compra.

En este contexto, los diabéticos devienen en un segmento de enfermos que concita la presencia simultánea  de varios mercados. Son consumidores permanentes de servicios sanitarios que incorporan trabajo humano inmaterial profesional. Además, la evolución de la enfermedad, produce inevitablemente distintos problemas de salud que se diseminan por todos los servicios convertidos en demanda a los mismos. Así nutren también a distintas especialidades. Al tiempo, este contingente de pacientes necesita de cuidados, de educación diabetológica, de abordaje de problemas de comportamiento, así como de otros asuntos que generan importantes mercados secundarios. El cuerpo de los diabéticos es despiezado, comenzando precisamente por los pies y la enfermedad estalla en múltiples fragmentos susceptibles de ser tratados.

Junto a estos mercados inmateriales, los diabéticos constituyen un colectivo privilegiado en el consumo de fármacos y productos sanitarios. Las tiras reactivas, las insulinas y otras pastillas múltiples, que se asocian con las complicaciones y la combinación con otras enfermedades. Cualquier paciente es entendido como candidato a ser portador con el tiempo de la etiqueta pluripatológica. En este caso,  el concepto derivar adquiere su máxima intensidad, por la que los cuerpos diabéticos transitan por todos los circuitos internos del sistema de atención. Todos los desmenuzados problemas de salud generales, tienen su versión diabética. Así terminan siendo un sólido cuerpo de infantería en el ejército imaginario de los enfermos, cuyos cuerpos de élite son los portadores de enfermedades con curación triunfal.

Todos estos factores convergen y se recombinan para constituir la paradoja de la atención a los pacientes diabéticos. En tanto que representan un segmento importante de la atención sanitaria, generando actividades de alto valor económico, son un grupo sometido a la lógica del sobretratamiento. Pero, al mismo tiempo, experimentan una degradación en la escala de la asistencia, derivada de la naturaleza de la enfermedad, subalterna en el paradigma biomédico por su incurabilidad. También sufren el estigma derivado de la temporalidad de la enfermedad y las restricciones en la vida que conlleva. Así son convertidos en sospechosos permanentes de incumplimiento Dicho en otras palabras, son las estrellas de todos los mercados secundarios articulados en torno a los problemas derivados de la cronicidad, al tiempo que los relegados por los mercados del primer orden, que se definen por la curación. Así, son portadores de problemas de salud que carecen de solución óptima.

Desde esta perspectiva es conveniente reflexionar acerca de la consulta en relación a la personalización de la atención. La customización clientelar es ficcional debido a los atributos del problema de salud. El paciente no puede decidir cuestiones fundamentales del servicio. Estas se encuentran rigurosamente determinadas por parámetros patológicos. Pero en los casos de crisis de resultados o aparición de problemas específicos, se pueden distinguir entre dos alternativas. Una es la masificación. Muchos de los profesionales de la atención primaria entienden el estado del paciente como una relación que expresa el diferencial con respecto a la media o a los estándares considerados como aceptables. Si estos son malos se trata de intervenir contundentemente mediante medicación. En este caso, el estado personal del paciente y de su vida es desplazado al segundo plano, siendo objeto de una combinación de regañina y consejos paternalistas.

Este modo de trabajo derivado de la masificación de la asistencia y del concepto prevalente de la enfermedad crónica, genera un mercado privado de asistencia especializada. En mi opinión, los pacientes que compran los servicios de un endocrino, responden así al desamparo generado en la asistencia masificada, en la que son reducidos a extensiones de una gran base de datos clínicos. Lo peor de los sistemas públicos es la circulación por los especialistas y las colas de enfermos diabéticos para la realización de pruebas.

Pero el mercado privado, entendido como un refugio o una fuga, también es paradójico, porque ¿qué puede ofrecer un endocrino en su consulta, en términos de comprensión del problema y tratamiento específico? Mi respuesta es que bien poco, o nada. El endocrino tiene una visión centrada en la relación con otras patologías y desplaza así el foco de su atención, alejándolo del núcleo vivido por el paciente. Lo que verdaderamente ofrece este mercado es la flexibilización del tratamiento y la suavización de la relación personal, sobre todo en los casos en los que aparece el problema de la modificación de la conducta. Esta es una forma  de medicina consentidora. Se trata de reducir la imputación subyacente de responsabilidad del paciente y de considerar sus circunstancias personales.

La consulta orientada a la vigilancia de los resultados de las pruebas y al registro del proceso patológico, genera un vacío en el paciente que le impulsa a buscar soluciones en el mercado profesional exterior. Ese vacío resulta de los déficits de la relación en la consulta, que termina por construir un muro comunicativo sobre el que se constituye una capa de aparente cordialidad. En muchos casos este distanciamiento amable beneficia a ambas partes. En una consulta así solo es posible acercarse al modelo comercial consentidor, en el que es posible la conversación amable.

Pero en ambos casos, el de la consulta masificada amable y la consulta privada consentidora, la personalización es ficcional. Porque lo queda invisibilizado es el conjunto de acontecimientos, circunstancias, problemas y estados personales que fluyen en las vidas. Se puede apelar a ellos y pueden ser aludidos en una conversación, pero no son objeto de sistematización y organización. Así la personalización, que denomino irónicamente como customización, que es una propiedad de los objetos, es imposible si no es tratada con un método que excede a la clínica convencional. La consulta es el encuentro entre un profesional que define la situación según sus categorías patológicas y moviliza su arsenal tecnológico-terapéutico. En ese espacio impone su definición sobre la vida del paciente que se manifiesta como una materia prima sin elaborar.

Así los pacientes diabéticos somos convertidos en seres extraños, que pueden aspirar a ser tratados con consideración y respeto. Me gusta denominar a los médicos y las enfermeras inquietas por presentir los vacíos del paradigma asistencial como “Zira y Aurelius”. Estos son los dos científicos de la película clásica de “El planeta de los simios” que confieren credibilidad a los humanos arribados allí. La mayoría son inevitablemente clones del implacable doctor Zaius. Espero que algún lector pueda reflexionar sobre esta analogía.


viernes, 25 de marzo de 2016

TOMÁS ELLACURÍA

Tomás Ellacuría Irigoyen fue una persona muy importante en mi adolescencia y en mi vida. Era primo mío, hijo de la tía Rosario, hermana de mi padre. Era mucho mayor que yo. En los cinco años que pasamos en Bilbao por la enfermedad y muerte de mi padre, tuve la suerte de tratarlo. Cuando retornamos a Madrid, ya con dieciséis años, en los veranos regresaba a la casa de la entrañable tía Brigi. Entonces tenía una novia en San Sebastián. El largo verano transcurría con idas y venidas entre ambas ciudades. En las pausas de Bilbao visitaba con frecuencia la acogedora casa de Tomás en Plencia. En las largas conversaciones de sobremesa me ayudó a descubrir el mundo de los libros, de la vida y de la política, que era muy diferente al que había conocido a través de mis padres.

Mi familia me educó en un pragmatismo destructivo. Todo se reducía a obtener una posición social alta. El matrimonio se entendía como una coalición que contribuía a este fin. El resto de la vida se subordinaba a la conservación de esa jerarquía, o incluso a su ampliación. El mundo se entendía como algo exterior impuesto, cerrado e incuestionable. Solo cabía aceptarlo. Estos argumentos se encarnaban principalmente en el ejemplo de mis tíos, los hermanos de mi madre. Sus éxitos profesionales contrastaban con su parca y miserable vida. Las amistades eran sospechosas de interés, la familia era principalmente un sistema para la promoción personal de sus miembros y las personas externas al clan eran susceptibles de portar amenazas al interés supremo personal. Así, los afectos eran severamente reprimidos en esa coalición para el éxito.

En los años de Bilbao descubrí los afectos de mis tías Brigi, Elena y Tere, así como de algunos miembros de la familia de mi padre. Entre todos ellos destaca la figura de Tomás. Era una persona que expresaba sus afectos abiertamente con todas las personas. Tenía una imprenta en la calle Buenos Aires, a la que acudíamos en ocasiones a visitarlo. Era una empresa muy grande. Recuerdo su despacho  con las cristaleras. Nuestras visitas eran muy cortas pero siempre nos recibía con su afecto proverbial. Pero, en los pocos minutos de nuestra estancia, siempre entraban trabajadores a consultarle cosas. También eran frecuentes los clientes o amigos. Me llamaba la atención su afabilidad extrema con todos. En estos encuentros confirmé mi intuición de que se trataba de una persona muy especial, que se comportaba de una forma diferente al duro mundo de mi infancia, en el que cada cual tenía una etiqueta que designaba su posición económica.

En los cinco años formidables de Bilbao, en los que fuimos queridos por algunos familiares, pude confirmar el papel de Tomás en los asuntos de la familia. En los pequeños conflictos familiares siempre se hacía presente e intermediaba. Su liderazgo y compromiso era manifiesto. Era muy respetado por todos, que se sentían amparados por su figura en la convicción de que cuando hubiera un problema de cualquier orden, ahí estaría él. Mi madre y las tías le llamaban “Tomasito”, a pesar de su edad y su posición social. Su mujer Ana Mari era una persona entrañable. Era madrileña y muy hermosa. Pero tenía la virtud de expresar inequívocamente en su rostro luminoso todas sus emociones. Ambos eran extremadamente cordiales y cariñosos con todos. Tuvieron doce hijos si las cuentas no me fallan. Pero lo más sorprendente a mis ojos era que tenían otra forma de vivir la vida, en la que sus relaciones personales se regían por la calidez y el reconocimiento de las personas, con independencia de su posición. 

En las visitas a su casa siempre había invitados. Cultivaba la amistad pausada y serena. En este tiempo, en los primeros años sesenta, Euzkadi despertaba del letargo en que le había sumido el franquismo. Mucha gente manifestaba inquietudes políticas, sociales y culturales. Con frecuencia tenía invitados en su casa, congregando  a distintas personas que hablaban de literatura, filosofía, religión, política o economía. El mundo entonces era muy abierto y suscitaba numerosos interrogantes. Recuerdo conversaciones sobre la cogestión en la empresa, los kibutz, la reciente revolución cubana, la descolonización, el socialismo, el régimen, el nacionalismo vasco, la guerra civil, la iglesia, la sexualidad y otros temas. Era un buen anfitrión,  un buen conversador y sabía escuchar a sus interlocutores. También era muy tolerante con las diferencias en un tiempo muy propicio para la exploración. En ocasiones se expresaba con vehemencia, sobre todo en los temas en los que había modificado sus opiniones, principalmente los referidos al franquismo en los que había sido educado. Su proceso le condujo al nacionalismo vasco.

Mi madre y mis tías decían de él que era demasiado bueno para dirigir una empresa de la envergadura de Gráficas Ellacuría de entonces. Comentaban que acogía a muchos trabajadores con distintos problemas personales. Ciertamente, su generosidad era desbordante en todos los órdenes. Creo recordar que en su adolescencia había estado en el seminario. Era un católico muy activo y peculiar. Su religiosidad tenía efectos en sus comportamientos cotidianos y la aplicaba a todas las esferas. Su vida privada estaba regida por su compromiso sin contrapartidas con su familia, amigos, personas próximas y comunidad. En su vida pública, tanto en su empresa como en sus compromisos ciudadanos, predominaba un comportamiento acorde con un cuadro de valores que acreditaba sus coherencias.

Su empresa siempre se ajustó a un capitalismo de rostro humano. En este tiempo algunas empresas simultaneaban el beneficio con los compromisos con sus empleados. Todavía hoy en Euzkadi se mantienen algunas empresas en esta línea ajena al capitalismo salvaje desbocado.  De este modo entendía y practicaba un cristianismo compatible con el ejercicio de virtudes públicas, cosa poco frecuente. Me pregunto qué pensaría del tiempo actual. Su posición social no le impedía practicar la amistad, entendida como un vínculo personal en el que se comparten los sentimientos y las experiencias sin esperar contrapartidas ni equivalentes.

Recuerdo a su primo Luis Ellacuría, jesuita y profesor de la universidad de Deusto, con el que coincidí en varias ocasiones. Cuando la conversación se prolongaba de madrugada, Ana le decía que era muy tarde y se iba a la cama. Le pedía que no tardase mucho. Las miradas y los tonos de ambos no pasaban inadvertidas para los que estábamos presentes. Su amor tuvo que ser muy intenso y tan especial como eran ambos. En todas las relaciones diarias depositaba afectos, haciendo así la vida digna de ser vivida para experimentar pequeñas gratificaciones. Así, llenaba la vida allí donde se encontraba de afectuosidad, sencillez y calidez.

En casa de mis padres solo había libros de caza y temas similares. Los libros tenían una función decorativa. Mi madre leía novelas de Agatha Christie. Mis primeros libros me los regaló Tomás. Recuerdo “Conversaciones en la catedral” de Vargas Llosa; “los condenados de la tierra de Frantz Fanon” y algunos de Erich Fromm. Fueron mis primeras lecturas que conectaron con mi situación personal en los primeros años de universidad, contribuyendo  a la ruptura con mi mundo de origen, para alinearme con los vencidos. Todo concluyó en mi activa militancia comunista. Mi deriva militante tan intensa rompió el nexo veraniego con Bilbao.

Muchos años más tarde, en los primeros ochenta intenté restablecer las conexiones familiares con Bilbao. Visité a todas las tías, Tere, Carmela y Marta. La tía Brigi estaba con ellos en Plencia en una situación de salud fatal derivada de  un ictus. El recibimiento hostil de mis tías contrastaba con la situación de la tía Brigi, cuidada y querida por la familia de Tomás y Ana.  Su habitación era un reducto de afectos indisimulables, en los que los cuidados adquirían unas dimensiones que ninguna institución puede igualar.

En 1989 estuve en Nicaragua impartiendo un curso. En el viaje de vuelta estaba sentado junto a mí un hombre que leía una biblia. Pensé que sería un clérigo de las numerosas iglesias protestantes que proliferaban en América Latina en este tiempo. Pero una vez entablada la conversación, resultó ser Segundo Montes, uno de los miembros del equipo de Ignacio Ellacuría, el teólogo-filósofo de la universidad del Salvador. Él era sociólogo. Conversamos toda la noche sobre múltiples cuestiones e hicimos buenas migas. Nos despedimos en Madrid afectuosamente conviniendo una visita a Ignacio, a quien tenía ganas de conocer desde hacía muchos años. Este era otro de los Ellacurías comprometidos de esa época. Segundo iba a Bruselas unos días a un congreso. Dos meses después fueron asesinados por el ejército salvadoreño.

Así activé el recuerdo de Tomás, que tantas cosas compartía con Ignacio. Su interés residía no solo en las coherencias de sus comportamientos, sino el valor que otorgaba a las pequeñas cosas de la vida vividas desde la perspectiva de las personas que sacan lo mejor de sí mismas: sus afectos y sus capacidades para ayudar.  Ambos me remiten a un autor tan influyente en mí como Ivan Illich, en tanto que ilustran su fértil concepto de la convivencialidad.  Cuando voy a Bilbao todos los recuerdos y las emociones se activan. El paso del tiempo revaloriza su memoria. Tomás ha representado la excepción afectiva y desinteresada en mi adverso entorno familiar. Desde el emocionado recuerdo muchas gracias. También un fuerte abrazo a sus hijos, tan privilegiados.



domingo, 20 de marzo de 2016

LOS PROFESORES MONOLOGUISTAS

Los profesores han modificado sustancialmente su actividad en las aulas para adaptarse a las nuevas situaciones determinadas por los cambios sociales. La proverbial  clase magistral, se ha modificado para convertirse en una nueva forma de monólogo dialogado y consentido por los nuevos estudiantes, pertenecientes a las generaciones que Franco Berardi “Bifo” denomina “post-alfa”. Esta es la forma de conseguir una coexistencia pacífica en el aula, un extraño territorio fronterizo entre dos épocas, en el que se encuentran la última versión del viejo imperio ilustrado de la letra escrita y la emergente galaxia posalfabética.

La vieja clase magistral deviene en un monólogo, única posibilidad en ausencia del diálogo, debido principalmente a la interferencia del poderoso sistema posmediático que coloniza la vida y las mentes de los estudiantes. En ausencia de modos de comunicación y referencias comunes, el diálogo deviene en una ficción, que en este blog he denominado como “La fábrica de la charla”.  La tertulia dispersa y trivial acompaña al monólogo ejecutado por el docente y alivia la tensión del desencuentro. También las prácticas contribuyen a la desactivación del binomio teoría-profesor.

La vieja clase magistral era una relación entre un docente que conoce la materia y un lego configurado como un recipiente en el que se vierten los conocimientos. Así se marcaba la distancia social entre ambas posiciones. Ahora el saber declina ante la emergencia de los media, que producen fragmentos de discursos, narrativas, fabulaciones, imágenes y sonidos que pueblan la vida. Este fluido incesante modela la conciencia colectiva, el lenguaje y el sentido común de los ciudadanos receptores. Este flujo se recompone en períodos temporales vertiginosos, que congelan los saberes trasmitidos por los textos y los profesores.  Los docentes devienen en administradores de productos congelados en trance de caducidad.

En estas condiciones el aula misma deviene en una instancia subordinada a los media, de modo que se instituye en la misma  el género más exitoso, como es el de la tertulia. Los alumnos-recipiente, amontonados en las sillas-pupitre, reciben los discursos académicos administrados en las clases, en vísperas de su prescripción temporal y codificados una estructura  invariante que remite a  Gutemberg. Las líneas, los párrafos y otras unidades de estructura se suceden ante los nuevos ciudadanos emisores y receptores de mensajes cortos, imágenes y sonidos. El desencuentro alcanza proporciones mayúsculas, en tanto que el taylorismo académico fragmenta el saber en múltiples asignaturas que se suceden interminablemente. El power point alivia el desencuentro filtrando algunas imágenes.

El declive del aula se hace patente y la clase magistral es vivida como una pesadilla, en tanto que solo puede movilizar la escucha, basada en la conexión entre el canal auditivo y el cerebro. La penalización de la vista y de los demás sentidos, que los mundos mediáticos y del consumo movilizan para poblar la cotidianeidad, es manifiesta. Así se genera un estado de disgusto difuso compartido, que es aliviado por la espera a la siguiente pausa. Cuando alguno de los alumnos receptores interviene y suscita alguna cuestión, que inevitablemente estimula al solitario profesor parlante, es sancionado por el grupo en estado de espera un final inminente.

La clase magistral es una instancia inter-espacial y remite a otro planeta. Las distancias entre emisor y receptor se hacen siderales. El presente continuo desplaza a la historia de una manera contundente, difuminando el pasado a favor del ahora. Lo actual y el imperio del hoy quedan constituidos sin vínculos con el pasado, que es denostado y desplazado al baúl de lo inservible. Los textos del pasado son descalificados en favor de un mecanismo que reproduce el modelo de la actualidad periodística. Solo tiene valor lo penúltimo, en trance de superación por aquello que se publicará mañana. Para las ciencias humanas y sociales supone una catástrofe, en tanto que las teorías y los conceptos son vaciados mediante la separación de sus contextos. De este modo, se habla utilizando la jerga prevalente en los media, en detrimento de los universos conceptuales de las declinantes ciencias sociales.

En estas condiciones se hace factible la recuperación de uno de los géneros de los media que puede ser reinsertado en el aula: el practicado por los monologuistas. Estos proliferan en las televisiones. Pero sus monólogos versan sobre la vida cotidiana, facilitando así su constitución  en la clave del humor negro, la ironía y la paradoja. Esto permite la conexión con el público en sesiones que nunca duran más de quince minutos. El monologuista tiene que elaborar el guion y ponerlo en escena mediante sus propios recursos teatrales. En el curso de su actuación la conexión con el público se produce mediante risas, aplausos y el intercambio visual.

Pero un monologuista universitario no puede aspirar a tanto. Un monologuista mediático es un autor de su monólogo, al igual que los antiguos profesores autores de la clase magistral. Pero un profesor en el presente  no es un autor. Por el contrario, debe interpretar la partitura impuesta en la guía docente homologada por la disciplina y las agencias. Además, las sesiones tienen una duración de entre una y dos horas. El público no se encuentra en estado de conexión, en tanto que es obligado a concurrir mediante un hermético y absurdo sistema de premios y castigos. Además, cada sesión se encuentra acompañada por las anteriores y sucesivas, que generan un estado de saturación por los alumnos sometidos a la sobrecarga auditiva. El comienzo de la actuación rompe la pausa, en la que los receptores intercambian conversaciones vivas, en las que se suceden distintas frases cortas acompañadas de gestos, cambios de tono y  risas. El monólogo comienza reduciendo ese estado de conversación al silencio, emitiendo un tono de voz mayor e imperativo.

Pero el factor más adverso radica en la naturaleza de imposición de la clase, que remite a una programación de actividades secuenciales y recurrentes que se inspiran en el modelo de la animación. En muchas ocasiones, son tan triviales que desintegran el estado de escucha y suscitan la fatiga del grupo. Entonces el monologista tiene que intervenir de nuevo para recuperar la situación. Para sostenerla, en muchas ocasiones tiene que interpelar al grupo para conducirlo de nuevo a la charla. Así el ciclo monólogo-práctica-charla-monólogo se sucede con la esperanza compartida de llegar al final.

Las actividades prácticas son imposibles en grupos tan amplios y heterogéneos. En las clases se almacenan siempre más de cincuenta estudiantes con distintas capacidades, motivaciones y expectativas. Cualquier conversación conduce a la dispersión, cuando no al naufragio mismo. De ahí la pertinencia del monólogo, que se constituye en un dique que modera la dispersión y la evasión. La distancia entre el monologuista y el público es tan grande, que este se encuentra intimidado por el terror que produce  la no respuesta. Este es el mecanismo que utilizan recurrentemente los receptores para reducir las dimensiones de la clase magistral y convertirla en el monólogo encerrado en los límites de lo posible, que es lo que aceptan los estudiantes.

Los profesores monologuistas son el símbolo del estado de transición entre la era de la clase magistral y la descomposición de la institución en las condiciones de masificación y preponderancia de otros modos de conocer y comunicar. La clase magistral se recompone mediante la inserción de elementos visuales y suavización de los contenidos. El profesor monologista reinventa un género académico compatible con las condiciones vigentes. Tiene que compatibilizar los rigores de los contenidos con el sagrado precepto del “me gusta” de los receptores. Así se configura la versión de lo que Postman conceptualizó como una nueva forma de show en su libro “Divertirse hasta morir”.

Es el show académico adaptado a las formas de comunicación posmediáticas, del que resulta el nuevo profesor monologuista. Muy pronto las clases producirán versiones académicas de emoticonos y memes, en tránsito a la espectacularización del aula y del sujeto monologuista. Mientras tanto el monólogo académico sucede a la clase magistral para reducir las distancias entre el mundo de las aulas y los mundos sociales de los estudiantes receptores.

jueves, 17 de marzo de 2016

ELOGIO DE LA POSMENDICIDAD

Vivo en un barrio céntrico de Granada. Sus calles registran los efectos de los cambios acaecidos en los últimos tiempos.  Las personas integradas en los sistemas laborales y escolares se encuentran sometidas a una rigurosa temporalidad. Abandonan a primera hora sus domicilios apresuradamente para regresar escalonadamente entre el mediodía y la noche. Tras la evacuación temprana de los activos, la población de amas de casa, jubilados y expulsados del mercado laboral,  se hace presente gradualmente a la calle, bien para hacer las compras, los recados o compensar su aislamiento familiar --entre las sobreocupadas gentes productivas y las copiosas raciones mediáticas audiovisuales-- mediante la conversación trivial y cordial. Las calles, los supermercados,  comercios y bares de barrio abren sus puertas a esta población que consagra el espacio público como lugar de encuentros sin finalidad.

Este espacio registra en los últimos años la presencia de muchas de las víctimas de lo que se llama crisis, pero que en verdad es una drástica reestructuración del capitalismo. Algunos de los expulsados de las actividades productivas, cuyas biografías laborales se encuentran irremediablemente bloqueadas, comparecen en las calles en el tiempo de la mañana para solicitar una ayuda en términos monetarios. Así se conforma una nueva generación de pedigüeños que altera drásticamente la naturaleza de esta actividad, conformando una nueva mendicidad que coexiste con las tradicionales, que se concentran en los centros urbanos comerciales y turísticos. La mendicidad adquiere formas múltiples y muy diferenciadas, conformando el continente múltiple de la posmendicidad.

Los nuevos menesterosos callejeros se presentan de una forma muy diferente a las versiones tradicionales. Representan en la calle su papel de expulsados del mercado de trabajo así como desamparados por los servicios sociales y las redes familiares. Cada uno comunica su tragedia mediante la búsqueda de la conversación. Su porte es aseado y su estado es activo. Su mirada reclama a todos los que pasan, saludando cordialmente sin excepción a los transeúntes. De este modo constituyen el lugar en el que se asientan en un espacio abierto a la comunicación con aquellas personas que se detengan y pregunten. En el desierto relacional de las calles, convertidas en un severo “no lugar”, tal y como es conceptualizado por Marc Augé, aparecen los pequeños oasis en torno a los posmendigos.

No exponen sus heridas o miserias, ni solicitan compasión, sino que se muestran como damnificados por una situación general que termina por comparecer ante las miradas públicas. Así constituyen lugares de excepción, donde los habituales transeúntes liberados de las rígidas temporalidades laborales, terminan cediendo a la cordialidad de los saludos, que concluyen en conversaciones en las que se alude a los temas de la vida diaria, combinados con la narrativa de su desgracia, que abre el camino al  intercambio de las fatalidades comunes a la vida, que portan en secreto los viandantes. También sus esperanzas, dependientes siempre del azar convertido en el horizonte común para todos. La apelación a la complicidad, en tanto que cualquiera puede llegar a encontrarse en su situación, es el código subyacente en esas relaciones.

Los posmendigos piden ayuda económica, pero esta es mediada por la conversación y el apoyo anímico a los numerosos transeúntes que hacen paradas para conversar. El “chavico” retorna a sus donantes en forma de apoyo afable. Sobre la aceptación del papel tan relevante que confieren al destino en las vidas, se construye una relación semejante a las que antaño se producían en pueblos y barriadas periféricas de las ciudades. Tras los  primeros contactos visuales y de los saludos cordiales, ocurre la primera conversación en la que se intercambian las informaciones sobre las vidas y las situaciones de ambas partes anudadas por el destino. Después se hace cotidiana. Si algún día el posmendigo se ausenta produce cierta inquietud en no pocos habituales de la parada. Esta es la señal inequívoca de la comparecencia de un afecto difuso.

El espacio de los posmendigos termina constituyéndose como un lugar convivencial, donde algunos de los aislados en el hogar fortificado de las pantallas múltiples se resarcen moderadamente de sus carencias conversacionales y afectivas. Así, las relaciones van creciendo de modo que el lugar se asemeja a una portería  de un edificio mastodóntico, propio de los primeros años del desarrollismo, donde los saludos se entrelazan con el flujo de noticias, rumores, leyendas y conversaciones comunitarias.

Sobre la base de los intercambios conversacionales aparece una forma de relación más intensa. En algún caso, el posmendigo comienza a prestar pequeños servicios. El apoyo a personas con movilidad reducida y a los enfermos, la custodia de los perros que acompañan a ancianos en sus compras, la ayuda a personas mayores sobrecargadas de paquetes, la colaboración en la puesta de una terraza de un bar, la asistencia en la instalación de un puesto callejero de alimentación o en la descarga de productos de un comercio, realizar distintos recados, facilitar un aparcamiento, hacer de mensajero entre personas y otros. En el vacío de las calles termina por ser un intermediario social y un agente de trabajo no mercantilizado.

La crisis de la sociedad salarial le ampara. Sobre sus ausencias se constituye en un antecedente de un horizonte futuro en el que el trabajo no mercantilizado adquiera el valor negado por el capitalismo vigente. El espectro de la cooperación, los cuidados y la solidaridad se hace manifiesto en su figura que facilita imaginar otro futuro. En este sentido su presencia anuncia un acontecimiento que evidencia una señal. Su saber estar en la calle es un verdadero arte menor de la extroversión que contrasta con los desempleados de larga duración que se desplazan por el espacio público ocultándose en la introversión.

La posmendicidad desempeña sus funciones de habitar las calles gélidas mediante las relaciones afables, el auxilio a personas necesitadas, el amparo a los más débiles y los pequeños servicios colaborativos. Así se homologa a los viejos bares o comercios de barrio, ahora en manifiesta decadencia. Por eso lo interpreto como un pequeño acontecimiento en las relaciones personales, que contrasta con el distanciamiento superlativo propio de las sociedades del presente. Estas instituyen relaciones espaciales regidas por la segmentación generacional y la multiplicación de las distancias, de modo que todos somos extraños. La posmendicidad contribuye a hacer más habitable el espacio público.

Cuando termina la mañana y las poblaciones no activas retornan a sus hogares, los posmendigos desaparecen. La tarde registra el regreso secuencial de los activos y escolarizados. Los motorizados en sus cabinas móviles y la mayor parte de los peatones concentrados en sus pantallas personalizadas. Todos terminan desembocando en los hogares, en los que las pantallas se diseminan por las salas y los dormitorios-fortaleza. La noche anuncia la intensificación posmediática. Mientras tanto, en las calles solo quedan los concentrados en los bares, muy diferentes a los de a mañana. Los escasos peatones se cruzan sin intercambiar ni siquiera miradas. El otro percibido como extraño adquiere una intensidad desmesurada. En la oscuridad los extraños devienen en candidatos a la peligrosidad. Sólo los automovilistas permanecen en un estado similar al día.

Cuando llega el fin de semana todo cambia. Distintas gentes comparecen en la calle y los mendigos y posmendigos se repliegan a sus sumideros urbanos. Cuando transito por las calles y pienso en estas cosas, no puedo evitar acordarme de Henri Lefebvre, de André Gorz o de Manuel Delgado.


domingo, 13 de marzo de 2016

LOS PACIENTES DIABÉTICOS Y LAS FANTASÍAS ALGORÍTMICAS

                                             DERIVAS DIABÉTICAS
 La consulta médica es un territorio rigurosamente algoritmizado. El encuentro entre el médico y el paciente se encuentra determinado por un algoritmo constituido desde el exterior, que determina los contenidos de la relación entre los participantes, que son inscritos en un paradigma algebraico. Este conforma los supuestos subyacentes en los protocolos. La relación médico-paciente queda encerrada en este sistema programado. La comunicación se subordina a la lógica del paradigma, que es la exactitud, que requiere la modelación cibernética. Así, el ordenador adquiere un protagonismo incuestionable, en tanto que digitaliza la conversación para hacerla adecuada a los fines establecidos.

De este modo el paciente queda convertido en un sujeto portador de los datos que definen el problema, que se especifica en un diagnóstico, al cual es homologado. Los diagnósticos se encuentran rigurosamente definidos como problemas, cuyas soluciones son determinadas con exactitud y precisión. Cada diagnóstico tiene su tratamiento prescrito. El paciente, entendido como el cuerpo portador de la enfermedad es reconvertido a una entidad física en espera de la solución del problema patológico. Así su subjetividad es evacuada de la relación.

Clauss en 1965 define un algoritmo como “Un ordenamiento exacto, aprehensible y reproducible con cuya ayuda se puede resolver paso a paso tareas de un determinado tipo”. Un algoritmo implica la subdivisión de las relaciones y el ordenamiento de estas para la solución del problema. Sus componentes son inequívocos, elementales y generales, aplicables a todos los casos. La algoritmización de la asistencia médica se ha intensificado en los últimos treinta años. Cada problema tiene su solución estandarizada, mediante un proceso de acciones y operaciones diferenciadas y secuenciadas. La intensa protocolización destierra las dudas de los profesionales convertidos en ejecutores de las acciones programadas.

El problema de los algoritmos aplicados al campo de la clínica médica radica en que los fenómenos patológicos no siempre presentan regularidades que se atengan a la exactitud de los objetos materiales. Pero el aspecto más problemático radica en que una vez constituido el algoritmo que se materializa en un protocolo, su aplicación es tan sencilla que no requiere una cualificación especial. La actividad profesional deviene en ejecución de automatismos programados que sostienen las certezas. El sueño subyacente de cualquier algoritmo es que sea tan exacto y preciso que pueda ser ejecutado por las máquinas. Me gusta designar en mi intimidad a los médicos del presente como las máquinas blancas, aunque  ciertamente existen algunas excepciones a la maquinización de la profesión.

La algoritmización de la asistencia contribuye al mejor resultado en el tratamiento de muchas enfermedades y dolencias pero su reverso es la multiplicación de la baja eficacia en múltiples problemas y categorías de pacientes. Los resultados ambivalentes se encuentran determinados por la inflexible subordinación de los procesos asistenciales a los datos biológicos positivos en detrimento de las condiciones sociales y culturales. Estos no pueden ser definidos con la exactitud y regularidad de lo biológico. De este modo son desplazados al estatuto de lo prescindible. Un sistema fundado en maquinarias formidables de extracción de datos de los cuerpos, es compatible con el intenso desconocimiento de los mundos sociales, las prácticas y las mentes de aquellos que ponen sus cuerpos a disposición para la extracción de muestras.

Soy un paciente diabético que transita por este sistema maquínico que me solicita mediante la multiplicación de los pinchazos para obtener muestras que son tratadas en los laboratorios para definir mi estado. Cuando los resultados difieren de los estándares homologados soy requerido para modificar mi tratamiento. En esta secuencia sin final se hace patente que el ruido y la niebla envuelven mi vida, haciéndose invisible a la mirada de las máquinas y sus ejecutores. En mi devenir por los compartimentos del sistema, por los que fluyen los datos a una velocidad vertiginosa que desborda el movimiento de mi cuerpo, soy brutalmente homologado con los pacientes que comparten mi etiqueta diagnóstica. La palabra brutalmente, designa la situación de certeza total que tienen los intérpretes de los resultados acerca de mi tratamiento y la definición de mi situación.

La condición patológica de la etiqueta “diabetes” se encuentra rigurosamente especificada. Conforma un territorio patológico en el que están predefinidas las trayectorias, los problemas, los vínculos, las asociaciones y los finales. De este modo mi especificidad es negada. La mirada del profesional se dirige a mi etiqueta diagnóstica. En sus límites precisos termino yo. En los encuentros con este sistema siento los preconceptos, los prejuicios y las regularidades algebraicas. Estos se sobreponen a aquello que pueda aportar mediante mi palabra. Esto queda relegado al no ser integrado en las preguntas derivadas de los datos.

Los prejuicios y estereotipos de los que soy víctima, que reducen mi vida a un sospechoso de transgresión de normas, son mayúsculos. En algunos casos soy tratado con condescendencia paternalista. En otros con presunción de culpabilidad. Pero en todos los casos subyace una descalificación. Porque los algoritmos clínicos que rigen mi enfermedad transgreden el supuesto algebraico de que el problema tiene una solución. Y, efectivamente, no la tiene en la diabetes. En este caso, el algoritmo clínico que nos regula se encuentra bloqueado. De ahí resulta una descalificación implícita, que se expresa en múltiples detalles. En la vivencia de la asistencia sanitaria se hacen presentes con distintos grados de explicitación de ese estigma.

Dice una persona que tanto admiro como José Bergamín que “Si me hubieran hecho objeto, sería objetivo. Pero como me han hecho sujeto, soy subjetivo”. En la relación asistencial automatizada soy reducido a un cuerpo del que se registra  la evolución de los parámetros seleccionados y protocolizados. Pero mi cuerpo diabético es inseparable de mi persona y del contexto físico y social en el que vivo. El resto de mi persona que acompaña a mi cuerpo, condenado a ser perforado por las agujas hasta el desenlace final, es mucho más densa de lo que el sistema maquínico médico registra. Las variables edad, estado civil, residencia y profesión son una parte muy reducida de la totalidad de mi persona. Sobre estas constantes se sobreponen distintos ciclos en mi vida.

Así, mi estado personal no puede derivarse solo del estado de la enfermedad. La respuesta a la enfermedad y los acontecimientos que se presentan en mi vida son lo que define mi verdadero estado personal. Todo esto es, en el mejor de los casos, trasladado a los márgenes en el encuentro de la consulta. El “resto de mi vida” es subordinado a la evolución de la enfermedad derivado de los dictámenes de las máquinas que analizan mi sangre y mi orina. Así soy estandarizado como los productos industriales en una de las grandes series. La asistencia médica no ha registrado todavía la llegada de la gama.

En estas condiciones la personalización es una quimera. Hay excepciones con algunos médicos referenciados en otras antropologías profesionales, así como gentes dotadas de intuición y corazón. Pero no se trata tanto de que te traten bien, sino que no te consideren como a una cosa material que es preciso reparar. El desencuentro entre los diabéticos y el sistema asistencial referenciado en lo algorítmico solo puede ser superado mediante un paradigma que recupere el resto de mi persona y de mi vida más allá de la patología.

Cuando salgo del espacio de la consulta atravieso la sala de espera, en la que se congregan las personas chequeadas por sus máquinas en busca de una solución, para salir al espacio abierto en el que se desenvuelve mi vida, en la que la exactitud y la precisión son marginales, tanto como lo es el resto de mi vida en la consulta. Allí reina el azar combinado con mis actuaciones y mis circunstancias siempre cambiantes. En este espacio lo algebraico toma la forma de fantasías algorítmicas. Entonces no puedo evitar la añoranza por médicos de los de antes, los prealgorítmicos, cuyas miradas tenían una tasa menor de distorsión, teniendo la posibilidad de recuperar la relación entre persona, ambiente, vida y enfermedad.


miércoles, 9 de marzo de 2016

LAS HUELGAS ESTUDIANTILES Y LA COLISIÓN DE LOS SIGLOS

En septiembre de 2014 escribí un post en este blog que titulaba “Las huelgas extrañas”. Me refería a las sucesivas huelgas estudiantiles de las que soy testigo por mi posición de profesor. En esa ocasión manifestaba mi perplejidad ante el éxito absoluto de las huelgas que vacían las aulas, lo que se contrapone a la ausencia absoluta de deliberación en la decisión. De este modo,  las huelgas de siempre, que significan la cohesión de un colectivo mediante un acto de empoderamiento, se convierten ahora en un factor que expresa la descomposición de la educación, que el contexto posmoderno vigente devienen en lo contrario de lo que pretenden. Así los estudiantes se muestran como una masa de partículas aisladas indiferente a su propio gobierno,  que se ausenta del escenario en el que se congregan.

El jueves pasado he vuelto a experimentar la misma sensación de ausencia. En la facultad las aulas estaban vacías, los pasillos en estado de penumbra y la biblioteca desierta. En medio del vacío se encontraban los participantes de un congreso de turismo ubicados en el exterior del aula magna. Unos metros más allá, en la puerta de la facultad, un piquete esperaba con sus banderas la llegada de la manifestación. De nuevo la huelga constituye una forma de abandono del espacio, de la reconversión de su sentido, de su liberación de lo político y de lo social. Así deviene en una extraña huelga vaciada de lo colectivo, cuyo código distintivo es la renuncia a la comunicación.

Entonces, la huelga es extirpada del espacio físico y social en el que se encuentra asentada, para ser reconvertida en un material inerte que forma parte de la contienda política parlamentaria. Las imágenes capturadas por los medios de las manifestaciones, son insertadas en los informativos, siendo interpretadas en los códigos de los avatares de la actualidad política. En el campo parlamentario, el material inerte de la huelga es transformado en un argumento de erosión al gobierno de turno. De este modo se resignifica. La teoría de la movilización de recursos y de oportunidad política hace inteligible los significados de estos extraños acontecimientos, portadores de la marca de la posmodernidad que las neutraliza haciéndolas opacas.

De este modo, las huelgas estudiantiles insípidas,  incoloras e inodoras se cronifican haciéndose estacionales. Esta es la del principio del cuatrimestre, la de marzo. Después vendrá la de mayo para confirmar la tradición. Entre ambas no existe vínculo alguno porque estas huelgas se disipan sin dejar rastro. No se inscriben en ningún proceso de movilización ni acumulan reflexividad. Así, se hace manifiesta la paradoja entre contraposición entre un movimiento estudiantil sin anclajes en las aulas y los centros y su capacidad para vaciar las aulas en sus convocatorias.

Pero el aspecto más enigmático de las huelgas radica en la ausencia de un relato propio del movimiento estudiantil. Las consignas y los lemas son importados del escenario político y mimetizados en la cartelería de las manifestaciones.  No existen foros de discusión o deliberación, ni seminarios o actividades que generen conocimiento acerca de la situación de la educación. El movimiento estudiantil es el efecto mecánico de una fracción política en la población de estudiantes. Así, representa el grado de autonomía cero. En ausencia de una enunciación desde el interior del campo educativo, las huelgas y manifestaciones no  contribuyen a la generación de un conocimiento específico acerca de la condición del estudiante en la sociedad vigente. El texto situacionista que alude en los años sesenta a la “miseria del medio estudiantil” suscita cierta nostalgia en ausencia de un discurso autónomo.

En tanto se producen las huelgas y manifestaciones estacionales, la reforma neoliberal de la universidad avanza sin oposición alguna. Pero esta sí que se apodera de las aulas y los despachos, introduciendo las programaciones cronometradas, el disciplinamiento de los estudiantes y la proletarización de los profesores. Los viejos sentidos de la docencia y la investigación son neutralizados, para imponer los nuevos sentidos organizadores. Del avance de la reforma resulta un estudiante severamente individualizado, siendo dirigido mediante la ocupación de todo su tiempo mediante múltiples actividades fragmentadas carentes de integración. También los profesores son colonizados por las nuevas tecnologías disciplinarias que imponen los imperativos de lo que se denomina como carrera profesional.

Estas transformaciones tan importantes ni siquiera son percibidas en el estado de intensificación de la producción de resultados fragmentados. Nadie alude a ellas ni existen pausas en la que se pueda recuperar la socialidad y el encuentro. Todos están ocupados a tiempo total y la trayectoria de cada uno es diferente. En este sistema los sujetos móviles nos cruzamos en nuestras trayectorias individualizadas. El orden universitario se configura como un estado asocial cuyoreferente es el automovilístico. Cada uno encerrado en su cabina y en trayectorias divergentes. El único encuentro de los sujetos móviles es el provisional de los aparcamientos y las colas de las retenciones o los atascos.

En una situación como esta me llama poderosamente la atención los métodos que utiliza el movimiento estudiantil. Sus carteles tienen un aspecto sobrio y cutre. Los lemas están escritos en tonos imperativos. Sus contenidos aluden a un imaginario extraño a los estudiantes, que presenta a la movilización en forma de éxtasis. Así, las distancias entre este peculiar movimiento social y sus destinatarios, se hace descomunal. En tanto que el aula es una instancia asocial en la que no es posible tratar ningún tema que no sea de la intendencia diaria, sólo cabe comunicar mediante los carteles. Las redes sociales rigurosamente segmentadas y cotidianizadas son una barrera inexpugnable por la magnitud de los diques que separan sus mundos.

Así se constituye la brecha comunicativa, en tanto que la cartelería del movimiento contrasta con las iconografías experimentadas en la cotidianeidad por los estudiantes. Estos viven un mundo dominado por la publicidad. Los mensajes, las presentaciones, las imágenes, las formas, los colores, los tonos seductores y las narrativas publicitarias que  producen al receptor. En ese medio poblado por las iconografías amables, el repertorio comunicativo de los estudiantes activistas se encuentra inevitablemente rechazado. 

Pero, la comunicación que produce el movimiento estudiantil actual, se encuentra asociada a gramáticas políticas ubicadas en el pasado. Tras los mensajes subyace una concepción de las personas como componentes de una masa homogénea a la que se convoca desde el exterior. El modelo de vanguardia se hace manifiesto. Los piquetes que se hacen presentes en los centros en los días de huelga son una verdadera representación del pasado. Su estilo es conminativo y los gestos, las voces y las puestas en escena parecen sacadas del baúl del siglo XIX. Su efecto es completamente contraproducente. Es imposible convocar a una masa tan fragmentada y almacenada en los contenedores del aula, cuya última versión es la programación de una sociabilidad de tránsito, que se disuelve en la siguiente clase, en la que congregan nuevos estudiantes electores de sus asignaturas fragmentadas.

Por eso en el título de este post aludo a la colisión de siglos. En el siglo XXI, con el que por cierto me posiciono muy críticamente, comparece el pasado en formas teatrales obsoletas. Las viejas vanguardias obreras transfieren sus imágenes a un escenario en el que muestran su anacronismo radical. El encuentro de los piquetes con los estudiantes-clientes, programados para su individualización radical, es un imposible. Esta situación es paradójica. Nadie responde pero todos se sienten violentados. El desencuentro es superlativo.

En los últimos tiempos aparecen algunas señales esperanzadoras. En las últimas huelgas algún pequeño grupo de estudiantes no abandona el espacio y se reivindica mediante actividades comunitarias: recitales de música, comidas o encuentros para decir. Pero lo fundamental es que las protestas nunca pueden desintegrar al colectivo. Más bien se trata de estar juntos en una reapropiación del espacio para decir y enunciar desde su autonomía. La imposibilidad de representación de la masa muda que aprovecha cualquier oportunidad para huir provisionalmente del mundo programado carente de sentido de las actividades académicas.

Es inviable representar esa masa asocial que se congrega y se disuelve varias veces cada día. La única posibilidad de un movimiento estudiantil es producir nuevos sentidos desde su propia autonomía. Por eso asisto atónito al espectáculo de las huelgas que vacían las aulas en ausencia de ninguna comunicación ni discurso. El código es la fuga provisional del mundo académico para aliviarse con una pausa. Pero nadie, nadie habla de los motivos, los significados o la eficacia de la misma. Es un silencio elocuente que denota la disolución de lo social en las aulas y los centros.

En el contexto actual, la disolución de lo político y lo social en las aulas y centros educativos remite a un pronóstico sombrío. Los presentes en las aulas terminarán en los ciclos siguientes para desembocar en un mercado de trabajo inquietante. Este es uno de los misterios del siglo XXI. La concentración de contingentes humanos que fluyen en las colas en el largo viaje de la educación al mercado de trabajo.


sábado, 5 de marzo de 2016

LOS INVESTIGADORES PRECARIZADOS

Durante muchos años he impartido una asignatura “Sociología de los movimientos sociales”. En esta se hacían sesiones con movimientos sociales vivos con la presencia de activistas. Por la clase desfilaron muchos movimientos y causas sociales. En no pocos casos, la exposición de sus situaciones, motivos y argumentos eran elocuentes, produciendo un impacto en la sensibilidad de los participantes. En general los movimientos se encontraban invisibilizados, tanto por las instituciones como por los medios de comunicación. Pero las sesiones con los investigadores precarios suscitaron una conmoción especial. El conocimiento de sus condiciones y de sus trayectorias ponía de manifiesto el desprecio por el saber de las élites españolas, que persiste por encima de los sucesivos cambios de régimen y de gobierno.

El estatuto secundario que se asigna a la investigación se encuentra determinado por el tipo de crecimiento económico español en todos los tiempos. El capitalismo aventurero de los años sesenta y setenta, fundado en bases tecnológicas e industriales frágiles, se reproduce en el crecimiento del ciclo que comienza en los noventa, en el que la desindustrialización es simultánea al crecimiento basado en el ladrillo y sus acompañantes unificados por la baja productividad. En ese cuadro, la investigación representa un papel inevitablemente marginal.

La simbiosis entre el capitalismo español basado en los negocios-pelotazos y el recién advenido capitalismo cognitivo, genera un mercado de trabajo explosivo. El cóctel entre el autoritarismo y el neoliberalismo, sitúa a las nuevas generaciones en una situación inaudita. El alto grado de escolarización y acceso a la universidad concluye con la colisión del mercado de trabajo que integra su raquitismo con sus códigos laborales y salariales regresivos. Así se amontonan nuevas generaciones en espera de su inserción laboral.

Las generaciones bloqueadas son utilizadas como mano de obra barata y precaria. Los jóvenes investigadores se integran en estos contingentes generacionales. Pero la verdad es que la investigación es superflua a la lógica de un sistema productivo en el que los beneficios se derivan de actividades económicas emancipadas del conocimiento. Así, nadie demanda investigación, salvo en los casos de la biomedicina, defensa o alguna otra excepción, siendo utilizadas como escaparate para ocultar la marginación global de la investigación. En el caso de las ciencias humanas y sociales la situación alcanza proporciones verdaderamente patéticas.

En tanto que el sistema se reproduce en la compañía de una investigación minimizada, se acumulan contingentes de investigadores de las universidades masificadas. Los investigadores junior prolongan su estado de anemia profesional en condiciones pésimas en el tránsito eterno al futuro. Lo peor es que la gestión de la investigación, extraña a este sistema productivo, se realiza mediante métodos crecientemente autoritarios y disciplinarios. Los contratos, los salarios y las condiciones laborales de este penalizado colectivo son coherentes con su condición marginal. Lo dicho, nadie espera sus resultados. Así, son gestionados de modo creciente con los métodos de las poblaciones marginales o peligrosas. La precaredad es el estado adecuado para privarles de un suelo existencial. Su perpetuación los hace cada vez más dóciles.

Este es un comunicado de los investigadores precarizados de la Universidad de Granada que rescaté ayer en mi facultad. Solo cabe interpretarlo en las coordenadas de la sordidez extrema. Su situación es un factor de indignación.
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                         ¿NOS QUERÉIS RECORTAD@S Y PRECARI@S?
                          NOS TRENDÉIS SOLIDARI@S Y LUCHANDO

Somos un grupo de investigador@s precari@s de la Universidad de Granada. Nos solidarizamos con la lucha estudiantil contra el 3+2, la LOMCE y el modelo educativo neoliberal, del que la Universidad de Granada es paradigma con sus políticas de recortes, privatizaciones y pérdida de derechos que afectan a todo el conjunto de la comunidad universitaria.

El mundo de la investigación también se ve profundamente afectado por esos procesos. Solo por trer algunos ejemplos, se nos exige cada vez mayor “productividad” académica, en términos de publicaciones en revistas indexadas “prestigiosas”, por lo general propiedad de empresas editoriales multinacionales como Sage, Routledge, Elsevier, etcétera. Se trata de una productividad que mide lo cuantitativo, acumulativo, sin tener nada que ver con su calidad y olvidando que la buena investigación requiere tiempo y condiciones de trabajo dignas.

Much@s tenemos que “sumar méritos” como publicar avalanchas de los citados artículos (un proceso que tarda meses) para optar a un contrato menos precario que el que tenemos, otr@s  teníamos un contrato que ya se nos ha acabado y estamos en el paro o incluso sin prestación alguna. Nos vemos abocad@s a un presente (y a un futuro) de auto-explotación en aras de “mejorar nuestro currículum”, para esperar algún día poder volver a tener contrato. Es decir, que trabajamos sin remuneración, y a veces incluso teniendo que pagar de nuestro bolsillo (como participar en congresos, que también nos exigen) con la esperanza, algún día, de ganar alguno de los cada vez menos frecuentes concursos y convocatorias de becas doctorales y posdoctorales, plazas de interino o de ayudante doctor.

La Universidad de Granada acompaña y acelera el proceso de precarización de las políticas estatales; así lo hizo la anterior gestión y así no ha dejado de hacerlo la actual. Incluso se vislumbran empeoramientos, si es posible: sólo por poner ejemplos, se han practicado o se preanuncian recortes ulteriores en planes de contratación posdoctorales, como son los programas de “Perfeccionamiento de doctores” o de “Incorporación de doctores” del Plan Propio de Investigación de la UGR. En lo que afecta a la contratación del PDI, no sólo se contratan cada vez menos plazas y se abusa de las figuras contractuales precarias para casos inapropiados, sino que además se asiste a una creciente vejación burocrática (conocida como la “burrorepresión”) por parte de una administración universitaria, tan rígida en sus exigencias formalistas ante los concursantes como ambigua y farragosa a la hora de dar respuestas a las legítimas exigencias de transparencia e igualdad de trato. Últimamente hasta hemos asistido a casos de “racismo, clasismo institucional”, donde candidatos que poseían todos los requisitos para participar (y eventualmente ganar) determinados concursos, han sido expulsados por obtener su título de licenciatura en otros países de la Unión Europea y en terceros países. Eso del “Espacio Superior de Educación Europea” es sólo un pretexto: como siempre, la libertad de circulación es para los capitales y las empresas, no para quienes trabajamos, estudiamos y vivimos a diario la dramática situación de la Universidad.

Mientras sigamos viviendo lo que nos acontece como injusticias individuales, no podremos cambiar la situación. Con lo que cuentan es justamente con nuestra resignación, y con la “privatización de las soluciones”. Es por eso que hacemos un llamamiento a aquellas personas que comparten nuestra misma situación de precariedad, para que empecemos a reunirnos a compartir problemáticas, y para que estas se conviertan en reivindicaciones colectivas y nuestros derechos sean respetados de una vez por todas. Ya se dijo antaño y lo seguimos repitiendo: la única lucha que se pierde es la que no se da.

                              INVESTIGADOR@S PRECARI@S DE LA UGR
                                 Mail de contacto:ugrprecaria@gmail.com
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