jueves, 17 de marzo de 2016

ELOGIO DE LA POSMENDICIDAD

Vivo en un barrio céntrico de Granada. Sus calles registran los efectos de los cambios acaecidos en los últimos tiempos.  Las personas integradas en los sistemas laborales y escolares se encuentran sometidas a una rigurosa temporalidad. Abandonan a primera hora sus domicilios apresuradamente para regresar escalonadamente entre el mediodía y la noche. Tras la evacuación temprana de los activos, la población de amas de casa, jubilados y expulsados del mercado laboral,  se hace presente gradualmente a la calle, bien para hacer las compras, los recados o compensar su aislamiento familiar --entre las sobreocupadas gentes productivas y las copiosas raciones mediáticas audiovisuales-- mediante la conversación trivial y cordial. Las calles, los supermercados,  comercios y bares de barrio abren sus puertas a esta población que consagra el espacio público como lugar de encuentros sin finalidad.

Este espacio registra en los últimos años la presencia de muchas de las víctimas de lo que se llama crisis, pero que en verdad es una drástica reestructuración del capitalismo. Algunos de los expulsados de las actividades productivas, cuyas biografías laborales se encuentran irremediablemente bloqueadas, comparecen en las calles en el tiempo de la mañana para solicitar una ayuda en términos monetarios. Así se conforma una nueva generación de pedigüeños que altera drásticamente la naturaleza de esta actividad, conformando una nueva mendicidad que coexiste con las tradicionales, que se concentran en los centros urbanos comerciales y turísticos. La mendicidad adquiere formas múltiples y muy diferenciadas, conformando el continente múltiple de la posmendicidad.

Los nuevos menesterosos callejeros se presentan de una forma muy diferente a las versiones tradicionales. Representan en la calle su papel de expulsados del mercado de trabajo así como desamparados por los servicios sociales y las redes familiares. Cada uno comunica su tragedia mediante la búsqueda de la conversación. Su porte es aseado y su estado es activo. Su mirada reclama a todos los que pasan, saludando cordialmente sin excepción a los transeúntes. De este modo constituyen el lugar en el que se asientan en un espacio abierto a la comunicación con aquellas personas que se detengan y pregunten. En el desierto relacional de las calles, convertidas en un severo “no lugar”, tal y como es conceptualizado por Marc Augé, aparecen los pequeños oasis en torno a los posmendigos.

No exponen sus heridas o miserias, ni solicitan compasión, sino que se muestran como damnificados por una situación general que termina por comparecer ante las miradas públicas. Así constituyen lugares de excepción, donde los habituales transeúntes liberados de las rígidas temporalidades laborales, terminan cediendo a la cordialidad de los saludos, que concluyen en conversaciones en las que se alude a los temas de la vida diaria, combinados con la narrativa de su desgracia, que abre el camino al  intercambio de las fatalidades comunes a la vida, que portan en secreto los viandantes. También sus esperanzas, dependientes siempre del azar convertido en el horizonte común para todos. La apelación a la complicidad, en tanto que cualquiera puede llegar a encontrarse en su situación, es el código subyacente en esas relaciones.

Los posmendigos piden ayuda económica, pero esta es mediada por la conversación y el apoyo anímico a los numerosos transeúntes que hacen paradas para conversar. El “chavico” retorna a sus donantes en forma de apoyo afable. Sobre la aceptación del papel tan relevante que confieren al destino en las vidas, se construye una relación semejante a las que antaño se producían en pueblos y barriadas periféricas de las ciudades. Tras los  primeros contactos visuales y de los saludos cordiales, ocurre la primera conversación en la que se intercambian las informaciones sobre las vidas y las situaciones de ambas partes anudadas por el destino. Después se hace cotidiana. Si algún día el posmendigo se ausenta produce cierta inquietud en no pocos habituales de la parada. Esta es la señal inequívoca de la comparecencia de un afecto difuso.

El espacio de los posmendigos termina constituyéndose como un lugar convivencial, donde algunos de los aislados en el hogar fortificado de las pantallas múltiples se resarcen moderadamente de sus carencias conversacionales y afectivas. Así, las relaciones van creciendo de modo que el lugar se asemeja a una portería  de un edificio mastodóntico, propio de los primeros años del desarrollismo, donde los saludos se entrelazan con el flujo de noticias, rumores, leyendas y conversaciones comunitarias.

Sobre la base de los intercambios conversacionales aparece una forma de relación más intensa. En algún caso, el posmendigo comienza a prestar pequeños servicios. El apoyo a personas con movilidad reducida y a los enfermos, la custodia de los perros que acompañan a ancianos en sus compras, la ayuda a personas mayores sobrecargadas de paquetes, la colaboración en la puesta de una terraza de un bar, la asistencia en la instalación de un puesto callejero de alimentación o en la descarga de productos de un comercio, realizar distintos recados, facilitar un aparcamiento, hacer de mensajero entre personas y otros. En el vacío de las calles termina por ser un intermediario social y un agente de trabajo no mercantilizado.

La crisis de la sociedad salarial le ampara. Sobre sus ausencias se constituye en un antecedente de un horizonte futuro en el que el trabajo no mercantilizado adquiera el valor negado por el capitalismo vigente. El espectro de la cooperación, los cuidados y la solidaridad se hace manifiesto en su figura que facilita imaginar otro futuro. En este sentido su presencia anuncia un acontecimiento que evidencia una señal. Su saber estar en la calle es un verdadero arte menor de la extroversión que contrasta con los desempleados de larga duración que se desplazan por el espacio público ocultándose en la introversión.

La posmendicidad desempeña sus funciones de habitar las calles gélidas mediante las relaciones afables, el auxilio a personas necesitadas, el amparo a los más débiles y los pequeños servicios colaborativos. Así se homologa a los viejos bares o comercios de barrio, ahora en manifiesta decadencia. Por eso lo interpreto como un pequeño acontecimiento en las relaciones personales, que contrasta con el distanciamiento superlativo propio de las sociedades del presente. Estas instituyen relaciones espaciales regidas por la segmentación generacional y la multiplicación de las distancias, de modo que todos somos extraños. La posmendicidad contribuye a hacer más habitable el espacio público.

Cuando termina la mañana y las poblaciones no activas retornan a sus hogares, los posmendigos desaparecen. La tarde registra el regreso secuencial de los activos y escolarizados. Los motorizados en sus cabinas móviles y la mayor parte de los peatones concentrados en sus pantallas personalizadas. Todos terminan desembocando en los hogares, en los que las pantallas se diseminan por las salas y los dormitorios-fortaleza. La noche anuncia la intensificación posmediática. Mientras tanto, en las calles solo quedan los concentrados en los bares, muy diferentes a los de a mañana. Los escasos peatones se cruzan sin intercambiar ni siquiera miradas. El otro percibido como extraño adquiere una intensidad desmesurada. En la oscuridad los extraños devienen en candidatos a la peligrosidad. Sólo los automovilistas permanecen en un estado similar al día.

Cuando llega el fin de semana todo cambia. Distintas gentes comparecen en la calle y los mendigos y posmendigos se repliegan a sus sumideros urbanos. Cuando transito por las calles y pienso en estas cosas, no puedo evitar acordarme de Henri Lefebvre, de André Gorz o de Manuel Delgado.


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