martes, 4 de agosto de 2015

EL CAFÉ COMERCIAL

Me llega la noticia del cierre del Café Comercial, lo que supone una conmoción de mi memoria y de mi subjetividad. Soy madrileño y he vivido en otras ciudades pero regreso cuando me es posible. La ciudad que viví va desapareciendo y siendo reemplazada por otra diferente, homologada con todas las demás en un tiempo de singularidad menguante. Cuando camino por Madrid y encuentro algo que permanece inalterable siento una gran emoción y se libera mi memoria. Este es el papel que desempeñaba el Café Comercial, al que siempre acudía para, inevitablemente, rememorar mi pasado, compensando el extrañamiento que experimento cuando recorro los lugares de mis años jóvenes tan alterados por lo que se entiende como desarrollo urbano.

El Comercial era un elemento coherente con el tejido urbano en el que se encontraba en estos años. En su entorno habitaba una nutrida población residente; muchos despachos profesionales y sedes de empresas estaban localizados allí; la inmediata calle Fuencarral era la sede de los cines-catedral; el comercio proliferaba en toda la zona y la calle Fuencarral era una pasarela que desembocaba en la Gran Vía. Al tiempo, la joven televisión ocupaba un espacio muy reducido en la vida cotidiana, de modo que la mayor parte de la vida social se desarrollaba en la calle, en la que los distintos tiempos diferenciaban sus usos. En la mañana predominaban las obligaciones, siendo la tarde un tiempo de esplendor de lo convivencial.

En este contexto proliferan los bares, los cafés y las cafeterías, concebidas para residentes, empleados y transeúntes en el contexto de su vida diaria. El café ya era un elemento del pasado. Estaba destinado a la concurrencia de una población culta y lectora que encontraba un espacio en donde conversar era un culto. De este modo proliferaban los encuentros, preferentemente por las tardes, en donde se producía una exhibición e intercambio de conocimientos y experiencias,  conformando así un sistema de amistades y enemistades. Cada café terminaba siendo un verdadero microsistema social. La ubicación del Comercial en la glorieta de Bilbao lo hacía accesible a las zonas donde residían numerosas gentes de la cultura y sectores ilustrados.

Los bares eran otra cosa, constituyendo  los lugares de encuentro y convivencia por excelencia, donde las gentes más sencillas comparecían para expansionarse y saciar su sed de relacionarse sin una finalidad y vivir. Sus cartas expuestas con tiza sobre pizarras eran un compendio de virtudes para el gusto. Hoy horrorizarían a los múltiples profesionales que han hecho de la nutrición un campo vinculado a la salud y al cuerpo. Allí reinaba el bocadillo de calamares, las patatas bravas o con alioli, así como otras delicias semejantes, todas dotadas de alto contenido graso, siendo además inimaginables sin ser acompañantes de las “jañitas” de cerveza. Sus tiempos eran la última hora de la mañana y el final de la tarde, en el que eran cancelados por la programación televisiva que anunciaba el gran repliegue al hogar. Los bares eran los articuladores de la vida en la ciudad.

Todavía existe alguno en Eloy Gonzalo, que conserva su estética y su alma. Pero su final es inevitable. Las tardes y noches de la sociedad postmediática vigente  han transformado los viejos bares de oferta múltiple para todos los públicos. En los últimos treinta años, los bares han sido reinventados como bares de copas en tiempos nocturnos y para públicos especiales, en los que la música desempeña un papel fundamental. Los bares “universales” resisten en los barrios mostrando su decadencia. La presencia de las pantallas es la señal de la misma. La vitalidad de las voces, las conversaciones y las risas ha menguado considerablemente. Ahora se ríe al caer la noche en los bares de copas y en fin de semana.

Las cafeterías eran otra cosa. Su estética era horrorosa, de modo que daban lugar a las primeras dudas sobre el progreso. En un contexto así, las cafeterías estaban especializadas en desayunos y meriendas. Las medias tardes eran el tiempo de la merienda, un acto social que concitaba el encuentro de familias y amistades, sobre todo las mujeres en estado de reclusión doméstica. Pero la estética de cementerio de las cafeterías, con sus horrendos colores y decoraciones, anunciaba ser un lugar de encuentro más breve y con otro contenido. Los desayunos breves de la población activa, los encuentros rápidos dirigidos a otros fines hacen de las cafeterías una instancia distinta a los nuevos y viejos bares, en ambos casos entrañables.

Conocí el Comercial en mi primer año de universidad. En este tiempo quedaban varios cafés en Madrid que eran habitados por los entonces míticos intelectuales. Las gentes del arte, de la cultura, de la música, de las primeras industrias culturales, así como la heterogénea tribu del periodismo, se hacían presentes en estos cafés. Recuerdo que me invitaron a una tertulia que Agustín García Calvo tenía con estudiantes en un café en Argüelles. La vida en los cafés se encontraba también favorecida por el reinado del libro y el periódico. Las gentes que poblaban los cafés ignoraban y despreciaban a la recién llegada televisión. Por el contrario, los periódicos tenían una importancia insólita hoy. Se publicaban los matutinos y los vespertinos. Recuerdo la espera a mediodía de Informaciones y Madrid, que publicaban noticias y opiniones diferentes a los principales matutinos, ABC y Ya, principalmente. La lectura de los periódicos era el preámbulo del encuentro y la conversación en el café.

En mis primeras visitas al café, siendo estudiante, me fascinaba ver el ambiente, escuchar conversaciones dada la escasa distancia entre las mesas, observar a los distintos sectores, tan diferentes a los entonces profesionales o profesores universitarios. Se podían ver gentes relevantes del mundo de las letras y las incipientes industrias culturales asociadas a la expansión de la televisión. El comercial era un espectáculo muy rico a mi mirada. También lo frecuentaban las primeras mujeres libres e independientes  en los prolegómenos del feminismo, tan fascinantes y diferentes de las que se ubicaban en las cafeterías.  En los tiempos de mañana, los lectores desparramados por las mesas. La tarde esplendorosa, en la que desde la sobremesa se iban acumulando gentes poco comunes que desarrollaban conversaciones pausadas. Las diez era la barrera horaria a partir de la cual comenzaba la dispersión. Me encantaba contemplar la relación tan cordial y pausada de los camareros en el espectáculo visual del café, en el que los rituales de saludos y despedidas se entrelazaban con las conversaciones y los juegos de egos.

Un recuerdo sentimental de este entrañable café es que mi primera cita con Carmen fue en la Glorieta de Bilbao. Nos habíamos conocido casualmente y me dio su teléfono. La llamé y quedamos allí. Ella vivía muy cerca, en la calle Trafalgar. Era uno de nuestros lugares de paso como habitantes de esta zona. También nuestra primera noche fue en una buhardilla que un amigo me dejó en la calle Campoamor, junto a la sede actual del pepé. Quedamos en el comercial para acudir a esta cita amorosa tan trascendente para nosotros.

Años después, cuando vivía en Santander, venía en junio y septiembre a examinarme. El comercial era un lugar de paso para descansar y resarcirme de los públicos “pretenciosos y provincianos que poblaban las cafeterías de Santander. Era como una cura. También citaba allí a mis amigos. Recuerdo que durante un año residía en la calle Ruiz en casa de un amigo. Todas las noches salíamos de cervezas y comenzaba en el café. La explosión de Malasaña lo había confinado en la noche como base de rutas diferentes. Recuerdo nuestras citas allí con Fernando Claudín, una persona que tanto admirábamos y que se prestaba a comentar con nosotros las cosas que escribíamos.

Ya en los años noventa, en las inevitables visitas al café, todo seguía igual, pero el entorno se había modificado radicalmente. También la vida. La sociedad postmediática había terminado con la tarde como tiempo social, instaurando el domicilio como una fortaleza autónoma donde un individuo aislado físicamente puede alcanzar un nivel de autonomía muy considerable. La sociedad de consumo había multiplicado los imperativos a cumplir mediante actividades múltiples que consumen tiempo y fragmentan la vida. La ciudad postfordista había expulsado a los residentes y muchas de las actividades a nuevas localizaciones en las periferias. El nuevo imperativo de la carrera profesional había iniciado un proceso en el que la acumulación de méritos  carece de límites. La vida cotidiana se había modificado totalmente, constituyendo una segmentación creciente y unas barreras muy acentuadas entre generaciones.  Así aparece el finde como tiempo de expresión y expansión.

 La conversación en este contexto se ha reconfigurado. Ahora tiene lugar en Facebook, Twitter y WhatsApp, principalmente, que no necesitan del soporte físico de un café. La señal premonitoria del final fue la aparición de algunos jóvenes concentrados en su portátil en medio de los lectores y conversadores. Entonces confirmé  mi idea acerca de la incompatibilidad entre el wifi y el viejo café. Pero todavía era el único lugar donde se podían contemplar conversaciones vivas entre gentes de distintas generaciones. Era un tiempo final para el café amenazado por las pantallas que alteraban su identidad.

El 8 de febrero de 2012 fue una noche triste en el café. Carmen estaba muy mal, moriría cuatro meses después. Me había invitado una asociación de estudiantres de medicina, Farmacriticxs, a una jornada sobre medicalización. Tenía mucho interés por mi vínculo con la asociación, por la persona con la que compartía la mesa, Luis Montiel, un catedrático de Historia de la Medicina, y por regresar a la facultad de medicina, que visité como activista estudiantil en mis años militantes. Dado el estado de Carmen fui por la mañana y regresé la misma noche en un autobús. Tras la sesión fuimos caminando hasta Moncloa donde tomé una cerveza con los estudiantes. Después me fui al comercial, a las diez y media, con la intención de hacer tiempo hasta la salida del autobús.

El café estaba totalmente vacío. Sólo estaba yo en la sala. A las once el personal de limpieza se puso a fregar y a recoger las sillas. Fue una sensación de angustia para mí establecer un vínculo entre el inminente fin de Carmen y del café. Cuando hablé por teléfono con ella, me preguntaba sobre la gente que había, pensando en el pasado. Fue una intuición fatal de su final. Abandoné el local para caminar. Mi intuición se reforzó al pasar por algún VIP en Quevedo que estaba lleno de gente. Pero era otra gente que la del café. La sentencia del mismo estaba firmada, sólo era una cuestión de tiempo.

Seguí frecuentando el café, aprovechando todas las ocasiones en las que tenía que encontrarme para cuestiones profesionales o amistosas. Todo seguía igual. La estética, los camareros y las gentes. Pero se evidenciaba la preponderancia de usos rápidos por personas conectadas a su red por medio de los móviles. En esta decadencia la barra se había agigantado para ser la sede de los clientes con prisa, como en el caso de los bares. No olvido el inmutable baño, en el que me he pinchado la insulina tantas veces, a pesar de su luz tan tenue. Su mérito fue aceptar su senectud sin maquillarse para adaptarse a públicos extraños, tal y como han hecho el café Gijón y otros.

Mi última visita fue reciente. Era una mañana. En el café estábamos presentes varias personas afectadas por la enfermedad de leer libros, periódicos o revistas. En la mesa contigua había una chica de algún lugar del norte de Europa. Estaba desayunando, conversando en una iPad, al tiempo que preparaba su jornada de visita a Madrid, mediante el establecimiento de objetivos y rutas. Todo en su poderosa y vibrante pantalla, que manejaba con solvencia y energía. Estaba completamente ajena a lo que ocurría en el café. Sumida en la multitarea se encontraba deslocalizada de esa sala, aún a pesar de que su cuerpo se encontraba allí. Esta anécdota  ilustra bien el final del café. Esa actividad era extraña al mismo, o, más bien, era este el extraño a las gentes que pueblan el siglo XXI, así como a los contextos en los que se desarrollan sus vidas móviles.
Gracias y adiós.

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