sábado, 19 de enero de 2013

LA ENFERMEDAD Y LA VIDA

DERIVAS DIABÉTICAS

Cuando tenía doce años vivía en Bilbao. La masturbación era una de mis principales líneas de fuga de la férrea disciplina familiar y escolar de la época. Los buenos momentos de la vida eran los vividos desde los resquicios en los que podía liberarme del control de los adultos. Los trayectos de ida y vuelta al colegio, las salidas los domingos por la tarde con los amigos, los partidos de fútbol en el patio del colegio y los cuerpos de las chicas que se cruzaban en las calles alimentando mi imaginación en los momentos de oscuridad en casa, donde me masturbaba en la soledad absoluta. Todavía me gusta ver las salidas de los colegios o las clases en la universidad en las que se produce un estallido de energía multiplicando las risas, bromas, conversaciones de tono y ritmo rápidos, y los movimientos vigorosos de los cuerpos liberados del control escolar.

El problema de mi masturbación eran los controles que comportaba la confesión con el capellán de mi colegio. Todavía no sabía lo que era un panóptico, pero el capellán ejercía de tal. Desde el confesionario tenía una visión demasiado real de todos nuestros pecados. Mi primera resistencia fue liberarme de la confesión con el capellán. En la iglesia de los jesuitas cercana a mi domicilio comencé a buscar un confesor adecuado. Todos los que encontré eran muy entrometidos en la cuestión de la masturbación. Por fin encontré uno que apenas conversaba y se comportaba automáticamente dictando penitencias, el padre C.

Pero cuando nos fuimos conociendo, descubrí que el padre C. tenía una pronunciada mente epidemiológica. Yo seguía la estrategia de narrar mis pecados en una lista que recitaba a ritmo rápido y, en el medio, situaba las masturbaciones, protegidas por pecadillos más tolerables. Cuando las citaba, me mandaba parar y me hacía repetir el número. Desde ahí, ratificando que las sucesivas penitencias no tenían los resultados deseados, escaló preguntando por el número de días desde la última confesión. Así calculaba la tasa y sentaba las bases de integrarla en una serie. Esto me inquietaba, pero peor era el capellán del colegio.

El siguiente escalamiento consistió en decirme “te vas a morir porque la sustancia que sale cuando te masturbas es del interior de los huesos. Cuando termines con ella, morirás”. Como no tenía con quien contrastar esta información me inquieté mucho. No tenía alternativa, lo que hice fue seguir masturbándome con gran inquietud y comenzando a hacer cálculos. Pero aprendí a disfrutar más pues pensaba que cada una era de las últimas, un producto escaso que dirían los economistas. Tenía remordimientos y calculaba cuántas me quedarían hasta vaciar mis huesos y desencadenar tan fatal desenlace. No me privé y me convertí en un solitario artista que había superado la forma mecánica de masturbarme para hacer de cada una un arte menor. El placer era irrenunciable, pero había que negociar con él y dosificarlo.

Casi idéntico proceso se repitió en mi vida muchos años después. Diagnosticado de una diabetes tipo, 2 me traté durante años con Daonil y una vida sin ninguna renuncia, negando así la enfermedad. Un frío día de enero terminé con una cetoacidosis diabética severa que me llevó a las urgencias de un hospital. Había ganado el concurso de méritos para pasar a una diabetes de tipo 1. En los años transcurridos hasta hoy he tenido que vivir con la enfermedad y transitar permanentemente por el laberinto de los servicios de salud.

El impacto psicológico de la cetoacidosis diabética y mi nueva situación fue de gran envergadura. En los primeros días se configuró una analogía con la situación de la masturbación narrada anteriormente. Yo pensaba en mi vida diaria, en mis placeres y mis capacidades, en mi futuro, y me preocupaba por las pérdidas. Pero en mi relación con los médicos fui entendiendo su distanciamiento de la vida. Se entendía ésta como una taxonomía de prohibiciones en relación al estado de un conjunto de variables clínicas y el sentido de la asistencia era superar los controles cíclicos con resultados próximos a los promedios considerados como aceptables.

Lo decisivo es acreditar un nivel de hemoglobina glucosilada razonable y unas analíticas que me ratificaran como enfermo controlado, mejorando así el numerador del resultado de la lucha por el control de la diabetes de la unidad clínica. La vida, mi vida, es entendida desde esta perspectiva biomédica, como un conjunto de elementos desagregados de nutrición, sexualidad, trabajo y otras actividades o funcionalidades que conforman lo que llaman "estilo de vida", y que es otra cosa distinta que la vida real. Los sentidos en ese estilo de vida convierten el placer de comer en una palabrota terrible, la "ingesta", que se compone de tablas de calorías, de relaciones entre hidratos de carbono, proteínas y otras palabras lejanas a las tablas de embutidos que sirven en los sitios mágicos de la ciudad que vivo.

En mi estancia en el hospital, tenía un compañero de habitación que era un muchacho de dieciocho años, diabético desde niño, por consiguiente atendido y enseñado a afrontar con rigor los problemas de la enfermedad. Después de años de un control aceptable había llegado a la adolescencia, lo que implica, como ser social, salir por las noches de los viernes y sábados con los amigos. Los chicos de esa edad viven las noches en ambientes de euforias que acompañan a distintas prácticas siempre combinadas con coaliciones entre el alcohol, humos múltiples y polvos de distinta naturaleza. Las salidas y otros acontecimientos de su transición vital habían desestabilizado su diabetes y se encontraba en una crisis.

Ésta era la razón de su hospitalización. Se sobreentendía que era un castigo a sus malos resultados y una terapia de choque para inculcarle miedo. Cuando tenía buenos resultados en las glucemias del día le recompensaban después de la cena con un yogur de frutas. En mis conversaciones con él se confirmaron mis peores presagios. Le imputaban malos resultados y le requerían a no beber alcohol y seguir estrictamente su dieta. Pero no entraban en su vida ayudándole a buscar una alternativa a tan difícil situación, pues era imposible abstenerse en esa situación social, en la que el grupo y los climas de euforia eran innegociables.

Aquí comprendí el sistema de sentidos de la asistencia biomédica y su incongruencia con las condiciones de la vida de algunos enfermos crónicos. La visión de la vida de los pacientes es trivial, formada por un conjunto de clichés con máscara modernizada, pero en el fondo el mensaje es la abstención total, absoluta, para vivir focalizado en la siguiente analítica. Se sobreentiende que el enfermo es una máquina de calcular racional y un sospechoso de transgresión. Algunos enfermos llaman a la hemoglobina glucosilada “el chivato”. Las alternativas son la abstención o el castigo ejecutado por la enfermedad.

Pero la vida no es el sumatorio de las pautas del estilo de vida construido por tan científicos expertos. La vida es un complejo conjunto de procesos en el que se suceden situaciones, experiencias, pequeños momentos fantásticos, placeres, estados personales, relaciones, sentimientos y emociones múltiples, momentos de cálculos y reflexiones, de ficciones, de sueños y proyecciones, de malestares y satisfacciones. En cada persona y cada situación, uno de los elementos de lo que denominan estilo de vida, tanto los sistemas comerciales múltiples, así como los psi y de salud, tiene un valor determinado por el conjunto de la situación y dinámica de la persona. Para la entrañable diabética de una de las películas de Almodóvar, suegra de un taxista, la merienda con magdalenas que devienen en sopas dulces celestiales, representa su mejor momento de la ajetreada jornada, porque en su vida no hay otras gratificaciones inmediatamente accesibles y posibles.

El resultado de la condición de enfermo diabético implica compatibilizar el tratamiento, tan estricto y restrictivo, con el descubrimiento y la invención de espacios minúsculos y posibles de tu vida diaria en los que puedas experimentar placeres, gratificaciones y compensaciones. Es preciso aprender a ser una persona integrada en entornos sociales difíciles, porque se resisten en reconocer y aceptar las limitaciones inherentes a tu persona inseparable de la enfermedad. Tienes que aprender a gobernar los procesos largos, las crisis, los avances y retrocesos. También a manejar tus miedos a los posibles futuros amenazadores. Tienes que saber utilizar la atención médica aún cuando descubras que el profesional se focaliza en los resultados de los controles y tú en maximizar tu vida entendida en términos de gratificaciones posibles. Además es muy importante confirmarte a partir de lo que haces y puedes hacer, aportaciones en el trabajo, en cualquier otra función social y en tus relaciones o los mundos en que vives. Es preciso construir una imagen a partir de tus potencialidades, capacidades y funcionalidades, que sea el fundamento de tu autoimagen en la que quepa tu orgullo diabético, y se sobreponga a la dominante en la biomedicina, que, a pesar de tan sofisticadas máscaras, está constituida por lo contrario, por tus discapacidades, problemas patológicos y pronósticos inciertos.

Termino afirmando que la categoría enfermo diabético es una ficción derivada de la homologación con el criterio exclusivamente biológico. Lo que nos une es que tenemos el páncreas averiado y éste es el comienzo de complicaciones que pueden ser comunes. Nada más. En lo demás cada uno vive en distintos mundos, responde a la enfermedad como sabe y puede, y se encuentra definido por su subjetividad y las prácticas que conforman sus vidas.

Seguiré con mis derivas diabéticas en este blog.

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