martes, 9 de abril de 2024

TIQQUN: HOMBRES-MÁQUINA: INSTRUCCIONES DE USO. DEL POSFEMINISMO

 

Me he decidido a subir aquí una parte del texto de Tiqqun de las instrucciones para los hombres-máquina. Ya publiqué la primera parte “De sujetos a pacientes” hace algunos años. Ahora la referida al posfeminismo. He suprimido varios párrafos para acortar el texto. Quien quiera leerlo en su integridad puede hacerlo aquí.

Los textos de Tiqqun representan una forma de pensamiento crítico que colisiona con el modo de producción de conocimiento del capitalismo cognitivo y digital vigente, en el que, el pensamiento mismo, ha sido mutilado al ponerlo al servicio de su utilidad productiva -la transferencia- mediante su reducción a un componente de la totalidad taylorista de áreas de conocimiento. En ese contexto puede chocar este lúcido texto a algunos lectores familiarizados con el pensamiento oficial domesticado y funcional a los poderes.

Este es el texto:

 Del posfeminismo

 

Lo que la mujer se ha tornado en su relación con el deseo masculino, es la realización terrestre de un arquetipo de belleza estéril y de autosuficiencia.

Cada mujer es ya únicamente un ser sintético, manipulado por la industria farmacéutica y cosmética cuando no por la de la cirugía estética. Su modelo no es otro que el cuerpo sintético publicitario y sus consejeros en reformateo son las revistas femeninas, sistemas de producción semiótica cerrados y autorreferenciales, paradójicamente impermeables a la injerencia masculina.

La caída del orden patriarcal y el devenir-mujer del mundo encuentran parcialmente su explicación en el proceso de autonomización del cuerpo de la mujer en relación al deseo masculino y al deseo en general: a medida que el cuerpo femenino es objeto de reformateo y de remodelación, pierde la capacidad sensible de experimentar placer y de expresar metafísicamente la sensualidad.

A la mujer actual le importa ser deseable, no ser deseada. La lógica de la Jovencita reina aquí sin precedentes.

El orden patriarcal caído no ha sido sustituido por ningún otro orden, a no ser ese contradictorio imperativo categórico hedonista que marca la carne con los estigmas del dolor y la impotencia. Su modelo no es otro que el cuerpo sintético publicitario y sus consejeros en reformateo son las revistas femeninas, sistemas de producción semiótica cerrados y autorreferenciales, paradójicamente impermeables a la injerencia.

Con el Viagra, es la relación sexual lo que se autonomiza definitivamente de los sujetos, es la industria farmacéutica la que copula consigo misma, en la forma de una mujer químicamente modificada por la píldora anticonceptiva y los sustitutos dietéticos de comidas.

El Viagra no es realmente un medicamento para el hombre, porque el problema no es tanto comprender a qué ineficiencia masculina remedia, sino a qué inquietud femenina pone fin, si es que debemos creer a Erica Jong3, en cuya opinión para la mujer “el último dilema es encontrarse frente a un pene flácido”.

En la polis griega, la diferencia entre el hogar doméstico y el ágora era implícita y fundadora, porque correspondía a la separación entre el ámbito de la ausencia de libertad, de la violencia que se ejercía sobre esclavos y criaturas no libres —mujeres y niños—, y el ámbito de la libre discusión y del uso de la persuasión que los hombres-ciudadanos aplicaban entre iguales. Pero, como escribe Hannah Arendt (La condición humana), “para nosotros esta línea divisoria ha quedado borrada por completo, ya que vemos el conjunto de pueblos y colectividades políticas a imagen de una familia cuyos asuntos cotidianos han de ser cuidados por una administración doméstica gigantesca. La reflexión científica que corresponde a este desarrollo ya no se llama ciencia política sino ‘economía nacional’, ‘economía social’ o Volkswirtschaft, todo lo cual indica una especie de ‘domesticidad colectiva’”.

Aunque la salida del hogar doméstico pudiera traducirse para la mujer en una liberación del oikou nomos, de la ley de la casa, hoy vemos esta ley, al contrario, extenderse al funcionamiento entero de la sociedad.

Puede entonces hablarse de una feminización del mundo, en la medida en que vivimos en una sociedad de esclavos sin amos.

La mujer jamás ha estado tan lejos de su liberación sexual, y por tanto corporal, como en la era del Viagra. Es en el éxodo de su propio cuerpo donde debe buscarse la razón de la caída del deseo masculino.

 

Quasi unum corpus

 

El cuerpo femenino jamás ha sido tan público y ha estado tan desierto al mismo tiempo como en los años del posfeminismo: ya es sólo un embalaje en el que cada diferencia no codificada por los lenguajes publicitarios es una imperfección que borrar, donde toda desviación respecto de los parámetros conocidos es un handicap si tenemos en cuenta la norma de lo deseable.

La amarga verdad del Espectáculo parecería revelarnos una evidencia que no ha sabido encontrar un lugar para afirmarse: no es la belleza lo que enciende el deseo; el deseo es una entidad metafísica. Platón escribía: “Eros no es ni feo ni bello, ni joven ni viejo”; en otros términos, no habita el espacio efímero de la carne.

Hoy en día, los cuerpos son tristes edificios habitados y construidos por la química. Los cuerpos de los Bloom son arquitecturas inhabitables.

El hundimiento de un orden simbólico, en lugar de anunciar un período de libertades nuevas, se ha resuelto en la descomposición del cuerpo mismo de la sociedad y en consecuencia de los cuerpos de los individuos que la componen.

Como ya nos lo explicaba Tito Livio con su Apología de los miembros y del estómago de Agripa Menenio, y como la retomó una vasta literatura tanto en la Edad Media como durante el Barroco, el vínculo entre el cuerpo político de la sociedad y el cuerpo personal de los sujetos va mucho más allá de una bella metáfora. Para Santo Tomás, los hombres formaban quasi unum corpus, un solo cuerpo por así decirlo, y toda la Antigüedad insistirá en la igual necesidad de los miembros para el bienestar del organismo. Rufo llegó a decir que si la mente se pierde en vanas imaginaciones es preciso “someter al alma y hacerla obedecer al cuerpo”.

De hecho, “lo que hace tan difícil de soportar a la sociedad de masas no es el número de personas o al menos no de manera fundamental”, sino el hecho de que los individuos estén como sumergidos en una hiancia de espiritismo en la que, por el efecto de un prodigio inexplicable, la mesa se desvanecería y en la que todos se encontrarían “sentados, unos frente a otros sin estar ya separados, pero tampoco unidos, por alguna cosa tangible” (H. Arendt, op. cit.), miembros despegados del cuerpo, órganos sin cuerpo expuestos a una inevitable descomposición.

Frente a la exigencia económica de que los cuerpos sobrevivan a la necrosis de un bios politikos que los abandona, a lo que asistimos es a una reconstitución artificial de los límites de los organismos, una delimitación de su forma física y de sus aptitudes para la praxis.

El reformateo consiste en esto: reproducir en el interior de una nueva forma domesticada, privada de memoria, pulsiones y potencialidades puramente inmanentes, casi completamente desprovistas de espesor psicológico y metafísico; hacer de los hombres unas inteligencias artificiales cada vez más previsibles y de sus cuerpos unos dispositivos cada vez más dóciles.

 

Joyas indiscretas y Shejiná

 

Los movimientos feministas de los años setenta decían que lo “personal es político”, es decir que reivindicaban para la economía individual de los deseos un sitio alejado de los reflectores del Espectáculo; evocaban un ámbito público que no fuera publicitario y que produjera un sentido diferente de la normatividad que informa toda cosa “privada” por muy singular que se creyera.

El acontecimiento que constituye el Viagra no sólo prueba el fracaso de este proyecto, sino también lo que tiene como consecuencia directa, que todo aquello que crecía a la sombra de la intimidad de los sentimientos que se profesaban las personas ha sido sacado a la luz inmisericorde de una confesión mediática general.

Lo que ha vencido el Viagra no es tanto la impotencia, sino el residuo de aquello que Foucault denominaba la “latencia esencial” de la sexualidad, es decir, aquello que toda forma de dominación tiende a desenmascarar y que no es lo que el sujeto quisiera ocultar, sino lo que le permanece oculto a él mismo.

La pretendida “liberación sexual” se ha traducido, en sus últimas consecuencias, en una liberalización del sexo y de sus secretos, en un mercado del deseo autonomizado tanto de su objeto como de su sujeto; mercado para el cual el coito, nueva forma del equivalente general abstracto, debe tener lugar, como un comercio entre tantos otros, independientemente de las personas que se encuentren implicadas en él, de los sentimientos que experimenten, de la atmósfera y del humor en el que se encuentren. La erección mecánica, pagable a la vista del portador, ha prevalecido sobre toda metafísica del Eros.

La scientia sexualis que, a partir del siglo XVlll, sustituye al ars erotica, es un saber construido y producido para desactivar el potencial inquietante que el sexo, en cuanto manifestación física de lo metafísico, porta en sí: “El punto de fragilidad por donde nos llegan las amenazas del mal; el fragmento de noche que cada uno lleva en sí.” (Foucault, Hay que defenderla sociedad)

Si antes bastaba, para volver inofensiva la sexualidad, con ahogarla en una elocuente censura, todo el problema está hoy, para la dominación, en saber cómo resucitarla, en un tiempo en el que se muere, vaciada de su sentido oculto, exiliada de la parte maldita.

Lo que debe evitarse es que su silencio suscite preguntas, y que la sombra de su ausencia aparezca en la iluminación forzada del eterno mediodía del Espectáculo. Lo que hay que ocultar a todo precio es que la “metafísica —la emergencia de un más allá de la naturaleza— no está localizada al nivel del conocimiento intelectual, sino en este conocimiento carnal, sexual, con el cual nos abrimos originariamente al otro sin dejar de ser nosotros mismos” (Merleau-Ponty, Fenomenología de la percepción).

[….]

.

El objetivo de este impalpable mercado de las sensaciones —en el que entran con pleno derecho todas las mercancías culturales— está en poder hacernos consumir imágenes y palabras en todo momento y en todo lugar de nuestra vida, para romper su continuidad y sentido, para convencernos de que ésta no tiene ni fin ni forma.

Se ha vuelto evidente, ahora que el consumo de signos se ha apoderado de la totalidad del ser humano, que la mercancía y el consumo eran desde el comienzo, esencialmente, un modo de comunicación.

[…..]

 

Biopolítica y moneda viril

 

En estos días en los que una erección se compra, se programa, y en los que el emblema histórico de la dominación masculina se vuelve algo reproductible in vitro, separado de su aguijón y de su sentido, todos los obstáculos para la prostitución universal son alzados.

El sexo ya no tiene solamente un mercado, es un mercado; último fragmento de noche que portábamos en nosotros, cede a la pura positividad del cuerpo desnaturalizado y vuelto cualquiera de nuestro tiempo.

El “umbral de modernidad biológica” de una sociedad se sitúa en el momento en que la nuda vida se convierte en el blanco de las estrategias políticas — suponiendo, no obstante, que una vida separada de su forma sea todavía una vida.

Imaginemos, escribe Klossowski, que “nos encontramos en una época industrial donde los productores tuvieran los medios de exigir como modo de pago unos objetos de sensación por parte de los consumidores. Estos objetos son seres vivos. Según este ejemplo de trueque, productores y consumidores constituyen colecciones de ‘personas’ destinadas pretendidamente al placer, a la emoción, a la sensación. ¿Cómo puede cumplir la ‘persona’ humana la función de moneda? ¿Cómo los productores, en lugar de ‘pagarse’ mujeres, se harían pagar ‘con mujeres’? ¿Cómo pagarían entonces los empresarios o los industriales a sus ingenieros y obreros? ‘Con mujeres’. ¿Quién mantendrá esta moneda viva? Otras mujeres. Lo cual supone lo contrario: mujeres que ejercen un oficio se harán pagar ‘con chicos’. ¿Quién mantendrá, es decir, quién sustentará esta moneda viril? Aquellos que dispondrán de moneda femenina.” (La moneda viva)

 

La comunidad que viene

 

“En otras palabras, la persecución que me abre a la paciencia más amplia y que es en mí la pasión anónima, no sólo tengo que responder por ella, cargando con ella fuera de mi consentimiento, sino que también he de responderle con el rechazo, la resistencia y el combate, volviendo al saber, al yo que sabe, y que sabe que está expuesto.” (Blanchot)

La comunidad que viene es una comunidad que se liberará gracias al cuerpo y, por consiguiente, gracias a las palabras para hablarlo.

Mientras que, en el modelo de producción fordista, el cuerpo estaba condenado a la cadena de montaje por sus gestos repetitivos, y la mente permanecía “libre” para pensar sus formas de emancipación, hoy, siendo el trabajo en las sociedades capitalistas avanzadas casi enteramente intelectual, es el cuerpo quien asiste, incrédulo y olvidado, a esta nueva explotación. Olvidado durante las horas de trabajo, pero constantemente presente en el tiempo libre bajo forma de obsesión, el cuerpo es la más material de nuestras determinaciones y, al mismo tiempo, la tarjeta de negocios que permite acceder al mercado del trabajo desmaterializado. Es la persona, la máscara que debe ser cuidada al detalle, para que no pueda expresarse en su lenguaje, el lenguaje de la insumisión.

En este inmenso mercado de la “deseabilidad”, es al deseo abstracto y vacío de la sociedad mercantil a lo que debemos entregarnos si queremos “insertarnos socialmente” y trabajar. Este nuevo mercado no constituye un espacio que habitaríamos oficialmente en calidad de singularidades, sino un parámetro general al que debemos conformarnos.

Stuart Ewen cita un folleto comercial ejemplar de los años veinte que ya hacía el reclamo de productos de belleza femeninos: en la portada figuraba “un desnudo impecablemente claro, empolvado y maquillado, acompañado de la siguiente leyenda: ‘Su obra maestra. Usted misma’.” (Capitanes de la consciencia)

“La publicidad —explica Ewen— había tomado prestada de la psicología social la noción de yo social y había hecho de ella una pieza esencial de su arsenal. De ese modo se definía el sí mismo en los términos fijados por el juicio de los otros”, así “en medio de su cocina-sala de máquinas, se supone que la esposa moderna pasaba el tiempo preguntándose si su ‘yo’, su cuerpo, su personalidad, eran competitivos en el mercado socio-sexual que definía su puesto de trabajo.” (Ibid.)

Lo que le ocurría a las esposas la víspera de su salida del hogar para entrar en la fábrica, le ocurre hoy a la sociedad entera que se ha transformado en una “gigantesca administración doméstica”.

El cuerpo de la mujer es, como ya lo testimonia el mito de Pigmalión, el vehículo privilegiado del biopoder. Muñeca capaz de desear, es así cómo la sociedad la deseba y acompañaba, cómplice, a su devenir-cosa-que-siente.

Si bien es cierto que la frigidez femenina no sorprendía a Occidente, tácitamente de acuerdo sobre este triste supuesto, la impotencia masculina sorprende siempre, habla una lengua de sufrimientos hasta ahora inéditos.

La invención de un remedio para obtener un orgasmo finalmente simulado por las dos partes no detendrá el discurso del cuerpo indócil, sino que sólo lo constreñirá y reprimirá en una actividad forzada que no podrá tardar en buscar una vía propia para liberarse.

“La disciplina es una anatomía política del detalle” que “disocia el poder del cuerpo; por un lado, hace de este poder una ‘aptitud’, una ‘capacidad’ que procura aumentar, y por otro lado invierte la energía, la potencia que de ello podría resultar, y la convierte en una relación de sujeción estricta. Si la explotación económica separa la fuerza y el producto del trabajo, digamos que la coerción disciplinaria establece en el cuerpo el vínculo constriñente entre una aptitud aumentada y una dominación incrementada.” (Foucault, Vigilar y castigar)

En una sociedad en la que las clases sociales han sido reemplazadas por una “pequeña burguesía planetaria” (Agamben), se anuncia una nueva forma de consciencia. El terreno de lucha que se traza es metafísico en el sentido de su inmanencia al cuerpo, y es por ser simbólico e inmaterial que libera lo concreto y lo material. Es el cuerpo que la microfísica de la dominación mantiene en jaque a través de técnicas minuciosas, “pequeñas astucias dotadas de un gran poder de difusión, disposiciones sutiles, de apariencia inocente, pero profundamente insinuantes, dispositivos que obedecen a inconfesables economías o que persiguen coerciones sin grandeza” (Foucault). Es contra esta forma sutil de expropiación se implicarán las luchas por venir; la nueva liberación de la empresa de la microfísica será metafísica o no será.

 

* * *

 

Y esto es lo que hay: hasta ahora hemos sido víctimas de una trampa. Hemos creído que, pronunciadas ciertas palabras, escritos ciertos vocablos, enunciadas ciertas teorías “radicales”, se producirían efectos más o menos directos en la realidad. Nos figurábamos que manejábamos armas, cuando se trataba solamente de conceptos, y la consciencia nos parecía una sustancia explosiva. Pero, al igual que el vínculo entre la dominación y los discursos que la legitiman ha dejado de ser perceptible desde hace tiempo, el mundo del Espectáculo se atraviesa en estos tiempos como un bosque de signos y de señales que ya no designan realidades concretas, sino que prefieren dibujar infiernos virtuales y paraísos publicitarios, mundos fabricados de los que el sentido se ha retirado definitivamente.

Las nuevas estrategias de dominación son más refinadas, menos mecánicas, más inaprensibles que las del pasado, heredadas de las sociedades de soberanía. Pero también por esta razón hieren más profundamente y casi de manera quirúrgica: una simple hoja de papel, hábilmente manipulada, puede tener el efecto de un escalpelo. Ha pasado, en nuestras zonas bajo control, el tiempo de los grandes destripamientos. La táctica consiste, por el contrario, en dejarnos vivos, pero imperceptiblemente disminuidos. Aquí, el poder se ha hecho bien pequeño, muy lindo: se ha convertido en una cabeza de Mickey; apenas lo sospechamos, deslizándose ágilmente en las fibras ópticas, calculándonos tras la sonrisa vitrificada de la Jovencita, reclamando la transparencia de todo, prometiendo el cuadriculado del mundo. Quiere mostrarlo todo y que todo sea mostrado. Es hora, dice, de que todo el mundo sepa. Cada persona debe ser consciente cada instante, desde el fondo de su soledad atómica, de cuán difícil es mantener en vida una maquinaria tan policéfala, tan perfeccionada, tan considerable y tan contradictoria como esta “democracia” que amenaza en todo momento con dejarse hundir o volar en pedazos si tratamos de modificarla en un solo detalle. Pues donde toda comunidad ha sido liquidada y, por tanto, toda praxis se ha hecho imposible, la consciencia deja de ser una amenaza para el poder: se transforma en factor de producción.

Viviríamos pues, desde el desmoronamiento del bloque soviético, “en la era de la globalización”. Comprendamos: trabaja tanta gente por hacer posible nuestro bienestar que sería indecente privarles de nuestra comprensión, discutirles nuestra solicitud. Aquí reside la cuestión: reducirnos al rango ínfimo que supuestamente sería el nuestro, el rango de una rueda minúscula en un mecanismo gigantesco y de una complejidad inalcanzable. Ciertamente, se nos ruega que juguemos con nuestros juguetes sin hacer preguntas, pero a cambio hemos ganado el derecho a “explorar el ciberespacio”, a “pasarlo genial” de mil maneras o a desplazarnos a los cuatro confines del globo en unas cuantas horas. Incluso se pretende que los “excluidos”, los “rebeldes” y otros inadaptados formarían a final de cuentas parte del “sistema”, puesto que el biopoder, caritativo con los ingratos, estaría bien dispuesto a hacerse cargo de ellos.

No hay duda, creemos en las fábulas. Más exactamente, quisiéramos creer en ellas. No es por descuido o por desgracia por lo que hemos olvidado la infinita posibilidad de sabotaje que contiene cada instante de nuestra existencia, sino por cobardía. Por esa cobardía de buena calidad que la dominación mercantil llama “libertad” y que no recubre sino una confortable ausencia del mundo. Los espacios que la mercancía se apresura a colonizar se reconocen en que en ellos se prodiga primeramente un concepto determinado de la libertad que tiene por vocación hacerla imposible. La libertad designaría, se dice, la facultad de un sujeto para elegir soberanamente entre varios objetos equivalentes, la igual posibilidad de estar aquí o allá, de hacer esto o aquello. Cualquier compromiso, cualquier vínculo la disminuiría. Es esta idea de la libertad la que susurra al oído de sus víctimas que ciertamente están con tal persona, pero que podrían igualmente estar con tal otra, que no se encuentran verdaderamente donde están, puesto que podrían igualmente encontrarse en otra parte. Así, se hace que todas las prisiones resulten tolerables procurando a cada uno la ilusión de que podría cambiar de celda. Poniendo el mundo a distancia, se nos anestesia contra sus suplicios y, como ocurre siempre con la anestesia, se nos paraliza. Porque se empezó liquidando ese otro lugar al que huir.

Así, la búsqueda de la libertad, en el mundo de la mercancía, reviste la forma de una búsqueda de la indeterminación. se flota en medio de mil solicitudes sin contenido. Todo vale para mantenerse por debajo de la cuestión de los fines, por debajo del momento en el que habrá que asumir una forma. se prefiere esperar pacientemente ese momento que no viene. A partir de ahí, se trabaja sin trabajar, se participa sin participar, se lucha sin luchar. Y mientras tanto, nuestra simple existencia le hace los honores al biopoder.

Ahora bien, es necesario un gesto. Un gesto de sabotaje. Un gesto de ruptura con aquello que en el fondo recusamos.

Ser libre no significa desarrollar todas nuestras virtualidades, sino ir hasta el final de un posible. La libertad se concibe únicamente a partir de mi situación hic et nunc, en el itinerario que hay entre mi determinación y la sustracción a esa determinación.

Sobrecogidos por una parálisis de masas, los hombres viven en el terror. Bajo la forma de angustias diversas, que cada temporada exigen cambiar de monstruo, nos tememos los unos a los otros. Y se conjura en vano la culpabilidad encerrándose en complejos residenciales privados o en un cuidado maníaco del cuerpo propio y de sus neurosis. Pues la falta es objetiva aunque sea muda, omnipresente aunque cautiva: quien es culpable sabe que tiene buenas razones para tener miedo.

También, a pesar de los “progresos de la medicina”, las enfermedades dan pruebas de una rara inventiva y, curiosamente, la muerte no deja de sobrevenir en versiones a menudo inéditas. Si las razones de vivir faltan cada vez más visiblemente, las razones de morir todavía no faltan. El único rasgo verdaderamente nuevo, entre tanto desamparo, es que el capitalismo ha renunciado a cubrir con un velo púdico su rostro criminal y caníbal.

En este punto, ya no podemos permitirnos ignorar cuál es la suerte reservada a quienes no hayan sabido adherirse al despropósito general sin haber sabido, no obstante, rechazarlo: serán liquidados por un sistema hecho para los Hombres-máquina que ellos no han conseguido ser.

Quizá no se habrán dado cuenta, hasta el final, de que el mundo se ensombrecía poco a poco, de que la luna nadaba en las “falsas brumas de la polución”, de que el agua se volvía densa y opaca, y de que nuestras comidas estaban hechas de venenos. Una debilidad comprensible puede habernos conducido a soportar una educación que se fijaba como tarea hacernos desconocer nuestros deseos. Pero si hemos cambiado toda libertad por un porvenir radiante retocado con Photoshop, o más comúnmente por la supervivencia en un mundo que se viene abajo, esto solamente significa que hemos sido demasiado cobardes y escépticos como para abrazar una rebelión en la que no teníamos nada que perder, que otra vez hemos preferido depender centralmente del Espectáculo y poder en todo momento traicionar a nuestros amigos, en lugar de establecer con ellos relaciones tales que hagan otra cosa posible. O que simplemente estábamos demasiado cansados como para recordar que teníamos fantasía.

Pero ser mediocre es un derecho que se acompaña de servidumbres. Un día, es el hígado lo que revienta, otro es la cabeza, tomamos un comprimido, después dos, está esa pequeña neuralgia, esos trastornos aquí y allá, todos esos disfuncionamientos ínfimos que no sabemos de dónde vienen. El médico, además, tampoco lo comprende: somatizamos, dice. Tenemos el mal de mundo: insensiblemente, la vida se ha vuelto tóxica. Llegados aquí, si todavía tenemos la fuerza de no querer morir, hemos de admitir que nos hemos equivocado. No habría que haberse resignado, aceptarlo todo y creer tantas pamplinas, incluso aunque lo necesitáramos. Habría que haberse opuesto, negarse a esto, a aquello… Pero la cadena de causalidades es en este punto demasiado larga para remontarla y, por añadidura, no coincide con las posiciones políticas que hemos podido tomar. Ahora bien, el “paso al noroeste” no está oculto en otra parte: llegar a concebir que lo que es verdaderamente político es la manera en que vivimos, la dosis de verdad que nuestra existencia puede soportar y, por tanto, irradiar. En este caso, nuestro cuerpo hace el efecto de una piedra de toque, pues en nuestra experiencia indescifrable y dislocada, él se mide sólo con nuestras contradicciones, que se hallaban en nuestras elecciones antes de estar en nuestra carne.

Ningún saber del presente o del pasado puede ya ayudarnos: lo que nos hace falta es un saber de lo posible que de nuevo haga existir la historia. No se trata aquí de la expresión de un anhelo, sino de una exigencia que se busca por todos lados. El famoso “fin de la Historia” es de hecho el fin de algo: de una concepción de la historia que era precisamente su glaciación. Incluso si las palabras para expresar nuestro estupor por no estar ya en el mundo nos faltan horriblemente, incluso si los sonidos que salen de nuestras bocas están más gastados que cantos rodados, no es un nuevo lenguaje lo que nos hace falta inventar, para añadirlo a la lista ya demasiado larga de malentendidos, sino una nueva práctica. La libertad por venir comienza a existir cuando nosotros existimos, cuando un gesto, un movimiento separa en forma de fractura el presente del pasado y el futuro. Se trata de hacer irrupción en el curso vaciado del tiempo.

Lejos de marginarnos de la humanidad, el acto de sabotaje es lo que permite que nuestros hermanos nos reconozcan, lo que nos une a ellos. Una constelación legible de acciones relámpago dibuja así, para quien sabe entrever aquello de lo que son su huella, el éxodo general fuera del mundo de la mercancía autoritaria. Este éxodo es el último espacio habitable, como también la condición primera de toda amistad, de toda cooperación. En él se descubre la lengua extranjera, la lengua sensible en la que estamos escritos. Pues hemos de perdernos por completo para finalmente reencontrarnos.

Por lo demás, el sabotaje que viene es silencioso, pues no es más que el otro nombre de la vida.

 

 

No hay comentarios:

Publicar un comentario