miércoles, 20 de diciembre de 2023

LA PANDEMIA Y LOS SECRETOS DE LA UNIVERSIDAD

 

El diario El País publicó el pasado 14 de diciembre un sugerente reportaje, de ElisaSilió, que titulaba así” Muchos universitarios no han vuelto a las aulas tras la pandemia y baja su rendimiento: Hay alumnos encapsulados”. El mérito de este texto periodístico radica en que reflota una realidad que se esconde tras los escombros derivados de la brutal suspensión de las relaciones sociales durante varios meses, que incluyeron varias semanas de encierro domiciliario de la población. Ese temerario experimento de control social, operado por la comunión necesaria de las élites médico-epidemiológicas con las que conforman las tecnoestructuras de los estados y los mercados, destapa gradualmente sus letales efectos sobre las poblaciones.

Elisa Silió muestra la nueva situación, en la que se confirma la incapacidad de la institución universidad de realizar un trabajo no presencial on line. Una vez superado el estado de excepción epidemiológico se procede al retorno a las aulas.  En esta situación se confirman las fugas de grandes contingentes de estudiantes de las aulas, lo que tiene como consecuencia el incremento del absentismo y empeoramiento de los resultados en términos del índice de aprobados. Se evidencia un nivel notable de desafección, al tiempo que comparece esplendorosamente el recién llegado a todas las esferas sociales, los problemas psicológicos crecientes que afectan a los habitantes de las aulas. Concluye aludiendo al añejo problema estructural de las clases magistrales, amenazadas ahora por la digitalización de los apuntes y los Power Point, que refuerzan el distanciamiento de los estudiantes respecto a las actividades presenciales. El Drive de Google desempeña el papel de enterrador de una forma de docencia tan desgastada.

Mi interpretación de este artículo remite a que el acontecimiento-pandemia ha reflotado y reformulado el viejo problema del declive de la docencia universitaria, específicamente agudizada en las humanidades y ciencias sociales. La reforma de Bolonia, significó la abolición de las clases magistrales, sustituidas por metodologías docentes activas, imposibles de utilizar con grupos tan numerosos y docentes tan menguados en la competencia de dirigir grupos. El resultado es el de un estrepitoso naufragio de la docencia, que sobrevive agazapada bajo la apariencia de las nuevas actividades en el aula. Emparejada con el examen como forma suprema de evaluación, resiste la adversidad derivada de las nuevas condiciones, ocultándose bajo distintas situaciones que son denominadas pomposamente con la palabra “prácticas”. El nuevo modelo de docencia se resiente de esta disfunción, y el nuevo orden imperante en las aulas se ve afectado por la expansión de simulaciones docentes. Este factor, lo he analizado en varias entradas del blog, en particular en “De la clase magistral a la fábrica de la charla”.

La perpetuación de la docencia magistral encubierta y la futilidad de las nuevas actividades en el aula, generan un estado de vaciamiento de los sentidos, que es experimentado por los estudiantes como una inundación de actividades triviales y rutinarias que se acumulan en distintas asignaturas y que no les aportan nada sólido. Un estudiante de la era Bolonia es un maestro en el arte de lidiar a los profesores minimizando sus contribuciones. Pero esta sobrecarga de actividades superfluas termina generando un estado de anomia vivido interactivamente por los habitantes de las aulas, que terminan configurando una situación de hastío sordo, que se manifiesta en la rutinización de las actividades. El hastío universitario es extraordinariamente rico en sus manifestaciones, dominando la vida institucional.

La reforma de Bolonia y su modelo docente, devenido en una simulación perpetua, pone de manifiesto el desencuentro entre las subjetividades docentes y las subjetividades mediáticas imperantes en la época. Este desencuentro abismal se expresa en la forma que adquiere la progresiva digitalización de las actividades, así como en la tormentosa coexistencia entre los libros y lo audiovisual. Los libros son descompuestos en trozos que conforman una forma de lectura y escritura muy desconsiderada para los autores. Un estudiante es alimentado con fragmentos de texto, que se van acumulando hasta formatear el hastío, al que he aludido anteriormente. Por el contrario, las actividades audiovisuales, los videos y fragmentos de programas de televisión, adquieren una preponderancia incuestionable frente a las astillas procedentes del desguace colectivo de los libros de los grandes autores.

En este sentido, la pandemia fue un acto fundante que cataliza el derrumbe del frágil orden académico derivado de la reforma Bolonia, instaurando un sistema mecanizado carente de sentido, que fragua una situación de hastío compartido. Todos los participantes en ese nuevo orden comparten el secreto de su sinsentido y erigen barreras frente a las miradas exteriores. La docencia se ritualiza al estilo de los cultos religiosos. Recuerdo las críticas de algunos estudiantes punzantes que asociaban las clases magistrales de entonces a la venerable práctica de oficiarlas misas, que siempre se repetían invariablemente año tras año.

La lógica de un estudiante comprador de créditos se encuentra determinada por la inmortal pauta del coste-beneficio. Una vez que descubre el juego de las actividades vacías de contenido, se orienta a cumplir ritualmente las normas para obtener buenos resultados en términos de calificaciones. Pero cuatro años inmerso en ese juego son muchos. El riesgo de la fuga se hace patente. La verdad es que ha pasado de ser un receptor pasivo de discursos académicos y carne de examen, a ser un sujeto obligado a hacer trabajillos sin valor alguno, cuya verdadera función es la de control. Esta es la razón por la que los exámenes, no sólo no desaparecen, sino que continúan gozando de tan buena salud.

De este modo, la universidad deviene en una instancia en la que habitan secretos compartidos por sus participantes. Es menester mantener su imagen frente al exterior. Este es el cemento que cimenta el orden académico. En un medio en el que se hace presente el hastío, la descomposición institucional parece inevitable. De ahí la perplejidad de los tecnócratas ocupados en medir periódicamente las capacidades de los estudiantes y sus conocimientos, que entran en un estado de alerta. Lo peor estriba en que estudiar una carrera contribuye menos a desarrollarse como profesional o, incluso, como ciudadano. En estos días escucho la polémica en torno al currículum de Ayuso. El problema de fondo es que las titulaciones han perdido tanto valor, que cualquiera puede llegar a practicar el arte de ser impostor.

 

 

 

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