viernes, 9 de diciembre de 2022

HABITANTES DEL AULA. DIEGO Y LA GRABADORA MÁGICA

 

 

Diego fue un alumno en los últimos años de la licenciatura, inmediatamente antes de la llegada de la reforma Bolonia.  No frecuentó mucho mi clase, pero, a partir de conversaciones breves y fragmentarias, suscitó mi simpatía, constituyendo la típica relación en el desierto del aula que va más allá de lo hablado. Era gaditano, siguiendo la estela de muchos estudiantes de esta tierra que pasaron por la clase dejando huella de su inteligencia y coriginalidad. Formaba parte de un pequeño grupo de alumnos descontentos con el papel que les asignaba la institución, que se podía representar como una factoría concertada de clases, apuntes, fragmentos de textos y exámenes. Esa máquina institucional se apoderaba de su tiempo y los determinaba como receptores de discursos profesorales, de lluvia pertinaz de resúmenes, de capítulos de libros que conformaban una verdadera lapidación académica. Tenían que resistir el huracán bibliográfico que se cernía sobre ellos, y que, como el pedrisco en una granizada, caía en pedazos separados los unos de los otros.

Diego era casi un estereotipo, que representaba en su persona la inadaptación a este sistema de intensos chubascos de clases y fragmentos de textos. No encajaba bien en esta factoría y llevaba mal la acomodación a su funcionamiento. Por el contrario, representaba muy bien su destreza en el arte de vivir, recurriendo a los saberes no formalizados precisos para ello. Manifestaba su disgusto por la dispersión en las múltiples asignaturas, en las que los profesores imponíamos nuestras reglas específicas como si sólo cursasen esa asignatura. Adquirir la competencia de lidiar con los profesores y sus normas era una tarea de gigantes.

Pero la razón principal por la que Diego está aquí remite a su protagonismo en un evento que para mí representó una gran crisis. Resulta que siempre mostraba mi disgusto por las arquitecturas del aula. En este blog publiqué un post al respecto. Las aulas eran cajoneras con múltiples pupitre hacinados y dispuestos en filas y columnas, lo que restringía totalmente la cristalización de un grupo, y ubicaba a cada uno en un espacio limitado por los cogotes de los que se encontraban delante. Cualquier conversación resultaba  tediosa y la gente esperaba la reanudación del monólogo del profe visible para todos.

En los últimos años intenté en varias ocasiones romper esa maldición. Justamente el año en el que Diego estaba matriculado en una asignatura troncal que impartía, Estructura y Cambio de las Sociedades, se generó una situación en la que pudimos trasladarnos a un aula-seminario en la que los pupitre estaban dispuestos en forma de rectángulo, de modo que los asistentes se encontraban cara a cara sin excepción. Ese curso tenía una relación perversa con el grupo de asistentes, en tanto que ellos me hacían llegar su satisfacción por las clases, pero no generaban ninguna iniciativa y se escaqueaban cuando les hacía una propuesta en la que tenían que asumir responsabilidades.

En ese ambiente sucedió el acontecimiento-bomba que protagonizó Diego. Un día se presentó en la clase y me dijo que no podía asistir pues tenía que ir a otra clase en el mismo horario de la jungla académica. Entonces me dijo desenfadadamente, fiel a su estilo, que le interesaba mi clase y por eso iba a dejar una grabadora de voz, que depositó en un pupitre, para registrar la sesión. En ese momento comprendí la significación de la clase, un acto social susceptible de reproducirse sin la presencia de los involucrados. Me invadió una sensación de horror vacui.

Mi egocentrismo derivado de vivir persistentemente en un medio de monopolio de voz en las clases, de productor de un discurso que los alumnos transforman en algo tan cerrado y mortuorio como los apuntes, y  de ángel examinador, se sintió profundamente amenazado. Mi subjetividad estaba determinada por la convicción de que la clase tenía un componente de autoría, y de que no era un portavoz pasivo de la sociología académica. Además, me encontraba sumido en una imaginaria resistencia a la reforma de Bolonia, uno de cuyos objetivos primordiales era crear una fábrica de la transmisión de conocimiento, lo que requería la desprofesionalización y proletarización de los profesores, convertidos en ejecutores de programas estandarizados.

Todas estas consideraciones se derrumbaron súbitamente con la grabadora de Diego. Esta representaba todas las sinergias imaginables de los sinsentidos de mi oficio. Mi respuesta fue tajante negando la posibilidad de la grabación. Pero me hizo comprender mejor las lógicas de las clases monopolísticas. En ese tiempo tuve una experiencia fecunda. En una sesión de sociología para funcionarios de la OPS, en la Escuela Andaluza de Salud Pública, en una clase rectangular de esta institución, los alumnos tenían a su disposición un portátil cada uno. Pues bien, comencé una exposición y en ese aula de distancias cortas, todos estaban ajenos a mi sermón y concentrados en sus pantallas. La situación era explosiva y me salvó una médica que estableció una conversación conmigo. También entonces me interrogué acerca de los sentidos de las clases.

Volviendo a la grabadora de Diego tenía muy claro la obsolescencia del sistema. Los estudiantes eran enjaulados (enaulados) en clases de dos horas, que representaban entre veinte y treinta horas de clases a la semana. La saturación alcanzaba un nivel casi autodestructivo. La planificación académica se hacía sobre el número de aulas y los pupitres que había en ellas. Es evidente que un tipo cumplidor sometido a ese ritmo frenético de clases terminaba agarrotado, de modo que apenas disponía de tiempo para leer, estudiar o realizar otras actividades. Además, en cada clase se arrojaban sobre él múltiples fragmentos de texto que no podía leer. Los más inteligentes aprendían a sobrevivir sin deteriorarse.

Este era el caso de Diego que protagonizó varios microconflictos con distintos profesores y sus sistemas de reglas particularistas. Nuestra relación de simpatía se materializó en varias conversaciones breves, pero llenas de sentido. Lo mejor que se podía decir de él era que una persona así no cabe en el mundo de las (j)aulas y sus modos de gestión. Consiguió licenciarse conservando su identidad, cosa que no todos lo consiguen. Y ahora una paradoja. Su último examen lo hizo en mi asignatura de Estructura y Cambio. Este representaba mis particularismos. Duraba dos horas y media, podían disponer de sus papeles personales y las preguntas eran de analogías y diferencias entre enfoques teóricos, o aplicaciones de conceptos. Al final del examen me dijo que terminaba la carrera y que se había convertido en un estudiante masoquista, porque ese tipo de examen había terminado por gustarle.

Lo recuerdo a última hora de la tarde pedaleando por la Gran Vía cuando me dirigía hacia casa tras oficiar varias clases y tutorías. Su porte era distinto al Diego perplejo ubicado en un pupitre.

 

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