jueves, 24 de marzo de 2022

LA GUERRA CONTRA LA COVID COMO ESLABÓN EN LA GUERRA PERMANENTE

 

En este artículo  de Juanma Agulles de la revista Hincapié, se pone el dedo en la llaga en lo que se refiere a la guerra, que siempre genera un estado de guerra psicológico. La pertinencia de sus objetivos, que siempre son obtener la obediencia y trazar líneas de separación entre los leales y los traidores, se hace patente, tanto en la “Guerra contra la Covid”, como en la vigente. En estos acontecimientos los media desempeñan un papel de primera línea para esas insignes tareas. La comunicación es el primer activo de la guerra. De ahí la multiplicación de los altavoces puestos a disposición de la troupe de comunicadores, tertulianos y expertos de guardia, que aseguran un flujo permanente sobre los espectadores.

En la guerra en Ucrania en curso, se multiplican hasta el infinito los fragmentos audiovisuales de dramas personales vividos por las víctimas, en tanto que no se ayuda al espectador a que pueda tener una referencia general acerca de la situación. También la guerra es arrancada del proceso histórico en la que se inscribe para ser tratada iconográficamente lista como arma de persuasión para los leales.

Este es el artículo

 

LA GUERRA PERMANENTE

Juanma Agulles

REVISTA HINCAPIÉ

 

Probablemente casi nadie recordará ya aquellas fantásticas ruedas de prensa diarias, durante el confinamiento de 2020, en las que el ínclito Fernando Simón aparecía acompañado por unos señores uniformados, muy serios ellos, que representaban a las Fuerzas Armadas, la Policía Nacional y la Guardia Civil.

La escenificación, que recordaba a las juntas militares golpistas, no pareció inquietar demasiado a las izquierdas, seguramente porque eran precisamente aquellos que decían representarlas —los artífices del «gobierno más progresista de la historia»— quienes decidieron orquestarlas así.

Cabe suponer que aquellos señores uniformados, plagados de condecoraciones e insignias, no pensaban que en caso de no funcionar las medidas sanitarias tendrían que combatir el virus a cañonazos, sino que su presencia allí estaba justificada por razones bien distintas. Uno de ellos, el general de la Guardia Civil José Manuel Santiago, lo dejó bien claro al explicar que sus funciones eran «evitar el estrés social» que podían producir los «bulos» y «minimizar el clima contrario a la gestión de la crisis por parte del Gobierno». Cuando le llovieron los capones por decir lo que, por otro lado, todo el mundo sabía o podía sospechar, tuvo que salir al quite y recordar que «en la lucha contra la pandemia, lo importante son las personas, no hay ideologías [sic]» y que «todos somos un equipo». Le faltó apelar al cholismo y decir que en lo referido a la represión y al control de la población también era cuestión de ir «partido a partido».

Finalmente, alguien debió de pensar que la cosa se estaba yendo de madre y, a finales de abril, relegaron a los uniformados a un prudente segundo plano para evitar su sobreexposición al escrutinio público.

Desde el inicio, presentar la pandemia como si se tratase de una guerra tenía dos ventajas para quienes ostentaban la responsabilidad de organizarnos la vida: primero, podía apelarse a la emotividad patriótica, aplaudir cada tarde a los «héroes de la primera línea de fuego» y asistir al recuento de bajas como si estas no tuviesen responsables directos en aquellos que habían estado saqueando la sanidad pública durante décadas y que mantenían encerrados en condiciones inhumanas a los ancianos en las residencias donde murieron en masa; y, segundo, la concentración de poder y el mando único, junto a la suspensión de derechos fundamentales y el encierro indiscriminado, podían defenderse por medios represivos, inéditos en democracia, que serían justificados por una gran parte de la población.

Pero si se trataba de una guerra, no era una guerra convencional. La capacidad de un virus para negociar un armisticio es, como se sabe, muy limitada. ¿Hacia qué combate se dirigía en realidad aquella movilización bélica? Fundamentalmente, hacia una guerra permanente de carácter civil que pretendía conseguir —y hay que decir que en gran medida ha conseguido— la obediencia y la división social entre leales y traidores a la causa. El objetivo prioritario fueron los «asintomáticos», después los «negacionistas», más tarde los «antivacunas». Los decretos de estados de excepción encubiertos, los toques de queda y las leyes de apartheid sanitario contra las personas no vacunadas han seguido punto por punto las tendencias más arraigadas en las llamadas políticas de tolerancia cero, reforzando la idea de un enemigo interno cuyo combate facultaría cualquier tipo de actuación.

Para que no quede ninguna duda respecto a las prioridades de aquellos que nos gobiernan, el pasado verano, la Segunda Compañía de la Bandera Millán Astray de la Legión española se entrenó en control de masas, dispersión de tumultos, técnicas de detención, defensa personal y algo llamado «Sanidad Táctica Operativa», con el asesoramiento de Policía Nacional y Guardia Civil[1]. Como se ve, los uniformados siguen a lo suyo con el beneplácito del «gobierno más progresista de la historia», aunque ya no salgan en televisión.

Si para el Estado el enemigo más temible es la desobediencia de la población a la que pretende administrar. Para el capitalismo, el mismo crecimiento económico se ha convertido en un obstáculo insalvable para el crecimiento futuro, por lo que la destrucción de una parte de la sociedad —una guerra llevada a cabo por otros medios y sostenida en el tiempo— puede ser tentadora para algunos grandes intereses económicos que están saliendo muy bien parados de la contienda.

Hace poco, Ángeles Maestro publicaba un artículo titulado «El silencio suicida de la izquierda ante la gestión de la pandemia» donde, entre otras cosas, señalaba esto:

El resultado en términos económicos ha sido una destrucción de capital sólo comparable al producido en una guerra. Los datos de agosto de 2021 para el Estado español son los siguientes: en los últimos 18 meses han cerrado 63.000 empresas de menos de 50 trabajadores, tres de cada cuatro autónomos han visto hundirse su medio de vida. En total, en la pequeña y mediana empresa se ha concentrado el 99,2% de todo el tejido productivo destruido en este periodo. Por el contrario, las empresas de más de 500 trabajadores han aumentado y hoy hay 54 más que antes de la pandemia. (Diario 16, 4/2/2022).

En este sentido, la guerra contra la pandemia sería un avatar más de las múltiples guerras que el capitalismo lleva librando desde sus inicios —la lucha contra la pobreza o las llamadas clases peligrosas, contra el déficit y la inflación, contra el terrorismo internacional, contra el cambio climático, etc.—. Una movilización permanente para la defensa de un modo de vida en constante enfrentamiento con las consecuencias de su propio desarrollo.

Culminada su integración a escala planetaria, la sociedad industrial vive en guerra consigo misma. Tanto es así que la respuesta política a la pandemia se parece cada vez más a la agudización de una enfermedad autoinmune. El orden social, con tal de mantenerse, es capaz de destruir parte importante de sus fundamentos, suspendiendo de facto derechos y libertades que supuestamente lo legitiman de cara a sus ciudadanos, e inaugurando en el ámbito de la política y de la llamada gobernanza un periodo de excepción tan extendido que ya es prácticamente indistinguible de la norma. Una vez formadas las filas de este régimen sanitario-policial, tras dos años de instrucción y disciplina ininterrumpidas, el aplastamiento de cualquier tipo de disidencia estará más cerca.


[1] Danilo Albin, «Los legionarios se entrenan para el “control de masas” con la ayuda de policías y guardias civiles» (Público, 3/12/2021).

 

1 comentario:

  1. Muchas gracias por todo vuestro trabajo es un oasis en medio de tanta m*****

    ResponderEliminar