miércoles, 30 de marzo de 2022

TRAS LA GLACIALIZACIÓN COVID EL IMPERATIVO DE LA RECORPOREIZACIÓN DESMEDICALIZADA

 

La pandemia ha supuesto una verdadera glaciación para los cuerpos. Las autoridades epidemiológicas han decretado su expulsión de las relaciones sociales, así como la promoción de un modo de vida que lo hace prescindible. Este acontecimiento tiene lugar sobre el proceso inexorable de digitalización, que impulsa un sistema de relaciones personales en las que lo virtual tiene una preponderancia creciente sobre las relaciones físicas inmediatas, que son relegadas a un segundo plano a favor de aquellas mediadas por los dispositivos electrónicos móviles. En este mundo emergente, el tacto declina, se proclama la separación de los cuerpos y la Covid les asigna el estatuto de sospechosos.

Todas las medidas promulgadas por las autoridades sanitarias apuntan en la dirección de la restricción severa de los encuentros entre los cuerpos, sobre los que se sustenta el recelo de la posible infección. En este tiempo glaciar, el cuerpo ha sido inspeccionado y escrutado para acreditar un cuerpo documentado y medicalizado. El pasaporte Covid representa esta amenaza para aquellos cuerpos que no se encuentren debidamente inspeccionados y tratados. Los contactos personales son severamente fragmentados y surgen nuevas reglas sociales de regulación de las distancias personales. La principal consecuencia de este proceso es el establecimiento de un ámbito social blindado a aquellos que son considerados como extraños o peligrosos. Cualquier cuerpo no conocido puede ser un contenedor del virus.

El efecto de la pandemia sobre las relaciones personales ha sido demoledor. La cuestión principal ha sido la de fortalecer los ámbitos virtuales que con anterioridad coexistían con aquellos en los que los cuerpos se encontraban. Así, estos se han robustecido y han adoptado una inequívoca condición de sustitutos alternativos de las relaciones cara a cara. El teletrabajo; la educación virtual; la consulta médica a distancia en ausencia del cuerpo; la apoteosis del correo y del WathsApp que reemplazan las conversaciones cara a cara; la telecompra en el planeta emergente de Amazon; la vida cultural mediada por el streaming,  la vida física ordinaria en trance de ser desplazada a Youtube, Instagram o TicToc. El Telépolis que hace ya más de veinte años anunciaba Javier Echevarría se ha consolidado como una realidad incuestionable.

Lo corporal es progresivamente censurado y subordinado. El problema radica en que, como ilustra la historia, las situaciones de excepción, terminan por reconfigurar la convivencia, incluso tras su caducidad. En el caso del cuerpo, este se inscribe en el radical proyecto de individuación que domina el presente. Así, digitalización y el nuevo modo de individuación se funden para generar un arquetipo personal escindido de las viejas categorías sociales que lo conforman,  dotado de una transparencia que favorece a los poderes instituidos. La fragilidad del arquetipo poseedor de tarjetas múltiples, es patente. La descorporeización remite a la reducción a un conjunto de datos. Sus trayectorias personales, acciones y conversaciones, se encuentran registradas estrictamente, de modo que su ámbito íntimo es pulverizado por el control de las máquinas mediante las que desarrolla su vida prístina.

La convergencia de racionalidades dominantes moldea la nueva individuación. La razón informática que establece los códigos de conexión entre las máquinas protegidas ante los virus por las vacunas antivirus y la desconexión y cuarentena de los infectados. La antropología subyacente al neoliberalismo, que genera un conjunto de poderosas instituciones –gerencia, recursos humanos, vida psi, entrenadores personales, ocio personalizado, consumo desmasificado entre otras- que se fundamentan en el código común de romper las relaciones sociales intermedias duras –comunidades trabajo, interés locales- para esculpir un sujeto radicalmente escindido y sumido en un sistema de relaciones sociales efímeras y débiles.

También la nueva razón médica, que instituye la tercera medicalización, la epidemiológica, de la que resulta un sujeto dominado por la responsabilidad social, que se regula desde las instancias del poder epidemiológico. La recombinación entre estas racionalidades, reconvierte al antiguo ciudadano en un sujeto vaciado y conformado por el imperativo de obedecer. En esta nueva realidad, declinan los espacios naturales en los que se encuentran los cuerpos a favor de un sujeto robotizado. La serie Black Mirror, en su capítulo 2 de la primera temporada, ofrece una síntesis brillante de ese modo de individuación. Pienso que la entrada que escribí al respecto es la más sustantiva de este blog.

En los últimos meses comparecen los efectos de los métodos epidemiológicos articulados en el precepto de la separación efectiva de los cuerpos y las personas. Lo hacen en términos de generalización y diversificación de problemas de eso que se denomina como salud mental. La preponderancia epidemiológica ha terminado en una mutación convivencial de signo inquietante. Numerosos segmentos sociales mantienen el sustrato de los imaginarios del miedo pandémico inducido, de modo que se expanden las áreas sociales mediatizadas y virtualizadas en detrimento de un achique de aquellas en las que se prodigan los contactos corporales.

En este contexto es menester proceder a una recorporeización en la que los cuerpos regresen a los lugares en los que se encontraban y rozaban. Así, los estadios, los conciertos, los cines, las actividades encuadradas en las artes escénicas,  los museos y las exposiciones, las conferencias y debates…Todos estos lugares deben ser reconquistados por los cuerpos penalizados por la tercera medicalización epidemiológica y sus antropologías restrictivas de la vida. En estas actividades se producen climas que incentivan los encuentros, las aproximaciones, las afinidades, las euforias, las intimidades… En estos contextos el tacto recupera su lugar privilegiado en la vida.

La recorporeización entendida como una reconquista de posiciones destruidas por la glaciación epidemiológica, neoliberal y digital, es imperativamente desmedicalizada. Se trata de cuestionar los supuestos y sentidos determinantes de la gran operación sustentada en el principio de “separaos los unos de los otros”. Parece inaceptable establecer un sistema de comportamiento avalado por la hipótesis tóxica de los cuerpos desconocidos pueden ser cuerpos patógenos. En estos dos últimos años, he podido entrever las entrañas de un nuevo totalitarismo destructivo sustentado en este principio. Lo peor radica en que el dichoso virus respiratorio sigue vivo y puede generar problemas de infecciones que resuciten el proyecto del férreo control social mediante la activación de esta espantosa tercera medicalización.

domingo, 27 de marzo de 2022

LAS PALABRAS ELOCUENTES DE BRZEZINSKI

 


Las guerras del presente son acontecimientos en los que la comunicación desempeña un papel más relevante que nunca. La multiplicación de cámaras, canales, satélites hacen proliferar hasta el infinito el material gráfico. Las mismas víctimas se constituyen en testigos mediante sus propios Smartphone, proporcionando miles de microhistorias que son capturadas por las televisiones para ser exhibidas frente a grandes públicos. Pero esa reiteración y multiplicación de fragmentos audiovisuales no ayuda a los espectadores a comprender la complejidad de las guerras consideradas en su unidad e integridad. Por el contrario, se impone un macrorrelato elaborado cuidadosamente por los contendientes.

Los grandes grupos mediáticos desempeñan un papel esencial en la creación y gestión de ese relato, mediante el tratamiento de las imágenes y los testimonios. Pero los conflictos son arrancados y sustraídos de sus contextos, así como de los procesos históricos que los generan. Así, la invasión de Ucrania se convierte en un acontecimiento audiovisual que alimenta grandes audiencias, a la vez que es tratado como un fragmento histórico, al que se otorga la independencia de sus antecedentes mismos. La distorsión parece insalvable. En este caso, el viejo y cruento imperio ruso se ubica como en el papel del pérfido protagonista, cediendo la condición de imperio del bien a la OTAN. Pero es menester reintegrar este terrible conflicto en el proceso histórico en el que se puede inteligir en su integridad.

En el año 2016, Brzezinski, un importantísimo consejero de Seguridad Nacional en el gobierno de Carter, y perteneciente al núcleo de la inteligencia norteamericana que durante décadas se ha vinculado a la universidad de Harvard, escribía un audaz e importante artículo proponiendo un giro y un realineamiento en la política exterior. Szbigniew Brzezinski, “Toward a global Realignment”, en American Interest, junio 2016. Este es un fragmento de ese texto, que puede aportar una comprensión al lector del proceso histórico en el que se inscribe, así como algunas de las paradojas que lo sustentan. Los buenos y los malos intercambian sus papeles. Específicamente ha concitado mi reflexión la alusión a, en palabras de Brzezinski,  las tecnologías que hacen posible que el uso de la fuerza sea hoy más productivo. Esto no fue posible en los anteriores ciclos de guerras coloniales que han configurado la Europa actual. Lo siento por sus víctimas, que han padecido la intervención brutal de ejércitos rudimentarios.

La publicación de estas elocuentes palabras de Brzezinski, no lo hago en detrimento de la disolución de la responsabilidad específica del agresor en este cruento conflicto, sino para cuestionar la narrativa audiovisual que lo ampara en nuestro país. Las guerras contemporáneas se sustentan en poderosos dispositivos de comunicación que terminan por hacer descarrilar los procesos históricos. Este texto presenta algunos antecedentes de los alineados como los buenos en el relato mediático. Espero que estas ayuden a reflexionar a los lectores de forma homóloga a la que han provocado en mí mismo.

 

Las matanzas periódicas de sus ancestros no tan lejanos a manos de colonos y buscadores de fortuna provenientes en su mayoría de Europa occidental ( de países que hoy, si bien todavía tentativamente, son los más abiertos a una cohabitación multiétnica) dejaron como saldo, más o menos en el lapso de los dos últimos siglos, una masacre de los pueblos colonizados de una magnitud comparable a los crímenes nazis durante la Segunda Guerra Mundial: literalmente, cientos de miles e incluso millones de víctimas. La autoafirmación política reforzada por la indignación y el dolor demorados es una fuerza poderosa que hoy aflora, sedienta de venganza, no sólo en el Medio Oriente musulmán, sino probablemente también más allá. Muchos de estos hechos no pueden ser establecidos con precisión, pero tomados en conjunto resultan estremecedores. En el siglo XVI, debido en gran medida a las enfermedades que trajeron los exploradores españoles, la población del imperio azteca en lo que hoy es México cayó de veinticinco millones a alrededor de un millón. De manera similar, se estima que en Norteamérica un noventa por cien de la población indígena murió dentro de los cinco años de haber entrado en contacto con los colonos europeos, principalmente a causa de enfermedades. En el siglo XIX, numerosas guerras y asentamientos forzados mataron otro centenar de miles. En India, se sospecha que entre 1857 y 1867 los británicos mataron cerca de un millón de civiles en las represalias que siguieron a la rebelión india de 1857. El uso que hizo la Compañía de las Indias Orientales de la agricultura india para cultivar opio que luego fue introducido a la fuerza en China causó la muerte prematura de millones, sin contar las bajas directas que tuvo China en la Primera y Segunda Guerra del Opio. En el Congo, que era un dominio personal del rey de Bélgica Leopoldo II, entre diez y quince millones de personas fueron asesinadas entre 1890 y 1910. En Vietnam, estimaciones recientes sugieren que entre uno y tres millones de civiles fueron asesinados en los años que van  de 1955 a 1975.

En cuanto al mundo musulmán, en el Cáucaso ruso entre1864 y 1867 un noventa por cien de la población  circasiana fue relocalizada por la fuerza y entre trescientos mil y un millón y medio de personas murieron de hambre o fueron asesinadas. Entre 1916 y 1918 decenas de miles de musulmanes murieron cuando trescientos mil musulmanes fueron expulsados por las autoridades rusas a las montañas de Asia Central y el interior de China. En Indonesia entre 1835 y 1840 los invasores holandeses mataron cerca de trescientos mil civiles. En Argelia, después de quince años de guerra civil entre 1830 y 1845, la brutalidad de los franceses, las hambrunas y las enfermedades se cobraron la vida de un millón y medio de argelinos, casi la mitad de la población. En la vecina Libia, los italianos internaron a los cirenaicos en campos de concentración, donde se estima que entre ochenta y quinientos mil murieron entre 1927 y 1934.

Más recientemente, se estima que en Afganistán entre 1979 y 1989 la Unión Soviética mató alrededor de un millón de civiles; dos décadas más tarde, los Estados Unidos lleva matados veinticinco mil civiles en sus quince años de guerra en Afganistán. En Irak, ciento sesenta y cinco mil civiles murieron a manos de los Estados Unidos y sus aliados en los últimos trece años (La disparidad entre los números de muertes perpetradas por los colonizadores europeos y por los Estados Unidos y sus aliados en Irak y Afganistán puede deberse en parte a los avances tecnológicos que permitieron un uso de la fuerza más productivo, y en parte también a un cambio de clima normativo en el mundo). Igual de estremecedor que la magnitud de estas atrocidades es lo rápido que Occidente se ha olvidado de ellas.

viernes, 25 de marzo de 2022

SOUTO, LA GUERRA Y LA DESERCIÓN

 

Ayer leí en Diario 16 un excelente artículo de David Souto en la que propone la deserción de la guerra en curso, que adquiere el perfil de una guerra psicológica sustentada en la acción de los dispositivos mediáticos, que la formatean como un acontecimiento total que se sobrepone a todo. En mi mismo entorno observo el efecto de esta apisonadora que muestra cómo la guerra es, ante todo, la movilización de la comunicación. Así, todos los días se arrojan sobre los perplejos receptores toneladas de fragmentos audiovisuales con la pretensión de manufacturar el consenso y la adhesión al belicismo.  En mis conversaciones cotidianas observo con preocupación el giro belicista de no pocas personas, capturadas por el relato oficial, que se sustenta en un guion infantilizado de buenos y malos.

 

Los medios proceden según su operatoria de fragmentación de la realidad. De este modo, tratan el conflicto arrancándolo de su contexto sociohistórico. Así es tratado profusamente vinculándolo con el gran argumento de la seguridad. El texto de Souto procede de manera contraria, insertando la guerra en su contexto y recuperando sus vínculos con otras realidades que son escindidas en las agendas mediáticas. De esta forma adquiere un valor extraordinario en una sociedad débil, amorfa, sometida y colonizada por los grandes grupos mediáticos. Es por esta razón por la que he decidido publicar el texto aquí. Su propuesta de dereción es altamente pertinente.Lo podéis encontrar en su formato original en https://diario16.com/la-desercion-es-nuestra-unica-salida/

 

LA DESERCIÓN ES NUESTRA ÚNICA SALIDA

DAVID SOUTO ALCALDE

 

Hasta que la morfina patriotera e ilustrada del estado-nación se hizo con el monopolio de nuestros cuerpos y con el control de nuestras almas era más que obvio para cualquiera que las guerras no obedecen a intereses populares y que la deserción (todo lo contrario a la neutralidad o al colaboracionismo) es la única agenda revolucionaria posible para las mayorías sociales. La vieja proclama internacionalista que ordena que no haya guerra entre pueblos ni paz entre clases es heredera de esta lógica, que considera que las guerras no se luchan entre dos bandos sino en tres vectores transversales con intereses opuestos: esto es, los grandes carteles financieros que apoyan en la sombra a ambos frentes hasta redirigir el conflicto en la dirección deseada, las burocracias imperiales/estatales que se declaran mediáticamente la guerra, y las poblaciones que, en forma de civiles o de individuos alistados en el ejército por su pobreza, son masacrados y utilizados como un inagotable petróleo rojo en basa al cual erigir un nuevo orden.

Es por eso que, ante el irracional espíritu bélico que promueven gran parte de nuestros políticos, periodistas e intelectuales estas últimas semanas, no nos queda otra alternativa que reformular la sentencia pronunciada por el General Dux (Kirk Douglas) en Senderos de Gloria y afirmar que el europeísmo es hoy en día el último refugio de los canallas. El envío de armas a Ucrania contra el criterio de todo experto militar es síntoma de este canallismo europeo, que se propone reavivar en pleno s. XXI la suicida categoría de patriotismo a costa de intensificar hasta el extremo un conflicto evitable, condenar a muerte a los civiles ucranianos de 18 a 60 años que están siendo obligados a luchar, y ponernos a todos en peligro de un conflicto nuclear mundial. El delirio es generalizado e incluso un intelectual a priori progresista como José Luis Villacañas pretende hacernos creer esta fábula sangrienta de héroes patrióticos, celebrando con retórica de otra época que la “novedad” de esta guerra es que los civiles están luchando -de manera obligada- en un conflicto suicida en nombre de Ucrania y que, por eso, “Zelinski es el todo porque ha construido un Estado al lograr la obediencia del pueblo en armas”.

En medio de este clima de irresponsabilidad mediática e intelectual que se aferra a las coordenadas geopolíticas de un mundo de estados-nación ya extinto, pareciera casi imposible percatarse de que la guerra que está teniendo lugar en Ucrania no es un conflicto entre bloques anacrónicos ni un enfrentamiento por la hegemonía mundial entre el viejo imperialismo atlantista y el nuevo imperialismo euroasiático. Nos encontramos, por el contrario, ante una masacre disfrazada de choque civilizatorio que busca crear las condiciones de excepcionalidad (crisis energética y de recursos básicos, estanflación, etc.) para acelerar la fusión del capitalismo liberal y el oligárquico en un nuevo capitalismo tecnocrático de inspiración china.

Este modelo ya ha sido puesto en marcha entre nosotros mediante la gestión autoritaria y tecnócrata de la crisis del covid-19, que cronificó la pandemia hasta convertirla en el mayor negocio de la historia y nos acostumbró a un régimen de excepción, censura y hostigamiento permanente. Es muy probable que las sanciones que el Gobierno y la UE nos ha impuesto a todos los ciudadanos con la excusa de ahogar económicamente a Rusia, harán que en los próximos meses se naturalice nuevamente la necesidad de un mando tecnócrata que gestione los escasos recursos de los que dispondremos. Pensemos que ante la situación actual el ramo del transporte está al borde del colapso y que, en consecuencia, sectores estratégicos como la pesca o la ganadería están viendo amenazada seriamente su supervivencia (¿alguien se acuerda del “en el 2030 no comerás carne” de la agenda post-humana del Foro Económico Mundial?), por no hablar de los precios, ya disparados, que se triplicarán en los próximos meses según A. Turiel.

Nos encontramos en pleno proceso de transición de un modelo de sociedad ordenado en base a la idea alienadora de patriotismo a un nuevo orden mundial de selectiva carestía estructurado alrededor del concepto autoritario de “responsabilidad social”. No olvidemos que durante la crisis del covid-19 nos obligaron a ir en contra de nuestra propia integridad física, psicológica y de nuestro sentido común, así como a obedecer medidas irracionales en nombre de la “responsabilidad social”. La idea de responsabilidad social no es, sin embargo, más que un trampantojo moralista carente de ética que sustituye a la vieja idea de patriotismo con un mismo fin: hacernos abandonar toda capacidad de deliberación acerca de cuáles son nuestros intereses para entregarnos a la ajena defensa de intereses capitalistas contrarios a nuestras propias vidas.

Los vínculos entre el discurso de la responsabilidad social y el más crudo autoritarismo debiera ser obvio en estos últimos días, vistas las delirantes llamadas al ahorro de calefacción en tono ejemplarizante de Josep Borrell y Ana Botín, o las represalias que están sufriendo todos aquellos que reniegan de la versión oficial de esta guerra, como muestra el despido de Valery Gergiev como director de la Filarmónica de Múnich o la omnipresente censura en redes (con excepción de los discursos rusófobos que en un principio Facebook estaba dispuesto a permitir).

En este sentido, el covidiano preludio de los últimos dos años al régimen tecnócrata de la responsabilidad social que se está asentando entre nosotros, sirvió para trasmutar en tiempo express socialdemocracias liberales como la austríaca, italiana, francesa, neozelandesa o canadiense en regímenes autoritarios. Si la apelación a la responsabilidad social legitimó hacer la vacunación obligatoria y privar del derecho al trabajo a los no vacunados en varios de estos países sin razones que sustentasen tales medidas, el crudo autoritarismo que nutre a esta misma responsabilidad social es lo que ha llevado, por ejemplo, al gobierno canadiense a congelar ilegalmente -sin aval judicial- las cuentas bancarias de los camioneros que participaron en las manifestaciones contra las políticas covid-19 del gobierno.

Pensemos lo que pensemos sobre la gestión de la crisis del covid-19 o sobre las razones que explican la guerra en Ucrania tenemos que reconocer que hay ya demasiadas señales que nos indican que estamos entrando de lleno en la era tecnocrática.

La llegada de la tecnocracia (o el anunciado advenimiento de la Cuarta Revolución Industrial)

La tecnocracia es un sistema de gobierno dictatorial basado en la redistribución de recursos por parte de una élite de expertos-gestores que consideran que la política es enemiga del progreso y de la paz social. Este sistema, implantado ya en gran medida en China mediante mecanismos de disciplinamiento cívico en base a los cuales se permite o veta el acceso a determinados productos a los ciudadanos dependiendo del número de su “crédito social”, es indisociable de una digitalización del mundo sin control republicano alguno como la que hemos experimentado.

Si de algo podemos estar seguros es de que la guerra en Ucrania se cronificará en clave bélica (puede que a nivel global) o post-bélica todo el tiempo que haga falta para hacerla coincidir de manera estratégica con la crisis energética y climática, y justificar así la implantación de un mando tecnocrático disfrazado -como todo régimen fascista- de régimen impuesto en el interés de las mayorías. Estamos en el último estadio de implantación de una tecnocracia global que cumpla con los mandatos de la Cuarta Revolución Industrial popularizada por el Foro Económico Mundial que el Gran Reseteo de la gestión de la crisis del Covid-19 ya implementó.

Norbert Wiener, uno de los inventores de la cibernética, ya alertaba en los años cincuenta en The Human Use of Human Beings de la necesidad de someter a un control humano la revolución digital para evitar caer en el régimen tecnocrático al que parecemos abocados. Sin embargo, Wiener no solo fue ignorado, sino que la sociedad del control y la deshumanización que él pretendía evitar fue considerada como el más ideal de los destinos por algunas de las personas con más influencia en el ámbito de la política y la tecnología del último siglo. En 1969, por ejemplo, Zbigniew Brzezinski, que además de ocupar cargos de primer nivel en el gobierno americano fue el fundador de la Comisión Trilateral a petición de David Rockefeller, manifestaba sin ambages en Between Two Ages. America’s Role in the Technetronic Era su preferencia por un inevitable régimen tecnocrático que evitaría la politización de las clases populares y de la gente joven. Según Brzezinski esto sería irremediable ya que el mundo de los estados-nación sería sustituido en las décadas siguientes por un conglomerado de multinacionales encargadas de tomar en relativa sombra las decisiones políticas antes reservadas a los estados.

El ideario tecnócrata de Brzezinski enlazaba en el fondo con la agenda de apariencia liberal, pero de estructura fascista, de ideólogos tempranos del neo-liberalismo como Walter Lippman, quien en 1922 apostaba en el ensayo Public Opinion por un régimen político compuesto por una élite de expertos que tomarían decisiones para después “manufacturar el consentimiento” de la población mediante estrategias de persuasión propias de las ciencias del comportamiento. Esta concepción tecnócrata de la sociedad es la que hoy en día promueven individuos como Ray Kurzweil o Klaus Schawb mediante grandes estructuras de gobernanza mundial como el Foro Económico Mundial que acogen en su seno, como partes fundamentales del nuevo entramado tecnócrata global tanto, a las élites burócratas americanas como a las chinas o rusas, tal y como muestra Iain Davis en un reciente artículo.

Tenemos, por lo tanto, que estar muy atentos a todo intento de “manufacturación” de nuestro consentimiento mediante estrategias de propaganda tecnócrata prototípicamente fascistas. En este sentido, hace unas semanas Whitney Webb alertaba de una nueva guerra de “terror doméstico” de inspiración americana contra todo aquel que disienta, librada bajo la excusa de luchar (¡qué paradoja!) contra la extrema-derecha y contra el fascismo. Sin embargo, esta falsa lucha, que sustituye como objetivo el terrorismo islámico por el fascismo interno a cada país a propósito de fenómenos mediáticamente inducidos como el charlotesco asalto al Capitolio, crea sin ningún reparo aquello mismo que persigue (la extrema-derecha y el fascismo) para después imponer el terror social mediante un fascismo efectivo que acusa de ser un peligro a todo aquel que se enfrente al autoritarismo tecnócrata.

El ejemplo más obvio con respecto a la guerra en Ucrania lo tenemos en los cuerpos neo-nazis que según Branko Marcetic los EEUU habrían introducido en 2014 en Ucrania con el fin de desestabilizar el país e intensificar el conflicto con Rusia. (El Batallón Azov, una formación  neo-nazi, forma desde entonces parte de las fuerzas de seguridad ucranianas). Esta estrategia de desestabilización fue ideada en su día por Brzezinski, quien diseñó la guerra sucia contra el gobierno pro-soviético de Afghanistan al financiar a los muyahidines de los que acabarían surgiendo los talibanes que acabaron legitimado las últimas acciones bélicas de EEUU. Según Brezinski, en el mundo de la tecnocracia es deseable que existan carteles de violencia organizada, en tanto que esta violencia disciplina por abajo a la población, puede ser controlada por el gobierno y evita la politización violenta de los sectores más desfavorecidos de la sociedad.

 Las batallas políticas contra la extrema-derecha y los fascistas de otro tiempo tienen que ser, por eso, luchadas con un claro sentido estratégico que no nos haga caer presos de las trampas del fascismo contemporáneo. Si queremos, por ejemplo, neutralizar políticamente a VOX no podemos permitir que los camioneros y ganaderos que se manifiestan por los derechos de todos sean acusados de ser miembros de la extrema-derecha a los que es mejor ignorar.

El mayor anhelo del régimen tecnocrático es producir simplificaciones moralistas y violentas de la realidad por las que todo aquel que se enfrente a un orden de cosas dado sea considerado fascista, como antes podía ser tachado de rojo o maricón. Esta extraña categoría de fascismo -similar en su perversidad a las ideas de diversidad y sostenibilidad que defiende el capitalismo con el fin de romper en clave fascista el tejido social- no está diseñada para luchar contra el ideario VOX (falangista en términos sociales y territoriales, y ultraliberal en términos económicos), sino para acabar aupando a partidos como VOX, mientras se persigue al grueso de la población y, más en concreto, a todos aquellos que defiendan una agenda de izquierdas o republicana-democrática. No en vano, según cuenta Iain Davis, la propuesta de reforma del Human Rights Act que se tramita en el Parlamento Británico pretende evitar, en nombre del interés público, que las cortes de justicia puedan dar la razón a ciudadanos que denuncien medidas ilegales aprobadas por los gobiernos como ha sucedido durante la crisis del covid-19.

En este contexto tecnócrata en el que incluso se anulan las señas de identidad del estado liberal (la separación de poderes y los derechos formales) y se avanza cara a un autoritarismo abierto, la deserción ante conflictos entre enemigos de la sociedad como el que está teniendo lugar en Ucrania (la oligarquía rusa por una parte, la atlantista por la otra) es la única salida para recuperar la naturaleza republicano-democrática de nuestros derechos individuales y colectivos.

La memoria latente de la deserción (o la ética de la prudencia vs. la perversidad de la empatía)

EL PREDICADOR. (…) Hemos sido derrotados

MADRE CORAJE. “¿Quién ha sido derrotado?  Las victorias y derrotas de los   peces gordos de arriba y las de los de abajo no siempre coinciden, en absoluto. Hay casos incluso en que, para los de abajo, la derrota se ha traducido en un beneficio. Se ha perdido el honor, pero nada más. (…) En general, se puede decir que a nosotros, la gente corriente, la victoria y la derrota nos salen caras”.

Madre Coraje y sus hijos (1939), Bertold Brecht

El arrebato de lucidez anti-belicista que Madre Coraje expresa en estas líneas mientras se camufla entre los bandos protestante y católico en la Guerra de los Treinta Años, se entronca con toda una tradición de la literatura moderna europea que defiende la deserción como la actitud más ética, radical y subversiva ante el mandato patriótico que, en nombre de intereses ajenos, despoja a los sujetos y a la comunidad del derecho a la preservación de la propia vida. Esta tradición, derivada de un iusnaturalismo republicano, se remonta a los orígenes sociales de la literatura en el s. 16 y ensalza la figura del contra-héroe (el pícaro, el desertor, la prostituta, el cornudo) como el paradigma de la verdadera modernidad.

El contra-héroe desertor revela la perversidad del modelo social que promueve el héroe clásico, perfecto en tanto que aristócrata y legitimador de una férrea estratificación social. El maquiavelismo republicano del contra-héroe atenta, en este sentido, contra la maniquea concepción heroica de la realidad que divide el mundo entre el bien y el mal, pero desafía además la falsa moral del honor, el imperio, la masculinidad, la patria o la religión siempre que estas atenten contra la inviolable vida concreta y singular del individuo. La defensa de la propia vida es, de hecho, el elemento en el que se ancla toda noción de una igualdad real entre sujetos.

No es por eso inocente que Lazarillo de Tormes, uno de nuestros primeros contra-héroes, se dedique a intentar revelar a todos sus “amos” -con los que intenta establecer una frustrada alianza política- la situación de alienación en la que se encuentran bajo el Imperio, después de la tragedia familiar que el mismo experimenta por la guerra. El padre de Lazarillo muere en una guerra contra los moros en la que es obligado a luchar por pobre, mientras que su padrastro (un negro que “por amor” arriesga su vida para dotar de recursos básicos a la familia) es desterrado y su madre obligada a convertirse en una prostituta mientras cuida de su  hijo pequeño (un niño negro que es hermano de sangre de Lazarillo). Todos estos factores, derivados de una guerra contraria a los intereses populares, hacen que Lazarillo se proclame desertor de todo dogma pseudo-moral y no tenga problema en presentarse, por ejemplo, como cornudo, desafiando la estupidez del honor y la masculinidad imperial.

El linaje de los contra-héroes que defienden la deserción en pleno conflicto bélico es inabarcable y va del Estebanillo González, que en pleno s. 17 burla en la Guerra de los Treinta Años la autoridad de ambos bandos, a novelas del s. 20 como El buen Soldado Sveik de Hašek, La sal de la tierra de Wittlin o el Chevengur de Platónov, que nos alertan, como ya hizo Goya, de los desastres que suponen para las mayorías sociales tanto la guerra como la política de bloques.

Todas estas apologías por el derecho a la preservación de la propia vida son altamente hirientes para la moral ilustrada reinante porque oponen la irreverencia del humor popular -que no sabe de jerarquías- a la seriedad maniquea de los defensores del orden establecido. Sin embargo, el aspecto más problemático para la cosmología liberal-ilustrada de estas defensas de la deserción que privilegian la vida de la mayoría por encima de los grandes intereses del capital disfrazado de patria radica en su defensa del individuo. En contra de lo que asegura la mitología liberal, el derecho a la vida y a la libertad de los individuos (el ser anónimo, el que desierta porque es carne de cañón, es decir, el 99 por ciento olvidado de la sociedad) es una reclamación del republicanismo democrático que no puede ser confundida con la ideología del liberalismo.

Podríamos decir que el liberalismo realizó una acumulación primitiva de capital conceptual (una expropiación originaria sobre la que se basan todas las expropiaciones posteriores) sobre la idea de individuo y sobre el concepto de libertad. En realidad, el liberalismo es la política más intervencionista que ha existido nunca en la vida de los individuos, de la economía, de la sociedad y de la idea misma de libertad. En este sentido, la lógica de la deserción, masiva antes del s. 18, se basa en un entramado conceptual republicano que ha sido borrado por nuestra reaccionaria herencia ilustrada. La categoría ética por antonomasia antes de la irrupción del estado nación era la prudencia, es decir, la capacidad que cada individuo tenía para discernir en cada situación y al margen de maniqueísmos morales propios del absolutismo, qué es el bien, qué es el mal y cuál es la mejor manera de preservar la vida individual y colectiva.

Esta lógica, que se populizará en pensadores del s. 17 como Gracián, que alertan al individuo de la necesidad de poner en marcha una razón de estado de uno mismo y de desarrollar un arte de prudencia, parte ya del s. 15, como muestra Pedro de Portugal en la Sátira de felice e infelice vida al afirmar que “es razonable elegir la prudencia e dexar la caridat”, pues la primera “a cosas mundanas se dirige et no a divinas” como sí hace la segunda. La imposición de un habitus liberal-ilustrado acabó con la prudencia como una categoría cívica de carácter individual contra-absolutista preocupada por asuntos humanos, y la sustituyó por la empatía,  un concepto pseudo-comunitario de carácter religioso, colindante con el patriotismo y carente de toda ética que exige al individuo renunciar a su propia vida y abrazar los intereses que la sociedad del espectáculo le presenta como propios. Esta transmutación conceptual que convierte en ética el sacrificio de la propia vida en nombre de intereses ajenos (y que vuelve a revivir estos días en nosotros) es defendida incluso por liberales de espíritu republicano del s. 19 como Stuart Mill, quien deja claro que el individuo debe cultivar la empatía para así transferir su instinto de autoconservación a la defensa de los intereses colectivos nacionales.

En la coyuntura actual no nos queda, por eso, más remedio que reimaginar el legado anarquista (el anarquismo, incluso en casos como el de Stirner o Thoureau solo puede ser de “izquierdas”) que resiste a la expropiación de nuestras vidas y de nuestro sustento material por medio de la estrategia contra-heroica y republicana de la deserción y la desobediencia civil. En esta sociedad del control y el algoritmo, la prudencia y la deserción son la única manera de resistir a la barbarie tecnócrata y recuperar una dimensión anónima de la vida, que es la que realmente temen, por impredecible, los grandes poderes que nos dominan. Plantémosle, en definitiva, cara a la responsabilidad social (esa nueva forma de patriotismo) y a la empatía mortífera y canalla de los Risto Mejide, Pedro Sánchez o Mario Draghi que nos desinforman y gobiernan, y adoptemos la prudencia como la mejor manera de defender toda vida humana.

 

jueves, 24 de marzo de 2022

LA GUERRA CONTRA LA COVID COMO ESLABÓN EN LA GUERRA PERMANENTE

 

En este artículo  de Juanma Agulles de la revista Hincapié, se pone el dedo en la llaga en lo que se refiere a la guerra, que siempre genera un estado de guerra psicológico. La pertinencia de sus objetivos, que siempre son obtener la obediencia y trazar líneas de separación entre los leales y los traidores, se hace patente, tanto en la “Guerra contra la Covid”, como en la vigente. En estos acontecimientos los media desempeñan un papel de primera línea para esas insignes tareas. La comunicación es el primer activo de la guerra. De ahí la multiplicación de los altavoces puestos a disposición de la troupe de comunicadores, tertulianos y expertos de guardia, que aseguran un flujo permanente sobre los espectadores.

En la guerra en Ucrania en curso, se multiplican hasta el infinito los fragmentos audiovisuales de dramas personales vividos por las víctimas, en tanto que no se ayuda al espectador a que pueda tener una referencia general acerca de la situación. También la guerra es arrancada del proceso histórico en la que se inscribe para ser tratada iconográficamente lista como arma de persuasión para los leales.

Este es el artículo

 

LA GUERRA PERMANENTE

Juanma Agulles

REVISTA HINCAPIÉ

 

Probablemente casi nadie recordará ya aquellas fantásticas ruedas de prensa diarias, durante el confinamiento de 2020, en las que el ínclito Fernando Simón aparecía acompañado por unos señores uniformados, muy serios ellos, que representaban a las Fuerzas Armadas, la Policía Nacional y la Guardia Civil.

La escenificación, que recordaba a las juntas militares golpistas, no pareció inquietar demasiado a las izquierdas, seguramente porque eran precisamente aquellos que decían representarlas —los artífices del «gobierno más progresista de la historia»— quienes decidieron orquestarlas así.

Cabe suponer que aquellos señores uniformados, plagados de condecoraciones e insignias, no pensaban que en caso de no funcionar las medidas sanitarias tendrían que combatir el virus a cañonazos, sino que su presencia allí estaba justificada por razones bien distintas. Uno de ellos, el general de la Guardia Civil José Manuel Santiago, lo dejó bien claro al explicar que sus funciones eran «evitar el estrés social» que podían producir los «bulos» y «minimizar el clima contrario a la gestión de la crisis por parte del Gobierno». Cuando le llovieron los capones por decir lo que, por otro lado, todo el mundo sabía o podía sospechar, tuvo que salir al quite y recordar que «en la lucha contra la pandemia, lo importante son las personas, no hay ideologías [sic]» y que «todos somos un equipo». Le faltó apelar al cholismo y decir que en lo referido a la represión y al control de la población también era cuestión de ir «partido a partido».

Finalmente, alguien debió de pensar que la cosa se estaba yendo de madre y, a finales de abril, relegaron a los uniformados a un prudente segundo plano para evitar su sobreexposición al escrutinio público.

Desde el inicio, presentar la pandemia como si se tratase de una guerra tenía dos ventajas para quienes ostentaban la responsabilidad de organizarnos la vida: primero, podía apelarse a la emotividad patriótica, aplaudir cada tarde a los «héroes de la primera línea de fuego» y asistir al recuento de bajas como si estas no tuviesen responsables directos en aquellos que habían estado saqueando la sanidad pública durante décadas y que mantenían encerrados en condiciones inhumanas a los ancianos en las residencias donde murieron en masa; y, segundo, la concentración de poder y el mando único, junto a la suspensión de derechos fundamentales y el encierro indiscriminado, podían defenderse por medios represivos, inéditos en democracia, que serían justificados por una gran parte de la población.

Pero si se trataba de una guerra, no era una guerra convencional. La capacidad de un virus para negociar un armisticio es, como se sabe, muy limitada. ¿Hacia qué combate se dirigía en realidad aquella movilización bélica? Fundamentalmente, hacia una guerra permanente de carácter civil que pretendía conseguir —y hay que decir que en gran medida ha conseguido— la obediencia y la división social entre leales y traidores a la causa. El objetivo prioritario fueron los «asintomáticos», después los «negacionistas», más tarde los «antivacunas». Los decretos de estados de excepción encubiertos, los toques de queda y las leyes de apartheid sanitario contra las personas no vacunadas han seguido punto por punto las tendencias más arraigadas en las llamadas políticas de tolerancia cero, reforzando la idea de un enemigo interno cuyo combate facultaría cualquier tipo de actuación.

Para que no quede ninguna duda respecto a las prioridades de aquellos que nos gobiernan, el pasado verano, la Segunda Compañía de la Bandera Millán Astray de la Legión española se entrenó en control de masas, dispersión de tumultos, técnicas de detención, defensa personal y algo llamado «Sanidad Táctica Operativa», con el asesoramiento de Policía Nacional y Guardia Civil[1]. Como se ve, los uniformados siguen a lo suyo con el beneplácito del «gobierno más progresista de la historia», aunque ya no salgan en televisión.

Si para el Estado el enemigo más temible es la desobediencia de la población a la que pretende administrar. Para el capitalismo, el mismo crecimiento económico se ha convertido en un obstáculo insalvable para el crecimiento futuro, por lo que la destrucción de una parte de la sociedad —una guerra llevada a cabo por otros medios y sostenida en el tiempo— puede ser tentadora para algunos grandes intereses económicos que están saliendo muy bien parados de la contienda.

Hace poco, Ángeles Maestro publicaba un artículo titulado «El silencio suicida de la izquierda ante la gestión de la pandemia» donde, entre otras cosas, señalaba esto:

El resultado en términos económicos ha sido una destrucción de capital sólo comparable al producido en una guerra. Los datos de agosto de 2021 para el Estado español son los siguientes: en los últimos 18 meses han cerrado 63.000 empresas de menos de 50 trabajadores, tres de cada cuatro autónomos han visto hundirse su medio de vida. En total, en la pequeña y mediana empresa se ha concentrado el 99,2% de todo el tejido productivo destruido en este periodo. Por el contrario, las empresas de más de 500 trabajadores han aumentado y hoy hay 54 más que antes de la pandemia. (Diario 16, 4/2/2022).

En este sentido, la guerra contra la pandemia sería un avatar más de las múltiples guerras que el capitalismo lleva librando desde sus inicios —la lucha contra la pobreza o las llamadas clases peligrosas, contra el déficit y la inflación, contra el terrorismo internacional, contra el cambio climático, etc.—. Una movilización permanente para la defensa de un modo de vida en constante enfrentamiento con las consecuencias de su propio desarrollo.

Culminada su integración a escala planetaria, la sociedad industrial vive en guerra consigo misma. Tanto es así que la respuesta política a la pandemia se parece cada vez más a la agudización de una enfermedad autoinmune. El orden social, con tal de mantenerse, es capaz de destruir parte importante de sus fundamentos, suspendiendo de facto derechos y libertades que supuestamente lo legitiman de cara a sus ciudadanos, e inaugurando en el ámbito de la política y de la llamada gobernanza un periodo de excepción tan extendido que ya es prácticamente indistinguible de la norma. Una vez formadas las filas de este régimen sanitario-policial, tras dos años de instrucción y disciplina ininterrumpidas, el aplastamiento de cualquier tipo de disidencia estará más cerca.


[1] Danilo Albin, «Los legionarios se entrenan para el “control de masas” con la ayuda de policías y guardias civiles» (Público, 3/12/2021).