martes, 25 de enero de 2022

LA KREMLINOLOGÍA Y EL ESPECTÁCULO DEMOCRÁTICO

 


El Kremlin es una fortaleza inaccesible ubicada en Moscú, en la que habitó, y habita, una clase dirigente definida por sus férreos secretos. Representa el ejercicio de un poder formidable sin contrapesos, que se ejerce mediante un monopolio estricto de la comunicación, que se fusiona con una apoteosis de un estado omnipotente y ultracentralizado, sobre el que asienta un partido monolítico. Su cierre sobre sí mismo hizo nacer una metodología de análisis político basado en la captura e interpretación de indicios. Los llamados kremlinólogos escrutaban la información oficial para encontrar alguna señal que indicase lo que estaba ocurriendo. Así, se analizaban los lugares donde tenían lugar las celebraciones oficiales, como las disposiciones corporales o la comunicación no verbal. Este método resultaba de la simbiosis entre dos factores: El cierre total de esta clase dirigente, que practicaba el grado cero de la transparencia y la desacreditación absoluta de la información y los discursos oficiales. Estos eran una fachada pétrea que ocultaba las realidades.

La democracia española resultante de la transición política en el final de los años setenta, ha evolucionado hacia formas que recuperan la kremlinología. Los discursos oficiales de los partidos del gobierno y de la oposición, tanto del estado como del enjambre autonómico, carecen de cualquier veracidad. La comunicación política se encuentra determinada por los múltiples gabinetes de los partidos y las instituciones, que conforman los discursos oficiales. Entre este dispositivo y el de los medios existe una relación de simbiosis. Así, el periodismo menguante tiene que recurrir inevitablemente a la busca de indicios acerca del acontecer político. Estos ocupan cada vez una posición cada vez más relevante en la interpretación de las jugadas.

No se trata de una cuestión específicamente local, sino que, por el contrario, se encuentra globalizada, siendo común a esta época. La política se ha deteriorado extraordinariamente y el resultado ha sido la degradación incremental de las democracias. La sociedad postmediática ha solidificado esta situación de deslegitimación radical. Bajo la explosión de informaciones políticas, especificadas en informativos, noticias, tertulias, mensajes en las redes, videos y audios múltiples, se encuentra la opacidad más absoluta, construida como obra de arte sobre la administración de la sobreabundancia comunicativa. Así, el espectador, se encuentra perdido en las olas informativas que sustentan un espectáculo perenne. En esta situación se multiplican los guías-expertos que conducen a los atribulados espectadores-votantes.

La denominación correcta de este caos es la de la videopolítica. Esta implica la apoteosis de las imágenes, que acompaña a la degradación de los contenidos, que son proveídos por la red de gabinetes de comunicación de los contendientes. Los programas de los partidos son devaluados completamente, constituyendo un campo vedado a los profanos y poblados por expertos-guías de los desconcertados videoespectadores. El proceso de la videopolítica avanza inexorablemente, de modo que destruye los partidos, entendidos como organizaciones políticas estables capaces de otorgar continuidad a su acción. Estos son reemplazados por élites, conglomerados, clanes y tribus que se posicionan en torno a liderazgos definidos por su capital mediático en la jungla comunicativa.

En esta situación se conforma la nueva kremlinología. Por poner ejemplos que ayuden a entender, el conflicto entre Ayuso y Casado carece de cualquier sustentación discursiva. Los nuevos kremlinólogos analizan los detalles de sus encuentros al modo de los especialistas en el postestalinismo y mediante métodos de la prensa del corazón. Qué decir de Ciudadanos, que se resquebraja por luchas intestinas de las que no tenemos ninguna información.  La Familia Real detenta el mérito de suscitar el ascenso de la kremlinología. El Rey Emérito sigue la pauta enunciada por Simeone de “de escándalo a escándalo”. La secuencia es tan larga que el espectador no puede sintetizar sus movimientos y comprender sus actuaciones. El mismo modelo para el PP, que puede ser denominado en rigor como el partido del suelo o del saqueo de las instituciones. Su acción se desglosa en múltiples sucesos y protagonistas que se agrupan en grandes procesos judiciales.

La izquierda no escapa a esta des-racionalización de sus actuaciones. El viejo partido socialista se depura mediante un cesarismo autodestructivo, en el que declinan las élites convencionales para ser sustituidas por los dispositivos comunicativos de Sánchez, El Supremo. Este instala su red de vínculos personales en la cima del estado, generando una lógica inexorable de agotar toda la acción a sostenerse en el gobierno y reduciendo su horizonte temporal a mañana. El partido deviene en un casting de candidatos a las cimas de las instituciones. El pluralismo queda abolido en un proceso fatal en el que cada conflicto termina con la eliminación drástica de los perdedores, asemejándose a los viejos partidos comunistas que se depuran mediante la fabricación y expulsión de enemigos internos.

En la izquierda de más allá del PSOE,  la experiencia de Carmena fue altamente significativa. Una personalidad con capital mediático y electoral se sobrepone a los partidos y conforma una candidatura con un arreglo entre distintos clanes unidos por sus intereses. Tras esta experiencia se evidencia la descomposición fatal de Podemos. En este proceso, las cuatro personas –baronesas-  con más capital mediático –Yolanda Díaz, Ada Colau, Mónica García y Mónica Oltra- se concitan en un acto público respaldado por las televisiones en el que anuncian que un nuevo proyecto va a nacer. No existe ningún discurso político articulado que ampare este nacimiento. Se trata de un revival de la experiencia de Carmena, que pone en práctica un proyecto sobre su imagen como marca política, que implica su inevitable caducidad.  Sobre este evento, los kremlinólogos locales han formulado múltiples hipótesis e interpretaciones que ilustran el vacío pavoroso del capital teórico sobre el que se sustenta esta izquierda que habita en las pantallas de las televisiones sustentadas sobre los gabinetes de comunicación.

La kremlinología experimenta una prosperidad prodigiosa en su sólido matrimonio con el Estado-Pantalla, que presenta alegremente las contiendas entre los aspirantes a su gobierno y sus narrativas resultantes de sus expertos en comunicación política, cuyos productos prefabricados sustituyen al tradicional pensamiento político. En este circo, las cuestiones de fondo que no pueden ser sometidas a la dictadura granítica del hoy/mañana, tales como la deriva fatal de la Atención Primaria, son devaluadas mediante su trivialización, al ser subordinadas a la lógica del espectáculo mediatizado de la contienda por el gobierno. Así, los especialistas espesos son desplazados por los comentaristas dotados de una inequívoca competencia en la charla política. Una persona como Martín Zurro entiende positivamente que la Atención Primaria haya pasado a formar parte del arsenal semántico del circo político. Pero en un medio compulsivo, en el que lo estratégico se ha disipado, las posibilidades de prosperar son escasas, tanto para esta como para otras grandes cuestiones que se ahogan en la fábrica de la charla administrada por los venerables tertulianos.

El Estado festivo fundado sobre la explotación de las rivalidades personales de tan ilustres protagonistas, que son convertidas en un espectáculo audiovisual, implica un grado supremo de opacidad. Las grandes cuestiones son reconstituidas como municiones para los contendientes y subordinadas a la trama narrativa de este culebrón político, en el que los héroes, Ayuso sería la máxima exponente, triunfan con independencia de su tratamiento de las grandes cuestiones. Esta heroína logra que su programa se disipe para ser suplantado por el relato de su éxito personal y las rivalidades que este conlleva. En esta serie, los personajes se emancipan de sus funciones para ser inscritos en un orden comunicativo ficcional. Esta es la forma en la que se manifiesta una profunda degradación de la democracia. El Estado-Pantalla y sus espectáculos han depuesto al arquetipo ciudadano para ser reemplazado por el de espectador-votante dotado de la capacidad de influir sobre el gran juego de la composición del gobierno.

Una de las consecuencias más importantes de esta composición de la realidad es la pérdida de comprensión del proceso histórico, que es fragmentado mediante cada elección, considerada como un evento independiente. Esta es la razón por la que busco textos que me puedan ayudar a comprender el coeficiente histórico de cada acontecimiento. Uno de los autores más importantes e influyentes en mí en los últimos treinta años es el filósofo Eduardo Subirats. Su obra se puede definir en torno a un concepto esencial en este tiempo de trivialidad intelectual: el esclarecimiento. Desde el primer libro que leí, Después de la lluvia, me ayudó a comprender la democracia española como acontecimiento que se encuentra determinado por el proceso histórico de las encrucijadas del declive del capitalismo fordista y el nacimiento de un nuevo orden social global que se sobrepone a las realidades nacionales, y en el que la política y los estados son formateados por el nuevo dispositivo de poder global y sus factorías de relatos.

Esta es la razón por la que presento este texto, un artículo suyo en EL País en agosto de1989. En este se pone de manifiesto el proceso de degradación de los Estados Democráticos que se va a afianzar con el desarrollo de la sociedad postmediática. Leerlo hoy contribuye a esclarecer el problema de fondo, que no es otro que la insigne tarea de los dispositivos de comunicación política de llevar hasta la deificación el arte de ocultar mostrando. Sobre este agujero negro se asientan los especialistas brujos de la nueva kremlinología. Me pregunto qué pensará Subirats acerca de la espectacularización mediática de esta contienda electoral, que en estos pagos propicia la belenestebanización de sus protagonistas. Sin desperdicio este texto.

 

LA DEMOCRACIA DE LOS SIGNOS

EDUARDO SUBIRATS

EL PAÍS, MADRID, 24 DE AGOSTO DE 1989.

 

 

Estilizar una estrategia política, modificar la imagen de una institución, definir el estilo de una administración, el diseño de una gestión, la composición de un Gobierno, la exposición de su política, el maquillaje de una crisis... se diría que los profesionales de la nueva política democrática han adquirido una extravagante predilección por las metáforas artísticas. La reproducción audiovisual de las grandes y pequeñas decisiones colectivas y el carácter de medio y mediador universal que estos sistemas de comunicación de masas asumen totalizadora y totalitariamente imponen el rigor de la estética como norma del intercambio social. En la vida individual y privada, los mismos criterios de comunicación y acción individuales también conquistan, al fin y al cabo, la esfera vital a través de la moda, la cosmética, las dietas de alimentación, la psicoterapia o el body-training, otros tantos medios para poner en escena la representación de la persona como principio de autorrealización existencial. Pero los valores plásticos, estilísticos o compositivos no sólo traducen en otros términos, sobreañadidos o supraconstruidos, una realidad política sustancialmente diferente de aquellos valores. Más bien parece que el creciente predominio de contenidos estéticos en los contemporáneos Estados democráticos va acompañado de un progresivo vaciamiento de sus contenidos sociales, y que la estetización de la política, por consiguiente, más bien pone de manifiesto una modificación sustancial de sus significados. El pluralismo político es concebido de hecho como diversificación de los papeles institucionales políticamente representados, y el propio ideal contemporáneo de democracia parece que se ha reducido al derecho individual a identificarse con alguno de esos actores del gran escenario.

La política del maquillaje no es tanto un maquillaje de la política cuanto una reformulación programática de la misma, ahora considerada como fenómeno formal de superficie y gran obra de arte real. Más acá de los valores expositivos que definen las actuaciones públicas, su design o su styling, el fetichismo estético y el esteticismo fetichista de las nuevas democracias han penetrado su propia organización: se han convertido en un principio interior a partir del cual se generan las actuaciones políticas, y en algo así como una especie de moral, cuando ya la moral se ha convertido en materia de espectáculo público (en los países católicos, por lo demás, nunca fue otra cosa). Hasta las contemporáneas dictaduras parecen limitarse a un problema de desfasamiento estilístico desde el punto de vista de su performance.

Sin embargo, la mediación espectacular de la compra-venta de votos en los certámenes electorales, o bien de la legitimación de las fuerzas y actuaciones políticas, no sólo ha transformado las democracias en un fenómeno estético de masas: una democracia de formas y estilos, un concepto impresionista de la política como sistema de valores plásticos y compositivos, de imágenes y de signos. A su vez, esta mutación del sentido social de la política está necesariamente acompañado de una transformación del propio significado del arte en la cultura contemporánea.

En los totalitarismos tradicionales, de derechas o de izquierdas, la cultura y la creación artística en particular constituyen, como esfera relativamente libre de poder y de las normas del trabajo alienado, un modo potencial de expresión y elaboración de conflictos humanos y sociales, y, por consiguiente, un virtual espacio de resistencia. De ahí que la figura culturalmente más representativa en esas estrategias totalitarias sea la del censor. Tanto esta figura del censor como el ascético fundamentalismo moral que invariablemente le acompaña son suplantados, al amparo democrático del contemporáneo Estado cultural, por la nueva figura del administrador, el animador o el agente de la cultura, nuevos protagonistas de la vida democrática necesariamente apoyados en una concepción hedonista de la cultura como placer y entretenimiento, y del arte como performance, happening o gran juerga.

La vigente trivialización de la cultura, a la que hoy contribuyen los más elaborados sistemas técnicos de reproducción y comunicación, es precisamente la contraparte del glamoroso bullicio cultural administrado en las metrópolis posmodernas (el concepto de posmodernidad es subsidiario de este significado a la vez burocrático y espectacular de la representación del poder y lo real). La desemantización de las formas, la pérdida de intensidad y de contenidos críticos de los valores artísticos o las categorías intelectuales, es una de las consecuencias de este estado de cosas, y al mismo tiempo, constituye una condición funcional de la nueva concepción de la cultura promulgada por los medios de comunicación y producción de masas.

Hoy ya damos por sentado que el concepto de cultura no es idéntico con aquel significado de libertad y autorrealización que tuvo para los intelectuales de la Ilustración moderna. Y se acepta sin mayores reflexiones que tampoco la cultura es el medio, privilegiado porque marginal, en donde se dan expresión los conflictos sociales e individuales a través de una responsabilidad colectiva de los lenguajes intelectuales o artísticos.

La concepción posmoderna de la política como obra de arte presupone la instrumentalización del arte como sistema de diseño destinado al control de lo real. Tal ha sido el destino elemental de la arquitectura y el urbanismo contemporáneos, y quizá uno de los motivos más poderosos de su interminable crisis de conciencia. Tal es el significado profundo de los medios técnicos de comunicación como mediación total de las masas. Por otra parte, la definición administrativa de la cultura como sistema de entretenimiento social y de neutralización de conflictos ha llevado necesariamente consigo la trivialización de sus expresiones y la pérdida de significado y de compromiso real de las formas culturales o de aquellos que las generan.

La trivialización y la redundancia, el bajo nivel de definición o de diferenciación, y la consiguiente desvalorización son procesos de desgaste y degeneración que, sin embargo, no afectan solamente a los lenguajes de los medios de masas o a los lenguajes artísticos, ni solamente a las formas de vida en general; constituyen aspectos de una devaluación general del pensamiento, incluidos el discurso científico y filosófico. Las cosas evolucionan a este respecto hasta el límite de la náusea: ¿quién espera un grito auténtico de un libro, un gesto de honestidad intelectual en una sala de exposiciones o la manifestación comprometida de una crítica sincera en cualquiera de nuestros medios de comunicación?

Pero es preciso hablar y es preciso seguir adelante: y que las palabras vuelvan a apropiarse de sus contenidos cognitivos y expresivos, las formas artísticas sean devueltas a una experiencia real, y los lenguajes culturales en general se confronten reflexivamente con aquel proceso de abstracción y racionalización que ha permitido a las vanguardias artísticas modernas definirse e instaurarse materialmente como principio colonizador de la cultura.

La crítica de la política como obra de arte, y de sus significados social y humanamente regresivos, sólo es posible a partir de la politización del arte, como había formulado Benjamin. Lo mismo cabe decir de las formas y lenguajes culturales en general. Pero politizar el arte o la cultura no significa incorporarlos o doblegarlos a aquel principio de funcionalidad instrumental, ideológica o espectacular que hoy caracteriza indistintamente la actuación política y la comunicación de masas. Más bien significa devolver a los lenguajes y las formas aquella reflexión, transparencia y responsabilidad sociales que permiten hacerlos nuestros.

 


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