miércoles, 18 de agosto de 2021

MESSI Y LAS IDOLATRÍAS FUTBOLÍSTICAS

 

Uno de los acontecimientos más relevantes en la configuración del presente es la fusión en la tríada prodigiosa del capitalismo, el fútbol y la televisión. Esta comunión sinérgica reconvierte lo social, en tanto que genera una multitud extraordinaria que se extiende por todo el espacio social, actuando de contrapunto a la rigurosa individuación que patrocinan las instituciones centrales.  La multitud futbolística hace gala de una extensión y una plenitud inmensa, convirtiéndose en un factor transversal de una potencialidad inusitada. El espacio sagrado del fin de semana es absorbido por el fútbol, que genera unas emociones compartidas que se reeditan incesantemente.

La pareja del siglo, el fútbol y la televisión -ahora con la galaxia internet incorporada- representa una socialidad tan vigorosa que no necesita de aprendizaje formalizado por los contingentes de neófitos que se incorporan a sus emociones industrialmente inducidas. Como todas las grandes cuestiones de la vida y la sociedad, que se configuran como pasiones, se producen en el exterior del sistema educativo. Su vigor es de tal naturaleza, que se introduce y disemina  por todos los rincones de lo social sin necesidad de aval de la autoridad instituida. La multitud futbolística termina por reconstituirse como público universal, que trasciende la segmentación y que sustenta el ecosistema audiovisual. En este sentido, el pueblo futbolístico se manifiesta como una masa religiosa en el que las divinidades y sus antojos siempre se encuentran presentes.

La consecuencia de esta universalización del fútbol hipertelevisado es la comparecencia inevitable del dinero. El mercado, institución central de la época, termina por explotar intensamente este sustancioso fenómeno en el que el azar adquiere una trascendencia inusitada.  En los últimos cuatro años, el negocio del juego se ha instalado definitivamente sobre este suelo mágico y las empresas de apuestas ya financian casi en su integridad los programas de radio y televisión, los portales de internet, los canales de youtube y las retrasmisiones deportivas. Este próspero mercado carece de alfabetización discursiva. Se funda en el matrimonio entre el juego y el dios azar. Como las quimeras de todos los metales preciosos imaginables, los operadores de este mercado explotan las impulsivas pasiones de sus súbditos. Así, el hincha-espectador se ha reconfigurado como apostante avezado, acumulando sobre las emociones deportivas las derivadas de su suerte como jugador.

La multitud mediática-futbolística  se constituye como una subsociedad específica que reinventa las idolatrías comerciales. Las sociedades de consumo de masas generan un extravagante fenómeno, como es el de generar y asentar un sistema particular de culto a la personalidad. Así, los rostros y los cuerpos de los héroes del mercado comparecen en todas las pantallas generando identificaciones explosivas y sentimientos de adhesión total. Los medios tienen la función de producir y asentar estas idolatrías contemporáneas que se  despliegan mediante la reposición de los ídolos. Estos circulan en ciclos de corta duración, en los que se remplazan unos a otros, transfiriéndose la energía social que los sustenta. Este sistema tan vigoroso de culto a la personalidad a divinidades múltiples y efímeras es radicalmente incompatible con dos ideas centrales. Estas son la democracia y la educación. 

Las idolatrías y los diferentes cultos a la personalidad que las sustentan, se instalan en los medios audiovisuales creando programas y públicos extremadamente amplios. Los géneros del corazón transfieren sus códigos y modos de operar a los de deportes, que consiguen audiencias macroscópicas. La información deportiva se remodela mediante la creación y recreación de idolatrías, que se sustentan en un público deseoso de comunicar con sus dioses de quita y pon. El sólido argumento de Ignacio Castro Rey, que interpreta las idolatrías de las sociedades de consumo de masas como resultantes del vaciamiento existencial por una homogeneización desmesurada, remite al vaciamiento de la existencia, que tiene como consecuencia la adhesión incondicional a los nuevos héroes públicos convertidos en divinidades. Castro lo define como una pérdida del carácter que configura un sujeto en el que lo vivido se constriñe.

Las palabras de Guy Débord sintetizan muy certeramente este sistema de cultos a las divinidades mediáticas. Dice que “El espectáculo no es un conjunto de imágenes sino una relación social entre las personas mediatizadas por las imágenes”. Esta relación social se instala en la vida cotidiana, decora el fin de semana, se afinca en la madrugada como audiencia de radio y televisión múltiple; se disemina por internet de múltiples formas y domina inapelablemente las redes sociales. Estas relaciones sociales no dejan de crecer y detentan de modo incuestionable la hegemonía en las nuevas generaciones. La infancia y la adolescencia devienen en tiempo de pasión futbolística.

El proceso de fabricación de idolatrías futbolísticas se asienta sobre el tratamiento de la emoción. Los operadores mediáticos trafican con las imágenes de los goles providenciales, las jugadas sublimes, las situaciones en las que las reglas son cuestionadas, las señales del éxito y del fracaso emitidas por los gladiadores o la apología de las rivalidades. La evolución de los formatos mediáticos es inquietante. La aparición de Pedrerol y su Chiringuito significa un punto de inflexión. El sentido de este programa es escenificar los sentimientos de rivalidad y confrontar las pasiones deportivas. La conversación o la justificación razonada de los posicionamientos, es eliminada en favor de un fanatismo asentado en la parcialidad. La teatralización de   los sentimientos deportivos genera un modelo de relación que es exportado a todos los ámbitos de lo social.

El arquetipo Roncero ilustra la decadencia del periodismo y exalta la competición como una guerra eventualmente incruenta. La dependencia, la abolición de la distancia imprescindible de la mirada, la incondicionalidad, todos ellos son los ingredientes de un fanatismo corrosivo que termina por trascender al propio fútbol. Soy un convicto y confeso seguidor del Barça. Siempre he tenido una conversación irónica, sutil y amable con los múltiples merengones con los que me he topado. En los últimos años se ha endurecido este ambiente cordial y comparecen tensiones industrialmente facturadas en la chiringuitación. Pero sobre todo, los niños viven su afiliación futbolística con un fanatismo que amenaza cualquier concordia con los rivales. El florentinismo/pedrerolismo se abre paso en la audiencia y deviene en una forma de relación hegemónica.

En este contexto cabe entender el acontecimiento de la marcha de Messi al PSG.  Este evento ilustra acerca de la inversión mediática de la realidad pronosticada por Debord. Messi es, sin ninguna duda, el mejor jugador de fútbol de todos los tiempos. El criterio que respalda esta valoración remite a la importancia decisiva de las jugadas. Este es un inventor permanente, que reactualiza su producción, de jugadas, regates, pases, tiros y goles inverosímiles. Un espectador siempre puede esperar de su presencia una invención genial de una nueva jugada. La fantasía siempre se encuentra asociada a su participación. Esta es la razón por la que ha cristalizado su idolatría, que en fútbol siempre lleva asociada la descalificación de sus rivales. Para compensarlo, estos han erigido una idolatría rival, la de Ronaldo. Esta confrontación ha infantilizado en grado supremo a los públicos futbolísticos chiringuitizados.

Messi ha protagonizado, acompañado de una generación única criada en la Masía, un ciclo futbolístico esplendoroso, en el que su aportación ha sido mágica. Este hecho es incuestionable. Pero, simultáneamente, ha socavado y destruido económicamente al club. Todos los años pasaba la factura de sus éxitos prodigiosos para incrementar sustancialmente su contrato, ilustrando así el concepto de progresión geométrica. En un club, que es una forma particular de empresa, la escalada salarial de un ídolo termina por repercutir al alza de todos los salarios. Así, Messi ha creado junto con sus proezas futbolísticas un término letal que alcanza el estatuto de una patología fatal: la masa salarial. El club incrementa año a año exponencialmente los gastos, socavando su viabilidad, en tanto que la escalada de los ingresos análoga es imposible.

Aún más. Messi, el genial inventor y ejecutor de jugadas fascinantes, la persona hermética en el terreno de juego que parece desconectada para reaparecer magnánimamente, es un verdadero depredador del equipo. Ha eliminado sucesivamente a sus posibles competidores (Bojan, Eto´o, Ibra, Villa y otros infortunados), así como ha asumido un liderazgo devastador tras el final de las estrellas que le acompañaban (Pujol, Alves, Iniesta, Xavi y otros). En los últimos años su sombra se extendía a todo el juego del equipo, que se encontraba bloqueado en espera de su actuación providencial. Su liderazgo tóxico terminó inevitablemente en la configuración de una camarilla de amigos (Suárez, Alba, Piqué; Busquets, Sergi). Todas las derrotas épicas de los últimos años se corresponden con los efectos en el grupo de su preponderancia dañina.

El final de esta historia se encontraba ya escrito inexorablemente. El club arruinado ha tenido que declinar ante sus exigencias y arrojar la toalla. Asimismo, este ha recalado en el PSG, una potencia económica que busca la glorificación simbólica mediante la magia del fútbol y sus constelaciones de estrellas. Solo los próceres de los emiratos del golfo pueden afrontar una inversión de ese calado. Messi es una máquina de producir y consumir dinero, y ha terminado alojándose en su mansión. La depresión que ha generado en el pueblo culé ha sido colosal, y eso a pesar de que su óbito tiene lugar cuando una nueva generación comparece acreditando la solvencia de La Masía. Así se muestran los efectos nocivos y destructivos de las idolatrías futbolísticas.

Más allá del caso de Messi, el problema radica en la existencia de una fábrica de idolatrías en el seno de las sociedades del presente. Sus efectos son devastadores, en tanto que los fundamentalismos futbolísticos modelan a las personas, invadiendo así todos los ámbitos de la vida y la sociedad. El espectáculo de la incomunicación política o la fanatización de muchos espacios se encuentran determinados por estos procesos de producción de fans. Una de las cegueras más relevantes de las clases ilustradas es su consideración del fútbol como un factor de orden secundario desplazado a la esfera del entretenimiento.

En los largos años que he ejercido como profesor en el mundo encapsulado de las aulas he podido comprobar el vigor de las pasiones futbolísticas y la energía prodigiosa que generaba. A su lado, la energía suscitada por la educación se aproximaba cada vez más a cero. Mis últimos treinta años me los he pasado deliberando interiormente en busca del centro de la sociedad, en la sospecha de que no eran las instituciones. Así, tratando de ubicar el espacio del fútbol me he convertido en un atormentado cartógrafo portador de perplejidades. Lo peor de esta espinosa cuestión es que el pensamiento y las ciencias sociales son portadores de unos sesgos macroscópicos. Me autoaliviado diciendo que esta era una sociedad policéntrica, pero se evidencia la falacia de este argumento. La sociedad del presente es una polifonía de ídolos fabricados industrialmente, y ninguno de ellos es un científico, filósofo o profesional relevante.

Mi zozobra se mitiga pensando en el incierto futuro de Messi en la fábrica de dinero asentada junto al Sena. Allí las estrellas tienden a destruirse mutuamente, reafirmando la importancia del concepto de equipo. El éxito deviene en una ficción insostenible en un medio esculpido por el excedente de dinero.

 

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