sábado, 31 de julio de 2021

LA INCESANTE REACTUALIZACIÓN DE LA ESTULTICIA Y LA CRISIS DE LA INTELIGENCIA

En los últimos años se incrementa en mi entorno vital la proliferación de necedades que pueblan mi vida cotidiana y las comunicaciones públicas y privadas de mi entorno. La estulticia manifiesta una vitalidad insólita y se disemina por todos los ámbitos sociales. Esta adquiere formas múltiples que interactúan mutuamente generando, al estilo de los virus, nuevas cepas. Parece imposible detener esta incesante reactualización y explosión de la necedad, de forma que el viejo concepto de stultifera proclama su actualidad impúdicamente. La sociedad del conocimiento se funde con la proverbial nave de los necios.

El problema de la stultifera del presente radica en que conquista las cimas de las organizaciones, alcanza a múltiples autoridades y se instala en todas las estructuras. Pero su gran capacidad radica en que ocupa posiciones en dos estructuras centrales: la educación y los medios. En el caso de la universidad, cuya supuesta función es la construcción de la inteligencia, una ola inmensa de trivialización y pensamiento ligero neutraliza la misma institución. El virus que la impulsa se encuentra acomodado en los guiones de la organización, que engendran un arquetipo en continuo movimiento compulsivo para alcanzar resultados inmediatos. Así se constituye una inteligencia limitada por el campo programado para cada cual. Que se ve en la imperiosa obligación de realizar múltiples actividades para alcanzar los objetivos parcelados.

El sujeto activista universitario, sea docente o comprador de créditos (estudiante), se ve constreñido por un medio hiperprogramado que le requiere sin pausa alguna. Su inteligencia es esculpida como sujeto realizador de cálculos y jugadas a favor de sus objetivos, ateniéndose a las reglas imperantes. Así, frente a problemas complejos, multidimensionales y evolutivos, queda crecientemente incapacitado. La vida profesional es una sucesión de jugadas aisladas, que cada cual debe resolver para maximizar sus resultados, milimétricamente comparados con sus iguales-competidores. En ese campo no quedan recursos para ocuparse de otras cosas. El inteligente libro de Gilles Châtelet, Vivir y pensar como puercos, es un monumento de lucidez y remite al atontamiento colectivo.

Aún a pesar de que el paso de los años de ejercicio como profesor me alertaban de un escenario inquietante en el que se multiplicaban los memos y sus creaciones, fue en el primer año que se instauró el Trabajo Fin De Grado TFG cuando recibí el primer impacto que me conmovió profundamente. Estaba en el tribunal  de una compradora de  mis propios créditos con la que había tenido buena relación y tenía estima por ella. Había hecho un trabajo minucioso sobre los cambios del comercio en Granada. Analizaba la preponderancia de las cadenas y las franquicias en detrimento del pequeño comercio convencional. Cuando lo leí por primera vez me produjo una suerte de taquicardia, con sudores frios y una ira que salía de mi cuerpo. La razón era  su omisión total a los comercios chinos, que era el cambio más contundente que se había producido en los últimos treinta años. Me costó mucho guardar la compostura.

Pero aún peor que la educación, que desde hace décadas es un subcampo de la animación, es lo de los medios. Las tertulias son conversaciones de un nivel tan ínfimo, que cualquier espectador habitual es gravemente afectado por su banalidad. La desinteligencia estructural de la televisión se especifica en el éxtasis en la comunicación no verbal. Las actuaciones de los hombres y mujeres del tiempo son antológicas, siguiendo la pauta de Brasero. Viendo a los reporteros de la Sexta quedo anonadado por su exceso de retórica no verbal y su uniformidad absoluta. Es todo tan homogéneo que resulta un atentado a la inteligencia en el umbral del terrorismo. Hay una presentadora de la Sexta que desarrolla todo el repertorio no verbal cada vez que es situada de pie frente a la cámara para decir cosas altamente banales. Entonces se despliega como un robot, maximizando los movimientos de los brazos y los juegos de manos, acompañándolos de movimientos de la cabeza, las piernas y explotando su rostro mediante la movilización sucesiva de todos los subsistemas. Lo dicho, es un verdadero robot.

La decadencia inexorable de la grafosfera y el impetuoso salto de la videosfera esculpen las inteligencias, pero sobre todo, producen una uniformización inquietante. En mis últimos años de docencia, en las presentaciones orales de trabajos, la monotonía de los cuerpos, los tonos y los estilos resultaban terroríficos. Los compradores de créditos habían sido cortados por el mismo patrón en los largos años de internamiento en el aula y como espectadores de la institución central de la televisión. Por supuesto que había algunas esperanzadoras excepciones, pero esta es una verdadera sociedad de los maquinizados. El taylorismo educativo ha formateado las mentes de manera irremediable.

He leído un texto delicioso cargado de inteligencia acerca de la célebre nave de los necios. El autor es el filósofo Juan Antonio González de Requena Farré, de la Universidad Austral de Chile. Es el Editorial de una revista de esa universidad, "Stultifera. Revista de Humanidades y Ciencias Sociales". Este texto es el editorial del Volumen 3 Número 2. He decidido publicar aquí una parte de este en la convicción de que puede ayudar a pensar a algunos lectores distanciados de su propia cadena de producción de méritos. El Editorial se puede leer en su integridad aquí

 

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Editorial: Pero ¿quién pilota la nave de los necios? 

Juan Antonio González de Requena Farré

Aunque se resiste estúpidamente a salir del escenario, podemos afirmar, en tiempo  pretérito,  que  la  imbecilidad  consumada  ha  presidido  una  de  las superpotencias  del  supuesto orden mundial.  Tal  vez  no  hay  mucho  que festejar. Quizá haya un imbécil menos al timón del orden internacional, pero  ello  no  garantiza  que  la  estupidez  estructural  no  siga  conduciendo  los  asuntos  humanos.  Otros  dirigentes  mentecatos,  conductores  zopencos  y  líderes estólidos han desaparecido de escena, y el signo de los tiempos no  necesariamente cambió, para desesperación de los filósofos biempensantes y los intelectuales esclarecidos. Y es que a los platónicos de todo tiempo y condición les parece inapelable la tesis de que solo quien realmente sabe debiera asumir la conducción de los asuntos humanos. Una de las analogías típicas de este credo epistemocrático proviene del campo de la navegación, donde aparentemente no todo el mundo puede ser piloto:

 Imagínate que respecto de muchas naves o bien de una sola sucede esto: hay un patrón, más alto y más fuerte que todos los que están en ella, pero algo sordo, del mismo modo corto de vista y otro tanto de conocimientos náuticos, mientras los marineros están en disputa sobre el gobierno de la nave, cada uno pensando que debe pilotar él, aunque jamás haya aprendido el arte del timonel y no pueda mostrar cuál fue su maestro ni el tiempo en que  lo  aprendió;  declarando,  además,  que  no  es  un  arte  que  pueda enseñarse,  e  incluso  están  dispuestos  a  descuartizar  al  que  diga  que  se puede enseñar; se amontonan siempre en derredor del patrón de la nave, rogándole y haciendo todo lo posible para que les ceda el timón. (Platón, 2000, 488 a-c)

No  obstante,  las organizaciones  e  instituciones  humanas,  tanto gubernamentales como no gubernamentales, exhiben frecuentemente una pauta  muy  diferente  de  selección  del  personal  a  cargo  del  pilotaje  o  la conducción que trazará la hoja de ruta y guiará la navegación colectiva. En algunos casos, la posibilidad de tripular como piloto alguna organización o institución  resulta  directamente  proporcional  a  la  capacidad  para  no escuchar  nada,  no  decir  nada  y  no  quejarse  por  nada  ni  nadie.  Así  lo recordaba —a través de un chiste acerca de la universidad española— un conocido investigador sobre la inteligencia humana:

Un  mensajero  llega  a  una  universidad  con  un  paquete  especial  para  el profesor Torres. Pregunta al secretario del departamento y se entera de que en ese momento el profesor Torres no está, pero que se lo espera en breve. El mensajero se sienta a aguardar al profesor. Aguarda una hora, dos horas, una semana, un mes, un año, dos años, sin decir nada para no molestar a nadie. Por último, después de tres años, el departamento lo nombra profesor. (Sternberg, 1997, p. 112)

 

¿Resulta familiar?  Además  de  representar  a  algunos  conocidos  de nuestro entorno cotidiano, el chiste nos recuerda inevitablemente a toda una galería de personajes literarios en quienes la ficción supera con creces a la realidad. Por supuesto, en la lista figura el Sr. Chance (hasta su nombre es ocasional), alias Gardiner: ese idiota vegetativo protagonista de la novela Desde el jardín, que en su vida solo sigue su propio ritmo —como las plantas al crecer—, inmerso en el jardín que cuida y en la pantalla del televisor, la cual  es  su  único  referente  de  realidad  y  su  modelo  imaginario  de comportamiento.  En  la  novela  de  Jerzy  Kosinski  de  1971,  alguien  así (únicamente  capaz  de  acomodarse  a  rutinas,  reproducir  estereotipos televisivos  y  mimetizarse  imaginariamente  con  lo  que  los  eventuales espectadores  esperan  de  la  puesta  en  escena  social)  se  convierte  en  un personaje  público  influyente  y,  finalmente,  en  un  prometedor  candidato político (Kosinski, 2005).

¿Suena conocido? De algún modo, este tipo de idiotas vegetativos, que no hacen nada más que responder inocentemente a las expectativas ajenas, evocan de lejos la bonhomía del tonto autóctono, el sujeto atado a la tierra y sometido a la labor cíclica al ritmo de la naturaleza, para sobrevivir con sencillez y alimentarse sobriamente del pan producido únicamente por sus propias  manos.  Ese  tipo  de  idiota  autóctono  es  capaz  de  engañar  al mismísimo diablo (o, mejor dicho, burlar las expectativas maliciosas), como ilustra Iván el tonto, el célebre cuento de Lev Tolstoi (1885/2004). Al fin y al cabo,  no  tiene  nada  que  perder,  salvo  su  simple  vida  e  ingenua autosuficiencia. También el príncipe Myshkin, el protagonista de la novela de  Dostoyevski El  idiota (1868/2013),  comparte  esta  simpleza  ingenua  y candor sin reservas de quien solo es el receptáculo de las intenciones ajenas, y se convierte en el confidente compasivo y el espejo transparente en que se reflejan las complicadas vidas de los demás y los artificios de la convención social.  Sin  duda,  la  pureza  ingenua  de  este  tipo  de  idiota  contrasta  con nuestros imbéciles en el poder, autorreferentes también, pero indiferentes a la desgracia ajena y a las consecuencias de sus actos estúpidos.

Hay otro tipo de estúpidos en la variopinta condición humana, y no parecen  mejor  dotados  para  pilotar  la  nave  de  los  necios.  Está  el  necio pícaro, como lo ilustra el Simplicius Simplicissimus de Von Grimmelshausen (1669/1986), aunque este no es sino el reverso del saber admitido y de la autoridad establecida; se convierte en el doble bufonesco de la corte, triunfa en sociedad, sucumbe a los vicios mundanos y, finalmente, se retira del mundo como el más sabio de los humanos haría. También hay imbéciles petulantes, como Bouvard y Pécuchet de Flaubert (1881/1971), quienes, por mucho  que  lo  intentan  y  por  más  que  cultivan  superficialmente  sus limitados talentos en todas las artes y ciencias, fracasan reiteradamente en el  intento  de  descollar  sobre  la  medianía  intelectual  de  la  humanidad, teniendo  plena  consciencia  de  la  estupidez  de  las  masas.  Un  caso interesante  es  el  idiota  que  encarna  la  estupidez  estructural  de  algunas instituciones  humanas,  como  el  soldado  Švejk  de  la  novela  satírica  de Jaroslav Hašek (1922/2016); y es que entornos como la brutalidad de la guerra y la sórdida disciplina cuartelera encierran más absurdo e insensatez que  las  ambivalentes  respuestas  del  subordinado  idiota,  de  manera  que parecen  absolverlo.    que  hay  muchos  más  tipos  de  bobería,  fatuidad, cretinismo, pazguatería, mentecatez y tontería, pero le dejamos al lector la noble tarea de realizar su propio memento recordatorio de la estupidez humana. 

La conclusión de esta galería de necios es inquietante: puesto que hay más opciones de ser necio que de alcanzar el justo punto de la sabiduría, parece más probable que seamos dirigidos por algún estúpido; sobre todo si opera el principio de selección de quienes nada oyen, nada dicen y de nada se quejan. Como observaba Slavoj Žižek a propósito de la crisis económica mundial  del  2008,  el  desastre  no  fue  atribuible  a  la  ignorancia  de  la ciudadanía,  sino  a  que  los  expertos  no  saben  lo  que  hacen,  y  las  élites gobernantes son cada vez más incompetentes.  Extrañamente,  ante  el  desalentador  panorama  de  las  sociedades supuestamente   hipercomunicadas,   ultravigiladas   y   sujetas   a   la autoexplotación, hay quienes defienden la vía de cierto idiotismo, que haga valer la singularidad, el silencio, la apertura idiosincrática a lo diferente y la inmanencia del vivir (Han, 2014). Si lo dice Byung-Chul Han... Suponemos que no se refería a un asshol de tomo y lomo como Donald Trump (solo estoy  citando  el  ensayo  sobre  la  imbecilidad  de  James,  2016)  ni  a  las tonterías  ocasionales  de  algunos  gobernantes  convertidos  en  su  propio bufón; tampoco a la imbecilidad mimética ni a la estupidez estructural. Más bien  parece  que  estos  tiempos  aciagos  estuvieran  poniendo  en  escena viralmente la frase del Macbeth de Shakespeare:

La vida no es más que una sombra en marcha; un mal actor que se pavonea y se agita una hora en el escenario y después no vuelve a saberse de él: es un cuento contado por un idiota, lleno de ruido y de furia, que no significa nada. (1873, acto quinto, escena quinta)

 

En todo caso, dado el carácter multiforme y proteico de la necedad humana,  resulta  difícil  concebir  —o,  incluso,  imaginar—  cómo  sería  un mundo gobernado por la idiotez y con la estulticia por guía providencial. ¿Se trataría de un universo de mónadas embotadas en su autoencierro, o bien de  un  devenir  insensato,  indeterminado,  intempestivo  e  impredecible? ¿Primaría la fatuidad de un sujeto peraltado, incapaz de comprender su pertenencia al mundo y a los otros, o acaso asistiríamos a la deposición de toda  voluntad,  a  la  disolución  del  yo  y  a  la  apertura  sin  reservas  a  los designios ajenos? ¿Consistiría en la implosión de una autodeterminación egocéntrica sin consideraciones ni concesiones, o bien en la consumación de una heteronomía plena que borrase cualquier indicio de individualidad? Quién sabe... Quizá nada sería tan diferente respecto a cómo son las cosas efectivamente: una confusa mezcla de inercia y accidente, de indiferencia y torpeza,  de  opacidad  y  malentendido,  de  fatuidad  e  incapacidad.    Con frecuencia, el arte occidental representó el mal y lo demoniaco bajo la figura del híbrido monstruoso, como una abigarrada composición de elementos inquietantes  de  los  más  diversos  animales,  criaturas  y  condiciones;  no obstante, parece que ese es también el aspecto de la omnipresente tontería y la mundanal estulticia. 

 

 

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