domingo, 28 de marzo de 2021

LOS SOLDADOS DESCONOCIDOS DE LA HOSTELERÍA EN LA GUERRA DE LA COVID

 

He conocido a una persona que ha suscitado un terremoto en mi esquema referencial. Se trata de un joven que ha trabajado durante el año de pandemia de camarero con un contrato de días, que se renovaba tras tiempos intermedios en los que lo hacía en negro. Pues bien, ha terminado infectado por la Covid. Cuando comunicó sus síntomas a la empresa fue cesado y sus contratos fugaces quedaron interrumpidos. Le recomendaron que se cuidase y le aseguraron que le tendrían en cuenta cuando se recuperase. Pero él es consciente de que existe una enorme bolsa de candidatos dispuestos a rotar y ocupar el lugar de los caídos en la insigne labor de servir a los huidos fugazmente de sus domicilios. Desde entonces espera pacientemente la oportunidad de que algún tripulante se infecte y sea llamado a cubrir su hueco. Esta persona es una víctima múltiple y multidimensional de la pandemia.

Tras recuperarse en tres días, se encuentra en la espera de ser llamado, teniendo que cumplir con sus gastos de la habitación en la que duerme, que es de unos parientes lejanos que lo acogen, pero a cambio de aportar ciento cincuenta euros al mes. También tiene que afrontar su deuda con una clínica odontológica, en la que ha sido tratado para construir una sonrisa que cumpla el requisito requerido en su trabajo. La cuantía de las cuotas que paga es de noventa euros al mes, y le quedan casi dos años de deuda. Para esta persona las deudas tienen un horizonte temporal que va mucho más allá que los contratos. Se trata de una figura contemporánea central, los endeudados. Según pasan los años, el riesgo radica en que una parte creciente de sus ingresos se destinan a pagar las deudas, aún a pesar de que estas no dejan de crecer.

Su posición social se encuentra determinada por la recombinación fatal de la precarización y la deuda personal. La vulnerabilidad que le reportan sus saldos negativos alcanza cotas inimaginables. Así se explica que acepte unas condiciones laborales pésimas sin rechistar. Pero, además, en una situación así, tiene que construirse una coraza subjetiva que le proteja de su propia realidad. Su posición social le impele a seguir la pauta proverbial que le recomiendan los psicólogos positivistas, que consiste en no tener malos pensamientos, que quiere decir que no piense sobre su realidad. Así ha adquirido la competencia de huir de sí mismo y de sus condiciones, de neutralizar el futuro y convertirse en un fervoroso adicto del azar. Solo este puede presentarse para liberarlo de sus condiciones de existencia, mediante un golpe de suerte inesperado y prodigioso.

El sistema sanitario trata las enfermedades, distanciándose de las condiciones sociales de sus pacientes. La asistencia se funda en un modelo equivalente a un taller de reparaciones. El problema de muchos pacientes radica en que tras la consulta u hospitalización, no tienen otra alternativa que regresar a su vida, que se encuentra determinada por sus condiciones sociales, las cuales influyen en buen grado en sus problemas de salud. Estas, en las que viven muchos pacientes, carecen de tratamiento. Así se configura un círculo vicioso que va erosionando lentamente al propio portador provisional de patologías. La pauta recomendada es no pensar en ellas y escapar ficticiamente de ese mundo vivido.

La Covid ha reforzado la ignorancia de las condiciones sociales. El paciente Covid se encuentra clasificado por su estado clínico, por las estigmáticas Patologías previas, así como por su edad. No hay más. Se trata de cuerpos en espera de ser tratados en el caso de una evolución negativa. Estos cuerpos son separados de sus condiciones, asignándoles un valor que escapa de su individualidad, referenciándose en los paquetes estadísticos en los que se encuentran inscritos. La persona que nos ocupa es un joven con síntomas leves, y que, tras algunos días, ha alcanzado el estatuto celebrativo de curado. Su caso es una cifra que se suma a los curados para ser exhibida en las televisiones de modo triunfalista.

Pero su evolución clínica contrasta con el impacto de la infección en su vida. Ha perdido su vínculo laboral y sus ingresos, y se encuentra alojado en una gran bolsa de personas en espera de tener una oportunidad para rotar, hasta ser reemplazado por el siguiente. La debilidad de su posición se refuerza por la amenaza que experimentan sus propios empleadores, que deben conservar la empresa hasta la llegada de la mitológica nueva normalidad. En esta situación se acentúa su autoritarismo, así como su legitimidad para decidir quién va a bordo y en qué condiciones. Las relaciones basadas en la fuerza, arraigadas en este sector,  adquieren todo su esplendor.

Así se configura el efecto del barco. Él acepta que viaja en una nave que transita entre tempestades con el riesgo de naufragar. Su identificación con el capitán es absoluta y acepta a regañadientes ser excluido. En su caso, se puede afirmar que es tirado al mar por la borda. Pero espera ser rescatado cuando la tormenta amaine y la incidencia acumulada se aminore. Su indefensión aprendida terminó por suscitar en nuestra conversación momentos de cólera contenida por mi parte. Desde mi confortable posición aparece como insólito su comportamiento. Tras despedirnos me alejé mascullando “estos jóvenes semiesclavos son la última versión de San Francisco de Asís”.

Pero, aún más, la hostelería se ha convertido en el espacio más controvertido de la pandemia. Es la válvula de escape a la prohibición epidemiológica de la vida, así como el sector en donde tiene lugar la intensa contienda política, de la que deviene en bandera de los que apuestan por minimizar las restricciones en favor de la economía, en oposición a los prohibicionistas, que persiguen secuencialmente el fantasma de los contagios, y que ahora ubican en los interiores de los bares y restaurantes. En esta contienda, se producen escaladas incesantes de argumentos referenciados, bien en la épica de la vida social que sustenta la economía, o bien en la salud, entendida como la encarnación de la mística de la incidencia acumulada, en tanto que cuando esta descienda se harán visibles los estragos causados en la salud en este tiempo de monopolio Covid.

Un efecto perverso de la historia de este muchacho, radica en que los camareros rotantes son desposeídos de su situación laboral para inscribirse en la narrativa gloriosa de la resistencia al poder epidemiológico. El sector es simbolizado en términos de gloria como símbolo de la defensa de la sociedad frente al poder epidemiológico intruso. En ese halo épico se disuelve su situación personal de vulnerabilidad laboral, pasando a detentar el papel ficticio de héroe por accidente. Así se asemeja al estatuto de la infantería sacrificados en las guerras, que son representados en estatuas nominadas “al soldado desconocido”. Es seguro que su figura va a ser elogiada en la próxima campaña electoral madrileña, arrancándolo de sus verdaderas condiciones para ser convertido en un ser mistificado.

Las personas que conforman las grandes bolsas de precarios rotantes de las empresas de hostelería y turismo, se alojan en un limbo múltiple que tiene varias caras que se recombinan entre sí. La epidemiología y la asistencia sanitaria  no los trata en su especificidad y los desagrega por patologías. La izquierda los diluye en categorías mucho más cuantiosas en cuanto que trabajadores. Los sindicatos se han emancipado de ellos desde muchos años atrás. Los medios los desplazan siempre al fondo de las imágenes. El estado es comprensivo y tolerante con los empresarios en tanto que motores de la sagrada economía. Los sociólogos y antropólogos minimizados se debaten en el dilema de investigarlos mediante métodos cuantis o cualis.

Así, este limbo termina siendo una tierra de nadie que los aloja para protegerlos de las miradas exteriores. En este territorio se prodiga la intimidad de su situación. Sus biografías, sus dramas personales, no son alfabetizados política y mediáticamente. Son un espectro que comparece como fondo de la imagen cuando se alude al fantasma de la precariedad. Esta tierra es un lugar de paso, porque, en tanto que inhóspita, todos tienden a escapar de ella. Los viejos camareros que han servido muchos años en restaurantes o se han empleado en hoteles, tienden a desaparecer para ser reemplazados por los contingentes que rotan por estas tierras. Es seguro que nadie se hace viejo como empleado de la hostelería. La referencia a las kellys, desaparecidas en la pandemia, es inevitable. ¿Qué será de ellas?

Estas gentes se sumergen en el anonimato y la fragilidad vital ahora congelada. Sus dramas biográficos generan un dolor mudo que contrasta con las risas y comportamientos celebrativos de la izquierda y de las élites salubristas, que comparecen en las televisiones ebrios de satisfacción por su nuevo lugar en el orden político. Cuando hablan de desigualdades se refieren a gentes muy pobres modeladas por el imaginario de los pobres de Viridiana. Pero no consideran a estas personas en situación de extrema indefensión, que esculpen sus sonrisas endeudándose en clínicas privadas, remodelan sus cuerpos en los gimnasios y en la proliferación de tatuajes, se liberan frente a los espejos mediante las metamorfosis estéticas de las peluquerías y las ropas de los mercados low cost, se esfuerzan en la constitución de un yo virtual sobrecargado de ficción, y apuran en su tiempo libre las ganas de vivir mediante distintas prácticas placenteras. Estos sectores sociales, el proletariado de servicios blanqueado del penúltimo capitalismo, no son comprendidos, siendo sus subjetividades menospreciadas por la izquierda profesional honorable. He habitado largos años estos mundos de las noblezas de estado.

La última amenaza que pesa sobre estas gentes es la de que sus malestares acumulados generen comportamientos que sean tratados por la psicología, que practica el noble arte de afrontar los problemas de los asistidos sin modificar sus condiciones de vida. Ya se solicita el aterrizaje de miles de psicólogos portadores de las recetas mágicas de tratar problemas económicos y sociales mediante la terapia. Este es el último estadio de la desdicha de las huestes invisibles de la hostelería: su reconstitución como objeto terapéutico. Los soldados desconocidos de esta guerra son desenterrados de sus cementerios colectivos. La medicina biológica estrena pareja con la flamante psicología incolora e inodora.

 

 

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