miércoles, 30 de diciembre de 2020

OCHO AÑOS DE TRÁNSITOS INTRUSOS. ENTRE LA OBSOLESCENCIA INTELECTIVA

 

Sólo se es fecundo al precio de ser rico en antítesis

Nietzsche

La clarividencia de las palabras de Nietzsche adquieren mayor relevancia en el presente, que es un tiempo opaco, en el que no pocos proyectos en curso se maquillan y ocultan para adquirir el sagrado estatuto de la invisibilidad, en tanto que pueden ser vistos sus efectos, en tanto que sus objetivos y modos de operar permanecen ocultos. En un escenario así la antítesis se desvanece en las instituciones, siendo sepultada por una apoteosis de optimismo y positivismo pueril, cuya pervivencia depende de la preponderancia absoluta de los medios audiovisuales en detrimento de las instituciones que se reclaman herederas de la modernidad y sedes de la razón.

Precisamente en estos días se cumplen ocho años desde el comienzo del blog. Es mucho tiempo en un escenario socio-histórico que muta muy deprisa y se caracteriza por su opacidad. También es un período dilatado en mi biografía personal. Mi jubilación supone una situación muy nueva, en tanto que me constituye como un ser deslocalizado. En estos años se acrecienta la disonancia entre la velocidad y profundidad de las transformaciones en todos los órdenes y los esquemas referenciales arraigados en los distintos segmentos profesionales convencionalmente progresistas. Estos se muestran manifiestamente estáticos y parciales, de modo que construyen sus significaciones desde sinopsis que se referencian en el pasado, y también  desde posiciones sectoriales. Así, se configura un tiempo que contrapone las cogniciones microscópicas con las realidades macroscópicas, que se diseminan por todas las esferas sociales.

La pandemia de la Covid ha puesto de manifiesto la senilidad inquietante de los esquemas referenciales y los procesos de significación de lo que constituye la izquierda sociológica, fragmentada y diseminada en las distintas profesiones, que leen el mundo desde sus realidades locales. Este es el factor que configura una crisis de conocimiento que adquiere una envergadura insólita. El extravío parece inevitable en un mundo emergente muy diferente al del capitalismo del bienestar. Esta disonancia cognitiva determina una deriva en la que la impotencia de las acciones es manifiesta, siendo acompañada de un desconcierto creciente, en tanto que se actúa local/sectorialmente en una situación en la que los procesos globales se hacen presentes impetuosamente en cada sector.

Viví en la universidad la reforma impulsada por una maquinaria que representa un conjunto de instituciones globales que actúan concertadamente, que se encontró con la tímida oposición de varios sectores autoconfinados en la institución universitaria. La apisonadora reformista completó su marcha triunfal sin costes. En estos años se está completando la misma reforma, referenciada en el mismo complejo institucional, del sistema sanitario. Al igual que en el campo universitario, la definición de los profesionales que se oponen a esta la entienden como rigurosamente enclavada en el campo cerrado de la atención de la salud. En estas condiciones, la resistencia se encuentra condenada irremediablemente a su derrota estrepitosa. Este es el coste de este extraño taylorismo mental predominante.

Mi posición se ha radicalizado por el efecto demoledor de la pandemia de la Covid. Esta ha mostrado las sinergias entre todas las cegueras sectoriales acumuladas. Así, me siento en una situación de extrañamiento recombinado. Me percibo como un jubilado en el siglo XXI viviendo en un campo social entendido desde los conceptos del siglo XIX o de la primera parte del XX. La gran mayoría de gentes con las que me relaciono, es completamente ajena a los grandes procesos sociohistóricos en curso y a sus significaciones, que mutan radicalmente sus campos profesionales. Los esquemas referenciales del pasado desempeñan un papel letal, determinando la pérdida de orientación de los actores, condenados a vivir de sorpresa en sorpresa.

Twitter es un indicador concluyente de la falta de esta desincronización de tiempos históricos. La energía y tensión derivada del ínclito taylorismo mental al uso, tiene efectos demoledores en los usos de esta red, denotando la envergadura de la crisis de conocimiento. Muchos colegas me animaron a “digitalizarme” entrando en esa red. Mi decepción ha sido absoluta. No existe una conversación asentada, siendo sus usos rutinarios, y, salvo honrosas excepciones, destinados a difundir los textos o las actividades de cada cual, o repartir abrazos a los amigos. La inmensa mayoría sigue estrictamente la vieja recomendación de Franco a sus ministros, a los que aconsejaba no meterse en política. En esta red se cumple el precepto de cada uno con los suyos, y apenas existen mensajes cruzados entre gentes de distintas profesiones, ubicaciones y posicionamientos. Tengo la sensación de estar viviendo de nuevo los templos del silencio universitario, como los de mi departamento o facultad, en los que predominaba la quietud, la homogeneidad absoluta y los silencios debidos. El resultado es una extraña torre de babel que genera un ruido monumental, manteniendo las barreras de acceso y las fronteras entre unos y otros.

Las dos últimas semanas he leído pausadamente el libro de Shoshana Zuboff “La era del capitalismo de la vigilancia”. Este libro confirma las recensiones que había leído sobre el mismo. Efectivamente se trata de un libro de época. En mi caso ha logrado un verdadero terremoto intelectual. Desde el comienzo, sus aportaciones han irrumpido en mi esquema referencial, obligándome a reestructurarlo para acoger sus aportaciones. También ha alfabetizado muchas de las percepciones que tenía previamente, originadas en la observación de hechos que no se acomodaban bien a mi esquema personal.  Me ha obligado a revisitar a varios de mis acreedores intelectuales, como Lazzarato, Berardi, Marazzi, y, principalmente, Fumagalli, teóricos del capitalismo cognitivo, y a los autores de la Sociedad de la Vigilancia, Lyon y Whitaker.

El libro de Zuboff tiene el mérito de seleccionar el proceso social central, poniendo de manifiesto el núcleo esencial de la estructura social. Los teóricos de la sociedad de la vigilancia mostraban los nuevos panópticos y su acción concertada para establecer una vigilancia total, dando lugar al sujeto de cristal, cuya intimidad se encontraba amenazada por los poderosos dispositivos de las distintas vigilancias. Pero esta autora va más allá, estableciendo los objetivos y los fundamentos de las vigilancias. El concepto esencial que articula el libro es que estas son herramientas al servicio de un proyecto cuyos objetivos últimos son los cambios comportamentales de los atribulados vivientes.

Así, más allá del sujeto vigilado y transparente, comparece un sujeto coaccionado por un mecanismo de estudio de los comportamientos, transformación en datos y tratamiento de estos con la finalidad de modificar su conducta para adaptarla a los fines comerciales. En este proceso, la materia prima son los comportamientos, que son tratados para ser transformados en productos predictivos. De ahí resulta un mercado creciente de productos conductuales. Este se funda sobre una vigilancia estricta de los sujetos, que son minuciosamente observados para extraer de ellos los datos que convenientemente tratados e insertados en modelos sofisticados de análisis, son convertidos en algoritmos que automatizan las conductas. Estos saberes terminan ejerciendo distintas formas de persuasión y presión para que los sujetos adopten los comportamientos requeridos.

Estos procesos terminan por reducir la realidad a lo calculable por los algoritmos establecidos. El cambio histórico radica en que, a diferencia del capitalismo industrial que privilegiaba los medios de producción, el nuevo capitalismo de la vigilancia privilegia la modificación de la conducta y el fortalecimiento de un poder instrumental orientado a conocer los comportamientos y orientarlos a sus finalidades. La conexión digital es el instrumento esencial para la vigilancia de las personas, alimentando las nuevas industrias extractivas de datos que  van a reorientar e influir en los comportamientos.

En palabras de Zuboff “Los productos y servicios del capitalismo de la vigilancia no son los objetos de un intercambio de valor. No establecen unas reciprocidades constructivas entre productor y consumidor. Son más bien los ganchos que atraen a los usuarios hacia unas operaciones extractivas en las que se rebañan y empaquetan nuestras experiencias personales para convertirlas en medios para los fines de otros. No somos clientes del capitalismo de la vigilancia. Aunque el dicho habitual rece que “cuando el producto es gratis, el producto eres tú”, tampoco es esa la forma correcta de verlo. Somos las fuentes del excedente crucial que alimenta el capitalismo de la vigilancia: los objetos de la operación tecnológicamente avanzada de extracción de materia prima a la que resulta cada vez más difícil escapar. Los verdaderos clientes del capitalismo de la vigilancia son las empresas que comercian en los mercados que este tiene organizados acerca de nuestros comportamientos futuros”.

Este dispositivo de la industria extractiva de los datos para generar comportamientos automatizados pone de manifiesto una verdad inquietante. El nuevo sistema nos requiere para que nuestra vida sea eficaz para el sistema mismo. Para ello debemos aceptar ser monitorizados, observados, analizados y explotados como minas de datos, en la perspectiva de ser siempre modificados por los dispositivos persuasivos/coactivos de este sistema. De esta estructura central resulta un sujeto dependiente en grado extremo y conducido por un dispositivo externo que tiene la competencia de variar sus métodos cuando no consigue los resultados esperados. La democracia y la libertad parecen imposibles en un medio semejante.

Ignorar este proceso en marcha y concentrar el campo de visión en lo sectorial circundante, implica un grado de trivialización peligroso. Esto es lo que vivo a diario, accediendo a las comunicaciones de humanoides polarizados por minucias sectoriales y locales, ajenos al avance de este proceso. Lo que se dirime es la capacidad de neutralizar la máquina de modificación del comportamiento formidable que opera ante nuestros ojos inexorablemente. Se trata de recuperar el control sobre nuestra propia vida. Esta es la cuestión fundamental de este tiempo. Lograr la supremacía sobre las máquinas que moldean nuestros comportamientos.

Leyendo a la Zuboff he pensado en una iniciativa fértil. Voy a proponer a las autoridades educativas que las facultades de sociología pasen a denominarse “Industrias Extractivas de Datos Humanos”. Así, los ilustres graduados pueden ser definidos como los nuevos ingenieros extractivos de minas humanas. Eso sí que representa un progreso de la profesión, entonces preparada para nutrir el nuevo y próspero mercado de futuros conductuales.

 

 

 

sábado, 26 de diciembre de 2020

EL MENSAJE NAVIDEÑO DEL REY A LOS ESPAÑOLES: ¡NO TENGO SUELTO¡

 

Escuché la frase “No tengo suelto” en boca de un ilustrísimo prócer de la clase dirigente, que simultaneaba su presencia en varias castas: universitaria, política y de  la judicatura. Así respondía en un acto público a un fogoso joven aspirante a la renovación de esas posiciones, que tuvo la osadía de preguntarle con la intención de descubrir ante el público la parte que ocultaba tan insigne persona. Su respuesta me impresionó mucho, en tanto que representaba un concepto integral del orden aristocrático. Presuponía que la distancia entre ambos era tan cuantiosa que hacía imposible la comunicación bidireccional. Así, la imagen de un menesteroso que pide una moneda y es rechazado por el señor mediante esta fórmula imperativa.

Esta manifestación de superioridad total, que implica un desprecio augusto, se inscribe en un orden social qu, pese a sus apariencias y disfraces, remite al concepto de casta, entendida como la perpetuación y solidificación de la distancia social. En los alegres años del post 15 M, vi en la televisión una escena que reactivó el precepto de “no tengo suelto”. Era en Pamplona, en un acto del entonces príncipe Felipe. Este se encontraba en un acto social, siendo increpado por varias personas concentradas tras el cordón policial. Entonces, se dirigió a los congregados. En este momento una mujer joven le dirigió una crítica argumentada y en un tono moderado, pretendiendo conversar con él. El príncipe le respondió diciendo “Ya has disfrutado de tu minuto de gloria”. Tras esta respuesta se alejó de la concentración.

Esta fórmula remite a un modo aristocrático supremo, en tanto que no respondió a la objeción de la mujer, sino que le atribuyó deseo de protagonismo por realizar esta interacción ante las sagradas cámaras de la televisión. Así reafirmaba el monopolio real de este espacio frente a la minucia del minuto de gloria al que podía aspirar su interlocutora, inmediatamente antes de regresar a la oscuridad de su existencia. Su minuto de protagonismo no incluía el don de conversar con él, en tanto que no merecía respuesta alguna. Así confirmaba su condición de vasalla sin voz ni existencia, que la sociedad postmediática aliviaba con ese fugaz tiempo de existencia pública, en la que, al no ser respondida, quedaba reducida a un grito estéril.

El mensaje navideño del pasado día 24, confirma este desprecio aristocrático con respecto a la audiencia, que esperaba una respuesta con respecto a la secuencia de escándalos protagonizados por su padre, Juan Carlos I. Así, siguió la pauta proverbial de pronunciar un discurso enmarcado en los gritos de rigor de los años del postfranquismo. Estos son las nobles palabras y frases escritas con mayúsculas que remiten a grandes principios, y que se emancipan de cualquier contexto y situación. Así, todos los discursos son rigurosamente idénticos, proporcionando a sus enunciadores la prerrogativa de escapar de cualquier realidad. Así, el rey se ubica por encima de cualquier situación y elude el imperativo de responder y conversar con la sociedad.

En este discurso mecanizado se distingue entre dos esferas. Una es la de las distintas corporaciones, que son aludidas en términos de los elogios de rigor, y que conforman una red de una sociedad cortesana. El resto, es una sociedad ignorada, que es unificada por la denegación de su especificidad, siendo incluida en ese término universal de “los españoles”. Este es el código que rige los discursos del rey Felipe: La distinción entre un nivel de sociedad estamental representada específicamente, y un nivel de población destinada a componer el fondo de los actos, regida por el principio de su inhabilitación conversacional. Son los destinatarios del “no tengo suelto”.

En esta ocasión, en el último año se han acumulado los denominados “escándalos” protagonizados por Juan Carlos I, un labrador de amores y billetes irredento, que ha compatibilizado la jefatura del estado con un activismo intenso como hombre de negocios infatigable. La secuencia de informaciones acerca de sus actividades, adquiere una dimensión ciclópea. Las indagaciones de distintos medios visibilizan sus negocios múltiples, de los que resulta una fortuna descomunal. Regalar sesenta millones de euros a una de sus amantes constituye un indicador inequívoco de la dimensión colosal de su patrimonio.

Esta cuestión exigía alguna alusión o respuesta específica, diferente a la de los anteriores discursos. Pero no, esta no fue considerada como suficiente para ser mentada en tan relevante discurso. Algunos periodistas habían generado expectativas acerca de que estas fueran tratadas, debido a su impacto en la opinión pública. Así la audiencia congregada esperaba algún gesto magnánimo que aliviara el estado de sospecha instaurado por las sucesivas informaciones que conformaban a Juan Carlos I como un ser politeísta de los paraísos fiscales. Pero el rey Felipe hizo gala de sus coherencias y eludió cualquier alusión específica, enunciando así un contundente “no tengo suelto”.

El resultado de este acontecimiento remite a un orden político hermético, que se ha movilizado para asegurar la clausura de cualquier pretensión de cambio. Así se configura una situación de comicidad institucional, en tanto que el emérito Juan Carlos se encuentra evadido del país, en tanto que afloran informaciones y pruebas materiales de sus actividades de acumulador de billetes industrial. Pero, estas informaciones no tienen impacto alguno en las instituciones, poniendo de manifiesto la condición cortesana del orden político vigente. Hacienda ni siquiera abre una investigación, los tribunales eluden cualquier indagación, el parlamento rechaza investigar al respecto y se reproduce un consenso político mayoritario en su defensa.

En este ambiente de cierre del régimen para la preservación incondicional de la monarquía, la alusión de Felipe VI a la ética, la moral y las responsabilidades institucionales, solo puede ser aludida desde las garantías que confieren la convicción de que ningún interlocutor institucional va a responder. Así se produce un vaciamiento de la democracia que consagra esta como la unión de instituciones y castas unificadas por su adhesión al orden del silenciamiento. La impunidad de la familia real alcanza una condición apoteósica.

En una situación de cierre concertado y monolítico de las élites e instituciones, con escasas excepciones, parece pertinente formular dudas gruesas con respecto a la democracia. El régimen inmediatamente anterior, el franquismo, funcionaba también sobre el principio de la red de corporaciones sobre la que se consagraba el poder del general Franco. En este sólido edificio no aparecieron grietas hasta su misma muerte. Dice un historiador tan fértil como Isaac Deutscher, que las instituciones autoritarias que perduran durante períodos temporales dilatados terminan por transferir algunas de sus propiedades a sus oposiciones. Ciertamente, el régimen del 78 ha conferido a Juan Carlos un estatuto similar al que ostentó su antecesor.

El desvelamiento de sus múltiples actividades, así como las de su clan familiar, pone de manifiesto la consistencia pétrea de su impunidad. Ni siquiera es cuestionado o investigado por las instituciones devenidas en cortesanas. El entramado de apoyo al ilustre emérito ha mostrado su consistencia. El programa de Pepa Bueno en la SER tras el discurso es un monumento de transparencia acerca del régimen. Todo son elogios y las leves críticas de Carmena suscitan unos silencios inconmensurables. Porque un nivel de corrupción institucional de esta envergadura precisa un monolitismo institucional sin fisuras. La institución monárquica en España, tras el descubrimiento de la laboriosa construcción de la fortuna familiar, precisa un monolitismo férreo. Y esto parece incompatible con la democracia, que por definición es plural.

En una situación así, definida por una realidad traumática, la única vía de escape es la proliferación del humor negro, compañero inseparable de cualquier autoritarismo. Las televisiones impulsan programas en los que se trata con hilaridad la situación, recomponiendo sus historias con los periodistas del corazón y el inefable Jaime Peñafiel. El humor negro es una vía de escape que denota una situación que no puede cambiarse, aliviando los sentimientos negativos derivados de la impotencia de la acción. Así, este permite cambiar cómo se siente la gente ante acontecimientos que juzga como negativos e inmodificables.

El mismo Kant decía que “La risa procede de algo que se espera y que de pronto se resuelve en nada”. No queda otra opción que aliviarse mediante el humor. La burla termina por ser un factor de regeneración psicológica frente al bloqueo de las situaciones. En todas las dictaduras prolifera el humor negro, construyendo lo que un autor tan inteligente como Batjín denomina como “el mundo al revés”. El amargo sabor del discurso navideño estimula una riada de memes que se disemina en todas las direcciones, consolidando el asunto del rey emérito como un género televisivo para los oscuros meses del invierno.

Al fin y al cabo, majestad, solo pretendían que inventase alguna frase vacía, propia  de su estilo, en la que vieran reconocida su respuesta y se sintiesen aliviados, al estilo jurídico minimalista del tratamiento a su hermana Cristina, que al menos fue sentada en el banquillo de los investigados. Pero usted se mantuvo firme y respondió en tono contundente “No tengo suelto”. Con la venia, afirmo que lo más sorprendente de todo es el papel que tiene asignado de reinar, pero no gobernar. Eso sí que es una verdad a medias.

 

 

 

martes, 22 de diciembre de 2020

LA EPIDEMIOLOGÍA SACRIFICIAL

 

A estas alturas de la pandemia, el efecto más letal radica en la mediatización desmesurada. Los medios monopolizan los discursos frente a la realidad, sepultando a los distintos actores. La consecuencia más importante radica en la reducción de la realidad a juegos de números que se suceden incesantemente, siendo interpretados por la troupe experta salubrista, cuyas intervenciones son reinterpretadas por los portavoces mediáticos adscritos a las distintas opciones políticas. La pérdida de sentido parece inevitable en una situación en la que el monopolio de las voces mediáticamente autorizadas simplifica las realidades y las situaciones. El aspecto más perverso radica en que lo subyacente, lo no explícito, adquiere una enorme proyección, multiplicando la confusión. Cada experto interpreta según a su bloque político de adscripción. Lo oculto deviene en apoteósico. El cuadro general contraviene a la ciencia y a sus modos de operar.

La sopa de números y sus representaciones gráficas termina por desplazar los sentidos de la realidad. Así, se habla de “doblegar la curva” y otras expresiones que ocultan las significaciones de los efectos de la pandemia. En un contexto así, los fallecidos, o aquellos que “han salvado sus vidas” tras largas estancias en cuidados intensivos, pero cuya vida se presenta amenazada gravemente por distintas secuelas, quedan deshumanizados y privados de su naturaleza de personas. La mediatización y politización de la epidemiología implica su denegación como personas y su reconversión en dígitos. Son numeradores en una ecuación en la que su valor oscila según el tamaño del denominador.

Tras diez largos meses, se sobreentiende que los muertos son un sacrificio necesario en espera de un producto providencial de la ciencia en acción, inscrita en la forma empresa: la vacuna. En los primeros tiempos se aludía a los fallecidos, que suscitaban lamentaciones y se deploraba la saturación de los cuerpos sin vida concentrados en las morgues. Ahora no se discuten desde la perspectiva del proceso de decisiones de las autoridades, que permanece blindado a cualquier mirada. Son las víctimas necesarias, los afectados por la maldición del azar recombinado con la multiplicación de la Covid. Su único valor radica en ser amontonados para ser arrojados al gobierno, bien autonómico, bien central.

Las víctimas de la Covid se han naturalizado y desproblematizado. Son el contingente humano que enferma y fallece con una alarma social decreciente, sin suscitar la movilización de la inteligencia médica, huérfanos de solidaridades y subordinados a las interpretaciones triunfalistas y catetas sobre las vacunas. En los discursos mediáticos y de la troupe experta, ocupan un lugar subordinado a la preservación de las capacidades del sistema e atención, con sus estrellas centrales: las camas de hospital y las camas de UCI. En tanto que no amenacen su saturación, podemos vivir tranquilos con cifras diarias de muertos de tres dígitos.

Pero el aspecto más infame de la mediatización de la pandemia radica en la desposesión narrativa al mismo aparato asistencial sanitario. Los medios excluyen a los profesionales que se encuentran cara a cara y cuerpo a cuerpo con los infectados, favoreciendo la circulación de expertos cuyos discursos remiten a la población general, entendida como un juego de cifras. Así se construye una narrativa que se caracteriza por la ausencia de los enfermos, de los médicos y las enfermeras. La distorsión del relato oficial y mediático es inevitable, pero, además, es coherente con la gestión fatal de la pandemia.

En los diez largos meses en los que se han producido numerosas situaciones nuevas y evolutivas, no ha habido problematización alguna, ni controversia, ni reemplazo de equipos, ni de troupe experta. No, la quietud es absoluta. Son los mismos actores. En los platós se ha producido un proceso similar a una oposición. Así, cada cual ha seleccionado a sus tertulianos de guardia, que hacen ostentación de la posesión de sus plazas. El resultado es que se conforma un clan de expertos que no discuten entre sí, desarrollando estrategias de asegurar la exclusividad de su parcela. La monotonía parece insoslayable. La tensión creativa es imposible en ese mundo de pequeños propietarios de minifundios expertos.

El mismo proceso sucede en los gobiernos y administraciones. No existen señales de renovación de equipos, de incorporación de nuevas voces que representen nuevas perspectivas. Tampoco de procesos de deliberación en torno a los distintos dilemas que se presentan. Las posiciones son fijas e inmutables. Sucede al igual que en el caso del sida, cuyos discursos asistenciales detentaron un estatuto de propiedad de un feudo médico de Nájera. La Covid ha instituido el feudo de Simón, que siguiendo la estela de los feudos institucionales, carece de número dos. Se constituye como irremplazable y propietario de facto de las interpretaciones, las significaciones y las acciones. Solo es supervisado por la autoridad política a la que sirve.

El protagonismo de la comunicación pandémica descansa, junto a la troupe mediática experta y los especialistas asentados en las cúpulas técnicas del gobierno y las conserjerías de salud, en el ministro y los consejeros de salud. Estos comparecen como protagonistas de un espacio comunicativo en el que resplandece la subordinación de la estrategia salubrista a los intereses de la comunicación política. Así se constituye un gallinero experto en el que se suceden batallas abiertas o larvadas que lastran cualquier proceso de deliberación y decisión racional. En este territorio institucional impera el estado de guerra contra el rival electoral.

El juego de comunicaciones que resulta de la defensa de los monopolios mediáticos expertos, que neutraliza cualquier discusión o contraste de opiniones, con el de los gobiernos autonómicos que se constituyen en instancias de una confrontación que se agota en los cálculos de los efectos electorales, denegando una verdadera deliberación sanitaria, resulta fatal, representando el ocaso de la democracia española. El símbolo de estos desatinos institucionales puede estar representado en las imágenes patéticas de los encuentros entre Sánchez y Ayuso, que instauran una relación que se referencia en el género de los más acreditados realities.

Desde esta perspectiva se hacen inteligibles las decisiones de las autoridades, caracterizadas por su falta de fundamento científico y la presencia de varios factores determinantes ocultos. Esta crisis de gobernabilidad se refuerza por el silencio de los distintos latifundios y minifundios que conforman la producción del conocimiento. En particular, el mundo de las ciencias humanas y sociales, del pensamiento, de la cultura y de las artes. La pauta que impera es la de la división del trabajo fundada en el modelo de división de la tierra. Se entiende que este es un territorio médico, que nadie puede cuestionar. El respeto reverencial por esa autonomía tiene como contrapartida la exigencia de la no intromisión de extranjeros en sus respectivas parcelas. Cada uno es propietario de su parcela defendida por empalizadas que no puede superar ningún flujo extraño de inteligencia.

Así se puede explicar el desastre imperante, que termina por aceptar una alta cuota de víctimas sin que exista una movilización de las inteligencias múltiples en la convergencia para mejorar los resultados. Todo termina constituido por cifras, al igual que la sagrada economía, provista de un discreto encanto tan poderoso que no es preciso invocar. El emblema de esta situación de concentración parcelaria de inteligencias mutiladas por su aislamiento, puede ser representado por la repetición en la penúltima ola de la pandemia, de la tragedia de los centros de internamiento de ancianos. Ellos representan el segmento fatal que se encuentra destinado a ser eliminado en tan científica sociedad. Malos tiempos para la inteligencia.