viernes, 16 de octubre de 2020

LA COVID Y LA REVANCHA DE LOS SUPERFLUOS

 

Los acontecimientos de los días del pasado puente en Granada, protagonizados por contingentes de jóvenes en estado de fiesta en un momento en el que la pandemia se recrudece, han suscitado reacciones de condena por las autoridades, los profesionales, los medios y diferentes portavoces de sectores sociales atenazados por la amenaza del virus. Este suceso se ha hecho visible mediante unas imágenes del mismo que son seleccionadas por las televisiones, pero, no se trata de un evento aislado, sino que, por el contrario, remite a una práctica festiva generalizada en la vida ordinaria, congelada durante el confinamiento y recuperada en el largo y cálido verano. Como consecuencia de la efervescencia suscitada en la videosesfera, y dada la situación epidemiológica crítica de Granada, las autoridades han decidido suspender las clases presenciales en la Universidad.

La mayor parte de las voces que se posicionan ante tal acontecimiento, se sustentan en una visión reduccionista, que se focaliza en algunos contingentes de jóvenes festivos que se liberan de la responsabilidad de la respuesta a la pandemia. De este modo, el problema es definido como un episodio de insolidaridad de unas personas desprovistas de valores. En coherencia, la solución es aislarlos del medio universitario, en el que se sospecha que puedan desencadenar cadenas de contagios. Pero esta piadosa definición elude un problema de mucha mayor envergadura. La Covid está reflotando realidades sociales que permanecían sumergidas, y  mostrando también las grietas en las instituciones de tan avanzada sociedad.  Se evidencia la endeblez de la los mecanismos de integración social, así como la licuación de los compromisos con distintos colectivos sociales. Tras varios meses disciplinarios y asociales se hace presente el deseo de vivir de los jóvenes, que son convocados a concentrarse en los  contenedores de las instituciones educativas y universidades.

Los términos en los que se suscita este problema, pueden parecer extraños desde una mirada exterior a la universidad. Pero este acontecimiento no es un accidente puntual, sino que, por el contrario, forma parte de la vida universitaria. Esta institución alterna sus actividades concentradas en los días laborables, que ceden, según avanza el jueves, el protagonismo a un repertorio inusitado de relaciones sociales y prácticas sociales en los dilatados fines de semana. Así, las imágenes capturadas este puente no son una excepción azarosa, sino la pauta habitual de la institución. Lo que ha ocurrido es que un momento de intimidad colectiva ha saltado a los medios de comunicación, desencadenando un torrente de reproches y condenas moralistas.

No existe ninguna institución en la que la distancia entre su realidad y su imagen, sea tan grande como la universidad. Esta se encuentra sumida en un largo proceso de transformación, determinado por la hegemonía abrumadora del neoliberalismo, su adaptación a la producción inmaterial y el capitalismo cognitivo y la reconversión de la vieja universidad. El resultado de este acrecienta su naturaleza poliédrica considerablemente. Se puede contemplar un plano de su realidad que priorice sus actividades de investigación vinculadas a los yacimientos tecnológicos de la industria y los servicios, concentrada en un número limitado de departamentos, centros y universidades. Estas prácticas docentes y de investigación se sostienen sobre los vínculos con las industrias tecnologizadas de alto valor añadido. En estas tiene lugar la selección de los técnicos, investigadores, cuadros y directivos del nuevo capitalismo cognitivo y de las instituciones rectoras.

Pero, también es factible obtener un plano de las universidades en el que las realidades son bien diferentes. En la gran mayoría de departamentos, centros, titulaciones e investigaciones, la situación cambia sustancialmente.  Se puede afirmar que predomina otra función, generar la masa que abastece las posiciones bajas y rotatorias del mercado laboral del trabajo cognitivo. La gran verdad oculta de la época es la compresión acumulativa del mercado del trabajo. Las posiciones comprendidas en este se reducen gradualmente, de modo que no puede albergar a una buena parte de los candidatos. Este es el factor que desencadena un reajuste, una de cuyas principales dimensiones es dilatar el tiempo de espera para entrar. Los jóvenes se encuentran ante la tesitura de desarrollar una larga etapa de formación. La universidad es la institución encargada de albergar a los contingentes de personas en espera. Esta función marca las actividades de la institución, que fija los sucesivos e interminables ciclos de los candidatos a ingresar en tan selecto mercado de trabajo.

El caso es que en las sociedades del presente, el sujeto estándar es ingresado a los tres años en una guardería, que es la antesala de una carrera escolar que se prolonga hasta llegar a los treinta años. El sujeto escolarizado se encuentra en todas sus etapas, en una situación de severa dependencia de la institución. Esta situación puede ser calificada de cualquier forma, menos de normal. Una persona puede pasar veintisiete años de su vida escolarizado y dependiente. Una situación así carece de antecedentes. Los efectos de esta situación son demoledores y pueden ser percibidos mediante tensiones inespecíficas, pero intensas, en la universidad, en la que adquieren distintas formas.

La respuesta de los programadores ha sido la reforma de las enseñanzas, reforzando la presencialidad en las clases, que son el escenario de distintas actividades. Se trata de poner a los sujetos en espera a hacer cosas. La institución carece de la capacidad de ofrecer verdaderas prácticas, así como métodos activos de aprendizaje, dado el volumen de los congregados en las listas y las aulas. Así proliferan múltiples actividades de bajo contenido, que organizan la actividad de los estudiantes. La simulación adquiere todo su esplendor. Como sociólogo, he tenido el privilegio de presenciar directamente el modo con que los estudiantes ritualizan las actividades diarias de las aulas. Es la forma específica de responder al vaciado de la universidad, que deviene en un espacio ligero y liviano, al tiempo que rigurosamente ritualizado.

En una situación de bloqueo de su inserción laboral por aplazamiento, el estudiantado responde de la misma forma que otros colectivos que se adaptan a sus condiciones adversas. El resultado es la conquista silenciosa y discreta de las noches y el tiempo creciente del fin de semana. En este se invierten radicalmente los sentidos y tienen lugar un conjunto de coherencias con su situación de temporalidad aplazada. En una situación así se realiza su voluntad de vivir el presente. Las prácticas festivas múltiples son invenciones de gentes que comparten la situación de espera. En la noche reina la suspensión del tiempo y la subjetividad, conformando una réplica del credencialismo radical que rige sus vidas en la universidad, que gestiona una cola mediante la asignación de valor a distintas actividades, de cuya suma resulta la posición del sujeto.

La fiesta significa una réplica silenciosa, un factor de integración de los que están en situación de espera y una frontera con el mundo institucional. Es un mundo constituido intersubjetivamente y, como toda fiesta, se encuentra dotada de reglas rigurosas, aunque no estén racionalizadas en discursos. Los participantes, apuran cada finde un sorbo de vida que privilegia sus sentidos, proclamando que lo que está suspendida temporalmente es su inserción laboral, pero no su vida.  Esta gran evasión, carente de un programa y una organización, es, paradójicamente, extremadamente potente, en tanto que no es abordable por el sistema. Este tiene la capacidad de reconvertir cualquier demanda y reducir a cualquier colectivo adverso, pero se encuentra impotente ante la ausencia de discurso. El poder difuso de la fiesta es apoteósico, en tanto que no puja en los campos en los que sus componentes son subalternos.

Y en estas llega la Covid, que desencadena un duro y largo encierro. Tras este, la fiesta renace instalándose en distintos escenarios y mostrando su capacidad de replegarse para comparecer de nuevo. El virus afecta fatalmente a los enfermos y a los mayores. Por consiguiente, se puede imputar a las multitudes festeras una manifiesta falta de solidaridad, anteponiendo sus prácticas sociales, las cuales multiplican los riesgos, a la protección de los débiles frente a la enfermedad. Pero en un clima de ralentización del aprendizaje y suspensión sine die de la autonomía personal, es difícil exigir la contrapartida de la responsabilidad. La verdadera realidad de un sujeto festivo es la perpetuación del horizonte de espera para acceder, no a una carrera laboral secuencial, sino a una rotación que alterna períodos de trabajo con los de vuelta a la formación. Estos ciclos sancionan la precariedad.

La licuación del futuro genera una impronta lógica en la generación de la espera sin fin. Esta instituye la fiesta como ámbito que sanciona la fuga, al tiempo que se toma una distancia abismal con las instituciones que los congelan. El resultado es la ausencia de compromiso, que en los tiempos de pandemia adquiere una naturaleza dramática. Tener a una parte de la sociedad en el congelador tiene un coste muy alto, en tanto que la integración sistémica es muy endeble. Pero esta fatalidad se refuerza en tanto que los portavoces de las instituciones marginadoras carecen de cualquier autoridad moral.

El silencio de las autoridades académicas, que han aprendido a habitar en un ecosistema gélido, es más que significativo. En su ausencia, los jóvenes son interpelados por los presentadores de la televisión, que fundamentados en la independencia que garantiza la publicidad, formulan juicios moralistas y exponen discursos que apelan a la solidaridad. El cuadro resultante es patético. Una imagen que avala el drama posmoderno de la ausencia de autoridad es la apelación del dúo rector de la conducción de la pandemia, Illa/Simón, a los influencers o a los deportistas para que pronuncien sermones que puedan reconvertir las prácticas festivas descontroladas de los contingentes del futuro congelado. Me impresionó mucho la publicidad de un banco español que utilizaba la imagen real de Pau Gasol, reproducido en cartón en la puerta de sus sucursales.

Mi perplejidad supera con mucho a la de algunos lectores de este texto que sigan manteniendo la suposición de que todo va razonablemente bien, que la universidad es la sede de la ciencia, que la televisión es un medio de información, o de que es normal que una persona esté escolarizada cerca de treinta años. La fiesta en tiempo de pandemia es la réplica y la revancha de los que han sido convertidos en superfluos e ingresados en una burbuja en la que se reproduce un mundo simulado.

 

 

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